Texto publicado por SUEÑOS;

usa,-cuentos.

CONFITE BEECHUM.

Erskine Caldwell

Quedaba a diez millas de los pantanos de Ogeechee, desde el aserradero hasta la cima de la colina; pero para Confite se trataba sólo de un paseo largo. Resultaba un verdadero espectáculo verlo cruzar esas hondonadas de Georgia Central.
-¿Adonde vas, Confite?
-Abre paso a estos pies en movimiento, muchacho, porque voy a ver a mi chica.
Está esperándome en punta de pies.
Los conejos escapaban hacia los troncos huecos, donde esos grandes y ruidosos pies no podían llegar.
-No te cruces delante de ningún blanco, Confite -dijo el pequeño Bo-, porque ellos son antes que nadie.
Confite Beechum pasó una pierna sobre el cercado, con la misma facilidad que si se hubiera tratado de ponerse a horcajadas de un mango de azadón. Por espacio de un minuto, permaneció sobre la cerca, mirando al niño negro. Estaba oscureciendo en los pantanos, y todavía le quedaban diez millas por andar.
-Yo y los blancos no nos mezclamos -aseguró Confite-, mientras me dejen tranquilo. Yo trabajo para ellos, desollando sus mulas, y arrastrando sus troncos de ciprés; pero, cuando termina el día, me voy a donde ellos no están.
Entre los árboles, las lechuzas comenzaron a dar señales de vida. Esas aves estaban contentas de ver el sol poniente.
En el corral de las mulas, el chico negro se rascó la cabeza y observó el sol que se ponía. Si no hubiera tenido que dar de comer a todas las mulas, y tuviera una moneda de dos reales, le habría gustado ir detrás de Confite. Era sábado por la noche, y seguramente, en el pueblo habría una barrica llena de barbo frito. Deseó comer un poco de ese pescado que olía tan bien.
-Antes de mucho tiempo -dijo el pequeño Bo-, yo también me voy a conseguir una chica.
-Asegúrate que no sea la de Confite, muchacho, y te daré una manito.
Pasó la otra pierna sobre la cerca y partió hacia las tierras altas. Diez millas desde los pantanos hasta la cima de la colina, y llegaría a destino. Los matorrales se agitaban alrededor de sus piernas, allí donde las ponía. Porque no podía quedarse esperando a que esos matorrales de pantano, al moverse, castigaran sus pantorrillas. Confite Beechum estaba en camino; avanzó por el camino de troncos y cruzó la cañada, ganando tres hileras de plantas de maíz por cada zancada que daba.
En el camino, mataban el tiempo algunos muchachos de color. Se encontró sobre ellos antes de que tuvieran tiempo de volver la cabeza.
-Abran paso a estos pies en movimiento, muchachos -gritó-. ¡Ahi voy!
-¿Adonde vas, Confite?
Corrían bastante rápido para mantenerse a la par. Tenían que moverse mucho para igualar esas piernas de cuatro pies de largo. Les hizo acortar la respiración.
-Alguien preguntó adonde voy. Tengo una chica mulata, y estoy en camino para cortejarla un poco.
-Será mejor que toques bocina, Confite, antes de abrir su puerta. A las mulatas no les gusta que las tomen de sorpresa.
-Muchacho, estás diciendo la verdad; pero no sabes el por qué de lo que dices.
La chica da Confite lo espera siempre en la puerta.
-Seguro, los sábados por la noche los negros tienen que darse prisa. Tienen que terminar el asunto antes de que el silbato del lunes por la mañana comience a castigarles los oídos.
Los muchachos quedaron atrás;se detuvieron, resoplando, jadeantes. Un sábado por la noche, no era posible mantener el mismo tren que el desollador de siete pies de altura.
La carretera tenía demasiadas curvas y vueltas para Confite. Cruzó los campos, enfilando en derechura a un plato de barbos fritos. Las luces del pueblo le salieron al encuentro, como un enjambre de luciérnagas. Ocho millas hasta el pueblo, y después dos más, y estaría golpeando a las puertas de esa chica mulata.
Nuevamente en la carretera, porque ésta ya se había enderezado, Confite entró hamacándose al pueblo. Los viejos de a caballo y los jóvenes de a pie, todos abrieron paso a esos pies en movimiento. Las mulas de los calesines y las que retozaban en medio del camino, se hicieron a un lado para dejarlo pasar.
-¿A qué tanto apuro, Confite?
-Tengan cuidado de que el polvo que levanto no los deje ciegos, negros. Estoy en camino…
-¿Hacia dónde, Confite?
-Tengo una chica que me espera en la puerta. No le gusta que la hagan esperar.
-Mejor que aminores un poco, y que se te enfríen esos talones, Confite, porque estás por entrar en una ciudad de blancos. No les gusta que los negros les pisen los dedos de los pies.
-Cuando se pone el sol, soy libre. No puedo detenerme a mirar de qué color es la gente.
Los viejos cloquearon, y las mulas comenzaron a trotar. No les gustaba como hablaba ese grandote astuto.
-¿Me llevas, Confite? -rogaron algunos negros Jóvenes-. Me gustaría agarrar un pollo en la perchada de un gallinero.
-Allí donde voy ahora, soy el gallo del lugar. Clavo mis espolones en toda pluma extraña. No te acerques, muchacho, no te acerques.
Se fue calle abajo, manteniéndose siempre en el centro de la calzada. Las aceras no eran suficientes para él, cuando iba con tal apuro. Un plato de barbos fríos, y estaría de nuevo en camino. La mulata esperaba; no había tiempo que perder.
Ocho millas ya cubiertas, y dos más, cortas. El lunes por la mañana, ese fogonero del aserradero tendría que tirar de la soga del silbato como si fuera la que llevara a la tierra prometida.
El olor del pescado lo llevó directamente hasta la puerta de la pescadería. Tal vez fueran mújoles, pero olían tan bien como los otros. No había tiempo de encargar un plato especial.
Puso la mano en la puerta de la pescadería. Cuando hubiera terminado su cena, se pondría de nuevo en camino. Veía a esa mulata, esperándolo, a sólo dos millas de distancia.
Todos los muchachos estaban sentados, comiendo. La habitación se hallaba llena de gente hambrienta como él. El hornillo estaba lleno de pescado y la barrica se encontraba recién por la mitad. Había suficiente cantidad de buena comida como para cien hombres hambrientos.
Tenía aún la mano en la puerta; aspiraba el olor. Uno de estos días, se iba a dar el gusto de comprarse un gran barril lleno de barbos, y se los iba a comer todos.
-¿A qué tanto apuro, Confite?
-No tengo tiempo que perder, patrón blanco. Déjeme.
El agente de policía nocturna abrió de golpe las esposas y alargó la mano para tomarlo del brazo. Confite retrocedió.
-Creo que será mejor que te encierre. Me ahorraré muchas molestias. Me estoy cansando de andar por la ciudad a la caza de negros pendencieros, todos los sábados por la noche.
-Nunca en mi vida hice daño alguno, patrón blanco. Y seguro que no busco pelea.
Debe haberse equivocado de negro, patrón blanco. Seguramente que me ha confundido. Estoy solamente de paso, para ver a mi chica.
-Pero creo que es más seguro que te encierre hasta el lunes por la mañana.
Coloca las manos para que te ponga las esposas, negro.
Confite se alejó más. Tenía siempre en la mente a esa mulata. No la cambiaba por ninguna cárcel con barrotes de hierro. Se alejó.
-Voy a disparar, negro. Un paso más, y te atravieso.
-Patrón blanco, por favor, déjeme. Ni siquiera me detendré a comer, y me apuraré en salir de la ciudad enseguida. Porque tengo que ver a mi chica antes de que salga el sol del lunes.
Confite dio varios pasos más. El agente tiró las esposas y extrajo su revólver de un tirón. Apretó el gatillo, y Confite cayó.
-No había razón para hacerlo, patrón blanco. Soy sencillamente un negro grande al que le pican los pies. Prefiero mil veces andar que estarme quieto.
La gente llegó corriendo, pero algunos se dieron vuelta y se alejaron. Otros se quedaron observando a Confite, mientras éste se palpaba las piernas para ver si podían sostenerlo. Aún tenía que andar dos millas para llegar a la cima de la colina.
La gente se amontonó alrededor; el agente guardó su revólver. Confite trató de incorporarse para seguir su camino. Su mulata lo esperaba en la puerta, en punta de pies, esforzándose por divisarlo.
-Patrón blanco, siento que haya tenido que disparar contra mí. Nunca molesté a los blancos, y ellos tampoco deberían molestarme a mí. Pero si la cosa es así, no vale la pena vivir. Alcánceme una frazada para cubrir mi piel y mis huesos.
-Cállate, negro -dijo, el blanco-. Si sigues hablando con esa boca que tienes, tendré que volver a sacar el revólver y liquidarte.
La gente retrocedió hasta hallarse a prudente distancia. El agente de policía puso la mano en el mango del revólver, para tenerlo listo, en caso necesario.
-Si la cosa es así, entonces abran paso a Confite Beechum, porque ahí voy.
Fin.