Texto publicado por Ana Fernández

Los libros

Si mi memoria no me traiciona, al final de aquel verano ocurrió un suceso que tuvo decisiva influencia en la orientación de mis futuros gustos literarios y artísticos.
Debo consignar que en mi casa no se consentían libros de recreo. Ciertamente mi padre tenía algunas obras de entretenimiento, pero las sustraía, como mortal veneno a nuestra insana curiosidad, pues, en su sentir, no debían los jóvenes distraer la imaginación con lecturas frívolas. A pesar de la prohibición, mi madre, a hurtadillas y como premio a nuestra aplicación y docilidad, nos consentía leer alguna novelilla romántica que guardaba en el fondo del baúl, desde sus tiempos de soltera.
Tan escaso pasto intelectual no bastaba a mi ansia de lances arriesgados y narraciones maravillosas. Imaginaba, además, que debía haber algo mucho mejor, porque oyendo a las personas mayores noté que celebraban las amenas y entretenidas novelas de los escritores románticos entonces en boga. Naturalmente, estaba deseoso de saborear esos prodigios de la imaginación humana, pero las personas del pueblo, dueñas de aquellas obras, se hubieran guardado bien de prestarlas a un muchacho. Estaba condenado a ignorar, quién sabe hasta cuándo, las más altas y sublimes creaciones de la fantasía novelesca.
Pero la casualidad se hace muchas veces cómplice de nuestros deseos. Un día, explorando mis resbaladizos dominios de tejas arriba, me asomé a la ventana de un desván del vecino confitero y contemplé con deliciosa sorpresa, al lado de trastos viejos y de algunos cañizos, cubiertos de dulces y frutas secas, copiosa y variadisima colección de novelas, versos, historias y relatos de viaje. Allí estaban, tentando mi ardiente curiosidad, todas las obras que había oído nombrar y celebrar y muchas otras admirables cuya existencia no sospechaba siquiera. Bien se echaba de ver que el confitero era hombre de gusto y que no cifraba solamente su ventura en fabricar caramelos y pasteles.
Ante tan feliz acontecimiento, quedé lleno de emoción durante algunos minutos. Pasada la sorpresa y decidido a aprovecharme de mi buena fortuna, me puse a pensar cómo explotaría aquel inestimable tesoro, evitando las sospechas del dueño y las huellas de mis pasos por el desván. Por prudencia respeté los exquisitos y apetecibles dulces del cañizo, porque si el pastelero echaba de menos sus peras y ciruelas confitadas, cerraría o enrejaría la ventana, dejándome a la luna de Valencia.
Tras mucho reflexionar, decidí dar el primer golpe por la mañana temprano, durante el sueño de los inquilinos, y coger los libros codiciados de uno a uno, respondiendo cada volumen en el mismo lugar de la anaquelería.
Gracias a tales precauciones, a mi serenidad y buena estrella, saboreé, libre de sobresaltos, las obras más interesantes de la biblioteca, sin que el buen repostero se percatara del abuso y sin que mis padres sorprendieran mis ausencias del palomar.
¡Quién sería capaz de encarecer lo que yo gocé con aquellas sabrosísimas lecturas! Tan entusiasmado y alegre estaba, que me olvidaba de todas las vulgares necesidades de la vida material.
¡Cuántas exquisitas sensaciones de arte me trajeron aquellas admirables novelas! ¡Qué de interesantes tipos humanos me revelaron!
Me asombré al mismo tiempo del poder casi divino del poeta y el novelista que, sin más recursos que la palabra escrita, evocan en el lector representaciones de tal modo vivas, coloreadas y conmovedoras, que en su comparación la realidad misma parece pálida y borrosa imagen.

Santiago Ramón y Cajal
La infancia de Ramón y Cajal contada por él mismo
Tomado de Fuentes de vida de B.N.B. de Iacobucci y G.C. Iacobucci