Texto publicado por SUEÑOS;

francia,-cuentos.

EDÓN O EL VÉRTIGO

Marguerite Yourcenar

Óyeme, Cebes... Te hablo en voz baja, pues sólo cuando hablamos en voz baja nos escuchamos a nosotros mismos. Voy a morir, Cebes. No muevas la cabeza: no me digas que ya lo sabes y que todos morimos. El tiempo no os cuesta nada, a vosotros los filósofos; no obstante, existe, puesto que nos endulza como a las frutas y nos reseca como a las hierbas. Para aquellos que aman, el tiempo deja de existir, pues los amantes se arrancan el corazón para dárselo a quienes aman, y por eso son insensibles a los millares de hombres y mujeres que no tienen nada que ver con su amor, y por eso lloran y se desesperan con seguridad.
Y cuando empiezan a atrasarse esos sangrientos relojes, los que son amados ven acercarse la vejez y la muerte. Para aquellos que sufren, el tiempo no existe: se anula a fuerza de precipitarse, pues cada hora de un suplicio es una tempestad de siglos. Cada vez que un dolor llegaba hasta mí, yo me apresuraba a sonreírle, para que él a su vez me sonriese, y todos los dolores adquirían el rostro radiante de una mujer, tanto más hermosa cuanto que hasta ahora no había advertido su belleza. Del dolor sé lo que enseña su contrario, del mismo modo que por la vida sé las pocas certezas que ya tengo de la muerte. Lo mismo que Narciso en el manantial, yo me miré en las pupilas humanas: la imagen que en ellas veía era tan radiante que me congratulaba de proporcionar tanta dicha. Conozco del amor lo poco que me enseñaron los ojos que me amaron. Antaño, en Élide, rodeado de un murmullo de gloria, calculaba el avance de mi adolescencia por las sonrisas cada vez más temblorosas que palpitaban a mi lado. Acostado sobre el pasado de mi raza como sobre una tierra fecunda, me hallaba revestido de mi riqueza como si fuera una manta de oro. Los astros daban vueltas a la manera de faros; las flores se convertían en frutos; el estiércol se convertía en flor; pasaban las parejas como si fueran condenados a trabajos forzados o como matrimonios de pueblo: el pífano del deseo, el tambor de la muerte acompasaban su vals triste y nunca faltaban bailarinas. Su camino, que ellos creían recto, resultaba circular al muchacho tendido en el centro del porvenir. Mis cabellos palpitaban; las pestañas recubrían mis ojos prisioneros para siempre de mis párpados; mi sangre corría dando mil revueltas, como esos ríos subterráneos que parecen negros a los ojos nocturnos de las sombras, pero que serían rojos si el sol saliera en la tierra de los muertos. Mi sexo se estremecía como un pájaro en busca de un nido con sombra. Mi desarrollo hacía estallar el espacio a mi alrededor, como si fuera una corteza azul. Me puse de pie: mis manos rechazadas por paredes de colegio se tendían en la noche, trataban de recoger Signos; nacía en mí el movimiento como una gravitación divina; la lluvia de primavera resbalaba por mi torso desnudo. Las plantas de mis pies eran el único punto de contacto con la tierra fatal que algún día me recuperaría. Ebrio de vida, titubeando de esperanza, me agarraba para no caer a los hombros lisos y suaves de algunos compañeros de juego que pasaban por casualidad: caíamos juntos y llamábamos amor a aquella contienda. Mis frágiles bienamados no eran para mí sino blancos que yo debía acertar justo en el corazón, caballos jóvenes a los que había que halagar con un lento resbalar de la mano, acariciándoles el cuello hasta hacer que se transparentase, por debajo del pálido moaré de la epidermis, el rojo tejido de la sangre. Y los más hermosos, Cebes, no eran sino el premio o el botín de la victoria, la dulce copa ofrecida donde verter la vida entera. Hubo otros que fueron vallas, obstáculos, fosos disimulados con fajines verdes. Salí para Olimpia custodiado por un pedagogo ciego; gané el primer premio en el concurso de los niños: los hilos de oro de mis cintas, súbitamente invisibles, se perdieron entre mis cabellos. Mi puño levantaba el disco cuyo impulso dibujaba, entre la meta y yo, la curva pura de un ala; diez mil pechos humanos contenían la respiración ante el ademán de mi brazo. Por la noche, acostado en la azotea de mi casa paterna, contemplaba los astros dando vueltas en un estadio olímpico cubierto de arena oscura, pero no trataba de calcular mi porvenir. Mis días futuros parecían desbordantes de caricias de luchadores, de puñetazos amistosos, de caballos que galopan hacia una ignorada Dicha. De repente, estallaron clamores junto a los muros de mi ciudad natal y una cortina de humo cubrió la faz del cielo. Las columnas de fuego sustituyeron a las columnas de piedra. El ruido de la loza cayendo con estruendo disimuló en la cocina los gritos de las sirvientas violadas; una lira rota gimió como una virgen en brazos de un hombre borracho. Mis padres desaparecieron entre las ruinas pegajosas de sangre. Todo se tambaleó, todo cayó, todo fue aniquilado antes de que yo pudiera darme cuenta de si se trataba de un verdadero asedio, de un incendio real, de una auténtica matanza o si aquellos enemigos no eran sino amantes, y lo que se encendía no era sino mi propio corazón. Pálido, desnudo, contemplando mi vergüenza en los escudos de oro, agradecía a aquellos hermosos adversarios que pisotearan mi pasado. Todo acababa con latigazos y escenas de esclavitud: éstas son también, Cebes, las consecuencias del amor. El afán de lucro había atraído a los mercaderes a la ciudad asaltada; yo estaba de pie en la plaza pública: el mundo con sus llanuras, sus colinas, donde mis perros ya no perseguían a los ciervos, y sus vergeles llenos de frutas de las que ya no disponía, sus olas por donde mi reposo ya no bogaría blandamente sobre la seda violeta, daba vueltas a mi alrededor como una rueda gigantesca en la que me estaban torturando. El área polvorienta del mercado era un amasijo de brazos, de piernas, de senos, donde hurgaba el hierro de las lanzas. El sudor y la sangre corrían por mi rostro, que parecía sonreír, pues el sol me obligaba a hacer muecas. Negras costras de moscas se pegaban a nuestras quemaduras. El insoportable calor del sol me obligaba a levantar alternativamente mis pies descalzos, de tal manera que, a fuerza de horror, parecía estar bailando. Cerraba los ojos para no ver mi imagen en pupilas obscenas; hubiera querido destruir en mí el oído, para no oír comentar con bajeza los aspectos de mi hermosura; hubiera querido taparme la nariz para no oler el hedor de las almas, tan fuerte que a su lado el olor de los cadáveres parece un perfume; perder, en fin, el sentido del gusto, para no percibir en mi boca el sabor repugnante de mi docilidad. Pero mis dos manos atadas me impedían morir... Pasaron un brazo en torno a mis hombros, para sostenerme, no para acariciarme. Cayeron las ligaduras que me ataban las piernas: borracho de sed y de sol, seguí al desconocido lejos de aquella carnicería donde perecerían aquellos a quienes ni siquiera la vergüenza hubiera aceptado. Entré en una casa cuyas paredes de adobe conservaban un poco del frescor del barro. Me ofrecieron por cama un montón de paja. El hombre que me había comprado me sostuvo la cabeza para que pudiese beber el único sorbo de agua que quedaba en la cantimplora. Primero creí que era por amor, pero sus manos no se detenían en mi cuerpo más que para curar mis llagas. Luego, al verlo llorar mientras me frotaba con un bálsamo, creí que era por bondad. Pero me equivocaba, Cebes: mi salvador comerciaba con esclavos y lloraba porque mis cicatrices le impedirían venderme a un alto precio en los burdeles de Atenas; no quiso hacer el amor conmigo por miedo a encariñarse con un objeto frágil, del que hay que deshacerse lo más deprisa posible antes de que se marchite su lozanía. Pues las virtudes, Cebes, no todas tienen las mismas causas y no todas son hermosas. Aquel hombre me llevó a Corinto, con su cargamento de esclavos. Me alquiló un caballo para que no se estropeasen mis pies. No pudo impedir que se ahogaran algunas de sus bestias de carga al atravesar un vado con tiempo de tormenta; tuvimos que hacer sin montura el largo y ardiente camino que sigue el Istmo de Corinto; cada uno de nosotros, inclinado hacia el suelo hasta tocar su sombra, cargaba con el sol, como si fuera un pesado fardo. Al rodear un bosque de pinos, se abrió el horizonte para mostrarnos Atenas: la ciudad tendida como una jovencita se extendía púdicamente entre el mar y nosotros. El templo que había encima de la colina dormía como un dios de color de rosa. Mis lágrimas, que no logró hacer derramar la desgracia, corrieron ante la belleza. Pasamos aquella misma noche por la Puerta Dipila: las calles olían a aceite rancio, a orines y a polvo transportado por el viento. Vendedores de lazos aullaban por las esquinas, proponiendo a los transeúntes una posibilidad de estrangularse que no sabían aprovechar. Las paredes de las casas me tapaban el Partenón. Ardía un farol en el umbral de la casa de mujeres: todas las habitaciones rebosaban de tapices y espejos de plata. El lujo de mi prisión me hizo temer el verme obligado a permanecer allí para siempre. Me deslicé para bailar a la salita redonda amueblada con mesas bajas, más emocionado que la mañana del concurso en la liza de Olimpia. De niño, había bailado en las praderas cuajadas de narcisos silvestres, escogiendo los más frescos para posar en ellos mis pies. Ahora bailaba sobre escupitajos, cáscaras de naranja y cristales de vasos que los borrachos habían tirado. Mis uñas pintadas relucían en el círculo de las lámparas; el vaho de las carnes calientes y el vapor de los labios me impedían ver con claridad el rostro de los clientes, lo que me evitó aborrecerlos. Yo era un espectro desnudo que bailaba para unos fantasmas. A cada talonazo que yo daba en la sucia tarima, se hundía más y más mi pasado y mi porvenir de joven príncipe. Una noche, un hombre de cabellos rubios vino a sentarse a la mesa colocada a plena luz: no necesité oír las lisonjas del encargado para reconocer en él a un miembro del Olimpo humano. Era hermoso, como yo, pero la belleza no era sino un atributo de aquel ser innombrable a quien sólo faltaba la inmortalidad para ser dios. Durante toda la noche, aquel hombre un poco ebrio me miró bailar. Volvió al día siguiente, pero ya no vino solo. El viejecito panzudo que lo acompañaba parecía uno de esos juguetes que se mantienen de pie gracias a una carga de plomo, pese a los empujones de los niños para derribarlos. Se advertía que aquel hombre grueso y astuto tenía un centro de gravedad, un eje, una densidad propia, y que los esfuerzos de sus contradictores no los modificarían. Lo Absoluto, donde él se había colocado con un salto prodigioso de sus piernas de sátiro, servía de pedestal a aquel personaje concreto como un tronco de árbol, ideal como una caricatura, que se bastaba a sí mismo hasta el punto de convertirse en su propio creador. La razón, para aquel sofista, no era sino una suerte de puro espacio en el que no se hartaba de hacer dar vueltas a las formas: Alcibiades era dios, pero aquel vagabundo callejero parecía ser Universo. Bajo su manto raído, se buscaban los pies del Chivo celeste. Aquel hombre henchido de sabiduría hacía girar en sus órbitas unos ojos pálidos semejantes a pequeños lentes, donde se agrandaban las virtudes y defectos de las almas. La fijeza de su mirada parecía fortalecer los músculos de mis piernas, los huesos de mis tobillos, como si me hubieran crecido en los talones las alas de su pensamiento. Ante aquel Pan esculpido a cuchilladas por un tosco escultor, que tocaba en las flautas de la razón las melodías de la vida eterna, mi danza dejaba de ser un pretexto para convertirse en una función, al igual que la marcha de los astros, y como la sabiduría, a los ojos de los libertinos, constituye el supremo deleite, los espectadores borrachos vieron en mi ligereza el colmo del exceso. Alcibiades dio unas palmadas para llamar al encargado de la casa de baile: mi patrón se adelantó, ahuecando la mano para obtener un poco de oro. Aquel hombre, que tan a gusto se hallaba entre la inmundicia, no sólo contaba con la ganancia de unas cuantas dracmas: cada vicio que él olfateaba en el trasfondo de la arcilla humana le infundía a la vez la esperanza de un buen negocio y el sentimiento reconfortante de una baja fraternidad. Mi amo me llamó desde lejos, para permitir que los clientes apreciaran la mercancía viva: me senté con ellos a la mesa y hallé de nuevo, por instinto, mis ademanes de muchacho libre al lado de aquel joven que se parecía a mi orgullo perdido. Como había agotado las monedas de oro que llevaba en el cinturón, Alcibiades se quitó dos de sus pesadas pulseras para comprarme. Al día siguiente se embarcaba para la guerra de Sicilia: yo soñaba ya con interponer mi pecho entre el peligro y él como si fuera un dulce escudo. Pero aquel joven dios distraído me había comprado para agradar a Sócrates: por primera vez en mi vida me sentí rechazado y aquel humillante rechazo me entregaba a la Sabiduría. Salimos los tres a la calle, convertida en arroyo por la última tormenta. Alcibiades desapareció en el estruendo de un carro; Sócrates cogió su linterna y aquella débil estrella mostrose más caritativa que los ojos fríos del cielo. Seguí a mi nuevo amo hasta su casita, donde lo esperaba una mujer desaliñada con la boca llena de injurias; unos niños desgreñados chillaban en la cocina; los piojos invadían las camas. La pobreza, la vejez, su propia fealdad y la belleza de otros flagelaban a aquel Justo con sus correas de víboras: igual que todos nosotros, no era más que un esclavo condenado a muerte. Sentía pesar sobre sí la bajeza de los afectos familiares, que a menudo no son más que una ausencia de respeto. Pero en lugar de liberarse a fuerza de renuncias, inmóvil como un cadáver que teme golpear con la frente el techo de su tumba, aquel hombre había comprendido que el destino no es más que un molde hueco donde derramamos nuestra alma, y que la vida y la muerte nos aceptan como escultores. Aquel desocupado imitaba alternativamente a su padre el marmolista y a su madre la comadrona: ejerciendo funciones de comadrona, ayudaba a las almas a parir, y como marmolista, cubierto de objeciones como si fueran polvo de mármol, extraía de los tiernos bloques humanos una efigie divina. Su sabiduría múltiple como los aspectos de las cosas le compensaba los gozos del libertino, los triunfos del atleta, los excitantes peligros del buscador de aventuras en el mar de la casualidad. Siendo pobre, gozaba de las riquezas que hubiera poseído si no se hubiera dedicado a ganancias invisibles; siendo casto, paladeaba cada noche el sabor de los desenfrenos que hubiera podido ofrecerse si le hubieran parecido provechosos para Sócrates; siendo feo, gozaba con inocencia de la belleza precisa que el azar había otorgado a Cármides, de manera que el cuerpo casi grotesco donde el destino había alojado a su alma no era sino una de las formas, no más importante que otras, del Sócrates infinito. Semejante a la del dios que tal vez crea los mundos, su porción de libertad eran sus criaturas. Había comprendido que el torbellino que movía mis pies descalzos se emparentaba con la inmovilidad de sus secretos éxtasis: yo lo he visto de pie, indiferente a los astros que daban vueltas sin aumentar su vértigo, forma negra y recogida sobre la noche ática, soportar sin desfallecer el cierzo atroz y helado que sopla de las profundidades de Dios. Seguí por las mañanas, a lo largo de los campos de espliego, al alcahuete sublime que presentaba todos los días a la juventud de Atenas nuevas verdades desnudas. Le di escolta a lo largo del pórtico Real donde ululaba para él la muerte como una lechuza en forma de Anteo. La cicuta había crecido en un rincón de la campiña árida: un alfarero del Ágora había fabricado la copa donde echarían el veneno; las calumnias habían tenido tiempo de madurar al sol del Desprecio. Yo era el único que sabía el cansancio del sabio: sólo yo lo había visto levantarse de su miserable cama e inclinarse jadeante para buscar sus sandalias. Pero la simple fatiga no hubiera hecho que aquel hombre de setenta años renunciara a la vida que le quedaba. Aquel anciano que, durante toda su vida, había trocado una clara verdad contra otra verdad aún más resplandeciente, un hermoso rostro amado por otro aún más hermoso, hallaba por fin el modo de canjear la muerte lenta y banal que le preparaban por dentro sus arterias por una muerte más útil y más justa, engendrada por sus actos, nacida de él como una hija abnegada que acudiera a remeterle la ropa en su lecho al caer la noche. Aquella muerte, lo bastante sólida como para perdurar unos siglos en torno a su recuerdo, se insertaba en la serie de actos nobles que habían constituido su vida y prolongaba su camino hacia una vida eterna. Justo era que Atenas elevara, sobre la dura toba de las Leyes, unos templos cada día más orgullosos a unas divinidades cada vez más perfectas; y era asimismo justo que él, que despreciaba todo aquello sentado bajo unos pórticos menos hermosos que el pensamiento puro, enseñara a los jóvenes a no confiar sino en la propia alma. Era justo que un servidor vestido de luto acudiera, por orden de los Heliastas, a tenderle la copa llena de un licor amargo; y también era justo que aquella apacible muerte formara una mancha entre tanto azul, sin dejar por ello de hacerlo más azul todavía. Sin duda, la muerte tenía para él mayor atractivo que Alcibiades, puesto que no la impedía meterse en su cama. Ocurrió una noche, en la estación del año en que los jóvenes mendigos tienen las manos llenas de rosas, a la hora en que el sol cubre a Atenas de besos antes de decirle adiós. Una barca regresaba al puerto, replegando sus dos alas, blancas como el cisne del dios al que rezaban los peregrinos. La mazmorra se hallaba excavada en la ladera de una roca; la puerta abierta dejaba entrar la brisa y el grito de los aguadores; desde el fondo de la prisión, semejante a una caverna, el Templo pálidamente malva se nos revelaba como una Idea divina. El rico Critón gemía, indignado de que el Maestro no le hubiese permitido trazar hacia la huida un camino de oro; Apolodoro lloraba como los niños, sorbiendo sus lágrimas; mi pecho oprimido contenía los suspiros; Platón se hallaba ausente. Simmias, con un estilete en la mano, anotaba a toda prisa las últimas palabras del hombre irreemplazable. Mas ya las palabras no se escapaban, sino con pesar, de aquella boca serena: sin duda, el sabio comprendía que la única razón de ser de sus paseos por el Discurso, que él había recorrido incansablemente durante toda su vida, era conducir hasta el borde del silencio donde late el corazón de los dioses. Siempre llega un momento en que se aprende a callar, tal vez porque al fin uno es digno de escuchar por haber aprendido a mirar fijamente algo inmóvil, y esa sabiduría debe de ser la de los muertos. Yo estaba de rodillas al lado de la cama: mi Maestro puso la mano sobre mi cabellera suelta. Yo sabía que su existencia consagrada a un fracaso sublime extraía sus principales virtudes de los prestigios amorosos que sólo pretendía alcanzar para superarlos. Puesto que la carne es, después de todo, el más hermoso traje en que puede envolverse el alma, ¿qué sería de Sócrates sin la sonrisa de Alcibiades y los cabellos de Fedón? A aquel anciano, que sólo conocía del mundo los barrios de Atenas, algunos dulces cuerpos amados le habían enseñado lo Absoluto y también el Universo. Sus manos un poco temblorosas se perdían por mi nuca como por un valle en donde palpita la primavera: adivinando al fin que la eternidad se compone de una serie de instantes, único cada uno de ellos, sentía huir bajo sus dedos la forma sedosa y rubia de la vida eterna. Entró el carcelero con la copa llena del jugo fatal de la inocente planta; mi maestro la vació; le quitaron los grilletes; di un suave masaje a sus piernas congestionadas de cansancio y sus últimas palabras fueron para decir que la voluptuosidad es idéntica a su hermano el dolor. Lloré al oírlo, pues justificaba mi vida. Cuando se acostó, le ayudé a taparse la cara con los pliegues de su viejo manto. Sentí pesar sobre mi rostro por última vez la bondadosa mirada miope de sus salientes ojos de perro triste. Fue entonces, Cebes, cuando él nos ordenó que sacrificáramos un gallo a la Medicina: partió llevándose el secreto de esta broma suprema. Mas yo creí entender que aquel hombre cansado de medio siglo de cordura quería echar un buen sueño antes de arriesgarse a correr la suerte de una Resurrección; incierto del porvenir, satisfecho de haber sido Sócrates, deseaba torcerle el cuello al mensajero de la eterna mañana. Se ocultó el sol; la helada le llegó al corazón; enfriarse es la verdadera muerte del Sabio. Nosotros, sus discípulos, dispuestos a separarnos para no volvernos a ver, sólo sentíamos indiferencia unos hacia otros, aburrimiento, rencor quizá: ya no éramos más que los miembros dispersos del filósofo muerto. Todos desarrollaron rápidamente los gérmenes de muerte que sus vidas contenían: Alcibiades sucumbió en el umbral de la edad madura, taladrado por las flechas del Tiempo; Simmias se pudrió en vida sentado en el banco de una taberna y el rico Critón murió de apoplejía. Tan sólo yo, invisible a fuerza de velocidad, continúo cerrando en torno a algunas tumbas mi inmensa parábola. Danzar sobre la sabiduría es danzar sobre la arena. El mar del movimiento se lleva cada día una parcela de ese suelo árido donde no nace vida alguna. La inmovilidad de la muerte sólo puede ser para mí un estado último de la velocidad suprema: la presión del vacío hará estallar mi corazón. Ya mi baile rebasa las fortificaciones de las ciudades, el terraplén de las Acrópolis, y mi cuerpo, dando vueltas como el huso de las Parcas, devana su propia Muerte. Mis pies cubiertos de espuma aún se posan en la cresta -sin cesar destruida- de las olas, pero mi frente toca los astros y el viento de los espacios me arranca los escasos recuerdos que me impiden estar desnudo. Sócrates y Alcibiades ya no son más que nombres, cifras, vanas figuras trazadas en la nada por el roce de mis pies. La ambición no es sino engaño; la sabiduría se equivocaba; hasta el vicio mintió. No hay ni virtud, ni piedad, ni amor, ni pudor, ni tampoco sus poderosos contrarios, sino sólo una cáscara vacía bailando en lo alto de una alegría que es también un Dolor, un rayo de belleza en una tempestad de formas. La cabellera de Fedón se destaca en la noche del universo como un meteoro triste.
El amor es un castigo. Somos castigados por no haber podido quedarnos solos.
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Hay que amar mucho a una persona para arriesgarse a padecer. Tengo que amarte mucho para ser capaz de padecerte.
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Me es imposible no ver en mi amor una forma refinada del libertinaje, una estratagema para pasar el tiempo, para prescindir del Tiempo. El placer efectúa en pleno cielo un aterrizaje forzoso, envuelto en el ruido de motor loco de los últimos estremecimientos del corazón. La oración se eleva en vuelo planeado; el alma arrastra al cuerpo en la asunción del amor. Para que una asunción sea posible hace falta un Dios. Tú posees precisamente la belleza justa, la ceguera y las exigencias convenientes para ocupar el lugar de un Todopoderoso. He hecho de ti, a falta de algo mejor, la piedra angular de mi universo.
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Tus cabellos, tus manos, tu sonrisa recuerdan desde lejos a alguien que yo adoro. ¿Y a quién? A ti.
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Las dos de la madrugada. Las ratas roen en los cubos de basura los restos de un día muerto: la ciudad pertenece a los fantasmas, a los asesinos, a los sonámbulos. ¿Dónde estás tú, en qué cama, en qué sueño? Si tropezara contigo, pasarías sin verme, pues no somos percibidos por nuestros sueños. No tengo hambre: no consigo digerir mi vida esta noche. Estoy cansada: anduve toda la noche para escapar de tu recuerdo. No tengo sueño: ni siquiera siento apetito de la muerte. Sentada en un banco, embrutecida a pesar mío por la llegada de la mañana, dejo de recordar que trato de olvidarte. Cierro los ojos... Los ladrones sólo desean nuestras sortijas; los amantes, la carne; los predicadores, nuestras almas; los asesinos, la vida. Pueden quitarme la mía: los desafío a que cambien algo en ella. Echo hacia atrás la cabeza para sentir por encima de mí el murmullo de las hojas... Estoy en el bosque, en un campo... Es la hora en que el Tiempo se disfraza de barrendero y Dios tal vez de trapero. Él, el avaro, el testarudo; él, que no consiente ver perderse una perla entre el montón de conchas de ostra a las puertas de las tabernas. Padre nuestro que estás en los cielos... ¿Veré yo venir alguna vez a un hombre viejo, con un abrigo pardo, con los pies llenos de barro por haber atravesado Dios sabe qué río para reunirse conmigo? Se dejaría caer en el banco, apretando en su puño cerrado un valioso regalo que bastaría para cambiarlo todo. Separaría los dedos lentamente, uno tras otro, con prudencia, pues el regalo podría echarse a volar... ¿Qué llevaría en su mano? ¿Un pájaro, una semilla, un cuchillo, una llave para abrir la lata de conserva del corazón?
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¿Ingenio? ¿En el dolor? Puede ser, pues hay sal en las lágrimas...
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¿Miedo de nada? Tengo miedo de ti.
FIN