Texto publicado por Ana Fernández

El árbol matador

Copas de árboles por arriba y quebradas por abajo, la sierra del Palmital oscurece por el boscaje virgen, sombrío y húmedo, tramado de lianas, atestado de tacuaras, con grandes árboles viejos en cuyos troncos y ramas trepa el cipó, escurre la “barba del árbol” y el musgo se adhiere.
Quien suba del valle traspuestos los matorrales de la base, al emboscarse de pronto en el frío túnel vegetal que allí es el camino, inevitablemente estornuda. Y si es hombre de ciudad, desafecto a los aspectos bravíos del desierto, después del estornudo abre la boca estupefacto ante la arboleda.
Se extasía ante la copa graciosa de los “samambaiusús”, semejantes a las palmeras, ante las mariposas azules, ante las orquídeas, los líquenes, todo.
Sofrena el animal sin sentirlo; pero no se detiene. Va a parar más adelante, en Volta Fría, donde un chorro de agua helada, fluyente por entre piedras limosas, lo invita a beber un trago, recogido en una hoja de cahéte.
Bebida el agua y expresado que en las ciudades no hay como aquélla, apresa su mirada el soberbio “mata-árbol” que limita el socavón de la barraca.
-¿Qué demonios de árbol es éste? –inquiere del guía, asombrado una vez más. Y razón tiene para detenerse, admirar e inquirir, porque es dudoso que exista en aquellas lejanías un ejemplar más truculento. De mí sé decir que hice las tres cosas.
El guía me respondió a la tercera:
-¿No ve que es un “mata-árbol”?
-¿Y qué viene a ser el “mata-árbol”?
-¿No ve que es un árbol que mata a otro árbol? Empieza, ¿quiere ver cómo? –dijo, escudriñando la fronda con mirada aguda en busca de un ejemplar típico.
-¡Allí hay uno!
-¿Dónde?
-Aquella insignificante planta, allí, en la horqueta del jacarandá –prosiguió el cicerone, señalando con el dedo el extremo de una parásita humilde, pegada en la horquilla de una rama, con dos filamentos pendientes, oscilantes a la brisa.

-Empieza así, chiquitito, media docena de hojitas; echa hacia abajo ese hilo de bramante con el propósito de tocar en tierra. Y va yendo, siempre en aquello, ni más ni menos, hasta que el hilo toca el suelo. Entonces el hilo envuelve la raíz y chupa la sustancia de la tierra. La parásita tomo aliento y crece vertiginosamente. El hilo engrosa, cada día, se hace árbol y acaba envolviendo el tronco y matando a la madre, como éste –terminó, golpeando el árbol parásito con el cabo del rebenque.
-¡En efecto! –exclamé-. ¿Y el árbol lo deja?
-¿Y qué es lo que ha de hacer? El muy bobo no desconfía. Cuando ve en su rama una cosita así, de cuatro hojitas, se imagina que es una orquídea y no se percata. Del hilo piensa que es cipó. Cuando la malvada cobra aliento y empieza a engrosar, es cuando el árbol siente el dolor de las apretaduras en la corteza. Pero es tarde ya. De ahí para adelante, el poderoso es el “mata-árbol”. El árbol muere y deja su madera podrida dentro del otro.
Era eso mismo. La madera gruesa y robusta de la planta facinerosa, envolvía un tronco muerto, deshaciéndose en carcoma. Veíanse por encima de su corteza intervalados los terribles cordones estranguladores; hoy inútiles, desempañada ya su misión constrictora, esos anillos yacían flojos y atrofiados. Pensé de pronto en las serpientes de Laocoonte, en la víbora calentada en el seno del hombre de la fábula, en las hijas del rey Lear… en todas las figuras clásicas de la ingratitud.

Monteiro Lobato
Tomado de Fuentes de vida de B.N.B. de Iacobucci y G.C. Iacobucci, pág 229