Texto publicado por SUEÑOS;

argentina,-cuentos.

RADIO DEL ALMA

Eduardo Belgrano Rawson

Del puente. Ahí, si mal no recuerdo, solía estar la garita con la barrera y los soldados con casco y fusil. Era el punto de las películas donde se encendían los reflectores mientras el espía seguía avanzando, prácticamente con un pie en Occidente, pero aún bajo la amenaza de caer acribillado por las balas comunistas.
A Ingrid Romero volví a verla hace poco. Está mejor de lo que podría pensarse. Le conté mi encuentro en Berlín. Ella sonrió con tristeza. Sigue enamorada del Nacho. Todavía trabaja en el Ateneo Neruda, aunque debería estar jubilada. Es jefa de Acción Cultural. El Ateneo ha recobrado su nombre, luego de funcionar unos años como Centro Gabriela Mistral. El cieguito murió hace poco. En lugar del pomerania hay un gato. Siguen llegando mutantes. El jazmín no hace más que crecer.
-¿Qué te puedo decir? -dijo Ingrid-. Todo está como siempre. Hasta el ni-dito del entretecho.
Se refería a la cama con mesa de luz y todo que había instalado el Nacho encima del cielorraso. Parece que el Nacho y Violeta lo disfrutaban a diario.
Tiene un acceso secreto, por el altillo ubicado arriba de la cocina. Ahora es de dominio público y lo usa medio Ateneo, incluso para tirarse una siesta..
Los mutantes juegan al truco. En época de disturbios, cualquiera que viva lejos puede quedarse a pasar la noche. Dentro de todo, no es una mala vida.
Patillas, que venía aferrado al volante con los ojos en el suelo, envuelto en una nube de polvo y saliva y la cara al rojo vivo por la tensión del manejo.
Cachencho, según indicaba todo, venía punteando el Gran Premio. Tenía puestas las antiparras. Eran unos anteojos de soldador que había encontrado en la calle. Cachencho sólo se los calzaba para correr el Gran Premio. En esos días no manejaba otra cosa que el Pontiac. El resto del año se lo pasaba atronando el pueblo en lo primero que le viniera a la mente. Podía ser un Scania repleto de vacas o el cochecama de TAC para superejecutivos. Pero aquella siesta mortífera era el Pontiac Catalina preparado por Choclo Sosa.      -?
Cachencho vivía pegado a casa, de modo que uno podía sentirlo tan pronto trasponía la puerta. A veces la ilusión resultaba perfecta. Era el Pontiac Catalina
rateando en el Charco del Perro; era la ambulancia lanzada rumbo a un desastre feroz; era el gobernador con su escolta de nueve motociclistas. Todo estribaba en mantener a Cachencho fuera del campo de mira. Su ambulancia, por ejemplo, era una obra maestra. No sólo porque podía oírse a seis cuadras sino porque sonaba más trágica que una ambulancia de veras.
En los días del Gran Premio, Cachencho no daba abasto. Directamente se rechiflaba. No terminaban aún de largar en Buenos Aires cuando ya andaba de aquí para allá en el Pontiac, mientras nosotros, recluidos en el comedor de mi casa con la oreja junto al parlante, intentábamos descifrar la carrera entre los ruidos del Universo. Escuchábamos Radio El Mundo. Que sólo podía captarse, dicho sea de paso, cuando entraba en cadena con Radio Escudero, nuestra emisora local.
Pero aquella siesta fatídica, la radio sólo pasaba proclamas.
De modo que seguíamos ahí en la vereda, vencidos por la desdicha, cuando Cachencho metió aquel rebaje y se apareció en la esquina. De sólo verlo recrudeció mi amargura. Esta vez el Gran Premio no tocaría la Punta. Nos habíamos despertado con esa noticia negra. No satisfechos con haber capturado el pueblo, los militares acababan de declararlo capital de la república. Ahora los aviones leales amenazaban con bombardearnos. Culpa de eso el Gran Premio había cambiado de ruta. Primera vez en la historia que no pasaría por casa. Encima debíamos sufrir a Cachencho, que llegó a los volantazos. ¿Qué podíamos hacer, dadas las circunstancias? Pues, sacarlo al boludo a pedradas, lo cual cumplimos con entusiasmo.
Cachencho desapareció a la distancia, con la rueda trasera en llanta y el motor a punto de cortar la correa, algo que le salía perfecto. No dejamos de celebrarlo. Teníamos un oído de mula, producto de millones de siglos oyendo carreras. Aún en mitad de la noche podíamos saber si a un motor le pasaba esto o lo otro. "Es Choclo Sosa", pensaba uno en la cama. "Viene rateando por el Charco del Perro". Y era nomás el Choclo y había sorteado el Charco. O era el Fiat de los Camarena con el caño de escape suelto o un Chevrolet desbocado que terminaba en alguna zanja. Pero al lado de Cachencho, teníamos el oído en el culo.
Sólo había que verlo cuando el Choclo arrancaba el Pontiac en el fondo de su casa. Ahí funcionaba el taller. Aún en las noches crudas se juntaba medio pueblo. Choclo tocaba esto y aquello y lo ponía de nuevo en marcha. Había tablones y todo, dispuestos sobre tambores de combustible o montículos de baterías inútiles. Era un anfiteatro casero, donde asistíamos a la puesta a punto del Pontiac como si fuera un concierto. Únicamente Cachencho permanecía cerca del Choclo, listo a sostenerle la lámpara o a depositar una llave en sus manos.
Cachencho no era lo que se dice un mecanismo de relojería. Choclo hubiera andado más rápido buscándose él mismo las cosas. Encima, a Cachencho siempre se le estaba cayendo algo. Choclo esperaba tranquilo hasta que la pinza llegaba a sus manos. Otras veces Choclo se olvidaba del mundo y dejaba de pedir herramientas, con el torso sepultado en el motor. Entonces Cachencho se deslizaba adentro del Pontiac del lado del conductor. Ahí se quedaba las horas, con el cuerpo medio virado, una mano en el volante y un brazo sobre el respaldo, mirando por la luneta. Ahora iba en carrera, cualquiera se daba cuenta.
Que no podía ser otra cosa que la Vuelta del Algarrobo. Cachencho deliraba con eso, la carrera que los Camarena debieron terminar marcha atrás, la única que les quedaba después de haber roto la caja. Fueron veinte kilómetros a través de la montaña. Los propios espectadores alzaron el auto en vilo y lo dieron media vuelta para ponerlo en su nuevo rumbo. Por eso, después de aquello, a Cachencho podías verlo yendo marcha atrás por el pueblo.
Que el cabrón tenía suerte, no cabe ninguna duda. Verlo ahora en el Pontiac superaba el aguante humano. Nosotros sufríamos desde el tablón, carcomidos por el despecho, mientras el Pontiac ronroneaba con creciente suavidad, con todos sus jugos a punto. Dios le da pan al que no tiene dientes, decía alguno de mis compadres. De los tres, yo era el más enculado, por culpa de los rumores que rondaban sobre Cachencho y que mis compinches jamás dejaron de refregarme.
Pero nadie abandonaba su sitio. Si había un cielo en la tierra, era el taller del Choclo. Siempre había mirones, que husmeaban entre las llantas y los repuestos de todo tipo. Había cárteres rotos, cigüeñales amontonados y viejos discos de embrague colgados de la pared. Todo a la espera del chatarrero, que jamás llevaría nada porque Choclo no quería vender ni un tornillo. Su ayudante lavaba piezas sobre tambores de combustible con una madera encima. A veces llegaba una puta con un paquete de medialunas, pero la visita más esperada era la del letrista. Éste acudía en vísperas de la largada, a pintar sobre las puertas y el techo la exigua lista de auspicios. Estaban la panadería Guareschi y la estación de servicio. Como nunca sobraba la plata, se organizaba una rifa. El primer premio era una bolsa de azúcar y el segundo un vale de nafta.. Nosotros íbamos de puerta en puerta con un talonario de números. Ahora, culpa del cuartelazo, todos nuestros esfuerzos se habían ido al carajo.                            El paso de Cachencho por la vereda de casa, todo volvió a su ritmo. Seguía la calma chicha. No llegaban los blindados ni se escuchaba un disparo. Sólo el clamor de la siesta. Ni el Automóvil Club se dejaba ver en la calle. Así le decíamos al perro de la otra cuadra, que cada tanto pasaba con una novia abotonada y los ojos llenos de culpa. De no ir remolcando a su novia, el Automóvil Club parecía muy sensato y andaba rápido y confiado, como si fuera en camino a depositar en el banco.
De pronto sucedió algo. Un bulto apareció a la distancia. Venía desde el hotel Dos Venados, cuartel de los militares rebeldes. Pensé en Lawrence de Arabia, esa parte en que el camello viene a todo galope y parece una bola de líquido por el calor del desierto. Así era esa cosa llegando por la calle de mi casa. Pronto fue cambiando de aspecto. Notamos la metralleta colgada del hombro y unas granadas en la cintura. Quedamos abriendo la boca hasta que llegó frente a casa y sus borceguíes se detuvieron a pocos centímetros de nosotros. Entonces preguntó por la radio. '.'Ai; Sólo partir de ahí la vida recobró algún sentido. Nos ofrecimos a acompañarlo. Pronto nos desplazábamos en abanico rumbo a nuestro objetivo. El tipo era de pocas palabras. Teniente coronel no sé cuánto, ministro del Interior. Debía tomar la radio, según indicaba todo. El panorama cambió de un saque. Quién sabe qué mar de oportunidades se abría frente a nosotros, incluso escuchar la carrera desde los propios estudios.
Pero este pueblo mugriento nunca te daba respiro. En cualquier otra parte del mundo la gente se hubiera conmocionado. No sé, todos habrían salido a la calle, hubieran llovido los comentarios. Aquí todo seguía muerto. Nadie salió siquiera a mirar por la ventana, eso que íbamos en abanico, como batiendo
la zona. Es la historia de siempre. La vez que uno la emboca, no hay un solo testigo. A que si hubiéramos ido presos con una cadena al cuello, todos habrían estado pendientes para escupir nos al paso. Habríamos dado un brazo para que cualquiera de los estúpidos que se pasaban la vida en la puerta nos hubiera visto esa tarde camino a tomar la radio.
Llegamos hasta la puerta sin encontrar resistencia. Los centinelas entrechocaron los tacos al divisar al ministro. La entrada bullía de militares. A cualquier gorra la saludaban. Pero a nosotros nos cerraron el paso. El ministro ingresó velozmente. Ni siquiera se molestó en dar las gracias.
Casi rodamos de la impresión cuando reapareció a los cinco minutos, con las manos en la cabeza y encañonado por los soldados. Lo metieron en un patrullero y partieron tocando sirena. Era el ministro del Interior, en efecto. Pero había fallado el golpe. A la madrugada, los rebeldes habían huido. Del ministro nadie se había acordado. Lo dejaron durmiendo a pata suelta en el hotel Dos Venados. Fue un papelón, por supuesto. ¿Pero cómo lo iba a saber el imbécil?
Todo el mundo le hacía la venia. Entre un militar y otro no hay la menor diferencia. Sólo cuando empezó a leer su proclama, los demás cayeron en el error.
¡Era del otro bando! Entonces le saltaron encima.
Eso fue el siglo pasado, cuando aún no teníamos miedo ni estábamos enamorados ni nada y el Gran Premio de Carretera era lo único que justificaba vivir.
Fue el año en que los soldados coparon el pueblo y se suspendió la carrera. Luego nada volvió a ser como antes. Entre otras cosas, porque Cachencho ha dejado el volante. Ahora está en silla de ruedas. Lo atropelló un colectivo cuando él venía de contramano en el Scania lleno de vacas. Al menos fue lo que dijo el colectivero. Que justo antes del accidente alcanzó a escuchar un mugido. El transporte de ganado en pie era otra especialidad de Cachencho.
El taller de Choclo no existe. En su lugar hay un bingo. Ahora Choclo trabaja en el kiosco. "Ya está bueno de carreras", suele decir cada tanto. Las carreras terminaron de hundirlo. Un sexto lugar en diez años fue lo mejor que sacó. Tiene una pieza alquilada con una cama sin sábanas. Nunca pudo vender el Pontiac.
El año pasado fuimos en procesión hasta el Charco del Perro y le ofrendó el auto a la Virgen. Ojalá le cambie la suerte. Por ahora el auto sigue junto al camino, entre las velas y las ofrendas que va dejando la gente. Nadie se atreve a tocarlo, porque sería pecado.
La vez que salgo de casa, Cachencho está en la vereda. Lo sacan desde temprano y lo entran para el almuerzo. Desde el choque con el colectivo, está hecho una tumba. Cada tanto le hacemos correr una vuelta a la manzana, a ver si recobra el habla. Pero ni eso lo saca del pozo. Sólo alcancé a distinguirle cierto fulgor en los ojos la vez que lo llevamos marcha atrás calle abajo, a todo lo que daba la silla. En cierto momento sonrió y alcanzó a torcer el cuello, como si fuera un Camarena mirando por la luneta mientras iba marcha atrás. El hijo de puta sabía que estaba corriendo la Vuelta del Algarrobo. Pero mi madre, que de autos no sabe palabra, ha dicho que va a cortarnos las bolas si volvemos a hacerle eso.
Capaz que le traigo a los Camarena para que lo lleven a dar una vuelta.. Ayer mismo se lo dije. Fue a la hora de la siesta. Por una vez en la vida, mis compadres estaban ausentes. Cachencho se pone nervioso de sólo oírlos llegar. Yo aproveché para relatar la carrera donde Choclo salió sexto. Cachencho no dio señales de vida. ¿Sabrá siquiera quién soy? En casa viven diciendo que tiene una gran memoria. En misa, sin ir más lejos, siempre anunciaba lo que venía, o sea lo que iba a decir el cura en los minutos siguientes, por lo general a grito pelado. Al final el cura pidió que lo llevaran de tarde, porque le arruinaba la misa de once.
Cada tanto lo miro a los ojos, a ver si descubro algo. Luego le aplico un pedazo de palo de escoba en la frente y hago como que escucho. Eso sí que le gusta. Era el método de Choclo para auscultar el motor. Le pregunto también si me quiere. Mi madre dice que no me moleste. Que Cachencho ama en baja frecuencia, imposible de ser percibida por los corazones humanos. Vaya a saber qué entiende de todo lo que uno le dice. Al final le agarro la mano y la pongo sobre la mía. Cada vez la dejo más. Cachencho, carajo, le digo. El cabrón ni siquiera me mira. Pero yo lo más tranquilo. Es sólo cuestión de tiempo. Como dice siempre mi madre, mejor que me vaya haciendo a la idea de que Cachencho es mi hermano.

FIN