Texto publicado por SUEÑOS;

Nota: esta publicación fue revisada hace un año. Antes se titulaba España,-cuento..

España,-cuento. LA PAREJA QUE AMABA LA SOLEDAD Alfonso Álvarez Villar

LA PAREJA QUE AMABA LA SOLEDAD

Alfonso Álvarez Villar

Félix intentó concentrarse. Llevaba más de una hora intentándolo. Le hubiera gustado escribir un poema, pero a ningún poeta se le hubiese ocurrido elegir aquella hora de la tarde: las ocho.
Las olas rompen en la playa solitaria.
Comenzó a garrapatear en las cuartillas virginales y blancas como el velo de una novia. Era imposible encontrar el segundo verso. Había podido por fin abstraerse de los tres o cuatro vibráfonos que inundaban de música trepidante el patio de vecindad. ¡Qué difícil era, en efecto, hablar de una playa solitaria y de olas deshaciéndose en espuma, con un ritmo de puchi-puchi como fondo! Pero aquella conversación entre dos servo-robots que vociferaban a pleno amperaje había deshecho una vez más la línea poética de Félix. Pensó entonces en comenzar a escribir una novela neorrealista en la que dos modestas fámulas actuaban como heroínas. Luego la conversación se interrumpió, dejándole un regusto de estropajo y de cebollas en su mente, y acto seguido comenzó un serial de televisión, con abundantes descargas de revólver y voces hombrunas o melifluas de acento portorriqueño:
Las olas rompen en la playa solitaria,
y los cowboys galopan por las praderas.
¡Maldición! ¿No había forma de mantener libre la conciencia de interferencias nefastas? Sucesivamente fue enterándose de los conflictos matrimoniales de los vecinos del tercero, del estado de gestación de una vecina, de los gritos salvajes de los niños del tercer piso, que jugaban a marcianos. Mientras, "las olas seguían rompiendo en la playa solitaria", sin que un segundo verso les hiciese compañía. Decididamente, Félix inició un gesto simbólico de despedida a las musas e hizo trizas la cuartilla que apenas había perdido su pureza.
Salió a la calle. Allí por lo menos los oídos quedaban ensordecidos por los vibradores de los helibuses, los zumbidos de los automóviles nucleares y los silbidos de los monorraíles. Pensaba ir al cine-relieve con su mujer, pero había que salir una hora antes para encontrar un sitio en un aparcamiento y colocarse en la cola de la amplia caravana de automóviles que se dirigían al centro de la ciudad. Era dentro del coche en donde resolvía sus asuntos familiares. Ni siquiera en su alcoba encontraba aquella idílica tranquilidad, aquella seguridad de que el matrimonio que vivía en la habitación de al lado, con una separación de dos o tres centímetros, divulgaría al día siguiente su charla de la noche anterior. Sin embargo, por suerte, Félix había logrado encontrar un modelo de cama insonora.
¡La soledad del que se sienta detrás del volante, rodeado de cientos de máquinas herméticas! ¡Cabezas que hablan sin que se las oiga, detrás del cristal de las ventanillas, a no ser que sus ocupantes se asomen para insultarte cuando has estado a punto de rozar una aleta o les has obstaculizado en una maniobra! Pero era una soledad húmeda como una sauna y no fragante de resina de pinos o de rosas silvestres. Una soledad con mil clamores de fondo, como si un gigante energúmeno quisiese ensordecer a todos los automovilistas. Llegaron al cine-relieve. También ésta era otra soledad, aunque varios miles de espectadores se apretujasen en la entrada y en la salida, aunque se les oyese gritar en las escenas terroríficas o reírse en las cómicas. Porque salvo en esas contadas interrupciones que hacían regresar a Félix al mundo real, "dentro" del film se sentía uno mejor. Los ingenieros de sonido habían rodado las secuencias en estudios insonorizados, y si algún parásito se filtraba existían medios técnicos más que suficientes para arrojarlo de la tersura homogénea del celuloide. ¿Qué película se habría podido montar si en la banda sonora apareciesen slogans de detergentes que ahogaran la voz de los actores? Regresaron a casa y cenaron una frugal colación. Pero la ingirieron con disgusto, porque mientras, uno de los vecinos atronaba el patio con sus quejas sobre cierta bazofia repugnante que le había servido su mujer. Felizmente, se enteraron de que otros vecinos estaban degustando unas apetitosas algas de mar.
Era sábado. Esto suponía unas cuantas horas teóricas de sueño añadidas a las de los días de labor. Pero en realidad no eran más que eso: teóricas. En el piso de arriba se celebró una "surprise partye" que duró hasta las cinco de la madrugada, y los receptores de televisión permanecieron despiertos y atronadores hasta el momento de finalizar los programas. Televisores y "surprise partye" se interferían mutuamente, y esto fue un consuelo para Félix, que haciendo un acto heroico de voluntad continuó su poema interrumpido. Luego se puso a ejercitarse en la técnica yogui, hasta que el sueño cerró sus párpados. Soñó en una isla solitaria en la que él y su mujer hacían de Robinsón Crusoe. Sólo se escuchaba la brisa que agitaba las palmeras y el susurro del mar. Pero estos sonidos armoniosos adquirían de repente un ritmo afrocubano y aparecía sobre las arenas de la playa un dancing que disparaba bailables por todos sus altavoces…
Se despertaron a las siete de la mañana, sacudidos por el clarín sonoro del vecino del cuarto piso, que con el acompañamiento del zumbido de su maquinilla de afeitar y el mazo eléctrico de su mujer que fabricaba filetes campestres, anunciaba con sus cánticos joviales su propósito de llevar a toda la familia de excursión. Era un himno de guerra contra la pereza al que se añadieron media hora después las voces seráficas de un coro de niños que desafinaban las tonadillas de moda. Se vistieron, pues, y pronto su automóvil se unió, como un eslabón más, a la cadena sinfín de vehículos que dirigían sus proas hacia la sierra. Tardaron tres horas en recorrer noventa kilómetros, pero allí les aguardaba la naturaleza, no contaminada por los pecados de la gran ciudad. Se deslizaron, pues, bajo el verde dosel de los pinos, procurando no pisar a las parejas que se hacían el amor o a las familias que colocaban en orden sus bártulos.
Félix respiró a pleno pulmón. Había que aprovechar ciertos momentos propicios para percibir el aroma de la naturaleza. Porque en seguida llegaban a las fosas nasales olores a restos de aminoácidos sintéticos o a otras sustancias menos comestibles.
¡Hay que abstraerse, abstraerse! Para eso hago ejercicios de yoga", exclamó Félix, con arrebato. Por ejemplo, en eso de los placeres olfativos todo era cuestión de eliminar esos hedores, por un proceso de filtración mental, para disfrutar el perfume de los pinos y la fragancia de los tomillos pisoteados.
Siguieron avanzando. Allí apenas había excursionistas, porque la gente era muy cómoda y procuraba practicar lo menos posible el alpinismo. Desde una roca en la que campaba el anuncio de una célebre óptica, contemplaron el paisaje: diminutos automóviles y gentes del tamaño de una hormiga: también pinos y rocas. "¡Qué delicia!", pensó Félix, estrechando la cintura de su esposa. Esto sí que era naturaleza, aun abstrayendo el letrero y dos o tres cajetillas de cigarrillos que yacían esparcidas por allí. Además tuvo que "abstraer" restos de comidas de domingos anteriores, media docena de colillas y un objeto extraño que procuró tapar aceleradamente antes de que su esposa lo viera.
Volvió a abrazar a su esposa con ternura. A ellos les hubiese gustado sentirse otra vez novios que intercambiaban sus primeros besos clandestinamente, saborear el placer de un acto íntimo, más delicioso por el hecho de que permanece oculto a los ojos y a los oídos de los demás. Se excedieron, pues, un poco en sus caricias, paladeando con deleite unos placeres que las masas habían convertido en espectáculo público.
Una piedra pasó por encima de sus cabezas, y luego otra rebotó a pocos centímetros de ellos. Félix se levantó con furia, pero sólo para percibir cómo cuatro o cinco mozalbetes salían corriendo de detrás de una roca cercana riéndose a carcajadas. Decidieron, pues, eliminar ciertas intimidades matrimoniales y limitarse a la vida teorética. Pero el hambre acuciaba y era ya la hora del almuerzo. Deshicieron los paquetes y procuraron olvidar el episodio de la piedra. Luego Félix descendió con los papeles y los restos de la comida a la primera papelera que encontró y que, por suerte, estaba completamente vacía. Con la conciencia tranquila volvió, pues, "a su roca de siempre". Allí pudieron hablar largo y tendido y hasta tenderse con la vista clavada en las nubes. Tuvieron que "abstraer" tres astronaves de pasajeros, una escuadrilla de turborreactores y dos helicoches, pero tuvieron tiempo para imaginarse monstruos fabulosos y seres de la mitología en los cuerpos fofos de las nubes. Así hasta que un transistor vecino comenzó a informarles de los resultados de los partidos y les forzó a regresar, cabizbajos, a casa.
-¿Existe algún lugar en el que podamos pasar unos días mi esposa y yo, completamente solos? -preguntó Félix al encargado de la Agencia.
-Eso es pedir un imposible, pero mi Agencia se encargará de buscarles algo que por lo menos se aproxime a lo que usted desea -le contestó tras mirarle primero con una impresión de extrañeza, como si se hallase delante de un enfermo mental recién escapado de un sanatorio. Por eso Félix volvió a sumergirse en el bullicio de la calle sin la más mínima esperanza de evasión.
¿Estaba condenado durante toda su existencia a aprenderse de memoria todos los slogans publicitarios? Por lo menos, cuando era niño y sus profesores le obligaban a memorizar la tabla de multiplicar, disfrutaba de días de asueto. Pero aquí la escapada era imposible. A veces, incluso, se había sorprendido a sí mismo dirigiéndose a su esposa en los mismos términos que los galanes de la televisión. Luego, además, su vida no era suya: era como poseer un cuerpo en el que se albergasen cincuenta o más cerebros que funcionaran al mismo tiempo. Conocía, por ejemplo, la vida íntima de las mujeres de sus vecinos tan exactamente como sus propios maridos. Si algún día hubiera decidido engañar a alguno de estos últimos, se habría encontrado en la cama con una mujer sin secreto alguno. Pero esto mismo le ocurría a su esposa. Estaba condenado a una cama redonda mental que no tenía fin.
¡Abstraerse!, ¡abstraerse!, esto era lo que había que conseguir, pero suponía un esfuerzo psíquico que extenuaba su organismo. Tenía, pues, derecho a alejarse de las multitudes.
Dos días después sonó el videófono. Esta vez no era de alguien que se había equivocado, ni los graciosos de siempre que le gastaban bromas, o algún locutor de radio que les anunciaba, con voz compungida, que habían perdido tantos cientos de pesetas por no reconocer la emisión X, patrocinada por el detergente Z. ¡Era la voz de una persona que se dirigía a ellos! ¡El encargado de la Agencia que les comunicaba el hallazgo de un lugar paradisíaco en una isla costera! Por si fuera poco, la Agencia ya había contratado un heliocoche que se encargaría de depositarlos suavemente allí, con todas sus maletas. La soledad estaba completamente garantizada, por tratarse de un islote deshabitado. Tendrían, pues, que dormir en una tienda de campaña y cocinar ellos mismos, pero esto era precisamente lo que más ilusión les causaba al matrimonio.
Aceptaron sin ambages, y al día siguiente estaban allí solos como Robinsón Crusoe, ante un único testigo de color azul turquesa que deshacía su pecho contra la aristas hirientes de las rocas. También les acompañaban las gaviotas y algunos árboles que habían logrado hincar sus raíces en el duro suelo y extenderse frondosamente hacia las alturas.
Lo primero que hizo Félix fue algo que jamás había soñado siquiera: comenzar a dar saltos como un poseso para exteriorizar la energía de sus músculos comprimidos por la pasividad de su empleo burocrático y de su vida sedentaria. Luego comenzaron aquella escena siempre interrumpida sobre la roca del consabido letrero óptico. Reían estrepitosamente como chiquillos. Y como era mediodía, se desprendieron de sus ropas y retozaron durante más de dos horas entre las aguas de una caleta idílica, incapaz de avergonzarse de la desnudez de la joven pareja.
Pero éstas fueron unas pocas de las muchas locuras que hicieron durante las cuarenta y ocho horas de aquel fin de semana. ¡Ojalá se hubiese prolongado toda la existencia de ambos! Pero el trabajo imponía sus derechos, y al finalizar el plazo, el mismo heliocoche que les había traído les recogió. Miraron con nostalgia aquel pequeño punto gris rodeado de una gorguera de espuma que se iba desvaneciendo en la lejanía.
Aquella noche encendieron el televisor. Tuvieron que sufrir los consabidos spots publicitarios, un telefilm del Oeste y un concurso. Pero al final, apareció en la pantalla algo que les era muy familiar: la pequeña isla en donde habían transcurrido para ellos cuarenta y ocho horas de felicidad. Sobreimpresa en la pequeña pantalla se leía el título de la emisión: "¿Qué haría usted si estuviera solo?" Félix y su mujer estuvieron a punto de perder el conocimiento, porque aquellos dos Robinsones que saltaban y retozaban como locos eran ellos mismos. Un equipo de operadores-rana había filmado las secuencias.

FIN