Texto publicado por SUEÑOS;

inglaterra,-cuento.

CUATRO SILLAS AZULES.

Hanif Kureishi

Después de comer sopa, pan y una ensalada de tomate, John y Dina salen a la calle. Al final de la escalera se detienen un momento y él la rodea con el brazo como hace siempre. Se han esmerado en mantener pequeñas costumbres, para ratificar que están habituados a hacer cosas juntos.
Hoy el sol aprieta y las calles de la ciudad parecen desiertas, como si todo el mundo excepto ellos se hubiese marchado de vacaciones. Por el momento ellos mismos se sienten como si estuviesen pasando una suerte de vacaciones.
Preferirían coger toallas, cojines, una radio y lociones diversas y salir al patio. Allí los hierbajos crecen entre las losas y varios gatos haraganean sobre la enredadera que trepa por encima de la valla, mientras la pareja pasa las tardes tumbada, leyendo, bebiendo limonada y pensando en todo lo que ha sucedido.
Pero han telefoneado de la tienda para avisarles de que ya han recibido las cuatro sillas azules. Dina y John no pueden esperar a que se las traigan, tienen que ir a recogerlas esta tarde porque esta noche viene a cenar Henry.
Hicieron la compra ayer; de los diversos platos que han aprendido a preparar, hoy cocinarán filetes de salmón, brócoli, patatas nuevas y ensalada de judías.
Henry será su primer invitado a cenar. De hecho, será la primera persona que venga a visitarlos.
John y Dina ya llevan en este apartamento alquilado dos meses y medio, y la mayor parte de los muebles, si bien no son los que ellos hubiesen elegido, resultan aceptables, especialmente las estanterías repartidas por todas las habitaciones, que ellos han limpiado con paños húmedos. Dina tiene la intención de traer el resto de sus libros y su escritorio, lo cual place a John. Después de eso, le parece a él, no habrá vuelta atrás. La mesa de madera de la cocina es idónea. Caben tres personas confortablemente sentadas para comer, hablar y beber. Tienen dos manteles de colores vivos que compraron en la India.
Han empezado a colocar sus cosas sobre la mesa, entremezcladas. Ella pone algo suyo, de manera experimental, y él lo contempla como diciendo: ¿Qué es esto? Y ella lo observa a él; entonces se miran y llegan o no a un acuerdo. Los bolígrafos, por ejemplo, ahora están metidos en un tarro para espuma de afeitar; el jarrón de ella está colocado al lado; el Buda de yeso de él ha aparecido en la mesa esta mañana y ha sido aprobado sin objeción alguna. La fotografía del gato no ha sido aprobada, pero por el momento ella no va a hacerla desaparecer, para ponerlo a prueba a él. Hay fotografías de ellos dos juntos, durante las vacaciones de hace un año, cuando vivían todavía con sus parejas anteriores. Y hay fotografía de los hijos de él.
Por el momento sólo hay dos sillas de cocina en pésimo estado.
John ha dicho que a Henry, a quien Dina conoció en una cena organizada por uno de los amigos de John, le gustarían las sillas azules con los asientos de mimbre. A Henry le gusta casi todo siempre que se le presente con entusiasmo.
Sólo tras una delicada pero cordial discusión, se pusieron de acuerdo en invitar a Henry. A John y Dina les gusta hablar. De hecho, ella dejó su trabajo para que pudiesen hablar más. A veces conversan con las caras pegadas, mejilla contra mejilla; en otras ocasiones dándose la espalda. Se acuestan temprano para poder hablar. Lo único que detestan es la discrepancia. Piensan que si empiezan a discrepar, no dejarán de hacerlo y se iniciará una guerra. Han tenido algunas contiendas y han estado a punto de separarse en más de una ocasión. Pero son las discrepancias que han tenido anteriormente con otra gente, y el miedo a que se repitan, lo que parece ponerlos nerviosos en este momento.
Pero se han puesto de acuerdo en que Henry era una buena elección como primer convidado. Vive cerca y solo. Le gusta que le inviten a salir. Y como vive cerca de Carluccio traerá pasteles exóticos. No se producirán silencios incómodos o de otro tipo.
Vieron las sillas azules por primera vez hace cuatro días. Buscaban un restaurante indio cerca de casa e iban discutiendo sobre su menú indio ideal: el dall de su restaurante de King Street, las gambas bhuna del restaurante de comida para llevar de Fulham Road y demás, cuando pasaron por delante de Habitat. Quizá estuviesen cansados o simplemente se sintiesen indolentes, el caso es que en la gran tienda se dedicaron a sentarse en varios sillones, sofás, sillas de comedor e incluso se echaron en las tumbonas, imaginándose que estaban juntos en tal o cual sitio de playa o de montaña, mirándose de tanto en tanto desde una punta a otra de la tienda o desde muy cerca, uno junto al otro, pensando con asombro éste es él, ésta es ella, la persona a la que he elegido, la persona a la que he deseado durante todo este tiempo, y ahora la cosa ha empezado en serio, todos mis sueños se están cumpliendo hoy.
No parecía haber nadie en la tienda a quien le preocupasen sus cavilaciones. Perdieron la noción del tiempo. Hasta que de detrás de una columna asomó un dependiente. Y -después de mucho sentarse, levantarse y acomodar sus posaderas- compraron las cuatro sillas azules de madera, con los asientos de mimbre. Eran otras las sillas que les interesaban, pero resultó que no estaban en oferta y tuvieron que quedarse con estas más baratas. Cuando salieron, Dina dijo que las prefería. Y él añadió que si ella las prefería, él también.
Hoy, de camino a la tienda, ella insiste en comprar un pequeño marco y una postal de una flor para ponerla en él. Dice que tiene intención de colocarlo encima de la mesa.
-¿Cuando venga Henry? -pregunta él.
-Sí.
Durante las primeras semanas de convivencia en pareja él se ha mostrado reacio a la manera que tiene ella de hacer ciertas cosas, cosas en las que no había reparado durante la época que salieron juntos o a las que no ha tenido tiempo de acostumbrarse. Por ejemplo, su afición a comer sentada en los escalones de la entrada a última hora de la tarde. Él es demasiado mayor para la vida bohemia, pero no se puede pasar el día diciendo no a todo, así que tiene que sentarse ahí mientras la polución se mete en su cuenco de pasta y todos los vecinos le miran, y los hombres la miran a ella. Sabe que eso forma parte de la nueva vida que ha anhelado durante tanto tiempo, y en esos momentos se siente indefenso. No puede permitir que la relación se vaya a pique.
El dependiente les dice que les va a buscar las sillas y se las bajará en unos minutos. Al cabo de un rato dos hombres traen las sillas y las dejan junto a la entrada de la tienda.
A John y Dina les ha sorprendido comprobar que las sillas no vienen por separado o simplemente con un ligero envoltorio. Van metidas en dos largas cajas marrones, como un par de ataúdes.
John había dicho que podían llevar las sillas hasta el metro y de allí hacer lo mismo hasta el apartamento. No queda lejos. Ella pensó que bromeaba. Pero ahora se da cuenta de que hablaba en serio.
Para demostrar cómo hay que hacerlo, y de hecho que puede hacerse, John agarra con fuerza una de las cajas, le da un puntapié al borde inferior y la empuja fuera de la tienda y después por el liso suelo del centro comercial, pasando ante el vendedor de caramelos, el guarda de seguridad y las ancianas sentadas en los bancos.
Al llegar a la salida, se vuelve y ve a Dina de pie en la entrada de la tienda, observándolo y riéndose. John piensa que es encantadora y que se lo pasan maravillosamente juntos.
Ella empieza a caminar en su dirección, arrastrando la caja como ha hecho él.
John sigue adelante, pensando que es así como van a hacerlo y que pronto estarán en la estación del metro.
Pero fuera del centro comercial, sobre el ardiente pavimento, la caja se clava. No se puede arrastrar el cartón por un suelo de cemento, no se desliza. Por la mañana ella ha sugerido que alquilasen un coche. Él ha respondido que no podrían aparcar cerca de la tienda. Quizá podrían tomar un taxi. Pero están en una calle de una sola dirección y la dirección es la mala. Además John se percata de que no pasa ningún taxi. Y de todos modos las cajas no cabrían.
En la calle, bajo el sol, John se agacha un poco. Pasa los brazos alrededor de la caja. Es como si estuviese abrazando un árbol. Dejando escapar todo tipo de sonidos involuntarios y deplorables, levanta la caja. Aunque no puede ver hacia dónde se dirige y aunque la caja le aplasta la nariz, la está transportando, la está moviendo. Van por el buen camino.
Pero no llega muy lejos. Varias partes de su cuerpo no le responden bien. Mañana le dolerá todo. Vuelve a dejar la caja en el suelo. De hecho, casi la deja caer. Se vuelve y ve que Dina se toca las comisuras de los ojos, como si estuviese llorando de risa. Realmente hace una tarde achicharrante y ha sido una idea nefasta invitar a Henry.
Está a punto de gritarle a Dina, para preguntarle si tiene alguna idea mejor, pero mirándola se da cuenta de que sí la tiene. Dina rebosa de ideas mejores para todo. Si él confiase más en ella que en sí mismo -pensando que siempre tiene razón- todo le iría mucho mejor.
Dina hace algo notable.
Carga la caja sobre su cadera y agarrándola por el asa de cartón empieza a caminar con ella a cuestas. Pasa ante él, majestuosa y erguida, como una mujer africana con su cabra sobre los hombros, como si se tratase de la cosa más natural del mundo. Y sigue su camino hacia el metro. Sin duda, ésa es la manera de cargar la caja.
John hace lo mismo, imitando hasta el último detalle la postura de erguida mujer africana. Pero después de dar unos pocos pasos el asa de su caja se rompe. Se rompe totalmente y la caja cae al suelo. No puede seguir adelante. No sabe qué hacer.
John se siente violento y cree que la gente le mira y se ríe de él. De hecho, la gente lo está haciendo, los miran a él con su caja y a la hermosa mujer con la otra caja. Y vuelven a mirarlo a él y después a ella otra vez, y se parten de risa, como si nunca hubiesen visto nada parecido. A John le gusta pensar que no le importa, que a su edad es lo suficientemente fuerte para soportar las burlas. Pero se ve a sí mismo con los ojos de los demás, como un hombrecillo ridículo, con sus deseos y esperanzas convertidos en futilidad y desolación, reducido al ridículo gesto de arrastrar la caja por la calle bajo el sol.
Puedes estar enamorado, pero lo de llevar juntos a casa cuatro sillas es otro asunto.
Dina regresa a donde se ha detenido él y permanece a su lado. John tiene la mirada perdida y está furioso. Ella le dice que sólo hay una forma de lograrlo.
-De acuerdo -admite él, un hombre impaciente que trata de no perder la paciencia-. Vamos allá.
-Tómatelo con calma -le ruega ella-. Tranquilízate.
-Eso intento -replica él.
-Acuclíllate.
-¿Qué?
-Acuclíllate.
-¿Aquí?
-Sí. ¿Dónde si no?
John se acuclilla con los brazos extendidos y Dina agarra la caja como quien abraza un árbol, la inclina y la deposita sobre las manos y la cabeza de él. Con este peso presionando sobre su cráneo, John intenta ponerse en pie, tal como hacen los levantadores de pesas en las Olimpiadas, haciendo fuerza con las rodillas. A diferencia de esos héroes olímpicos, él se inclina peligrosamente hacia adelante. La gente que hay alrededor ya no se ríe. Se han asustado, le advierten a gritos del peligro y se apartan. John se tambalea con la caja sobre la cabeza, como un Atlas borracho, mientras Dina danza a su alrededor diciéndole: «Mantén el equilibrio, mantén el equilibrio». Y por si fuera poco, John está a punto de lanzar las sillas sobre los vehículos que circulan por la calzada.
Un hombre que pasa por allí les ayuda a dejar la caja en el suelo.
-Gracias -dice Dina.
Mira a John.
-Gracias -dice John hoscamente.
Se queda quieto, respirando con dificultad. Sobre su labio superior se acumulan gotas de sudor. Tiene la cara empapada. Tiene el cabello húmedo y nota una comezón en el cráneo. No está en forma. Podría morir en un momento, de golpe, como le sucedió a su padre.
Sin mirar a Dina, levanta la caja agarrándola como quien abraza un árbol y recorre unos metros arrastrando los pies. La deja en el suelo y vuelve a levantarla. Camina unos metros más. Ella le sigue.
John cree que en cuanto lleguen al metro habrá pasado lo peor. Es sólo una parada. Pero cuando salen del vagón se encuentran con que trasladar las cajas por la estación resulta casi imposible. El abrazo del árbol se hace cada vez más difícil. Cargan una caja entre los dos escaleras arriba y después vuelven por la otra. Ella guarda silencio; él comprende perfectamente que está aburrida y harta de toda esa idiotez.
En la entrada de la estación Dina le pregunta al quiosquero si pueden dejarle una de las cajas. Así podrán llevar la otra hasta el piso entre los dos y volver después por ésa. El quiosquero les dice que sí.
Dina se coloca delante de John con los brazos pegados a los costados y las manos asomando por detrás como un par de orejas de conejo para sostener un lado de la caja. Mientras caminan, él contempla a Dina, su blusa verde sin mangas, el collar, la correa de su bolso cruzada sobre el hombro, su nuca y su largo cuello.
John piensa que si tienen que dejar la caja en el suelo por algún motivo, todo se irá al garete. Pero pese a que se detienen en tres ocasiones, ella está concentrada, ambos lo están, y no sueltan la caja en ningún momento.
Llegan al pie de la escalera que conduce a su casa. Por fin dejan la caja en el suelo, en posición vertical, en el fresco vestíbulo y suspiran aliviados. Vuelven por la otra caja. Han dado con la forma idónea de llevarlas y ésta la transportan con suma eficiencia.
Cuando acaban el traslado, él le acaricia y besa las manos doloridas. Ella mira hacia otro lado.
Sin decir ni una palabra, sacan las sillas azules con los asientos de mimbre de las cajas y tiran el envoltorio en una esquina. Colocan las sillas alrededor de la mesa y las contemplan. Se sientan en ellas. Prueban diversas posturas. Ponen los pies encima de ellas. Cambian el mantel.
-Estupendo -dice él.
Dina se sienta y apoya los codos en la mesa, con la mirada fija en el mantel. Está llorando. Él le acaricia el cabello.
John baja a la tienda a comprar limonada y cuando regresa ella se ha quitado los zapatos y se ha echado en el suelo de la cocina.
-Estoy cansada -dice.
Él le prepara una bebida y se la deja en el suelo. Se tumba junto a ella, con las manos debajo de la cabeza. Al cabo de un rato ella se vuelve hacia él y le toca el brazo.
-¿Estás bien? -le pregunta él.
Ella le sonríe y dice:
-Sí.
Dentro de un rato descorcharán el vino y empezarán a preparar la comida; Henry no tardará en llegar y comerán juntos y charlarán.
Se acostarán y por la mañana durante el desayuno, cuando saquen la mantequilla y las mermeladas, las cuatro sillas azules estarán allí, alrededor de la mesa de su amor.

FIN