Texto publicado por SUEÑOS;

irlanda,-cuento.

EL TRAJE

Liam O’Flaherty

La abuela se había quedado en casa para cuidar de ésta, y el resto de la familia o Dioláin salió a esquilar las ovejas. Los dos hijos mayores, Máire y Tomás, fueron caminando con sus padres. Máire tenía dieciocho años y Tomás dieciséis. Por lo tanto, ya era como si fueran adultos. El esquilado no era para ellos más que una tarea más. En realidad, Máire iba al lado de su madre hablando de una boda, mientras que Tomás iba detrás con su padre charlando acerca de la siega.
Por lo que respecta a los otros niños, salieron escopetados del corral y fueron corriendo por la carretera hasta alcanzar el camino de guijarros. Tomaron éste y continuaron a la carrera hasta llegar a una senda demasiado estrecha y pedregosa, por la que ya no se podía correr. Iban cuchicheando y tarareando melodías, hasta donde podían recordar, mientras ascendían por el sendero.
Tres eran niñas que vestían blancas faldas con peto y llevaban lazos de colores en el pelo rubio. El cuarto era el pequeño Séamaisín, que no tenía más que siete años.
Este rapaz corría adelantando a todos los demás. Se detenía de vez en cuando para urgir a los otros a darse más prisa. Su carita redonda estaba tan seria que era imposible saber si se hallaba contento o triste. Lo cierto era que eso no tenía para él importancia. Le habían prometido un traje nuevo hecho con la lana de ese año. Le habían prometido el traje nada menos que las Navidades pasadas. Y tanto su padre como su madre se lo habían prometido a menudo desde entonces. Así que, ahora que había llegado finalmente el día de esquilar las ovejas y comenzar a tejer la lana, al pobre chico le resultaba difícil controlar su entusiasmo. ¡Ay! El deseo que sentía por su traje nuevo se parecía a una tortura.
Hasta ese momento no había recibido más que alguna prenda del traje de forma separada. Un año le habían dado los pantalones, y la chaqueta al año siguiente. Los pantalones tenían parches antes de recibir la chaqueta a juego, y la chaqueta estaba deshilachada antes de que otros pantalones de lana vinieran a sustituir a aquéllos. De modo que no era difícil entender que al chico le resultara milagroso el regalo de un traje nuevo. ¡Cielo santo! Estaba resuelto a no quitar ojo a la lana, desde el momento en que aún recubría el lomo de las ovejas hasta llegar al telar y la aguja del sastre. Así no se le podía engañar.
Las ovejas estaban en una cañada larga y estrecha. Había una cerca alta alrededor de la cañada. Cuando llegó Séamaisín, estaban todas a cuatro patas reunidas junto a la cerca. Aunque todavía había transcurrido poca mañana, ya calentaba bastante el sol y los animales trataban de refugiarse de él. Les molestaba la pesada lana, al calor del verano. Respiraban fatigosamente, con las cabezas gachas.
-¡Vamos! ¡Vamos! -las llamó Séamaisín, yendo a su encuentro-. Ya es hora de que os quedéis en la piel. Ahora veréis.
Las ovejas alzaron las cabezas y se quedaron mirando al crío.
-Beee -decían.
Se arrebujaron todas frente a él, temerosas de aquel mocito, creyendo que lo acompañaba un perro. Seis de ellas eran blancas y grandes, con el lomo aplastado a causa del gran peso de la lana. Las otras cinco eran ovejas de los montes, pequeñas y oscuras. No era muy abultada su lana y sí más crespa. Cinco corderos jóvenes se hallaban con el rebaño, de los cuales tres estaban ya medio crecidos y les habían cortado los rabos. Habían sido conservados para su cría. Al otro par aún lo amamantaban sus madres.
Séamaisín y sus tres hermanitas habían arrinconado a todas las ovejas cuando llegó el resto de la familia. Luego, cuatro de las ovejas blancas fueron derribadas y colocadas patas arriba y comenzaron a ser esquiladas. Séamaisín sujetó la cabeza de la oveja que su madre esquilaba.
Al principio esta oveja trató de levantarse cuando sintió las tijeras junto a su piel.
-Por el modo en que se revuelve, parece como si no le gustara soltar la lana -dijo Séamaisín.
-Tiene miedo -dijo su madre-. Por eso es por lo que se quiere levantar.
-¿Cree que quieres matarla?
-Puede que sí.
-Pero tú me has dicho que las ovejas son animales benditos. Que Dios les dio la lana para que nosotros podamos hacernos ropa con ella.
-Es verdad. Es un animal bendito, no como la cabra, que no tiene ninguna lana en el lomo.
-¿La cabra es mala? ¿Tiene pecados?
-Sí, corazón. La cabra es muy mala. Es una ladrona.
-¿Pero si es un animal bendito, por qué tiene miedo? ¿No le ha dicho Dios para qué tiene lana? ¿No le ha dicho que tiene la obligación de darnos la lana?
-Cierra la boca y sujétala bien. Mira que si no, le voy a clavar las tijeras.
-¡Oh! ¡Señor! No se las claves. Sería pecado clavárselas a una cosa sagrada. ¡Oh! ¡Señor! Le traería mala suerte a mi traje nuevo.
-Bueno está. Sujétala, y no se las clavaré.
La oveja se quedó quieta cuando le esquilaron el pescuezo. Ahora las tijeras se movían muy hondo por el lomo, y caía una gran cantidad de lana. Las raíces de ésta eran suaves como la seda. Resplandecían al sol debido a la grasa que tenían.
-¿Le dijo Dios a los hombres cómo hacer nuestras ropas? -preguntó Séamaisín.
-Sí -respondió su madre.
-¿De la lana de las ovejas?
-Sí.
-¿A quién se lo contó?
-A un santo.
-¿Se lo contó todo al mismo tiempo? ¿Cómo esquilar, hilar, tejer y coser?
-Sí.
-¿Cómo se llamaba el santo?
-No lo sé.
-Qué pena. Me gustaría rezarle una oración a ese santo. Pediría por Neidí, el sastre, para que no beba mientras me hace el traje. Pero no puedo rezarle si no sé su nombre. Es raro que un santo tan importante como ese no tenga nombre. Debe de ser el santo más importante de todos, si le enseñó a la gente a hacerse la ropa. Si no fuera por él, la gente se moriría en invierno.
-Si eres un buen chico, hasta que venga Neidí a hacerte el traje, Dios no permitirá que esté beodo. Así no hará una chapuza, como hace con los trajes cada vez que ha bebido. Si no eres bueno, se emborrachará y tu traje será tan espantoso que te dará vergüenza ponértelo. Así que ya sabes. Deja de hacerme preguntas sobre este santo y el de más allá.
-Haré todo lo que tú me digas, mamá. ¡Oh, Niño Jesús! Me da igual cómo se llamaba ese santo tan importante.
Prosiguieron esquilando las ovejas hasta que todas ellas quedaron desnudas como recién nacidos. Después de finalizar con cada oveja, ésta se sacudía y se ponía a comer vorazmente. De vez en cuando levantaba la cabeza y emitía un pequeño balido de satisfacción por la lana que le habían quitado de encima.
Recogieron la lana. La metieron en cestos y se la llevaron a casa. Luego las mujeres se ocuparon de ella, para prepararla antes de llevarla al tejedor. Séamaisín las ayudó. Cuando la lana estuvo lavada y extendida en un prado para que se decolorara, sintió un enorme orgullo porque le dejaron quedarse allí a vigilarla durante todo el día. Cuando estuvo alisada y cardada y se hicieron con ella unos hermosos rollos bien gruesos, le permitieron también ayudar con el hilado. Sostenía el huso sobre el que su hermana enrollaba el hilo e iba haciendo un ovillo. El hilo blanco iba a formar parte de un ovillo, y el oscuro a otro ovillo distinto. Cuando finalmente estuvo hilada toda la lana, el ovillo blanco era mucho mayor.
Séamaisín acompañó a su madre a casa del tejedor, que estaba a tres millas de camino a pie de la de ellos. Su madre se puso para la ocasión sus mejores galas y le puso a Séamaisín los pantalones deshilachados que le daban vergüenza, y éste fue trotando tras ella. Temía que algo terrible le pasara a la lana si la perdía de vista. Además, quería preguntar al tejedor el nombre de aquel santo que había enseñado a hacer la ropa.
Perdió el valor, sin embargo, cuando llegó a la casa. Se detuvo boquiabierto una vez atravesado el umbral, contemplando el telar. Le pareció al crío que se trataba de algo absolutamente maravilloso. Observar el movimiento de acá para allá del carrete, y que la tela surgía del hilo como si se estuviera produciendo un milagro, le hizo entender que la de tejer era una tarea sagrada.
Poco tardó el tejedor en darse cuenta de la presencia del maravillado crío.
-Vaya -dijo-, ¿quieres aprender a tejer?
-Ven aquí, Séamaisín -le dijo su madre, que se había sentado junto al fuego-. No le estorbes, que está trabajando.
-Deje al chico -dijo el tejedor-. Que se quede donde está el pobre.
Era un tipo pequeño el tejedor. Tenía el pelo negro y la piel amarillenta. Sus ojos eran muy joviales. Por eso no le daba miedo a Séamaisín. Le dirigió la palabra al hombrecillo amarillento.
-¿Sabes el nombre del santo? -preguntó.
-No le haga caso -dijo la madre.
Pero el tejedor se acercó adonde estaba el chico, y le dijo:
-¿Qué santo es ese, precioso?
-El que le contó a la gente cómo se hace la ropa -contestó Séamaisín-. ¿Lo sabes?
-¡Oh! ¡Ya entiendo! -dijo el tejedor-. Bueno, es una historia demasiado larga para contártela ahora. Es también una historia triste, pues nadie vivo lleva el nombre de ese santo. Nadie. Lo he olvidado, lo mismo que hemos olvidado el nombre de quien nos enseñó a esquilar las ovejas y también el de aquel que nos mostró cómo se hacen las casas.
-¡Oh! ¡Señor! -dijo Séamaisín-. ¡Qué desgracia más grande! ¿No lo sabe nadie? ¿Ni el cura?
-No -dijo el tejedor-. Todos han olvidado los nombres de esos santos. La mayoría de la gente es pagana. Hay pocas personas buenas entre ella. Hay muchos paganos malos y pecadores. Sólo sienten respeto por los que son malos y pecadores como ellos, los tiranos y los que hacen guerras y los avariciosos que roban a los pobres y todos los demás por el estilo. Por eso es por lo que dejan morir los nombres de los santos, en vez de respetarlos.
-¡Oh! ¡Señor! -dijo Séamaisín-. ¡Qué terrible noticia!
-Tienes razón, hijito -dijo el tejedor, mientras volvía otra vez al telar-. El mundo está fatal.
Como consecuencia de la terrible imagen que el tejedor había pintado del género humano, el chico pasó muy mala noche cuando se fue a dormir. Pensó que una terrible calamidad le podía suceder a la lana cardada antes de que él pudiera tener su traje nuevo. Pero volvió a animarse cuando llegó la tela de casa del tejedor. Entonces había más trabajo que hacer.
Llevaron a la cocina la artesa de enfurtir. Era una cuba larga y poco profunda, con los extremos más estrechos y más ancha en el centro. Había un asiento en cada punta, y su madre y Máire se colocaron en ellos, con los pies descalzos. Estaban sentadas la una frente a la otra.
Llenaron la artesa con unas cuantas varas de tela que colocaron en el centro. Vertieron sobre la tela una buena cantidad de agua blanda y las mujeres empezaron a agitarla con los pies. Cuando esto ya había adquirido volumen, se ponía a un lado y se volvían a meter unas cuantas varas; así, hasta que toda quedó lista.
Por fin llegó el gran día. El paño estaba listo para el sastre. Séamaisín se levantó al alba, la hora a la que su hermano Tomás partía en coche a recoger a Neidí. Apenas pudo su madre conseguir que se tomara el desayuno. De lo único que tenía ganas era de salir y entrar corriendo, en todo momento pendiente de la carretera.
-¿Qué es lo que te pasa ahora? -dijo finalmente su madre-. ¿Acaso temes no tener tu traje?
-No, madre -dijo Séamaisín-. Lo que temo es que Neidí estuviera bebiendo anoche y que haga una chapuza. No pude averiguar el nombre del santo. Por culpa de eso, no pude rezarle una oración para rogar que Neidí no bebiera.
-No te preocupes -dijo la madre-. Pronto sabremos si bebió o no bebió anoche.
-¿Cómo lo vamos a saber? -preguntó Séamaisín.
-Muy sencillo -dijo la madre-. Cuando entre, le ofreceré una taza de té. Si rechaza el té y pide en su lugar beber leche cortada, es que anoche estuvo bebiendo. Pero si toma el té y comienza a sudar después de haberlo bebido, es que anoche no bebió ni gota y te hará un buen traje.
¡Oh! ¡Señor!, se dijo Séamaisín para sus adentros.
Ahora estaba seguro de que el sastre estaba borracho y que tenía resaca el desgraciado. Cuando el coche se detuvo en la calle, Tomás entró en la casa y le dio la prenda al sastre. Éste se quedó un ratito sentado en cuclillas, observando con preocupación cuanto había a su alrededor.
-¡Oh! ¡Señor! -dijo el pobre chico-. Estoy listo. Mi traje va a quedar desastroso.
Finalmente el sastre se bajó del coche y entró caminando en la casa. Estaba cojo. Era un hombrecillo diminuto y avejentado, y en su cuello destacaba una grande e imponente nuez. Su semblante era palidísimo, lo que otorgaba a sus ojos azules un aspecto malvado. El pobre padecía de asma. Le costaba trabajo respirar. Cada vez que respiraba hacía un ruido como el del agua de una tetera a punto de entrar en ebullición. La nuez de su garganta se alzaba, grande como una patata, con cada toma de aliento.
-Sea usted bienvenido, señor sastre -dijo la madre-. Siéntese y tome una taza de té.
Séamaisín se llevó el dedo índice a la boca, esperando la respuesta del sastre.
-Muchas gracias -dijo éste-. Tomaré una taza de té, claro que sí, si no le causa molestia, señora.
-No es molestia en absoluto -contestó Séamaisín-. Ya lo hemos preparado. Temíamos que usted prefiriera leche cortada.
La madre agarró las tenazas y se abalanzó sobre el chico. Séamaisín se escondió bajo la mesa, horrorizado por lo que acababa de decir. Pero precisamente eso fue lo que hizo reír al sastre.
-Os juro -dijo cuando dejó de reír- que voy a hacer el mejor traje que haya hecho nunca, ya que tú me has hecho reír. Un chico que sabe hacerme reír se merece un buen traje. Vaya si lo merece.
Y bien que cumplió su promesa. Pues no se vio jamás por aquellos lares un traje más bonito que el que le hizo a Séamaisín.
Al domingo siguiente los mocitos del lugar estaban maravillados del traje que éste llevó a misa, y los ojos se les salían de las órbitas llenos de envidia.

FIN