Texto publicado por Ana Fernández

El rapto (Francisco Espinola)

La pequeña Margarita, casi en puntas de pie, revolvía lentamente, con una cuchara, dentro de una olla puesta al fuego. Era ya noche. El rumor de la lluvia, que parecía querer contener todas las estridencias, apaciguarlo todo, envolvía la casa. De cuando en cuando el viento traía un gemido fugitivo como si algo pasara sufriendo por los aires. Y el monótono son del agua ahogábalo enseguida en su murmullo de plegaria; de plegaria sorda y empecinada.
De la calle, una voz de mujer estrujó el corazón de Margarita.
-Pero ¿Por qué eres así? ¡Entra! ¡Entra!
Otra voz, varonil, ronca, insegura, gritó:
-¡Usted es una perra! ¡Usted es una perra!
-¡Bueno! ¡Entra! ¡No seas así!
Y surgieron en la puerta de la cocina: él, chorreando agua, la cara descompuesta; ella, cubierta la cabeza con un paño, mojado el rostro y los ojos secos y brillantes como los de un pescado.
La pequeña se volvió un momento hacia sus padres. En sus cabellos rubios se ataba una cinta azul. Tenía una carita linda y pálida y unos grandes ojos oscuros en cuya mirada había ese algo que se puede encontrar en el mirar inocente de las gacelas y en el de las mujeres muy desgraciadas y muy buenas. Los niños no miran así.
El miedo contrajo sus pupilas obligándolas a abrir desmesuradamente los ojos. La cuchara, pendiente de su mano, dejaba caer gotas sobre el piso.
El hombre fijó en su hija los ojos turbios.
-¡Al padre se le saluda! –masculló con ira reconcentrada.
Margarita, temblorosa, sin saber qué hacer, se dio vuelta y siguió revolviendo en el recipiente.
-¡El padre es el padre! –insistía él–. ¡Siempre y siempre es el padre!
Luego su voz se hizo débil y llorosa.
-¡Todos están en contra! –exclamó– ¡No hay respeto! ¡No hay cariño!... ¡Todo está perdido!
Caminó vacilante hasta desplomarse como un saco de trapos en una silla.
-¡Todo está perdido! –repitió.
Y ocultando la cara entre las manos comenzó a sollozar.
La madre se le acercó, le clavó sus ojos fríos y quiso decir algo. El alzó vivamente la cabeza.
-¡Silencio! –ordenó con imperio.
-Pero…
-¡Silencio, he dicho!
Un silencio angustioso se hizo en la habitación, Margarita continuaba de espaldas a sus padres. Al apagarse todo ruido turbador volvió a escuchar el manso rumor de la lluvia, que llegaba a su espíritu como una presencia apiadad…
El hombre todavía permanecía erguido, con gesto autoritario. Su mujer, irresoluta, había clavado los ojos, aquellos ojos fríos, vidriosos y secos, de pescado, en la niña que siempre de espaldas, seguía revolviendo el cocimiento; y vio de pronto cómo el pequeño ser se estremecía. Primero fueron las azules alitas de la moña, que se bajaron al inclinarse la cabeza; luego, los hombros se sacudieron también; después, el cuerpo todo… Y un sollozo ahogado tembló en el cuarto.
-¡Dios mío! –exclamó la madre– ¡Estamos matando a Margarita! ¡Ay, Dios querido!
Y con ella en brazos huyó de la cocina.
El hombre miró asombrado la escena. Con enormes dificultades, porque nacían en su mente extrañas asociaciones que lo alejaban de lo que quería, trataba de pensar. De la habitación vecina llegaban los sollozos de la niña mezclados con las palabras tranquilizadoras de la madre. Y aquellos gemidos, precisamente, eran lo que perturbaba la atención del hombre. Había surgido en su mente la escena, vista en la mañana, de un cuzquito que se quejaba en la calle entre un corro de chiquillos. Y mujer, hija, perro, chicos, ahora se mezclaban en turbio tropel en su alma…
El silencio volvió a reinar. De puntillas, la madre entró en la cocina con el pelo en desorden. El hombre, que estaba adormecido, abrió los ojos. Un momento su mirada vacilante cayó en la mirada de su mujer que era como el reflejo de la luz en un vidrio turbio. Y frente a aquellos ojos secos, helados, llenos de odio, él agachó la cabeza. Su mano, que se había levantado de la rodilla donde posaba, se agitó un instante en el aire, se elevó un poco, aún y, lentamente, volvió a buscar apoyo. Con aire de humildad y cansancio, dijo:
-¿Por qué no me das la comida?
Recién entonces ella le sacó la vista.

Desde que Margarita comenzó a pensar, sintió la vida como una cosa fea y contrariada. De todo cuanto anhelaba sólo muy poco llegaba a ella. Los tres chicos que durante la primavera y el verano vivían en la lujosa mansión de enfrente solían aparecer en el jardín con juguetes hermosos. A Margarita se le antojaba todo lo que desde su ventana veía. Y, más tarde, a veces días después, su madre ofrecíale un carrito demasiado vulgar o un caballito de lata o una muñeca entristecedora de tan pequeña y sin encantos. Cierto día, cuando su madre, sonriente, abría el pequeño envoltorio en el que traía un bebé de goma, Margarita exclamó, contrariada:
-¡Ay, yo quería uno grande y de celuloide, como el de ellos!
La madre enrojeció hasta el cuello; sus ojos llamearon un momento y brillaron con lágrimas de vergüenza. Todo el orgullo de una raza altiva, venida con ella a menos, le sacudió los nervios.
-¿Por qué te has puesto colorada, mamá?
Ella no respondió. En su mano trémula el pequeño bebé mostraba su inexpresiva sonrisa.
-¡Eres mala conmigo, Margarita! –reprochó al rato, resolviéndose, por fin, a envolver de nuevo el muñequito.
Y abrió un cajón y hundió en su interior aquello que la estaba haciendo sentirse a sí misma empequeñecida, ridícula.
Lentamente la niña iba pensando con intensidad en la vida. Y comprendió que de nada servían los juguetes ya que poco podrían distraer y alegrar. Para ella la vida se reducía a un conjunto de hogares constituidos por los padres y los niños, adonde el hombre llega borracho, dice palabras terribles a su mujer y se golpea en ocasiones contra las cosas hasta hacerse daño; donde la madre trabajaba silenciosamente y llora con frecuencia y donde los niños se pasan el día atisbando a los padres. Una mirada, sólo, basta para que el niño deduzca muchas cosas que van a suceder. Cuando el padre vuelve temprano de su trabajo y esta sonriente, todo irá de una manera encantadora. El hablará a su mujer con cordialidad; ella sonreirá frecuentemente, y él cogerá a sus hijos, los pondrá en las rodillas y les contará historias de lejanos países y tiempos remotos o, después de comer, dispondrá trocitos de madera que, pegados hábilmente, resultarán una hermosa sillita o un sofá o una cama de muñeca. Pero cuando es ya tarde y el padre no viene y luego aparece tambaleante, con los ojos torvos, entonces, ¡oh!, entonces hay que huir a un rincón y permanecer inmóvil mientras la casa tiembla. Tal era la vida para Margarita; algo desatado, rabioso, cruel a veces, y, otras, una cosa linda y dulce que entristece porque de antemano se sabe que será fugitiva.
Margarita fue adaptándose a aquello. Sufría, pero tomaba su dolor como algo natural, a lo que no se le puede buscar explicación porque no la tiene.

Hubo unos días, en primavera, cuando el jardín vecino estaba más hermoso que nunca y entre los senderillos cubiertos de arena aparecieron nuevamente los niños, en que empezó a ser llamada por éstos. Una tarde Margarita se resolvió y, pidiendo permiso a su madre, atravesó la calle. En la puerta de hierro se detuvo, indecisa.
-¡Entra! ¡Entra! –saltó el mayor de los chicos.
Margarita, con su humilde trajecito blanco y su gran moña azul en los cabellos, jugaba feliz, al poco rato, con sus nuevos amigos.
Eran tres: dos varones y una niña. Los varones se mostraron muy amables y obsequiosos. El primer día ya uno de ellos quiso, de todas maneras, hacerle aceptar el ferrocarril de cuerda que se deslizaba a gran velocidad sobre un ancho circulo de rieles. El otro hizo caer a Margarita a fuerza de sacudirla a su propio caballo de hamaca. La niña había acogido a Margarita con más mesura, como a una antigua amiga. Entre otras cosas, contóle confidencialmente que a los varones no se les deben prestar muñecas porque las destrozan…
Una amplia escalinata conducía al jardín, desde la casa. Y Margarita vio venir por ella a la señora. Era joven y hermosa; tenía unos ojos oscuros, pequeños, muy alegres. La dama la acarició, regándole que fuera todas las tardes a jugar con sus hijos. Margarita había vista al señor conversar momentos antes con ella, arriba. Como la expresión de la señora era tan feliz, pensó:
-El papá hoy no está borracho.
Y simultáneamente se imaginó a aquellos tres niños agazapados en un rincón, y a la señora, llorosa, frente al esposo que rugía con las manos en alto: “¡Usted es una perra!” “¡Usted es una perra!”
-¡Qué suerte que yo haya venido en un día tan bueno! –se dijo–. ¡Hoy todos están contentos aquí!
Esa noche Margarita tardó en dormirse pensando en sus amigos. Era que al imaginarse sus caritas dulces y buenas, crispadas de terror –como a veces su propia cara– cuando aquel señor tan alto e imponente llegaba ebrio, empezó sentir por ellos una pasión casi maternal, penetrante, que iba creciendo hasta refluir y proyectarse sobre todos los niños que había visto y sobre todos los que presentía. Una muchedumbre infantil apareció desde todas partes y hacia su alma con ojos de dolor, las manitas frías, los hombres curvados. Había una agitación astral en el triste conjunto que permanecía pendiente de Margarita. Y ella, saliendo de sí misma, desbordante de ternura, experimentaba la sensación de estrecharlos a todos contra su pecho, esperando más, aún más niños de los que, sofocados, concebía en el mundo misterioso y enorme.

Todas las tardes Margarita atravesaba la calle y se reunía con sus compañeros. Empezó a conocerlos bien. De los dos varones, el mayor, de once años, delgado y pálido, era violento y, como todos los impulsivos, no tenía medida en la ira y en el cariño. El otro, el menor de los tres hermanos, grueso y de blandas mejillas, era pacífico y llorón. En realidad tenía sus motivos para ser esto último porque en todas las cosas salía siempre muy mal. La niña adoptaba con Margarita una fineza extraña, como deliberada, quizá como inducida por alguien con premeditación. Margarita sintió desde el principio eso de raro que había en su trato; pero no llegó a analizarlo. Fue más tarde, en sus últimos días, en los días de triste y acariciada soledad, cuando sospechó que acaso su amiga fue advertida por sus padres de comó tenía que comportarse con ella.
Había un juego elegido por el mayor de los hermanos: el de los matrimonios. Margarita pasaba a ser su esposa y tenían la casa debajo de un pino gigantesco, en medio del jardín. El niño había decidido que sus hermanos constituyeran otro hogar en un pino cercano, adonde irían frecuentemente de visita, ya a caballo, ya en coche, ya en ferrocarril. Su hermana aceptó de muy buen grado la idea; pero hubo un obstáculo insalvable: el gordo quiso a toda costa permanecer soltero, al igual que su tío, el siempre expansivo joven que solía ir a visitarlos en un larguísimo auto en donde venían siempre juguetes y dulces y más juguetes. Hubo, pues, que resignarse a constituir un solo matrimonio, y los otros dos niños quedaron como simples amigos de los esposos.
Lo primero que hizo él fue regalarle el bebé de celuloide de su hermana. Margarita se sintió muy dichosa. La señora, enterada, mandó esa vez a una criada con deliciosas confituras para el bautizo…
Todas estas cosas distraían algo a Margarita; pero a medida que amaba más a sus amigos deseaba más conocerles íntimamente su vida; es decir: su desgracia. Y empezó a observar con extrañeza que en ningún momento había huellas de desdicha en los niños y en la madre. Además, el señor –a quien solía ver por una ventana que daba al jardín escribiendo sobre una mesa enorme cubierta de libros y papeles– venía en ocasiones y se les acercaba. Más de una vez acarició a Margarita con su mano blanca y fina. Más de una vez, también, su joven esposa, al verlo, bajaba la escalinata, lo cogía del brazo y lo invitaba a pasear por los senderillos bordeados de flores.
Esas escenas llenaban de asombro a Margarita, y más aún cuando que veía a sus amigos contemplarlas con la naturalidad de quienes están habituados a presenciarlas siempre.
Una tarde, avanzando ya el verano, la reunión de los niños se hizo en el fondo del jardín, donde a esa hora había más sombra. Fue en los días en que el gordo se enteró, por algún criado, de que su tío vivía solo, sin madre, completamente libre, en una lujosa casa donde daba alegres fiestas a sus amigos. Debajo de una acacia enorme estaban colocadas algunas sillas traídas del vestíbulo y una mesita colmada de dulces y refrescos. La mamá había accedido generosamente a los deseos del gordo que, pensando imitar a su tío, quiso dar esa tarde una brillante recepción. Después que todo estuvo dispuesto, los invitados se habían alejado hacia el exterior, quedando solo el dueño de casa debajo de la acacia. Estirándose, en puntas de pie, su hermano oprimió el timbre de la puerta de calle. El gordo, que esperaba todo oídos el llamado, salió a recibirlos con jubilosa sorpresa. Margarita, su niño en un brazo, apareció dando, muy circunspecta, el otro a su compañero.
-¡Qué criatura tan linda! ¡Deje, señora, que le dé un beso!
El gordo cogió al bebé, lo besó y se lo entregó a la madrecita que, al estrecharlo de nuevo contra su corazón, exclamó:
-Este diablito no nos deja dormir de noche, con sus llantos.
Sonriendo con tolerante comprensión, el gordo los condujo a su casa.
-Espero también a una señora amiga mía –enteró tomando asiento primero que los otros.
De eso se hablaba cuando oyeron gritar en la puerta de la calle.
Era la otra niña que, después de luchar en vano por alcanzar el timbre, había decidido anunciarse así.
Mientras se festejaban llegaron los padres y se sentaron en un banco próximo al lugar. Margarita, que los sintió aproximarse, estaba preocupada. No los podía ver; sólo escuchaba el murmullo de su conversación ininteligible por la algazara de los chicos… Y en un momento de clama oyó lo que, dulcemente, decía el esposo. Algunas palabras las olvidó pronto Margarita porque tenían un significado desconocido para ella; pero más tarde, en sus últimos días, en los días de triste y acariciada soledad, le parecía oír frecuentemente: “Yo quisiera ser todavía más bueno, más bueno contigo”. “Todo me parece poco para ti que has hecho tan feliz mi vida.”
Margarita sintió claramente el golpeteo de su corazón. Con la fugitiva rapidez del relámpago, una sensación de amargo despecho apareció en su alma. Pero un momento, no más. Demasiado pequeña para tener fuerza de atención que le permitiera fijar las ideas y analizarlas, aquello se ahogó pronto en un dolor profundo, oscuro y, asimismo, puro, que empezó a subirla y a recorrerla como en ondas.
Mientras intervenía en los juegos –se cansaron de estar sentados y habían abandonado la hospitalidad del gordo que siguió a sus invitados sin preocuparse del desaire– un turbión de ideas la asaltaron. ¿Aquel hombre no hacía daño a nadie? ¿La señora no sufría y podía estar siempre dichosa? ¿Sus pequeños amigos no sabían lo que era despertarse de noche al sentir vomitar a su padre mientras la habitación se llenaba de un olor acre y repugnante? Ella quería saber; ella quería enterarse de si era la única niña en el mundo que tenía una casa espantosa.
El gordo y su hermana, con pequeñas palas, estaban atareados en hacer montículos de arena. Más lejos, Margarita y su compañero dormían al bebé por décima vez en la tarde.
-Cuando este niño sea grande, será general –se decía él, ensimismado.
Ella, decidiéndose por fin, preguntó, mirándolo fijamente:
-Dime, ¿tu papá le pega a tu mamá?
-¿Estás loca? –exclamó él con los ojos ardientes de fiereza–. ¿Qué te crees tú? ¡De mi padre no se habla!
-No –repuso, tranquilizadora y demudándose, Margarita–. Yo decía… sabes… si le pega cuando se emborracha.
El niño se irguió con una mueca que le mostraba los dientes; cogió a la niña por los hombros, la sacudió y profirió, ahogado por la rabia y el llanto:
-¡Mi papá es bueno! ¡No vengas más aquí! ¡Mala!
Margarita cayó, pero se levantó rápida y huyó perseguida de cerca por el niño, mientras los otros dos chicos presenciaban la escena con ojos de asombro. La niña dio algunos pasos antes de echas a correr tras de su hermano. Cuando el perseguidor estiraba ya el brazo para coger a Margarita, tropezó y se dio de bruces. Ella siguió corriendo desesperadamente. Sobe su cabecita rubia la moña azul parecía una mariposa en una mata agitada.

Al día siguiente, una criada llegó a lo de Margarita.
-La señora y los niños –dijo a la madre– le ruegan que deje a Margarita ir a jugar.
Pero todo fue inútil. Margarita se arrinconó a llorar en un cuarto y de allí no hubo forma de sacarla. Cuando su madre, desistiendo ya, volvió al patio a seguir el lavado de ropa, Margarita entreabrió el postigo de la ventana y miró a la calle. En el jardín, con la cara entre los barrotes de la verja, los tres niños miraban tristemente hacia su casa.
-¡Margarita, ven! ¡Ven, Margarita!
-¡Ven! –repitió la niña.
-¿Por qué eres mala? ¡Ven, Margarita! –imploró el que fuera su mejor amigo.
Margarita cerró violentamente el postigo. Y en los días sucesivos ya no volvió a aparecer en la ventana. Sólo alguna vez, muy de tarde en tarde, se asomaba mirando recelosa a través del cristal. Y siempre que los niños la advertían, le gritaban con cariñosa tristeza:
-¡Adiós, Margarita! ¿Ya no vendrás más?

Llegaba el otoño, las hojas se dejaban caer de las ramas y cubrían el suelo, los pájaros habían desaparecido y todo se iba envolviendo en una calma profundo y melancólica. Una mañana hubo gran movimiento en la quinta. Varios hombres cargaban muebles sobre carros detenidos en la calle. Margarita, tratando de ocultarse, observaba desde su ventana. Los habitantes de la casa, como todos los años, iban a pasar el invierno en el centro de la ciudad. De pronto Margarita vio a los tres niños y, detrás, a sus padres, aparecer en la puerta del edificio, descender la escalinata y atravesar el jardín hacia la calle. Entonces Margarita abrió completamente la ventana y se asomó.
Al verla, la pequeña y el gordo gritaron:
-¡Nos vamos! ¡Nos vamos! ¡Adiós Margarita!
-¡Adiós! ¡Adiós! –contestó ella. Y clavó los ojos en su mejor amigo.
Instintivamente él se había detenido un poco y, separándose así de sus hermanos, caminaba ahora junto a su padre, con los ojos bajos, serio, más pálido que nunca.
-Vayan a despedirse de Margarita –dijo la madre el subir al auto.
Los dos pequeños cruzaron corriendo la calle y, trepándose al balcón, besaron a la niña.
El otro, gravemente, avanzó y esperó a que sus hermanos descendieran. Entonces le tendió su mano temblorosa y dijo con amarga tristeza:
-¡Adiós, Margarita! Yo… ¡no estaba enojado contigo!
-¡Adiós! –balbuceó ella, trémula.
El auto partió velozmente.
Al cerrar la ventana, Margarita sollozaba. Y como pocas veces en su vida, se mostró imperiosa, terca. Su madre no consiguió sacarla del rincón donde se puso a llorar. Cuando a la hora del almuerzo llegó su padre, quiso hacerla comer. No estaba borracho. Por eso mismo temblaba más y su voz era más débil. La acarició, trató de hacerle comprender que “el que no come no puede vivir…”; pero todo resultó en vano.
Este estado de rebelión duró poco. Después fue cayendo en una tristeza a la vez honda y apaciguadora que, secretamente, la alejaba de todo y la hundía en sí misma. Por la noche, al acostarse, ya no veía frente a ella una muchedumbre de niños sufrientes sobre los que podía volcar su ternura. Un sereno dolor la envolvía entonces. Y aparecía ella misma ante sus ojos; sólo ella, sólo ella en el mundo misterioso y enorme.

La piedad que experimentaba por su madre extinguíase lentamente. Y se borró de golpe, sin dar paso a la menor sombra de odio, el día en que la sorprendió sacudiendo con rabia a su padre, mientras éste hacía arcadas horribles y arrojaba saliva gomosa que quedaba colgando en hilos de sus labios. Entonces recordó que varias veces, sobre todo en sus primeros años, cuando su madre quizá pensaba que ella no podía comprender aún, le había visto el mismo gesto de asco y odio altivo. Y que una noche, en la oscuridad del cuarto, desde su cama, la oyó decir en el patio, entre rabiosos sollozo, después de ser golpeada:
-Yo no hice caso a mis padres. Y en vez de vivir en un palacio, elegí tu casa perversa e inmunda.
Y como cuando él pegaba no hablaba, Margarita sólo sintió un gemido y el ruido de un cuerpo que se daba contra el suelo. Caída aún la madre, a Margarita le pareció que su voz salía de abajo de la tierra:
-¡Maldito, maldito seas!
Mas, ahora, su padre ya no era violento; su cuerpo y su alma se habían como aflojado, y en sus ojos húmedos existía siempre una indescriptible expresión de entrega. Por eso, a Margarita le pareció más cruel la actitud de su madre. Y los últimos restos de su ternura se proyectaron con ardor sobre aquel desgraciado. Pero sólo dos veces se sentó en las trémulas rodillas de su padre y lo abrazó, besándolo. Desacostumbrado a esas expansiones de amor, él no se dejaba besar y acariciar sin estallar en sollozos. Eran unos gemidos tan extraños que sacudían el alma; Margarita, al oírlos, sentía el mismo estremecimiento misterioso que experimentaba cuando en la alta noche, más allá del jardín de enfrente, ladraba un pero desconocido. Dos veces se sentó en las rodillas de su padre, sí. La primera vez empujada por su amor; la segunda, reflexivamente, ya. Después vio que la comprobación de sentirse asistido conmovía a su padre hasta el daño. Un sollozo, entonces, brotó de la garganta de la niña. Y se mordió los labios.

Todos los días, a esa hora en que las sombras de la noche empiezan a fluir de la tierra y, como trabajosamente, van levantando, levantando la luz hasta alejarla de los ojos del hombre. Margarita penetraba a oscuras en el dormitorio, entreabría el postigo de la ventana que daba a la desierta calle y se sentaba allí. El jardín vecino estaba en sombras y la gran mansión destacaba por encima su silueta.
Poco a poco el espíritu de la niña se iba alejando de lo que la rodeaba y un estado semejante al del éxtasis la poseía por entero. Margarita no comprendía nada, no imaginaba nada, su voluntad en nada intervenía. Pero se sentía como acariciada, como atraída, como mecida, y le gustaba adormecerse así. Tal cual entra y pasa la luz por un cuerpo transparente, así llegaba, la atravesaba y seguía algo que no dejaba en ella sino una vaga sensación de embeleso. Todo se reducía, pues, a un inexplicable bienestar que la empujaba a aislarse desde que las primeras sombras se alargaban hacia el cielo. Al principio, aquello pasaba debajo de su conciencia; después, aguardaba a la noche como se espera algo muy puro, muy amigo. Y al sentirla llegar misteriosa, maternal, íbase debilitando su atención y se entregaba integra a las sombras, cuyas ondas negras la envolvían en la dulzura infinita de sus pliegues y ponían entre ella y el mundo su presencia defensora. Fue entonces cuando Margarita tuvo la sensación de que empezaba a ser firme, tenazmente protegida. Y con toda su alma se dedicó a ahondar en el corazón de la noche. Aquella paulatina, irresistible identificación se operaba fuera de sus sentidos. Ella no comprendía, pues, al retornar a la realidad, lo que había sucedido en los contactos cada vez más íntimos y largos; pero una frialdad intensa empezaba a extenderse por su conciencia, volviéndola insensible a todo lo exterior; y pudo presenciar sin que su corazón se conmoviera la caída de su padre en oscuro estupor, y el cada vez más inexorable desquite de su madre. Como una cuerda permanece muda mientras las demás suenan y, de pronto, vibra sin que la pulsen porque otra se ha sacudido con vibración idéntica a la suya, y confunden su música, entonces, y se estrechan así, de tal manera el alma de la niña sólo se abría al nocturno llamado. Luego en su profundo amor, en su entrega absoluta, se dejaba penetrar, desprender silenciosa y acunar, al fin, en el regazo tranquilo de la noche.

Sobre una mesa se amontonaban los frascos de medicamentos; de los nuevos medicamentos que el doctor recetó el día en que, por fin, dijo a la madre:
-Todo hacía suponer que no; pero, sin embargo… La niña está muy débil y en muy mala edad. Habrá que tener mucho cuidado.
Cuando el reloj indicó las seis, la madre, que no sacaba de la blanca esfera sus ojos de pescado, fríos, turbios secos, se incorporó, cogió un frasco y una cuchara y se acercó a la cama de la niña.
Margarita, pálida, con los ojos cerrados, parecía un varón, porque sus cabellos rubios, aquellos cabellos de oro tibio, de oro que vive, donde se alzaban antes las alitas azules de su moña, habían sido cortados.
La madre le levantó la cabeza y vertió la cuchara entre sus labios secos. Luego volvió a sentarse en su sillón, postrada por el cansancio y el sueño. A su lado, inmóvil, como aterrado, como culpándose de aquella desgracia, el hombre no sacaba los ojos del suelo.
La noche se aproximaba lentamente y empezó a tenderse por el cuarto. Al advertirlo la mujer encendió una bujía cuya claridad amarillenta y débil hizo retroceder un poco a las tinieblas. El airecillo que penetraba por la puerta agitaba la llama. Así, a cada movimiento, las sombras y la luz se desplazaban. El lecho de Margarita quedaba en el ángulo oscuro. Y desde allí parecían impulsarse las tinieblas y reducir la llama que, irguiéndose de nuevo, temblorosa, empujábalas otra vez hacia atrás.
La tibia lucecita se tornó luego como un barco en el mar; en un mar tranquilo, pero inconteniblemente empujado de abajo, que mece todo lo que cae en él…
Sólo Margarita sintió el ladrido del perro desconocido que debía de vivir más allá del abandonado jardín. Sólo ella lo escuchó. Entonces abrió los ojos. A su lado vio a la noche tranquilizadora y envolvente. Margarita le sonrió con dulzura. Y aquellos labios para siempre quedaron entreabiertos. Porque Margarita ya no estaba allí. Porque, piadosamente, Ella la había sacado.

Espinola, Francisco (1967) Raza Ciega y otros cuentos. pp-112-128. Colección de Clásicos Uruguayos Vol. 117. Montevideo, Uruguay.