Texto publicado por Miguel Ángel Rodríguez Sánchez

¿Cambiamos la Constitución?

Por César Montaño Galarza.

La evolución de los países, sobre todo del hemisferio occidental, puede ser imaginada como un largo recorrido que va dejando cada cierto tiempo nuevas marcas ohitosrepresentados por las diferentes constituciones resultantesde procesos políticos y sociales con diversas características, pacíficos, violentos, lentos, rápidos, etc., que construyen un nuevo pacto o programa político propicio para enrumbar tanto al Estado como al sector privado y la sociedad en general. Así, cada nueva constitución sustituye a la anterior encarnando un cúmulo de novedades, también problemas, y obviamente, esperanzas. Las constituciones no están escritas en piedra de una vez y para siempre, sino que pueden ser sustituidas por otras, según la visión y prioridades de las nuevas generaciones. Las enmiendas y las reformas por lo general tienen el alcance de modificar parcialmente ciertas cláusulas o contenidos de la constitución, no transforman necesariamente el ADN de la Norma Suprema, sino que actúan en la epidermis.
Demuestra la experiencia comparada que las diferentes constituciones renuevan de alguna manera los objetivos nacionales priorizando frentes que justifican el accionar estatal y social en un contexto y época determinadas. Es dable pensar que la regla general de esos procesos de cambios es que cada nueva constitución actualiza la visión nacional, pero, además, perfecciona el instrumento jurídico en términos de reconocimiento de derechos y garantías, y de definiciones de lo que debe ser la institucionalidad del poder para el accionar público, en aras de responder con eficacia a la nueva realidad. Así, al menos en teoría, una nueva constitución posee vocación superadora respecto a aquella que le precede. En otras palabras, la novel constitución no puede auspiciar el retroceso de la sociedad, como tampoco anular las conquistas que ha alcanzado a lo largo del tiempo. Cada constitución debe ser un nuevo impulso de progreso.
Hay países que como Ecuador han preferido estrenar cada cierto tiempo una nueva constitución, y otros, en cambio, que prefieren mantener una antigua, pero connumerosas reformas o ajustes, precisamente para mejorarla, no para empeorarla, casos conocidos son los de EEUU (1787) y México (1917). Nuestra Constitución de 2008 hace parte de la nueva generación de constituciones de esta parte del mundo, junto con las de Venezuela (1999) y Bolivia (2009), las tres comparten aciertos y gruesos errores, cuya enumeración a detalle superaría la extensión de esta columna de opinión. La Constitución vigente tiene una parte dogmática ciertamente amplia que reconoce múltiples derechos y establece garantías para su cumplimiento, como nunca antes en la experiencia nacional; sin embargo, la otra parte, la orgánica atinente a los poderes o funciones del Estado, rompe el esquema tripartito republicano tradicional de los ámbitos ejecutivo, legislativo y judicial, y lo sustituye con un esquema de cinco poderes añadiendo lo correspondiente al campo electoral y del llamado Consejo de Participación Ciudadana y Control Social, este último convertido en la manzana de la discordia de la clase política criolla.
La Constitución de 2008 respondía a una corriente de gobiernos adscritos al denominado Socialismo del Siglo XXI que se preparaban para gobernar “300 años”, luego perfilados por la experiencia como populistas, autoritarios y corruptos. Si bien la próxima consulta popular busca enmendar varias disposiciones constitucionales relacionadas con un conjunto de asuntos concretos de cierta importancia, no cambiará otros aspectos sustanciales y de fondo que deben ser mejorados cuanto antes, por ejemplo, retornando al prototipo republicano tradicional de los tres poderes públicos para dotar de mayor legitimidad e independencia a importantes autoridades de control. La solución tampoco pasaría por adoptar nuevamente la Constitución de 1998, porque hay que reconocer que en ciertos aspectos ha sido superada por la actual.
Es indiscutible que desde 2008 la realidad ha variado demasiado, tanto en la esfera interna como externa -pandemia por medio-, por esto urge cambiar radicalmente la Norma Suprema para, entre otras cosas: contar con una Norma Suprema a tono con los tiempos actuales; profundizar la democracia e incentivar la organización y participación ciudadana desde las bases; racionalizar y equilibrar la disposición y el ejercicio del poder público -checks and balances-; justicia y lucha contra la corrupción; autonomía y descentralización respecto a gobiernos locales; manejar responsablemente las finanzas públicas, los sectores estratégicos y los recursos naturales;optimizar el funcionamiento de las garantías de derechos;definir prioridades claras en los campos social -salud, educación, trabajo y seguridad social-, económico-productivo y de relaciones exteriores; cuidado del ambiente y el agua, y mitigación del cambio climático. La transformación significativa del país pasa obligatoriamente por un cambio constitucional integral, sobre la base de un amplio acuerdo nacional que coloque en el centro los más caros intereses generales.