Texto publicado por SUEÑOS;

Nota: esta publicación fue revisada hace un año. Antes se titulaba españa,-cuento..

españa,-cuento. NIÑOS DE LA GUERRA Honorio Cadarso

NIÑOS DE LA GUERRA

Honorio Cadarso

Quiero a mi pueblo.
Mi pueblo es como una madre de ubres secas que ha parido demasiados hijos y no tiene leche para criarlos, y del esfuerzo se le han quedado las carnes enjutas y el color pálida, y ha tenido que despachar de casa a sus hijos antes de tiempo, demasiado tiernos, no porque no los quería, porque no los podía alimentar y sabía que podían ya valerse solos.
No es que mi infancia esté poblada de recuerdos tristes, no. La vida en su amanecer es demasiado bonita como para poner atención a las sombras y rincones oscuros. Mi memoria está poblada de primeros planos en el juego de pelota, en el recreo de la escuela, de hogueras en los anocheceres festivos del verano o en pleno invierno, de vendimias y siegas y trillas, de árboles cargados de fruta al alcance de la mano. Se me va abriendo el mundo como un abanico, en círculos concéntricos alrededor de mi pueblo, y yo voy alcanzando objetivos cada vez más lejanos, conociéndolos, descubriéndolos, poseyéndolos. Aparecen como referencia las primeras habas de la primera primavera, las primeras cerezas, los primeros nidos, la primera caza, el día en que descubrí que ya sabía nadar, con seis años…
Los lados oscuros y tenebrosos los he interiorizado más tarde, ya adulto: la sequía de los años cuarenta, castigando unas tierras sin árboles ya de por sí secas y mesetarias, borrando el escaso verde de un paisaje gris tomillo, pardo de barbechos, ceniciento, Se me disipan y desmayan el verde-azul de un islote de olivares en medio del campo, y el otro verde claro y luminoso de las viñas, y se me apaga en la retina el verde de las choperas y las huertas sin agua alrededor del pueblo. Porque los ahoga el color de desierto que tomó mi valle con la doble maldición de la guerra civil y la sequía prolongada de los años cuarenta.
Me quedan sólo los lejanos horizontes azules: Montejurra y Urbasa y Codés, las sierras navarras, hasta el Pirineo, por el norte, y al sur, casi al alcance de la mano, la nuestra, una humilde sierra que apenas rebasa los mil metros de altura, cubierta de encinar, roble y haya, Una sierra desgajada de la cordillera ibérica, a mitad de camino entre el Urbión y el Moncayo, que quiso alejarse en busca del Ebro y no pudo pasar de mi pueblo.
En fin, un pueblo triste en una tierra gris. Un pueblo de casas hechas de canto rodado, adobes, barro y yeso tosco, que deja ver sus huesos por las grietas y desconchones de sus fachadas, unas calles con firme de piedras mal encajadas entre sí. Unas casas lóbregas por dentro: retorcidas escaleras estrechas dan paso a una planta de habitaciones pequeñas de líneas irregulares y a unos altos o desvanes donde están situados los silos o graneros para guardar la cosecha de cereal y los frutos secos. Abajo convivimos, los animales en la cuadra y las personas en el portal, la cocina y el comedor o cuarto de labor, según se mire. En la cuadra y el corral fermentan para abonar las tierras nuestros desechos humanos y los de los animales domésticos.
Y entre tanta basura y hediondez, bajo una atmósfera poblada de moscas e insectos, las calles se adornan con no más de una media docena de árboles: un castaño escoltado por unas acacias raquíticas en la plaza, un moral en un corral, un granado en otro… Menos mal que las huertas llegan hasta las casas y se cuelan hasta el interior de las calles, y así vemos desde las ventanas, tocando casi los cristales, las flores de la primavera, los frutos del otoño, la naturaleza viviente y cambiante. Y los pájaros, con su algarabía de cantos y silbidos, comparten con nosotros sus viviendas, sus juegos y sus andanzas.
Triste pueblo de jornaleros sin tierra y sin trabajo, en el que sólo unos pocos poseen la tierra justa para sobrevivir y poder decir que trabajan en lo suyo. Triste pueblo recién salido de la guerra civil, con las heridas todavía abiertas y sangrantes, con tres fusilados, dos de ellos los más pobres, el tercero el ilustrado más progresista y honesto, cuyos cadáveres siguen abandonados en una cuneta cualquiera, en un rastrojo cualquiera. Más otro puñado de jóvenes que han dejado su vida en los frentes. Con falangistas de última hora inflados de chulería rufianesca, votantes de izquierdas pidiendo que los trague la tierra, cédulas obligatorias para el cumplimiento pascual y reparto de bulas para comer carne los viernes de cuaresma…
Allí estamos nosotros, los hijos de la segunda república, y empujándonos vienen los nacidos durante la mismísima guerra civil. Nosotros, hijos de falangistas y requetés, de fusilados de la CNT, de labradores fuertes y jornaleros, nosotros, república feliz y bulliciosa que estrena vidas, que respira a pleno pulmón la alegría de vivir y todo lo ve nuevo, bonito Y apetecible. Nosotros, cincuenta chicos y otras tantas chicas. No hemos hecho la guerra, ni la república, ni la monarquía, no sabemos ni queremos saber nada de los líos que hay entre nuestros padres o nuestros hermanos mayores, sólo traemos hambre, hambre de comer y beber, hambre de jugar, de ver, de tocar, de saber, de disfrutar..
Os presento, entre la banda de gorriones alborotadores que sobrevolamos el pueblo en todas las direcciones, con el vértigo de nuestras vidas recién estrenadas, al Lobito. A mí me parece un muchacho gris, sin relieve. A estas alturas de la vida tengo que hacer un esfuerzo y parar la imagen para fijarme en él y precisar su perfil, su historia], sus huellas en mi recuerdo.
El Lobito no es un chico forzudo ni atlético, no hace alarde de ninguna habilidad especial, no destaca en el frontón, ni en el marro, ni en los bolos, ni en la baraja. No es un gran coleccionista de patacones ni de platillos. No es buen nadador en las balsas, yo creo que ni siquiera sabe nadar. No se apunta a ninguna apuesta, no se apunta a ver quién mea más alto, ni a ninguna pelea.
Habla en un tono moderado y discreto, no precisamente tímido, pero sí modoso, sin estridencias. Es limpio, anda siempre repeinado, ordenado con sus libros, cuadernos y lápices. Le gusta vestir bien los domingos, dentro de la pobreza y sencillez de un pueblo como éste.
El Lobito vive en una de las dos calles que trepan perpendiculares hacia el monte del Gabinero, donde se tiende al sol el costado oeste del pueblo. Dos calles que arrancan, como las dos horcajas de un tiragomas, de una pequeña plazoleta con un pozo en el centro, y una casa señorial que la cierra al este. Un caserón-palacio donde vive una familia con 13 hijos con un enorme portal siempre abierto donde jugamos los chicos en tardes de lluvia, con un enorme escudo sobre su fachada de piedra de sillería. Y vaya escudo, yo no sé cómo no lo censuraron en aquellos tiempos. Es que… flanquean el cuerpo central del emblema nobiliario dos gañanes desnudos que se sujetan el prepucio en erección con sus manos, en plan agresivo y provocador..
Pero a lo que íbamos. En las dos calles que conforman el barrio del Lobito viven los proletarios más proletarios del pueblo. Son como los suburbios de este suburbio rural que es el pueblo mismo. Aquí, como pueden ustedes figurarse, todos tenemos mote más que nombre y apellidos, que eso sólo se guarda para la escuela y para los libros del registro de la iglesia y del ayuntamiento. Casa por casa, puerta por puerta, puedo darles a ustedes los motes de cada familia de ese suburbio que forman las dos calles: los Cotos, los Pándiles, los Zitos, los Catanos, los Micales, los Macarenos, los Capagallos, los Carusos, los Polonguillos, los Tenderillos…
El padre del Lobito es alto y un tanto desgarbado, moreno. Callado, y muy trabajador, se agarra a cualquier jornal que le salga: picar piedra en la carretera, labores en la sierra, segar, podar viñas y olivares, desenllecar montes… Su madre es pequeña, espigada, de piel clara; desde su cara redondita y nada rellena te miran dulces y humildes unos diminutos ojos vivarachos. El Lobito tiene un hermano mayor, de los que se quedaron en puertas y se libraron de ir a la guerra por cuestión de meses, y dos hermanos más pequeños. Otros dos personajes sin relieve en el acontecer del pueblo.
Digo todo esto muy de memoria y en hilvanes. Y vuelvo a lo que les dije al principio de que mi pueblo fue para nosotros, los hijos de la república, como la madre de las ubres resecas, sin leche para criarnos, que nos tuvo que destetar antes de tiempo. Porque los cincuenta muchachos de la escuela nos vimos obligados a alzar el vuelo muy temprano, y yo fui uno de los primeros, y de los más precoces. A los diez años, con la esperanza de una beca, me fui a estudiar a un internado de la capital de la provincia.
Y con ello me perdí una de las historias más desagradables y crueles que tuvieron que vivir mis cincuenta compañeros nacidos durante la guerra. Hay historias turbias de la escuela, del catecismo, de la sucia pedagogía a la que fuimos sometidos. Los muchachos se vieron metidos en una tortura muy propia de aquella posguerra de una guerra de la que elementos violentos y desequilibrados camparon por sus respetos. Fue el acoso sexual de un pedófilo a todos los alumnos, un acoso al que resultaba muy difícil hacer frente, tanto a los padres como a las mismas víctimas.
El conflicto duró demasiado tiempo, hasta que desde el ayuntamiento y el vecindario y los niños se le echó valor, y el pedófilo tuvo que abandonar la escuela y el pueblo. Un final amargo para los niños de la república, que hasta entonces habíamos vivido muy felices.
El caso es que, víctimas o no, cuando mis amigos alcanzaron los 14 años, la economía española se desperezaba, la industria empezaba a demandar mano de obra en Barcelona, en Zaragoza, en el País Vasco, en la misma capital de la provincia, y se fueron corriendo los hijos de los jornaleros, y luego hasta los mismos hijos sobrantes de los labradores fuertes, que eran más hermanos que la tierra que podían heredar. Aquí le perdí la pista al Lobito. En mis viajes por la piel del toro, he podido saludar a mis compañeros de fatigas de la escuela y la infancia en Eibar, en Bilbao, en Barcelona, en Gijón… Algunos han venido de pascuas a ramos de vacaciones, marineros en barcos mercantes, con alfombras persas o tabaco de contrabando, algunos han vuelto hablando francés. Del Lobito, nadie sabía nada preciso. Él también volvía al pueblo, pero de incógnito, como de tapadillo.
Yo recogía en mis visitas al pueblo rumores, comentarios dejados caer a salto de mata, una leyenda y un halo de misterio en torno al Lobito. A cada viaje llenaba de regalos caros a su madre, se le veía hecho un cromo, reluciente, flamante… Vamos, demasiado. El caso es que, junto a la alegría o sorpresa, a la mal disimulada envidia por su triunfo y éxito económico, nadie sabía decir exactamente a qué se dedicaba, en qué trabajaba, qué clase de negocio tenía montado. Y en pequeños conciliábulos se dejaban caer sospechas o hipótesis no comprobadas de clubs nocturnos, prostitución, espionaje… ¿qué se podía decir de preciso ni de seguro sobre temas de estos en una época de la dictadura?
Porque lo cierto era que de vez en cuando se personaban en el pueblo números de la policía secreta preguntando por él, intentando conocer su paradero, y eso ponía a la gente sobre ascuas. Vamos, que ya creían tener en casa a una segunda Mata Hari como la de la primera guerra mundial… Su madre, que pronto se quedó viuda, callaba, y sonreía, estrenaba por primera vez en su vida una sonrisa ancha y franca, paseaba sus ricos vestidos y alhajas, sus brillantes calzados, sus ropas nuevas, a la hora de la partida de cartas en la puerta de casa, para ir a misa de los domingos, a la tienda a comprar. Y se le redondearon los papitos, y se le vino el color sonrosado a las mejillas, y el pelo le cogió más brillo… Sin alardes, pero exhibiendo la satisfacción de saber a su hijo feliz, y saberse ella querida y mimada.
Los años pasaron, los hijos de la república somos hoy abuelos, peinamos canas, y cobramos una pensión. Al Lobito se le fue la madre, y la enterró con todos los honores, y cuando le llegó la jubilación se vino al Pueblo, a la casa de su madre, acompañado de un supuesto primo. Aquí Ya ha llovido mucho desde que se murieron la dictadura y el dictador, y las tormentas han arrastrado al Ebro muchas ideas viejas, muchas camisas nuevas, mucha morralla. De lo que éramos y pensábamos cuando dejamos el Pueblo, a lo que somos ahora, va un abismo… A nadie se le ha acomodado el cuento ese del primo, todos dieron por entendido desde el primer día que el Lobito y su amigo eran pareja sentimental. Y todos los aceptaron con respeto, incluso con deferencia y simpatía. Porque el Lobito se lo merecía, porque cuando fuimos niños, entre nosotros no hubo barreras ni diferencias, y, ahora tampoco tiene por qué haberlas.
Al poco tiempo, al compañero sentimental del Lobito le llegó también su hora. Aquí en este pueblo, la muerte conlleva un tratamiento ritual solemne, una liturgia ancestral, precristiana quizá, llena de sentimiento y reciedumbre. Todos reciben el mismo homenaje, ricos o pobres. Por ese me duele, nos duele en nuestro ser de hijos de nuestro pueblo, que los cuerpos de los tres fusilados en la guerra civil estén por ahí perdidos y no hayan podido ser enterrados con el homenaje que les debemos.
El adiós reúne en una muchedumbre serena y gravemente seria a todos los habitantes de los siete pueblos del valle. El valle, para que ustedes lo sepan, es una merindad o mancomunidad histórica de municipios surgidos de la rama común de una sola villa que hunde sus orígenes en Julio César o Fernán González, recostada a la sombra de un paredón árabe o cristiano, que es lo que queda de su castillo medieval. Todavía tenemos en común los aprovechamientos forestales de la sierra y los pastos. Y el ritual funerario.
Pues bien, aquel día, el valle entero estuvo en las pompas fúnebres en honor del amigo del Lobito. Se llenó la iglesia para el funeral, y a la puerta de la calle quedaron cientos de hombres que no cabían, cuchicheando su tertulia ritual, esperando para abrir el camino a la riada humana que llevaría en volandas el túmulo hasta el cementerio. Bajó la riada humana el camino hacia el cementerio por la calle del barrio de abajo y la carretera que conduce hasta la general. Todos hicieron cola junto a la tumba para dar el pésame al Lobito, como se da a un viudo. Nadie lo conocía prácticamente al difunto, pero para todos era un vecino más.
¡Emocionante! Aquella liturgia a un desconocido llegaba al alma, sorprendía, confortaba. Desde entonces, siento un poco más de orgullo de ser del pueblo que soy, comprendo mejor el amor, me he reconciliado un poco más con el hombre que soy, que somos todos.
Voy a visitar el cementerio siempre que viajo al pueblo, me paro ante la tumba de mis padres y hermanos que ya se fueron. Y voy también a visitar la tumba del amigo del Lobito. Es un nicho en el muro, uno entre cien, cubierto con una losa de mármol negro, en la que se puede leer el nombre, la fecha de defunción, y una dedicatoria encargada por el Lobito: Recuerdo de tu, primo.

FIN