Texto publicado por SUEÑOS;

rusia,-cuento.

EL TIMBRE

Vladimir Nabokov

Habían pasado siete años desde que se habían separado en Petersburgo. ¡Dios, y qué gentío había en la estación Nikolaevsky! No te acerques tanto, el tren está a punto de ponerse en marcha. Ya, ya nos vamos, adiós mi amor… Ella siguió caminando junto al tren, alta, con una gabardina y un pañuelo blanco y negro anudado al cuello, mientras una lenta corriente la llevaba hacia atrás. Reclutado por el Ejército Rojo, se veía obligado a participar, renuente y confuso, en la guerra civil. Luego, una hermosa noche, al ritmo del chirrido estático de los grillos de la estepa, se pasó a los Blancos. Un año más tarde, en 1920, poco antes de abandonar Rusia, en la empinada y pedregosa calle Chainaya en Yalta, se encontró con su tío, un abogado moscovita. Sí, claro que tenía noticias -dos cartas. Ella se iba a Alemania, ya había conseguido un pasaporte. Tienes buen aspecto, joven. Y por fin Rusia le dejó marchar, dándole de baja permanentemente, según algunos. Rusia lo había retenido durante mucho tiempo; muy despacio se había ido deslizando del norte al sur, y Rusia seguía intentando mantenerle en su poder, con la captura de Tver, de Kharkov, de Belgorid y de otros pueblecillos interesantes, pero sin conseguirlo. El tenía en su haber una última tentación, un último regalo, Crimea, pero ni siquiera Crimea fue suficiente. Se fue. Y a bordo del barco conoció a un joven inglés, un tipo simpático, un atleta, que iba camino de África.
Nikolai visitó África y también Italia, y por alguna extraña razón las islas Canarias, después volvió de nuevo a África, donde por un tiempo sirvió en la Legión Extranjera. Al principio se acordaba de ella con frecuencia, después esporádicamente, y luego, cada vez más. Su segundo marido, el industrial alemán Kind, murió en la guerra. Era propietario de bastantes bienes inmobiliarios en Berlín por lo que a Nikolai no le inquietaba que ella pudiera morirse de hambre allí. ¡Pero qué rápido pasaba el tiempo! ¡Increíble! ¿Habían pasado ya realmente siete años?
En el transcurso de aquellos años se había vuelto más fuerte, más bronco, había perdido el dedo índice y aprendido dos idiomas, italiano e inglés. El color de sus ojos se había aclarado y su expresión se había hecho más cálida gracias al moreno suave y un poco rústico que cubría su rostro. Fumaba en pipa. Sus andares, que siempre habían mostrado la impasibilidad característica de la gente de piernas cortas, habían adquirido ahora un ritmo extraordinario. Algo en él no había cambiado: su risa, siempre acompañada de un rictus de sarcasmo.
Se tomó su tiempo, sin dejar de menear la cabeza mientras esbozaba una sonrisa, antes de decidirse finalmente a dejarlo todo y emprender la marcha, etapa tras etapa, hasta Berlín. En una ocasión, en un quiosco de periódicos, en algún lugar de Italia, se fijó en un noticiero de exiliados rusos, publicado en Berlín. Escribió al periódico y puso un anuncio en la sección de Personales: tal y tal busca a tal y tal. No tuvo respuesta. En un viaje a Córcega se encontró con un compatriota, el viejo periodista Grushevski, que iba a Berlín. Pregunta de mi parte. A lo mejor la encuentras. Dile que estoy vivo y que me encuentro bien… Pero tampoco esta fuente le trajo ninguna noticia. Ya había llegado el momento de asaltar Berlín por sorpresa. Allí, sobre el terreno, la búsqueda sería más sencilla. Tuvo muchas dificultades para conseguir un visado alemán, y se le estaba acabando el dinero. Bueno, qué se le va a hacer, llegaría hasta allí de alguna forma…

Y eso hizo. Con una trinchera y una gorra de cuadros, bajito y con sus hombros fornidos, con una pipa entre los dientes y una maleta vieja en su mano sana, salió a la plaza delante de la estación. Allí se detuvo a admirar un gran anuncio que brillaba como una alhaja y que se abría camino en la oscuridad, para luego desaparecer y volver a brillar de nuevo en otro lugar. Pasó una mala noche en un cuarto mal ventilado de un hotel barato, tratando de pensar cómo comenzar su búsqueda. La oficina de direcciones, la oficina del periódico ruso… Siete años. Debía de haber envejecido realmente. Era infame por su parte haber esperado tanto tiempo; debería haber vuelto antes. ¡Pero aquellos años, aquel vagabundeo maravilloso por el mundo, aquellos trabajos oscuros y mal pagados, las oportunidades que luego había desperdiciado, el entusiasmo de la libertad, la libertad con la que había soñado en su infancia!… Era puro Jack London… Y una vez más estaba ante una ciudad nueva, con un edredón que picaba sospechosamente y un tranvía que chirriaba en la madrugada. Buscó a tientas las cerillas, y con un movimiento ya habitual del muñón de su dedo índice empezó a apretar el tabaco en su pipa.
Cuando se viaja como él lo hacía, uno se olvida de los nombres del tiempo; los nombres de lugar no les dejan cabida. Por la mañana, cuando Nikolai salió con la intención de acercarse al cuartelillo de policía, todas las tiendas tenían los escaparates tras sus consabidas rejas protectoras. Era un maldito domingo. Al diablo con la oficina de direcciones y también con el periódico: cerrados ambos. También era el final del otoño: viento, ásteres en los jardines públicos, un cielo de un blanco sólido, árboles amarillos, tranvías amarillos, los bocinazos nasales de taxis reumáticos. Un escalofrío de emoción se apoderó de él ante la idea de estar en la misma ciudad que ella. Una moneda de cincuenta peniques le compró una copa de oporto en un bar de taxistas, y el vino tuvo un efecto agradable en su estómago vacío. En las calles, de cuando en cuando, llegaba hasta él un rosario de palabras rusas: «Skol'ko raz ya tebe govorila». («Cuántas veces te he dicho que.») Y de nuevo, después de cruzarse con varios compatriotas: «Está dispuesto a vendérmelas, pero francamente, yo…». La ansiedad le llevó a reírse entre dientes y a chupar la pipa con más avidez que de costumbre. «Parecía que ya se le había pasado pero ahora le ha contagiado a Grisha…» Pensó en acercarse hasta la próxima pareja de rusos que se cruzara y preguntarles con mucha educación: «¿No conocerán por casualidad a Olga Kind, de soltera condesa Karski?». Se debían de conocer todos en este rincón de la Rusia provinciana perdido de Dios.
Ya se había hecho de noche y en el crepúsculo una bellísima luz mandarina había llenado las gradas de cristal de un enorme almacén cuando Nikolai observó, al lado de un portal, una especie de placa blanca que decía: «I. S. WEINER, DENTISTA. DE PETROGRADO». Y al punto le asaltó el fogonazo de un recuerdo que le dejó virtualmente escaldado. «Este amiguito nuestro tiene una buena caries y hay que quitarla.» En la ventana, justo delante del potro de tortura, unas fotos enmarcadas mostraban unos paisajes suizos… La ventana daba a la calle Moika. «Aclárese, por favor.» Y el doctor Weiner, un anciano gordo, plácido, con una bata blanca y gafas perspicaces, sacaba su instrumental tintineante. Solía acudir a él para que le arreglara la boca y también sus primos, e incluso se decían, cuando se peleaban por una razón u otra: «¿Y qué te parece si te propino un Weiner?» (Es decir un puñetazo en la boca.) Nikolai se quedó remoloneando en la puerta, a punto de tocar el timbre, acordándose de que era domingo, pero lo pensó un poco más y finalmente se decidió a llamar. Se oyó un zumbido en la cerradura y la puerta se abrió. Subió un tramo de escaleras. Una doncella le abrió la puerta. «No, el doctor no recibe hoy.» «No se trata de mis muelas», aclaró Nikolai en su mal alemán «El doctor Weiner es un viejo amigo mío. Me llamo Galatov… estoy seguro de que se acuerda de mí…» «Voy a decírselo», dijo la doncella.
Un momento después apareció en el vestíbulo un hombre de mediana edad vestido con una chaqueta de terciopelo con cinturón. Tenía un cutis como de zanahoria y parecía extremadamente amable. Después de saludarle muy cariñoso añadió en ruso: «No me acuerdo de usted, sin embargo… debe de tratarse de un error». Nikolai se lo quedó mirando y pidió excusas: «Eso me temo. Tampoco yo le recuerdo. Esperaba encontrar al doctor Weiner que vivía en la calle Moika de Petersburgo antes de la Revolución, pero es evidente que no es usted. Le presento mis excusas».
-Oh, debe de ser mi tocayo. Es un nombre muy común. Yo vivía en la avenida Zagorodny.
-Era el dentista de todos nosotros -explicó Nikolai- y bueno, el caso es que pensé… Mire, estoy tratando de localizar a cierta dama, la señora de Kind, así se llamaba su segundo marido…

Weiner se mordió el labio, miró a un lado con expresión absorta, y luego se volvió hacia él.
-Espere un minuto… creo recordar… creo recordar a una señora Kind que vino a verme no hace mucho y que también creía recordar… Pero espere, lo resolvemos en un minuto. Tenga la amabilidad de venir a mi despacho.
El despacho era una mancha informe ante los ojos de Nikolai. No le quitaba los ojos a la calvicie impecable de Weiner mientras éste se inclinaba a escudriñar su libro de citas.
-En un momento lo sabremos -repetía, pasando los dedos por las páginas-. En un momento lo sabremos con toda seguridad, con toda seguridad… Aquí está. Señora Kind. Un empaste de oro y algunas minucias que no consigo descubrir, hay una mancha encima.
-¿Y cómo se llama, cuál es su nombre y su apellido? -preguntó Nikolai, que al acercarse a la mesa casi tira al suelo un cenicero con el puño.
-Eso también consta. Olga Kirillovna.
-Eso es -dijo Nikolai con un suspiro de alivio.
-La dirección es Plannerstrasse número cincuenta y nueve, a la atención de Babb -dijo Weiner, chasqueando los labios, y rápidamente copió la dirección en un trozo de papel-. Dos calles más abajo. Aquí la tiene. Encantado de haberle sido de alguna utilidad. ¿Es pariente suya?
-Es mi madre -contestó Nikolai.
Al salir del dentista aceleró un tanto el paso. El haberla encontrado tan fácilmente le desconcertaba, como una trampa en el juego. Nunca se había parado a pensar, a lo largo de su viaje camino de Berlín, que ella pudiera haber muerto hacía tiempo o haberse mudado a otra ciudad, y sin embargo la trampa había funcionado. Weiner había resultado ser otro Weiner, y sin embargo, el destino se abría paso contundente. ¡Hermosa ciudad, hermosa lluvia! (La llovizna nacarada de otoño caía como en un susurro y las calles estaban oscuras.) ¿Cómo le recibiría… con ternura? ¿Con tristeza? Quizá con absoluta tranquilidad. De niño, no le había mimado. Tienes prohibido correr por el cuarto de estar mientras toco el piano. Al crecer, fue sintiendo de manera creciente que ella no le necesitaba. Ahora trataba de representarse su rostro, pero sus pensamientos se negaban a tomar color, y no lograba obtener una imagen óptica viva de aquello que sabía mentalmente: su figura alta, delgada, con aquel aspecto desmadejado que la caracterizaba; su pelo negro con mechas grises en las sienes; su gran boca pálida; la vieja gabardina que llevaba la última vez que la vio; y la expresión cansada y un punto amarga de una mujer que envejece, esa expresión que parecía haber estado siempre en su rostro -incluso antes de que muriera su padre, el almirante Galatov, que se había pegado un tiro justo antes de la Revolución. Número cincuenta y uno. Quedaban ocho casas todavía.
De repente se dio cuenta de que estaba insoportablemente, indecentemente alterado, mucho más de lo que había estado, por ejemplo, aquella primera vez en que con todo su cuerpo sudoroso pegado contra una roca había apuntado a un torbellino que le amenazaba, un espantajo a lomos de un espléndido caballo árabe. Se detuvo justo antes de llegar al número cincuenta y nueve, sacó la pipa y la bolsa de tabaco; llenó la pipa despacio, sin dejar caer ni una hebra; encendió fuego, protegió la llama con las manos y la encendió viendo cómo se hinchaba aquella bola de fuego, tragó una bocanada de humo dulzón que le producía un hormigueo en la lengua, lo expulsó con cuidado, y con paso lento se llegó hasta la casa.
Las escaleras estaban tan oscuras que tropezó un par de veces. Cuando, en la densa oscuridad, alcanzó el rellano del segundo piso, encendió una cerilla y vislumbró una placa plateada. Pero era otro nombre. Tuvo que subir mucho más para encontrar aquel nombre extraño «Babb». La llama de la cerilla le quemaba los dedos y se apagó. Dios, el corazón me va a estallar… Buscó el timbre a tientas en la oscuridad y llamó. Luego se quitó la pipa de entre los dientes y se dispuso a esperar, sintiendo que una sonrisa atormentada le rajaba la boca.
Y entonces oyó una cerradura, un cerrojo que resonó doblemente y la puerta, como si la empujara un viento violento, se abrió de golpe. El vestíbulo estaba tan oscuro como las escaleras y de la oscuridad surgía flotando una voz vibrante, alegre. «Se ha ido la luz en todo el edificio, eto oozhas, es horrible» y Nikolai reconoció al momento aquel «oo» enfático y al hacerlo reconstruyó hasta el mínimo detalle a la persona que ahora, todavía oculta por la oscuridad, le hacía frente en la puerta.
-Es cierto, no se ve nada -dijo riéndose y dio un paso hacia ella.
El grito fue un sobresalto, como si le acabaran de dar una gran bofetada. En la oscuridad se encontró con sus brazos, sus hombros y chocó contra algo (probablemente, el paragüero). «No, no, no es posible…», repetía ella una y otra vez mientras retrocedía unos pasos.
Quédate quieta, madre, quédate quieta un minuto -dijo chocando de nuevo con algo (esta vez, fue la puerta medio abierta que se cerró con un gran portazo).
-No puede ser… Nicky, Nick.
El la besaba sin saber muy bien dónde, en las mejillas, en la cabeza, por todas partes, incapaz de ver nada en aquella oscuridad pero impelido por alguna suerte de visión interna que la reconocía de la cabeza a los pies, y sólo había una cosa que hubiera cambiado en ella (e incluso esta novedad le llevó inesperadamente a recordar su primera infancia, cuando ella solía tocar el piano): el fuerte olor a perfume elegante -como si los años transcurridos no hubieran existido, los años de su adolescencia y de la viudedad de su madre, cuando ya no llevaba perfume y se marchitaba de una forma tan triste- parecía como si nada de eso hubiera sucedido nunca, y como si hubiera pasado directamente del exilio lejano a la infancia… «Eres tú. Has venido. Estás aquí de verdad», balbuceaba, apretando sus suaves labios contra su cara. «Qué bien… las cosas están bien así…»
-¿No hay luz por ningún sitio? -preguntó Nikolai con alegría.
Ella abrió una puerta y dijo toda excitada:
-Sí, ven. He encendido unas velas aquí.
-Primero, déjame que te vea -dijo él, entrando en el aura titubeante de la luz de las velas y observando a su madre con avidez. Su pelo negro estaba teñido en un tono de paja clara.
-Bueno ¿es que no me reconoces? -le preguntó su madre, respirando nerviosamente y luego se apresuró a añadir-: No te me quedes mirando de esa manera. ¡Vamos, cuéntamelo todo! Qué moreno estás, Dios mío! Sí, ¡cuéntamelo todo!
Aquella mata de pelo rubio… Y también su cara, estaba maquillada hasta las cejas, con minuciosidad. Sin embargo, la huella húmeda de una lágrima se había comido el rosa del maquillaje, y sus pestañas cubiertas de rímel estaban húmedas, y los polvos que cubrían su nariz habían adquirido un tinte color violeta. Llevaba un vestido azul brillante cerrado hasta el cuello. Y todo en ella le resultaba desconocido, inquietante, le producía un punto de miedo.
-Probablemente esperas a alguien, madre -observó Nikolai, y no sabiendo qué decir a continuación, se quitó el abrigo enérgicamente y lo dejó caer.
Ella se separó y fue hasta la mesa, que estaba puesta para comer y que relucía con sus copas de cristal en la semioscuridad; luego se volvió hacia él y mecánicamente se miró en el espejo medio en sombras.
-Han pasado tantos años… ¡Dios mío! Casi no doy crédito a lo que ven mis ojos. Sí, es verdad, tengo amigos a cenar esta noche. Les llamaré para que no vengan… Oh, Dios…

Se apretó contra él, palpándole para asegurarse de que era real.
-Cálmate, madre, ¿qué te pasa…?, estás exagerando. Sentémonos. Comment-vas-tu? ¿Cómo te trata la vida…? -y, por alguna razón, como si temiera sus respuestas, empezó a hablar sobre sí mismo, de aquella forma suya cortante, sin dejar de fumar su pipa, tratando de ahogar su extrañeza en palabras y en humo. Resultó que, después de todo, ella había visto su anuncio y se había puesto en contacto con el viejo periodista y había estado a punto de escribir a Nikolai, siempre a punto de… Ahora que había visto su cara distorsionada por el maquillaje y por su pelo artificial sintió que también su voz era distinta. Y mientras le describía sus aventuras sin detenerse un segundo, se puso a mirar la habitación medio iluminada, parpadeante, con sus horribles adornos pequeño-burgueses -el gato de juguete en la repisa de la chimenea, aquel biombo tímido que no conseguía esconder el pie de la cama que asomaba por una esquina, el cuadro de Federico el Grande tocando la flauta, la estantería sin libros, con los jarroncillos en los que se reflejaban las luces en movimientos como de mercurio… Mientras sus ojos se paseaban por la habitación se detuvieron en algo que había visto antes de pasada sin darse demasiada cuenta: había una mesa, para dos con licores, una botella de Asti, dos copas de vino y una tarta enorme de color de rosa adornada con un círculo de velas todavía apagadas. «…Ni que decir tiene que salí de mi tienda inmediatamente y ¿qué crees que resultó ser? ¡Vamos, a ver si lo adivinas!»

Parecía como si se estuviera recuperando de un trance, y se le quedó mirando asustada (estaba tumbada en el diván junto a él, con las manos en las sienes, y sus medias color de melocotón irradiaban un brillo extraño).
-¿No me estás escuchando, madre?
-Claro que sí, por qué dices eso…

Y se dio cuenta de algo más: estaba ausente, absorta, como si no prestara atención a sus palabras sino a algo inquietante que llegara de lejos, amenazador e inevitable. Él siguió contando su historia, tan divertida, hasta que en un momento dado se detuvo de nuevo y preguntó:
-Y esa tarta ¿para quién es? Tiene un aspecto extraordinario.
Su madre respondió con una sonrisa nerviosa.
-Oh, es una pequeña sorpresa. Ya te dije que esperaba a gente.
-Es que me ha recordado muchísimo a Petersburgo -dijo Nikolai-. ¿Te acuerdas de que una vez te equivocaste y te olvidaste de una vela? Yo cumplía diez años, pero sólo había nueve velas. Tú escamotas mi cumpleaños. Cogí una rabieta tremenda. ¿Y cuántas velas tenemos aquí?
-¿Qué importa? -gritó, poniéndose de pie de un salto como si quisiera ocultar la mesa de su vista-. ¿Por qué no me dices qué hora es? Tengo que llamar por teléfono y cancelar la fiesta… tengo que hacer algo.
-Las siete y cuarto -dijo Nikolai.
-Trop tard, trop tard -levantó de nuevo la voz-. ¡Qué se le va a hacer! Ya no importa…

Ambos se quedaron en silencio. Ella volvió a sentarse. Nikolai trataba de esforzarse en abrazarla, en hacerle mimos en decirle, Escucha, madre, ¿Qué es lo que te ha pasado? Vamos: dímelo. Volvió de nuevo a la mesa y contó las velas que rodeaban la tarta. ¡Veinticinco! Y él ya había cumplido veintiocho…
-Por favor, ¡no te pongas a examinar mi habitación de esa manera! -dijo su madre-. ¡Pareces un detective de novela! Es un agujero horrible. Me encantaría mudarme a otro lugar, pero vendí la villa que me dejó Kind -de repente, dio un jadeo entrecortado-. Atiende… ¿qué ha sido eso? ¿Has sido tú el que ha hecho ese ruido?
-Sí -contestó Nikolai-. Estoy dando golpecillos a la pipa para que salga la ceniza. Pero dime, ¿tienes suficiente dinero? ¿No tendrás problemas con eso?
Estaba entretenida ajustándose una cinta de la manga y le contestó distraída y sin mirarle.
-Sí… Claro que sí. Me dejó unos cuantos paquetes de acciones extranjeras, un hospital y una cárcel antigua. ¡Una cárcel! Pero tengo que advertirte que sólo tengo lo suficiente para vivir. Por lo que más quieras, deja ya de hacer ese ruido con la pipa. Tengo que advertirte que… que no puedo… ya me entiendes, Nikolai… me resultaría muy difícil mantenerte.
-¿Pero qué estás diciendo, madre? -exclamó Nikolai (en ese momento, como si fuera un sol estúpido que surgiera desde detrás de una nube igualmente estúpida, volvió la luz eléctrica)-. Bueno, ya podemos apagar las velas; era como estar en el Mausoleo Mostga. Verás, tengo algo de dinero, y, en cualquier caso, me gusta ser libre como un animal… Ven, siéntate, deja de moverte por todo el cuarto.
Alta, delgada, azul radiante, ella de detuvo ante él y ahora, a plena luz, vio cuánto había envejecido, con qué insistencia se le marcaban las arrugas de la frente y las mejillas a pesar del maquillaje. ¡Y aquel horrible pelo teñido!…
-Llegaste tan de repente -dijo, y, mordiéndose los labios, consultó un relojito que había en una estantería-. Como la nieve en un día sin nubes… Está adelantado. No, se ha parado. Tengo invitados esta noche y de repente apareces tú. Es una situación disparatada…
-No digas tonterías, madre. Llegarán, verán que ha llegado tu hijo y se evaporarán al momento. Y antes de que se acabe la noche, tú y yo iremos a un music hall, luego cenaremos en algún lugar… Me parece que he visto en algún sitio que anunciaban un show africano… ¡increíble! Imagínate unos cincuenta negros y un enorme…

El timbre de la puerta sonó con estruendo en el vestíbulo de entrada. Olga Kirillovna, que se había encaramado al brazo de una silla, dio un respingo y se puso en pie.
-Espera, yo iré a abrir -dijo Nikolai levantándose.
Le cogió de la manga. Su cara era un puro tic. El timbre dejó de sonar. Quienquiera que llamase se disponía a esperar.
-Deben de ser tus invitados -dijo Nikolai-. Tus veinticinco invitados. Tenemos que abrirles la puerta.
Su madre movió la cabeza en un gesto brusco y siguió escuchando atentamente.
-No está bien… -empezó Nikolai.
Ella le cogió de la manga con un susurro.
-¡No te atrevas! No quiero que… No tendrás la osadía de…

El timbre empezó a sonar de nuevo, insistentemente y como con irritación, esta vez. Y siguió sonando durante un largo tiempo.
-Deja que vaya -dijo Nikolai-. Esto es estúpido. Cuando llaman a la puerta hay que abrir. ¿Qué es lo que te asusta?
-No te atrevas, ¿me oyes? -repetía ella, cogiéndole de la mano espasmódicamente-. Te lo imploro… ¡Nick, Nicky, Nicky!… ¡No lo hagas!
El timbre dejó de sonar. En su lugar se oyeron una serie de golpes vigorosos, producidos, al parecer, por el pomo de un bastón romo.
Nikolai se dirigió resuelto hacia la puerta. Pero antes de alcanzarla su madre le agarró por los hombros, tratando con toda su fuerza de hacerle retroceder, sin dejar de suspirar:
-No te atreverás, no te atreverás. ¡Por amor de Dios!
El timbre volvió a sonar, breve y airado.
-Es asunto tuyo -dijo Nikolai riéndose, y metiendo las manos en los bolsillos, se puso a pasear a lo largo de la habitación. Esto es una pesadilla, pensaba, mientras reía para sus adentros.
El timbre había dejado de sonar. Todo estaba silencioso. Aparentemente, quien llamaba se había cansado de hacerlo y se había ido. Nikolai se acercó a la mesa, contempló la espléndida tarta con su brillante azúcar glaseado y sus veinticinco velas festivas y las dos copas de vino. Al lado, como si quisiera ocultarse en la sombra que proyectaba la botella, había una pequeña caja de cartón blanco. La cogió y la abrió. Contenía una pitillera de plata completamente nueva y bastante vulgar.
-Así que era esto -dijo Nikolai.
Su madre, que estaba medio reclinada en el sillón con el rostro detrás de un cojín, estaba deshecha en lágrimas. En años anteriores la había visto llorar con frecuencia, pero entonces lloraba de una forma muy diferente: sentada a la mesa, por ejemplo, se ponía a llorar pero sin esconder la cara, y se sonaba la nariz con ruido sin dejar de hablar y de hablar y de hablar; sin embargo ahora, lloraba de una forma tan infantil como una niña pequeña, estaba allí tumbada con tal abandono… y había algo tremendamente atractivo en la curva de su espalda y en la forma en que su pie, en su zapatilla de terciopelo, rozaba el suelo… Se podría incluso pensar que era una joven, rubia, llorando… Y su pañuelo todo arrugado estaba abandonado en la alfombra, tal y como debía ser en una escena de ese tipo.
Nikolai emitió un gruñido ruso (kryak) y se sentó en el borde del sofá. Volvió a gruñir. Su madre, sin dejar de ocultar el rostro, dijo contra el cojín:
-¿Por qué no pudiste haber vuelto antes? Incluso un año antes… ¡Sólo un año!
-Cómo iba a saberlo -dijo Nikolai.
-Ahora todo se ha acabado -suspiró entre lágrimas, mientras se atusaba su pelo rubio-. Cumpliré cincuenta años en mayo. El hijo viene a ver a su madre anciana. Y por qué tuviste que venir justo en este preciso momento… ¡esta noche!
Nikolai se puso el abrigo (que, contrariamente a lo que es costumbre en Europa, había dejado tirado en un rincón), sacó la gorra de uno de los bolsillos y se volvió a sentar junto a ella.
-Mañana por la mañana seguiré mi camino -dijo, acariciando la brillante seda azul de los hombros de su madre-. Siento la necesidad de dirigirme al norte, a Noruega, quizás, o si no al mar, a la caza de la ballena. Te escribiré. En un año más o menos nos volveremos a ver, entonces, quizá, me quedaré más tiempo. ¡No te enfades conmigo por culpa de mi pasión por la aventura!
Inmediatamente ella le abrazó, apoyando su húmeda mejilla contra su cuello. Luego le apretó la mano y de repente se puso a llorar, atónita.
-¡Voló de un disparo! -se rió Nikolai-. Adiós, mi amor.
Ella le acarició el muñón suave de su dedo y le dio un beso cauteloso. Luego le pasó el brazo por la espalda y caminó abrazada a su hijo hasta la puerta.
-Por favor, escribe a menudo… ¿De qué te ríes? ¿Es que se me ha corrido el maquillaje?
Y en cuanto la puerta se cerró tras él, ella voló, con un susurro de su vestido azul, hasta el teléfono.

FIN