Texto publicado por SUEÑOS;

Nota: esta publicación fue revisada hace un año. Antes se titulaba Rusia,-cuento..

Rusia,-cuento. LADRONES Arkadi Timofeevich Averchenko

LADRONES

Arkadi Timofeevich Averchenko

Estaba yo de visita en casa de Krasavin, entregado a los goces de una entretenida charla, cuando entró la criada y me dijo:
-Le llaman por teléfono.
La miré sorprendido.
-¿A mí? ¡No puede ser! No he dicho a nadie que venía aquí…
-Sin embargo, le llaman a usted.
Me encogí de hombros y seguí a la criada al recibidor, donde estaba el teléfono.
Empuñé el auricular y apliqué el oído, lleno de curiosidad.
-¿Quién está al aparato?
-Chebakov. Oye: estamos en el bar Alhambra. Sólo faltas tú. Ven en seguida.
Contesté:
-No me es posible. Tengo que terminar un trabajo urgente. ¿Cómo es que, no habiendo nadie en mi casa, ya que la criada ha ido a pasar el día con sus padres, sabes que estoy en casa de Krasavin? ¿Quién te lo ha dicho?
-¡Vamos, déjate de bromas! Acabo de telefonear a tu casa y me han contestado que estabas ahí.
-O estoy loco, o quien bromea eres tú. Mi piso está cerrado con llave, y yo tengo la llave en el bolsillo. ¿Quién puede haberte contestado?
-No sé. Una desconocida voz masculina me ha dicho: «Debe de estar en casa de Krasavin». El que me habló no parecía muy dispuesto a continuar la conversación, porque se apresuró a cortar la comunicación. Yo he supuesto que sería algún pariente tuyo.
-¡Chico, me dejas aturdido! Me voy en seguida a casa. Dentro de veinte minutos sabré de qué se trata.
-Pero ¿para qué vas a esperar tanto? -replicó Chebakov, a quien empezaba a interesar el misterio, según se advertía en su acento.-Telefonea a tu casa y saldrás de dudas inmediatamente.
-¡Tienes razón!
Colgué el auricular y volví a descolgarlo. Mis manos temblaban de
impaciencia.
-¿Central?… 223-20.
-¿Otra vez? ¿Quién es? -preguntó, momentos después, una voz desapacible.
-¿Es el 223-20?
-¡Si, si, sí! ¿Qué quiere usted?
-¿Y usted, quién es? -grité iracundo al par que intrigado.
Mi misterioso interlocutor pareció titubear.
-El amo de la casa -respondió, finalmente, con voz insegura - ha salido.
-¡Vaya una noticia! -aullé.-; Ya sé que ha salido! El amo de la casa soy yo! … ¿Quién es usted y qué hace ahí?
-Aguarde un segundo… No estoy solo. Voy a llamar a mi compañero… Gricha, ven; a ver si te pones de acuerdo con este señor.
Alguien respondió con colérico acento cerca del aparato:
-¡Qué lata, Dios mío! ¡No le dejan a uno trabajar!
Y agregó por teléfono:
-¿Quién es? ¡No hacen más que llamar! ¿Qué quiere usted?
-¿Qué hace usted en mi piso? -rugí.
-Ah! ¿Es usted el dueño del piso? ¡No sabe usted lo que me alegro!
-¿Qué dice?
-¿Tendrá usted la bondad de explicarnos dónde están las llaves de su escritorio, verdad? Llevamos un gran rato buscándolas…
-¿Pero qué está usted diciendo?
-¡Que estamos volviéndonos locos buscando las llaves de su escritorio!
-¿Con qué objeto?
-Para no vernos obligados a reventar sus once cajones; lo cual sería una lástima, además de ser muy molesto, pues el escritorio es magnífico. Lo menos le habrá costado a usted doscientos rublos. ¿Qué necesidad hay de estropear un mueble así?
A medida que hablaba, mi nuevo interlocutor, con voz a cada instante más segura y apacible, yo iba arrebatándome, saliéndome de mis casillas.
-¡Ah, bandidos! -grité. ¿Han forzado ustedes mi piso para robarme? ¡Esperen! ¡Allá voy! ¡No tardarán ustedes en caer en manos de la justicia!
-Caballero, sus amenazas no nos asustan -contestó la misma voz serena y persuasiva. -Tendríamos tiempo sobrado para huir antes de que llegase usted. No conseguiría nada viniendo. Lo mejor será que nos declare dónde están las llaves del escritorio.
-¡Ladrones! ¡Canallas! ¡Bergantes! ¡Granujas! Hace tiempo que debían ustedes estar ahorcados! ¡Pero no tardarán en cobrar su merecido, forajidos!
-¡Qué necedad, caballero! ¡No se ponga así! ¡Sea razonable! Nosotros le hablamos tranquilamente, sin airarnos. En vez de estropear el escritorio, descerrajando los cajones, le preguntamos a usted dónde están las llaves. Debía usted estar agradecido y no emplear esas expresiones groseras.
-No puedo hablar de otra manera con sinvergüenzas como ustedes…
-¡Contenga usted sus palabras! No contestaremos a sus injurias; pero si no se reporta, las castigaremos, desgarrando con el cortaplumas la tapicería de los sillones y del sofá, y dejaremos en un estado lamentable el escritorio y la biblioteca. ¡Figúrese usted lo bonito que quedará su despacho! Nada de esto le sucederá si nos trata con cortesía.
-¡Tiene gracia! -dije yo, en tono conciliador.- Póngase usted en mi lugar. Penetran ustedes en mi piso, me arruinan y aun pretenden que les trate como a unos hidalgos.
-¡Pero si nadie le arruina a usted! Aunque nos llevemos algo, ¿qué importancia tiene eso para usted? A nosotros aunque no nos sacará de la pobreza, podremos mal vivir.
-Me hago cargo -repuse con voz alterada por la emoción, que estaba seguro, había de conmoverles profundamente.- Lo que no logro comprender es el provecho que les reportará a ustedes el estropearme los muebles.
-Ninguno; pero no podemos tolerar sus injurias.
-Está bien; no les insultaré más. Veo que son ustedes hombres inteligentes, de sentido común. Incluso reconozco que tienen derecho a cierta remuneración por el trabajo que, sin duda, les habrá costado entrar en mi casa. Habrán ustedes invertido
algunos días en los preparativos; habrán tenido que estudiar mis costumbres, vigilar mis salidas, etc…
-¡Ya lo creo! No es tan fácil como se figura el vulgo…
-Lo comprendo, amigos míos, lo comprendo. Lo que no me explico es para qué necesitan ustedes las llaves del escritorio.
-Puede usted suponerlo.
-Pues nada, confieso…
-¡Para encontrar el dinero, diantre!
-¡Ah! ¿Ustedes se figuran que está en uno de los cajones?
-¡Naturalmente!
-Pues sufren ustedes el mayor de los errores.
-¿Se burla usted?
-No; les hablo con el corazón en la mano.
-Entonces, ¿dónde está el dinero?
-Debo comunicarles que tengo muy poco y que, además, está muy bien escondido… Díganme francamente cuáles son sus aspiraciones.
-¿Eh?
-Sí… ¿Qué piensan ustedes llevarse consigo… de lo que me pertenece? No se quejarán ustedes de mi lenguaje, ¿verdad?
-No, señor, no. Hablando en plata: quiere usted saber lo que pensábamos robar, ¿no es eso?
-Ha interpretado usted perfectamente mi pensamiento.
-Pues bien, tranquilícese usted; no pensábamos robarle gran cosa. No podemos llevarnos objetos muy voluminosos porque, como usted comprenderá, nos expondríamos a despertar las sospechas del portero. Verá usted lo que hemos elegido: un poco de plata labrada, un gabán, una gorra de pieles, un despertador, un pisapapeles de plata…
-No es de plata -advertí yo, amigablemente.
-Pues lo dejaremos. Nos llevaremos en su lugar la cigarrera. Es una verdadera obra de arte.
-Alto, amigos míos: comprendo su situación y me pongo en su lugar. Han tenido ustedes la fortuna de penetrar en mi casa. Supongamos que su empresa termina tan felizmente como ha comenzado. Supongamos que el portero no les descubre o, si les ve, no recela de ustedes. Pero, ¿y después? Naturalmente, llevarán ustedes los efectos elegidos a casa de cualquier inmoral comprador de objetos robados, que les dará una miseria por ellos. ¡Conozco a esa gentuza! Ustedes arriesgan su libertad y, no pocas veces la vida, mientras que esos señores no arriesgan nada y participan del botín, siendo siempre su parte la del león.
-¡Tiene usted razón! -suspiró mi interlocutor.
-¡Vaya que es verdad! Siempre ocurre lo mismo en el régimen capitalista: el capital explota al trabajo. En realidad, quienes roban no son ustedes, sino ellos. Ustedes no son peligrosos para la sociedad. ¡Nada de eso! Quienes lo son, son esos explotadores, esas sanguijuelas, que constituyen el principal azote de la vida
contemporánea. Compañero, querido amigo, le hablo con entera sinceridad: yo, por varias razones que no es oportuno enumerar, estimo mucho estos objetos, mientras que ustedes los venderán y… ¿qué sacarán de ellos? ¡Total nada! No creo que les den ni cincuenta rublos…
-¿Cincuenta?… Si nos dieran veinticinco, podíamos decir que habíamos hecho un gran negocio.
-¿Ve usted? Acabaremos por entendernos, queridos amigos. No niego que tengo dinero en el despacho. Poca cosa, como les he dicho, ciento quince rublos. No los encontrarán ustedes sin mis indicaciones. Si nos ponemos de acuerdo, les diré dónde están. Podrán ustedes llevarse cien, los quince restantes me los dejarán para los gastos más urgentes. Una vez estén en su poder los cien rublos, se marcharán sin llevarse los efectos, ¿eh? Les doy mi palabra de honor de que no les denunciaré a la policía. Supondré que todo esto es un negocio puramente privado, un asuntillo entre camaradas, que a nadie, fuera de nosotros, interesa. ¿Se conforman ustedes?
-Sí, pero…
Mi interlocutor pareció titubear.
-Hemos empaquetado ya la plata labrada.
-No tiene importancia; déjenla empaquetada.
Nuevo silencio.
-¿Y no teme usted que nos llevemos el dinero y los objetos? ¿Tanta confianza le inspiramos?
-¡Ah, queridos amigos! Estoy seguro de que no harán ustedes eso. No son ustedes necios. Y tengo la convicción de que, en el fondo, hasta son buenas personas.
-Sí; pero… la vida arrastrada que llevamos, este pícaro oficio… ¿comprende usted?
-¿Cómo no he de comprender? Y les compadezco a ustedes de todo corazón. Si yo pudiera hacer algo por ustedes… Pero volvamos a nuestro asunto. Confío plenamente en su honradez. Si me dan su palabra de honor de no llevarse los efectos,
les diré dónde está el dinero; pero a condición, ya lo saben, de que me dejen quince rublos: los necesito. ¿De acuerdo?
El ladrón contestó, esforzándose en contener la risa:
-De acuerdo. Le prometemos dejarle los quince rublos.
-¿Y no llevarse los objetos?
-También se lo prometemos.
-¿Palabra de honor?
-Palabra de honor.
-Muy bien. Gracias. Escuche usted, ahora: encima del escritorio hay una caja de sobres azul. En el fondo de esa caja, debajo de los sobres, está el dinero. Cuatro billetes de veinticinco rublos y tres de cinco. Confiese usted que nunca se les hubiera ocurrido buscar el dinero ahí.
-Lo confieso.
-Tengan la bondad de apagar la luz, al irse.
-No se preocupe.
-¿Han entrado ustedes por la escalera de servicio?
-Sí, señor.
-Perfectamente. Pues hagan el favor de cerrar con llave, al salir, para que no entren ladrones.
-¡Descuide usted!
-¡Ah, otra cosa! Si topan con el portero, díganle que han ido a llevarme unas pruebas de imprenta. Como me las llevan con frecuencia, el portero no se escamará. ¡Adiós, y muy buena suerte!
-Gracias. ¿Dónde dejamos el llavín?
-Debajo del felpudo. ¿No se ha parado el despertador?
-No, señor.
-Muy bien. ¡Buenas noches, amigos míos!

* * *

En cuanto regresé a casa, encontré sobre la mesa del comedor un envoltorio, tres billetes de cinco rublos y una cartita redactada en los siguientes términos:
«El despertador está en la alcoba. Dígale a la criada que atienda más la ropa: el cuello del gabán está apolillado. No olvide usted que nos ha prometido no denunciarnos. - Gricha y Sergio.»

* * *

Mis amigos declararon unánimemente, al oír la historia, que yo sé
ingeniármelas muy bienen las situaciones más difíciles. Quizá tengan razón.

FIN

Arkadi Timofeevich Averchenko (1881 - 1925) humorista dramaturgo y crítico teatralruso. Trató tímidamente escribir humor revolucionario, pero fue condenado al exilio en 1920. Murió en la miseria.