Texto publicado por SUEÑOS;

argentina,-cuentos.

EL CAMINO DEL GAUCHO

Eduardo Belgrano Rawson

La acabo de ver por la tele. Es un típico guiso de Hollywood sobre las tropelías de un gaucho. Con Gene Tierney y Rory Calhoum. Tiene todo lo imaginable en materia de fortines e indios, pero le falta al menos un perro.. Filmar en la pampa sin un perro en el reparto debe ser como filmar 2001 sin que aparezca la Luna, pero para eso se han inventado los efectos especiales. Y es el mismo director, después de todo, de La marca de la pantera.
¿Qué más podría decirse sobre El camino del gaucho? Nada, salvo que Gene estaba tan linda como la vez que se apareció en carne y hueso en un café de mi pueblo. Ella sorbía una cola racauchi en compañía de Rory y el Gaucho Amieva, pegados a la vidriera. Aún puedo verlos en esa mesa, pese al tiempo transcurrido.
Rory era un actor de segunda, un remedo de Robert Taylor, que entonces era lo máximo. En cuanto a Gene…, bueno, era la cuarta diosa del cine, aunque viniera en picada. El Alí Khan ya la había dejado, pero aún no estaba tan loca. Ahora, al descubrirla en la tele, algo se me ha soltado aquí adentro. Sucede que El camino del gaucho, junto con otro bodrio made in Argentina que también surgió por entonces, me llevaron, en cierto modo, a meterme en el oficio.
Escribo a falta de algo mejor. Encima, soy de los que no pueden sacarse el cine de la cabeza. Será porque uno jamás consigue ponerle la suficiente música al texto. Y sin la música, ya se sabe, te falta media película. Yo empecé a soñar en cinemascope en mi viaje de egresados, cuando vimos a Taras Bulba en una quebrada del Norte. Con Yul Brinner, Christine Kauffman y Tony Curtis. Una amiga salteña nos había llevado al rodaje, pues le alquilaba la casa al director. Llegamos al campo al filo del mediodía.
Las cosas venían mal. Algo estaba pasando. Los técnicos lucían desesperados. Iban por el décimo intento. Tony yacía despanzurrado en el suelo, con Christine llorándole encima. (Qué buena estaba esa rubia.) Silencio profundo alrededor, pues se grababa en directo. La gente hablaba en susurros. Al Tony le lloraban los ojos por culpa de la resolana. Ya estaría pensando en largar a la esposa para escaparse con la alemana. Christine andaba por los dieciocho. (Efectivamente, se quedó con Tony. A Janet Leigh esto la hirió mucho más que las puñaladas que Norman Bates le asestaría luego en Psicosis. En mitad del rodaje de Taras, Janet se volvió a Norteamérica con el corazón hecho pedazos.)
Cuando todo estuvo a punto, brillaron los reflectores. El director hizo así con los párpados, lo cual quería decir acción. La cámara ya estaba zumbando. Entonces un morocho salteño, atrincherado en las peñas como los incas de Atahualpa cuando emboscaban a los gallegos, enfundado en su capuchita
de cocalero, se largó a maldecir al imperialismo con las puteadas más asquerosas que hayan llegado a escucharse en los Valles Calchaquíes, centrándose sobre todo en la madre del director.
-¡Corten! Corten… -suspiró éste. Que no era otro que J. Lee Thompson {Los cañones de Navarone).
El cholo llevaba semanas entre los cerros sin dejarlos rodar un metro. En cuanto arrancaba el equipo, se daba a las palabrotas. Habían probado de todo, hasta filmar de espaldas a los actores y el cámara tapado con una colcha, pero era imposible engañarlo, de modo que el director resolvió pasar a otra cosa.
Un mexicano sacó un megáfono y entró a llamar a los extras. Que eran como dos mil, un mix de gauchos con incas disfrazados de cosacos, todos resentidos sociales, que aunque ya los hubieran matado de pronto les daba por levantarse y continuaban peleando.
-Señores gauchos -suplicó el del megáfono, mientras puteaba en mexica-. Ahorita nomás vamos a hacer el combate, así que vayan viniendo.
Ya no le importaba el cholo ni nada, ni siquiera sus insultos, que hasta podrían darle una mano, habrá supuesto, con la gritería de la batalla, todo bien mezcladito en la banda de sonido. Es lo que ocurre con la gente desesperada, cuando decide sacar partido de la desgracia.
-Señores gauchos, que se va la hora -insistió-. A ver si se arriman al estandarte.
Los señores gauchos ni bola. El mexicano sudaba sangre, pues ya se vería otra vez en Tijuana despachando quesadillas. Los productores venían aquí porque los extras salían baratos. Que la inocencia les valga. El gauchaje de Atahualpa seguía desperdigado, charlando en cuclillas o dormitando junto a las pencas con sus caballos a mano. Éstos permanecían inmóviles, tan cabizbajos y pesarosos que parecían a punto de poner un beso en la tierra. Eran los extras con sus caballos. Eran los guerreros de Taras Bulba. Era un noviembre salteño.. Como el día estaba perdido, Yul se metió en el camión y nunca más le vimos el pelo. Tony también se hizo humo. Su doble número dos, un lugareño de ojos claros, quedó dueño del terreno. Las chicas de mi colegio, sin el Tony a la vista, se consolaban con el salteño. Estaba mejor que el Tony, según la maquilladora. Todos decían que el doble se había bajado a la hija del productor. Tony tenía tres dobles. Era uno de esos inútiles que precisaban del doble hasta para tocar al caballo. El sol se metió despacio tras el castillo de Taras, que aunque fuera de cartón, costaba millones de…
Hasta que abandonamos el campo, los gauchos seguían dispersos.
Así llegó a su fin nuestro encuentro con Taras Bulba. Por la noche, en el hotel, la cabeza nos hervía de gauchos como cosacos y de coyas malhablados. Sobre todo a este servidor, que andaba muy inspirado. Fue la primera noche salteña de aquel viaje del colegio. ¿Qué hacer con semejante tortilla? Para colmo, todo se entremezclaba con otro fantasma de mi pasado que tampoco me daba tregua.
Quiero decir El camino del gaucho. La película con Gene Tierney. Que un día se me apareció, como dije, en una confitería del pueblo. Fue mucho antes de Taras, insisto, cuando todo era más lindo. Por empezar, yo tenía nueve años. Me arrastraba de la mano de mi viejo, un glorioso domingo de sol, poco después de misa, camino a tomar una racau-chi. Ya imagino mi cara, pues la felicidad radicaba en pasearte con tu viejo. íbamos llegando al Sportsman cuando nos atrapó la visión. La diosa estaba en la mesa de la vidriera, acompañada por dos sujetos. Los pistoleros habían bajado al pueblo. Mi viejo puso los frenos.
"Ésa es Gene", anunció, mientras yo me babeaba en la vereda. En ese momento nos descubrieron. Ella desplegó la sonrisa más melancólica y tierna que se le pueda ofrendar a un pendejo. Una borrasca helada me barrió las pantorrillas. Quedé tan enamorado que nunca pude recuperarme. Por años y años me vería
encima de Gene resollando "Hay labiu", mientras ella, con los ojos dados vuelta, gimoteaba "Hay labiu tú". Pero el día de nuestro encuentro, yo no estaba aún para eso. Era para finales de primavera. Gene estaba con Rory Calhoum y el Gaucho Amieva, bebiendo su racauchi con hielo en vez de una coca en serio, porque en la Punta, por esa época, estaban prohibidas las brujerías, además del boxeo y la homeopatía, todo porque la coca cola, decíamos, no revelaba la fórmula. Así que nosotros, jodidos pero orgullosos, le dábamos a la racauchi. Que nadie sabía lo que era y ni siquiera tenía fórmula.
Lo del Sportsman fue aquel domingo. Jamás volví a ver a Gene Tierney. Tampoco tuve noticias de la película. Tal como habían llegado, desaparecieron del pueblo.
Así que a la vuelta de Salta, luego de Taras Bulba, no me alcanzaban las piernas para ir detrás de las pistas dejadas por El camino del gaucho. Quería todos los detalles posibles sobre aquel misterioso rodaje. Pero en la Punta ya nadie lo mencionaba. Habían pasado diez años, que entonces equivalían a la mitad de la vida de uno. Ni siquiera pude dar con el Gaucho Amieva, que revoloteaba vestido de cowboy desde que se enamoró de la chica: sombrero texano, botas y breeches. Era el dueño del campo donde filmaba esa gente. Quién sabe si yo quería encontrarlo. Me acosaba una pesadilla. No paraba de imaginármelo al Gaucho cogiéndosela en el corral.
De cualquier forma, seguí adelante. El Kiko Luna me dio una mano. Un día recibimos un dato. El Negro de la Susana, analfabeto de padre y madre, había trabajado como extra en El camino del gaucho, así que corrimos a verlo al barrio de la Carcocha. Fue tiempo desperdiciado. El Negro, de calzoncillos y musculosa, estaba muerto en la cama, como perdido en la música de su Franklin a válvulas. Apenas nos dedicó una mirada. Sólo contestó con vaguedades. ¿El camino del gauchó, No, hermano. Nada que ver. Lo más cerca que había estado del cine fue la vez que llegó manejando el camión de la racauchi al campo de filmación.
Le tiraron un papelito, pero decidió rechazarlo. Luego de dejar aclarado el punto, se acomodó boca abajo y tal vez se quedó dormido, de modo que nos marchamos.
Así que volvimos a casa. El Kiko estaba intrigado. "¿Se puede saber qué mierda estás buscando?", me preguntó. "Nada. Soy novelista", le dije. "¿Qué cosa?"
"Voy a escribir un libro", aclaré. Después de rumiarlo un rato, el Kiko, que odia quedarse callado, retomó la iniciativa: "Yo tengo una novela mejor".
Era patético el Kiko, hablando de narrativa. Luego me preguntó a quemarropa: "¿Te acordás del casamiento de Lucila?". "¿Qué Lucila?", pregunté, como si no lo supiera. "Mi hermana", dijo el Kiko. "¿Ése que se hizo en casa?", (Mi casa, a la que entrabas por una calle y salías por la otra, era el campo de casamientos de la familia.) "Exacto", asintió el Kiko, que funcionaba como una especie de primo. "¿El de la cagadera?", aclaré, para despejar confusiones.
"Ese mismo", dijo el Kiko. Dicho lo cual precisó, después de tragar saliva: "Yo fui el que le echó al clericó el purgante para caballos".
Puta madre que lo parió. De pronto me olvidé de Gene Tierney.. Un enigma milenario quedaba develado así de golpe. Si habremos pasado noches tratando de imaginarnos al autor de aquella proeza. Ahora lo tenía conmigo. El Kiko no me ahorró detalle. Describió cada una de sus acciones en el curso de la fiesta, desde que vació el purgante en la olla hasta que puso llave a los baños y tiró las llaves al techo. Entre los invitados estaban desde el gobernador al obispo. Hasta el último rincón del jardín estaba iluminado a lo bestia. Para peor fue una noche agobiante, de modo que el clericó pronto corría a raudales.
La vereda reventaba de mirones, que espiaban desde la verja. Total que todo ocurrió a la vista del populacho, en medio de los aplausos, entre quejidos e imprecaciones, desde arriba de los árboles y a lo largo de los canteros. El obispo no alcanzó a dar cuatro pasos cuando ya entró en erupción. La novia, en particular, cagó las begonias de arriba abajo. El Kiko transformó un casamiento en puro conflicto mágico.
Ahí estaba mi novela. Ya no veía la hora de ir a casa para entrar en funcionamiento. Sólo que todo había cambiado. No sería una producción en cinemascope, con Gene Tier-ney y Tony Curtis, sino una historia con primos y tías, de los que inundan los casamientos. Es la tragedia de los relatos, que siempre van por su cuenta y terminan donde nadie lo espera.
-¿Cómo se va a llamar? -preguntaron en casa, pues era la época en que uno anunciaba todo. Por si acaso guardé silencio, pues presentía que las burradas más obvias son las primeras que nos asaltan. Pero a la noche ya lo tenía:
-No se turbe vuestro corazón. Con Adrián Mondragón, Isabel Harnero y Evaristo Pedregosa.
-Pero algo me dijo que la pifiaba, que la historia tenía otras vetas, que bien podía pasar por el barrio de la Carcocha, junto con el salto al estrellato del Negro de la Susana, más la calentura del Gaucho con Gene. Estas vacilaciones no dejan de atormentar a los escritores novatos, que pretenden contarlo todo. Para peor, el Negro escondía un secreto. Mentira que hubiera rechazado el papel. De hecho, lo habían tenido tres horas bajo la cámara. Yo lo supe recién con el tiempo. Lo dijo la propia Susana, que venía a ser su madre. Había estado a un paso de convertirse en el nuevo galán de la Fox.. Porque el Negro tenía la mejor cara de gaucho de toda la historia de Hollywood.
Esto fue lo que sucedió. Parece que lo pusieron junto al camino, mientras la cámara se iba yendo. Era una toma sencilla. El Negro sólo debía mirar a lo lejos. Por unos instantes todo anduvo perfecto, hasta que el Negro entró a joder con la mano.
Le querían cortar las bolas. Diez veces le hicieron saber que debía quedarse quieto y todas porfió con lo mismo. "¡Corten, corten! ¡Corten, por Dios!", gritó el director. "¿Quién te dijo que hagas eso?", lo zamarrearon. El cretino la seguía alzando, como quien se va para siempre. "Oye: ¿eres estúpido o qué?", dijo otro. "¿Si se la atamos al cinto?", propuso el cámara. No es que meneara la mano: solamente la levantaba. "¿De dónde sacaron a este indio?", comentó un electricista. "Dios mío", suspiró un putarraco de maquillaje. Los demás gritaban a coro. El Negro estaba sobre el camino, sin comprender la ceguera de aquellos tipos. Que así, como venían las cosas, según lo veía él, era una despedida cantada, pero su rezongo fue en vano. La Fox tenía sus propias normas para traducir las emociones humanas. Si quería expresar cualquier cosa, sugirió un asistente al Negro, que lo hiciera con la mirada. Pero nadie le pasó al castellano estas palabras sabias. De modo que, poco después, la tranquera del Gaucho se abría para dar paso al camión de las gaseosas, con el Negro de la Susana al volante, que observaba la ruta con aire adusto rumbo a un crepúsculo incierto, el sombrero de ranger sobre los ojos, suave música de fondo, algo de Mantovani tal vez, en lo que podría considerarse como un adiós para el Osear.

FIN