Texto publicado por SUEÑOS;

mejico,-cuentos.

ATARDECER EN SATURNO

Hermann Bellinghausen

No es que yo tuviera gran cosa que hacer en las inmediaciones del Ajusco, más allá de los pueblos de pobres y las células residenciales de nuevos ricos que gustan eregir sus fortalezas o palacetes un tanto al margen del mundanal ruido y de los derechos ejidales para imaginar que viven sin culpa ni peligro. No son mis rumbos. Pero siguiendo las inercias de mi lejana juventud deportiva al aire libre, anduve lo más lejos que pude, y lo más alto, donde la vista se hiciera panorámica. Se necesita un esfuerzo de abstracción concentrada para ignorar la nube café y gris de la contaminación atmosférica, y discernir la ciudad de la memoria -ya que la ciudad presente, la horrible, se aglomera y emborrona y en el fondo uno no quisiera verla.
Para tal efecto no es mal sitio el Pico del Aguila. Un aire frío me entumecía los pies y en las manos una palidez morada pedía a gritos unos guantes. Me senté en una roca lisa con forma de silla, y cuando apenas comenzaba a sentirme confortablemente solo con mis pensamientos y mis lagunas mentales, oí salir voces del pinar donde desaparecía la vereda que me trajo.
"Mierda -pensé-, unos excursionistas". Y sí, minutos después aparecieron varios chamacos de la secundaria vespertina haciéndose bromas pesadas y comportándose como quien no conoce el cansancio ni por el forro. Corrían, cabriolaban, se arrojaban puñados de tierra y trozos de lava fría, distrayendo sonoramente la incipiente concentración que subí a buscar en esa parte.
"Mierda", volví a pensar, encendí un cigarro para la resignación y esperé a que se fueran. Del grupito se desprendieron una muchacha y un muchacho y caminaron hacia mí, con el pretexto de pedirme un cigarro. Claro.
A esa edad hasta los más tímidos son igualados, así que de inmediato me interrogaron hablándome de tú y por lo visto interesados en qué hacía yo a esas horas en ese lugar y sin compañía visible. (Qué podían saber ellos de mis compañías invisibles). Dado que se comportaban infantilmente, los traté como a niños, irónico, distante, desvanecido.
-¿Qué miras con tanto frío? -interrogó el varoncito, convencido de mi absurdidad.
-La ciudad de México.
-¿Cuál, si no se ve ni madres?
-No la que está, la que estuvo.
Al no ser el tipo de respuesta que esperaba, arqueó las cejas, y tras una pausa que le permitió recomponer sus interrogantes, preguntó mi nombre, no tanto porque le interesara, sino para hacer tiempo. Y como retribución no pedida, dijo llamarse Abel, y la niña, Clara.
-¿Y no te aburres? -dijo ella.
-No me da tiempo para eso.
-O sea, trabajas mucho.
-Pues más o menos.
-Nosotros nada, nos fuimos de pinta.
Que lo dijera, la niña. Tardecita entre semana, portaban el clásico uniforme café y gris y la exaltación de su libre albedrío, diametralmente opuesta al orden.
Abel fumaba como principiante, y Clara le rechazó el tabaco que le ofreció de mi cajetilla. A la transgresión prefirió seguir platicando. El tenía el cabello negro y ensortijado, y traía las manos pintarrajeadas con bolígrafo, los típicos tatuajes de secundaria. El cabello de Clara era cenizo, lacio y limpio, y las uñas extravagantemente nacaradas.
-Venimos a buscar el atardecer- dijo ella.
-No manches -protestó Abel-. Eso no es cierto.
Sus compañeros los llamaron, se hace tarde, ora gûeyes, chale, y comenzaron a alejarse por la vereda siguiendo el método del rodeo. El sol se iba poniendo.
-Te imaginas el atardecer desde la Luna o Marte -dijo Clara. No sé si la sugerencia era para Abel o para mí, pero Abel respondió al chilazo.
-No, ni me interesa.
-¿Cómo crees que sería? -intervine, y Clara entonces:
-Pues no se sabe, pero a la mejor veríamos la Tierra y no importaría que aquí se haga tarde, porque estaríamos allá.
-Sí, tú -dijo Abel-. Ni que fueras pinche astronauta con nave espacial y toda la cosa.
-Eres un menso -protestó Clara.
-Mensa tú -replicó su amigo con escaso ingenio.
-Imagínate mejor el atardecer desde Saturno -sugerí, recordando un poema juvenil de Kenneth Rexroth. Y Clara, como si viniera del mismo poema, me siguió la corriente:
-Híjole, sería padrísimo. Con tantas lunas y anillos, y luego, tan lejos. Al menos algo había aprovechado de sus clases de Geografía. Abel ya corría cuesta abajo rumbo al grupo que ostensiblemente no los esperaba, y Clara, antes de seguirlo, se despidió diciendo:
-Ojalá encuentres la ciudad que buscas, a ver si te acuerdas.
-Y echó a correr. Eran la imagen gratuita y viva de la libertad. Y yo pensé en mis amigos presos. A nombre de ellos les envidié el momento, la pinta y el relajo. Y recordé dos ideas inconexas. Una, que el niño es padre del hombre. Y otra, que contra lo que creen los fiscales, los curas y los burócratas del espíritu, la libertad es la madre, no la hija del orden.
La ciudad de mi memoria no apareció nunca, pero el Sol se puso, y aunque las estrellas eran muchas a pesar de las luces de México, distinguí una sola e incipiente Luna. Me resultó imposible imaginar los atardeceres de Saturno, mas no seré yo quien niegue que la vida, a veces, imita al arte.

14 de febrero de 2000, La Jornada, México.