Texto publicado por SUEÑOS;

Nota: esta publicación fue revisada hace un año. Antes se titulaba España,-cuento..

España,-cuento. LA DULCE MENTIRA Alfonso Álvarez Villar

LA DULCE MENTIRA

Alfonso Álvarez Villar

Morgan volvió a otear una vez más el firmamento del planetoide Innominado en el que vivía desde aquella fecha imposible de localizar en el archivo de su memoria. Un sol de color verde-azulado se levantaba en el horizonte, dándole una coloración púrpura a los rojizos matorrales entre los que comenzaba a despertarse la vida de aquel planeta perdido como una aguja de granito en el inmenso pajar del océano. Este mirar el cielo, escrutándolo con atención, se había convertido en una rutina desprovista de esa emoción de los primeros meses. ¿Cuántos años llevaba allí, Dios mío? El reloj electrónico yacía destrozado y cubierto de orín bajo varios metros de hielo, allá en el Polo Norte del planeta. También allí descansaban los esqueletos carbonizados de los dos copilotos que habían muerto en el choque.
Recordaba como una pesadilla las primeras semanas, o meses, o años; un continuo avanzar sobre un suelo casi yermo y amartillando la termopistola, que con los restos chamuscados de su uniforme era lo único que había conservado de la catástrofe. Pero aquel suelo raquítico no engendraba monstruos; sólo pequeños mamíferos que habían calmado su hambre.
Luego, había encontrado a Eva. Nunca le había preguntado cómo se hallaba también allí ni de dónde procedía. Él procuraba ser extremadamente discreto a este respecto, pero es que nada importaba el Pasado cuando Eva estaba con él. Sólo una cosa sabía: que cuando los recuerdos de la Tierra volvían a aguijonearle como un manojo de ortigas, Eva desaparecía, y luego tardaba semanas, meses o años en reunirse con él. Se presentaba siempre en el lugar menos sospechado: unas veces la había visto avanzar hacia él, sobre la nieve deslumbrante y envuelta en unos tules vaporosos; otras, sentía su contacto cálido cuando, rendido por una alocada caminata en pos de ella, descansaba en un lecho-improvisado con líquenes de color de sangre o matojos purpurinos. Y así, otra vez, permanecían juntos durante semanas, meses o años, pero con la diferencia de que los meses parecían semanas y los años meses. Por eso, procuraba no formularse siquiera en su mente la pregunta indiscreta. Aquel girar la cabeza en torno del horizonte era, pues, sólo un reflejo cuyo origen procuraba él con todas sus fuerzas no recordar.
Encendió el fuego y puso a hervir un brebaje vigorizante, cuya fórmula le había proporcionado Eva. Miró esta vez hacia donde las matas crujían bajo el roce leve de unos pies y de una falda de seda. Eva hacía siempre lo mismo durante aquellas semanas, meses o años que permanecía a su lado: procuraba no estar presente cuando él se despertaba; sólo cuando su mente se hallaba completamente lúcida aparecía de nuevo. Morgan había llegado a la conclusión de que ella ejecutaba alguna extraña ceremonia para rejuvenecerse y para cambiar algún detalle de su maquillaje o de su peinado.
Porque la imaginación de Eva era a este punto inagotable: no había mañana en que no se presentase con alguna sorpresa que anulaba el peso doloroso de la rutina. ¿De dónde sacaba, además, tantos trajes y, en general, tantas armas invencibles de la coquetería femenina si en aquel planeta, infinitamente alejado de las rutas de los cruceros, los únicos artículos de procedencia terrestre eran su pistola, los harapos de su traje de piloto, y allá, a muchos cientos de kilómetros, unos trozos de metal retorcidos y podridos de herrumbre? Pero ésta era también una pregunta tabú para Morgan. Eva era sólo el misterio; intentar profanarlo hubiese significado destruir lo único hermoso que existía en aquella vida de Robinsón interplanetario.
Eva se sentó al lado de Morgan. Su bata de popelín floreado retaba al gran disco azulado verdoso que comenzaba a desemboscarse de los arbustos. Una charca de agua cristalina comenzaba a teñirse de vetas azuladas, como si fuesen viñas palpitantes. Pero los rayos de la estrella parecían detenerse, como si fuesen frenados por una especie de terror religioso, cuando intentaban atravesar la cabellera de oro viejo que flotaba sobre la espalda de Eva. Bajo los rayos de aquel sol, los cuerpos de los animales despedían reflejos fosforescentes, y él mismo se horrorizaba del color de cardenillo de sus manos o de sus pies, como si toda la sangre se hubiese agolpado de repente en su epidermis y comenzase a centellear. Pero Eva era distinta: se movía en un plano en el que todo parecía conservar los colores de la Tierra, de su Tierra perdida a muchos años luz de aquel planetoide. Y otra cosa curiosa: Eva carecía de sombra. Morgan procuraba, sin embargo, ignorarlo, y esta ignorancia se había convertido en un hábito más.
-¿Has preparado ya el desayuno? -le preguntó Eva, con esa voz que parecía venir volando desde un lugar muy lejano, como los acordes de un arpa que alguna mano invisible tañese.
Morgan le tendió la rústica taza de barro, y unos labios que no parecían tocar la materia se abrieron para absorber el líquido humeante. Morgan rechazaba la bebida y los alimentos mientras Eva permanecía con él durante aquellas semanas, meses o años de felicidad, sólo interrumpidos por un recuerdo o una pregunta sacrílegos. Todo lo que cazaba era para Eva. Le bastaba mirarla, tener sus manos entre las suyas, y, sobre todo, aniquilarse en su boca o en su cuerpo perfecto para sentirse saciado en sus apetencias biológicas. Al principio se había extrañado de este milagro, pero ya ni siquiera se interesaba por él: Eva era un milagro perpetuo y había que tomarlo como tal si no quería volver a las caminatas agotadoras en busca de ella y en las que, eso sí, necesitaba alimentarse como cualquier mortal.
Tenía ahora delante de sí todas las horas diurnas. Él hubiese deseado que aquella aguamarina incandescente permaneciera más tiempo sobre su cabeza, porque mientras no se ocultase en el horizonte, el Planeta Innominado era para Morgan el fiel trasunto de aquel Paraíso celeste que le habían descrito los sacerdotes de la Tierra.
Apenas hablaba con Eva, porque no era necesario. ¿De qué podrían haber hablado en un minúsculo planeta en el que nada ocurría y cuando todos los recuerdos del pasado eran vitandos? Pero las miradas hablaban cuando los labios permanecían sellados por una especie de silencio religioso. Sólo el contacto de la mano de Eva sobre el brazo de él, o el de su cintura, cuando cogidos como dos novios flotaban sobre los matojos de púrpura, bastaba para hacerle completamente feliz. Y hasta el olor acre de aquella tierra ingrata, endurecida por un sol despiadado, dejaba de herir su olfato y era el perfume de ella la única fragancia que invadía el Cosmos. Luego la figura de Eva se desvanecía en el abismo de la noche. Mas como las almas del Purgatorio de la Escatología cristiana, la esperanza de volverla a ver al día siguiente endulzaba su sueño.
Aquella mañana fue, sin embargo, distinta de las otras, porque un silbido agudísimo rasgó los oídos de Morgan. Era un sonido que le recordaba algo que en otro tiempo le había sido muy familiar. Levantó instintivamente la cabeza: las toberas de una pequeña astronave resplandecían como dos lenguas rosadas de gato. Cuando quiso darse cuenta, la grácil silueta de Eva comenzaba a alejarse a gran velocidad en dirección opuesta a la de la nave. Morgan inició una alocada persecución. Era inútil: ningún mortal hubiese podido alcanzar a Eva cuando ésta decidía esfumarse. Volvió, pues, desesperado al lugar en donde todavía humeaba la hoguera: quizás Eva volviese al día siguiente, cuando aquella astronave inoportuna partiera de nuevo para la Tierra o para otro planeta habitado.
El pequeño cohete aterrizó muy cerca de allí. De sus escotillas salieron dos hombres uniformados con el mismo traje que en otro tiempo había vestido Morgan.
-Soy el capitán Smith y éste es el teniente O'Hara. Hemos visto que salía humo. Casualmente nos habíamos desviado de nuestra trayectoria y ahora no nos arrepentimos de ello. ¿Cuánto tiempo lleva usted aquí?
-No lo sé. Semanas, meses o quizás años.
-Ha debido usted sufrir mucho… ¿No es usted por casualidad el capitán Morgan, o cualquiera de los hombres de la astronave de reconocimiento X-23?
-Sí, era el Capitán Morgan.
-¿Es posible? Creo que va a ser ésta una noticia sensacional. Lleva usted aquí nada menos que veinte años. ¿Dónde tiene sus cosas? Vamos a recogerle inmediatamente.
-¡Pero Eva también vive aquí conmigo! ¡Tendrían que llevarla también!
-¿Quién es Eva? No hay noticias de que alguna mujer se haya extraviado en este rincón de la galaxia.
Morgan comenzó entonces a hablarles de Eva, de su primer encuentro, de los ratos de felicidad que había transcurrido con ella, e incluso, en una especie de cuchicheo, como si estuviera dominado por un terror religioso, se atrevió a mencionarles aquellos "misterios" que le sobrecogían.
Smith y O'Hara cambiaron entre sí miradas de inteligencia. Permanecieron unos minutos mudos y cabizbajos. Luego el capitán Smith se atrevió a insinuar:
-¡Mi pobre Morgan! Ha sido usted durante muchos años víctima de una alucinación que termina afectando a los pilotos interplanetarios perdidos en un planeta deshabitado. Eva no existe nada más que en su imaginación. La prueba es que aún tiene en su barbilla algunas gotas del brebaje que ella "bebió". En realidad, era usted mismo el que comía y bebía. Nuestros psiquiatras le curarán. Venga ahora con nosotros.
Los dos hombres comenzaron a dirigirse hacia la astronave. Morgan les seguía como un autómata. Pero fue sólo durante unos instantes: se oyeron dos estampidos. O'Hara y Smith no tuvieron tiempo siquiera para asombrarse. Ahora Morgan tardaría semanas, meses o años en volver a encontrar a Eva. Pero la encontraría: de ello estaba seguro.

FIN