Texto publicado por SUEÑOS;

Cuentos, (hungria)

LA GRAN FAMILIA

Dezso Kosztolanyi
ERA UNA FAMOSA Y ANTIGUA FAMILIA, DE ALGUNA línea de sangre excepcional, con el misterioso sabor de la Edad Media, y allá vivía, en su casa de dos plantas, en el centro de la pequeña ciudad.
Antaño pudieron ser armenios o españoles, pero con el paso del tiempo acogieron todo tipo de sangre fuerte y salerosa, se enriquecieron, se hicieron respetar y se vanagloriaban con sus numerosos e ilustres apellidos y sus oxidados blasones.
Los hombres se parecían a los leopardos, las mujeres a los gatos monteses. Jamás había visto gente tan magnífica. Los pequeñitos no padecían de enfermedades infantiles y los viejos, aún después de los setenta, andaban erguidos, sin bastones ni espejuelos.
Una mañana, en la que iba a la escuela con el niño más pequeño, éste me dijo:
-Oye -y aquí se paró y me miró fijamente a los ojos-, ayer por la noche estuve en la Luna con mi papá.
No pude responderle nada por el asombro y la envidia.
-Mi papá tiene una maquinita eléctrica -continuó-. Nada más que del tamaño de un portafósforos. En dos Minutos y medio nos conduce hasta allá.
-¿Y ustedes duermen allá?
-Cómo no, tenemos dos camas en la Luna.
-Eso no puede ser -y continué interesándome en las formas de viajar a la Luna, las cuales mi amigo me las fue revelando punto por punto. Hablaba con la fluidez de un arroyo, sin siquiera pestañear. Empecé a suplicarle, para que confesara que solamente me estaba jugando una broma. Sin embargo, no estaba dispuesto a hacerlo.
Más tarde me dijo que en realidad su tío Géza era el que escribía las novelas de Jókai.
Ya para esa época yo sabía quién era Jókai. Mi madre lo había visto cuando el Milenio, y me había hablado mucho de su alta figura, de sus ojos azules, de su peluca canosa. Y también yo conocía al tío Géza. En otoño traqueteaba en su carreta campesina por toda la ciudad, llevaba un sombrero verde con un adorno de pelos de jabalí. Cazaba liebres y nos mandaba una de vez en cuando. A él yo no lo consideraba un hombre tan inteligente como Jókai, y la cosa me parecía en general increíble. Pero Károly me explicó que él en su casa escribía las novelas, las mandaba por correo para Budapest, y allá por modestia las publicaba bajo el nombre de Jókai, que por cierto, era muy buen amigo de ellos. Venía a verlos con frecuencia. De noche, cuando nadie lo veía.
Cada día me recibía con una noticia similar. A veces se vanagloriaba de que en la bañera de su casa había un verdadero cocodrilo, otras de que cada semana su mamá le daba una mesada de mil coronas, con la cual criaba caballos fuera de la ciudad. Todo eso me ponía muy molesto. Me prometí a mí mismo echarle en cara sus mentiras, pero cuando hablaba mi valentía se esfumaba, y le seguía escuchando, porque de verdad me interesaba.
-¿Qué acostumbran ustedes a desayunar, por ejemplo? -me preguntó.
-Café.
-Bueno, pues nosotros chocolate y pasas.
-¿Cuántas habitaciones tienen ustedes?
-Tres.
-Nosotros tenemos quince. Cuatro habitaciones arriba, once abajo, bajo tierra, para que la gente no las vea.

Una vez entré subrepticiamente en su casa.
Con palpitaciones en el corazón abrí la puertecita que me condujo al patio cubierto de gravilla. Un galgo vino, manso, hacia mí. Brillaba el incandescente sol de verano, en las ventanas relucían aros cual arcos iris; me entregué totalmente al hechizo del lugar ajeno y olvidando mis intenciones, pasé mucho rato allá completamente embelesado. Al final del patio, como princesas ofendidas, pavos reales paseaban, chillando con voz ronca.
Se abrió la puerta del jardín y una muchacha se me acercó, alta y delgada, con un libro en la mano que estaba leyendo. Luego aparecieron dos muchachas más y tres chicos, mayores y menores, a los que yo no conocía.
-¿Károly se encuentra?
-No -dijeron al unísono.
Al minuto siguiente Károly apareció en la puerta. Pero nadie se asombró de ello. Como si no hubiese sucedido nada, me introdujeron en la habitación.
-Amigo mío -se excusó Károly-, perdóname, hoy no te puedo enseñar todas las habitaciones, es que mi padre se fue de viaje y les pasó llave y candado a todas.
Así y todo había cosas de sobra por ver. En el pasillo en penumbra había una cotorra sentada, encogida en su jaula de hierro, repitiendo, testaruda, la misma frase.
-Stefania -le gritó mi compañero a su hermana-, ¿dónde está la escopeta que recibimos del emperador alemán?
-Está bajo llave -dijo la muchacha y continuó leyendo.
-Está bajo llave -dijo Károly atropelladamente-, pero aquí tenemos el puñal, regalo del shah de Persia. Mi padre es muy amigo del shah persa. Mira qué clase de brillo tiene.
Lo tomé en las manos y lo miré.
-Malvin -le dijo a la otra hermana-, ¿dónde esta la espada de oro?
-La mandaron a arreglar.
-La mandaron a arreglar- repitió-, pero aquí está el yatagán que cuando la derrota de Mohács trajo alguno de nuestros antepasados. Vale cien mil coronas, ya el museo nos lo pidió, pero nosotros no lo entregamos. ¿Verdad, Krisztina?
-Sí -dijo Krisztina.
Seguí contemplándolo todo medio atontado, pues nunca había escuchado cosas así. No tenía tiempo de despertarme de tanta sorpresa, porque cada vez me ponían un objeto nuevo en la mano. Todos hablaban al mismo tiempo. Casi que forcejeaban en torno a mí para poder tomar la palabra, interrumpiéndose todos. Pensé que había llegado al país de los cuentos de hadas.
En las cuatro pequeñas y bajitas habitaciones había muchísima gente, no solamente los muchachos y las muchachas, sino también viejecitas canosas desconocidas, abuelas y parientes, que vivían aquí y tejían a dos agujas, tejían crochet y jugaban a las cartas. Ellas en su mayoría estaban sentadas en el alféizar de la ventana, en una plataforma, que por dos escalones conducía al suelo. Me hacían señas para que me acercara y apasionadamente, con alegría exuberante, me besaban en la boca de manera tal que me dejaban sin respirar.
-Flor de oro -me decían-, diamante -y me apretaban contra sus planos senos.
-Dígame, por favor me dirigí a una viejita canosa-, ¿es cierto que una vez aquí en el patio cayó una estrella?
La viejita asintió y señaló para la mesa, queriendo decir que había sido de ese tamaño. Luego siguió haciendo solitarios.
La otra viejita, que era más alta, fue la que más se ocupó de nosotros. Hablaba mucho de su antigua hacienda, donde se daban manzanas tan grandes como calabazas y nueces como melones. Al evocarlo, en sus viejos ojos se reflejaba la abundancia legendaria de la tierra de Canaán. Cuando llegó la noche, se puso a contar cuentos de horror. Doscientos lobos corrían echando espuma por la boca detrás del trineo del conde, que volaba en el desierto de nieve. Los niños chillaban en la oscuridad, y por último, cuando el trineo dobló felizmente ante el castillo, estallaron en aplausos.
Tenía la esperanza de desmentir a mi amigo en su Propia casa, pero me di cuenta de que estaba rodeado de aliados y se movía entre ellos con toda seguridad, tche una ojeada en derredor. En las paredes brillaban grandes abanicos chinos y mariposas doradas. La mesa se encontraba en el medio del comedor, sobre una tarima, de manera que la habitación se parecía a un escenario, y aquellos que entraban y salían y se paseaban por él, parecían actores. Las muchachas estaban paradas en la tarima y con la cabeza enhiesta y hacia atrás tenían la mirada perdida en la lejanía. Se extendía un calor agobiante, el calor tropical de la familiaridad y del exceso de ganas de vivir, por el cual los ojos parecían brasas y los corazones latían con más ardor.
Poco después apareció la madre, con el pelo recogido bien alto, en forma de torre, muy empolvada, con pulseras de oro y abiertamente me extendió su mano, suave de tantas pomadas, para que se la besara.
-Bésale la mano- me advirtieron en alta voz.
En la otra habitación, ya estaba servida una larga mesa en forma de herradura para la merienda de veinte personas.
-¿Hoy también habrá chocolate? -preguntaron.
-No, café -respondió la madre, a lo cual me quedé mirándola con cara amargada-. ¡Pero qué clase de café! -agregó, y para hacer que me entrasen deseos de tomarlo, enarcó bien las cejas.
-¿Ese que el tío Imre mandó? -completó mi amigo-. El tío Imre tiene minas de plata en Portugal, es un hombre muy rico.
-Pruébalo, niño, pruébalo, ya verás qué rico está.
Un menjurje pálido y lechoso humeaba en mi taza, que revolví durante mucho tiempo hasta que por fin me decidí y cerrando los ojos lo apuré. La gruesa nata, la cual me daba asco, se me pegó al paladar, la leche sabía a yeso, el café a charol. Pero la madre seguía con sus hechizantes ojos prendidos en mí. Me preguntó autoritaria:
-¿Verdad que está bueno?
-Muy bueno -musité, y pedí un vaso de agua para aclararlo mejor.
-Y ahora vas a recibir algo mejor aún -dijo y me metió en la boca un trozo de azúcar-. Caramelo de miel de California.
Era azúcar de papa simple y corriente, pero como todo el mundo la celebraba, yo también me convencí a mí mismo de que era un poquito más dulce que el azúcar de papa.

Si llovía y la pequeña ciudad se ahogaba en el fango, siempre me refugiaba aquí, para olvidar nuestras habitaciones limpias y tranquilas, en las cuales había tanto orden, tanta severidad. Yo sentía que aquí podían suceder cosas, que en casa ni por asomo.

Un primer teniente de caza visitaba la familia, era un guapo joven de cabellos negros que cortejaba a Stefania, la hija mayor. Era un chambelán imperial y real, en las veladas del prefecto llevaba a sus espaldas la correspondiente llave de oro. Se amaban desde hacía años, pero la petición oficial de mano, quién sabe por qué razón, no había tenido lugar aún. Noche por noche el primer teniente le besaba en silencio la mano a la joven, y entonces una palidez cerúlea le cubría el rostro, como si estuviera enfermo de muerte. De sus cabellos recién peinados emanaba un vaho de alcohol aromatizado. Los dos se acodaban sobre el piano y así permanecían en silencio durante horas.
Malvin tenía varios enamorados, entre ellos el galán del teatro local, que andaba en sombrero de copa. A Krisztina un abogado le escribía versos.

Al padre, el caballero Martini, solamente lo veía de vez en cuando, porque la mayor parte del tiempo la pasaba viajando, ya en el interior, ya en el extranjero, pero nunca sabía nada del motivo de sus viajes. Llegaba para estar unas horas, y ya al otro día se hacía llevar a la estación y continuaba su viaje. Siempre que venía de algún viaje estaba muy cansado. Entonces la familia lo rodeaba, lo colmaba con su cariño y asaban carnes a la parrilla. Él irradiando fiebre estaba de pie en medio de la habitación. Ardían sus ojos, sus rizados y copiosos cabellos negros le colgaban en la cara. Besaba en la frente a su esposa, y tomándola del brazo, la conducía a la mesa.
-Terézia -decía-, venga, querida -porque la trataba de usted, lo que a mí me gustaba mucho.
Károly comentaba que siempre entonces venía de ver al rey. Pero cuando le pregunté a su padre si era cierto o no, no me respondió, sino que con severidad se quedó mirando a su hijo.
-Cállate, hijito mío -le llamó la atención, y destelló rojo el gigantesco rubí de su pasador.
El padre comía, traían vino y, al cabo de poco tiempo, se formaba una reunión integrada por pariente nuevos a los que yo aún no conocía. Porque siempre aparecían nuevos. El tío Kálmán, con su nariz rubicunda de vino, se sentaba tristemente a su lado, hablaba con él, muy quedo, para que los otros no lo oyeran. El tío Géza, el que escribía las novelas de Jókai, bostezaba a cada momento.
En una carroza particular galopaban por toda la calle, las muchachas se vestían muy ricamente, y el que venía de visita a la ciudad solamente oía hablar de ellos. A ellos se les veía en el paseo metropolitano, en las ferias de beneficencia, en los teatros, en los palcos, es más, antes de una función teatral de aficionados, en el cuadro vivo preliminar del fuego griego, las tres muchachas Martini, vestidas con alas de ángel, personificaban la Fe, la Esperanza y la Caridad. Cada año se hacían más populares. Sus retratos imperaban en las vidrieras de los fotógrafos. Las retrataban de todas las maneras: en trajes de viaje, con una sombrilla debajo del brazo, con el pelo suelto y rezando, en mudo silencio sobre una roca de papel, con el mar de trasfondo, en un columpio, en un bote, a caballo, con flores y con un látigo, fumando y tocando el piano, con un pañuelo en la cabeza, con una hoz y espigas como las campesinas, o con una peluca allonge, en traje rococó, con una sonrisa cansada de sibarita merodeándoles los labios. Hasta las actrices las imitaban a ellas. Los galanes se infartaban cuando pasaban por su lado.
Por la tarde, en el paseo de la ciudad, un grupo de oficiales jóvenes les formaban una doble fila para que ellas pasaran.
Todos los que soñaban con ellas se presentaban para conocerse entre ellos. El amor ya no era un fenómeno aislado. Arrasaba como una epidemia, y muchos se contagiaban en la calle, mientras andaban, como si hiera peste. Todas las noches, bajo sus ventanas, se daban serenatas.
Naturalmente, eran ellas las que llevaban la palma en los bailes. Allá se presentaban vestidas iguales, con cintas azules, lilas y rosadas. El chambelán imperial y real se sentaba sin palabras junto a Stefania. Ya había adelgazado mucho, se había puesto feo por el gran amor. Malvin bailaba con los ojos entornados, incesantemente, sin parar. Krisztina se hizo llenar su abanico con todo tipo de confesiones locas.

Luego de varias semanas de ausencia, regresó de su viaje el padre con sus maletas.
Apenas cinco minutos después se presentaron dos hombres, quienes querían hablar con él sobre un asunto importante y urgente.
Al principio no querían dejar pasar a los extraños, pero cuando empezaron a insistir los condujeron al despacho del padre.
Pensaban que eran los padrinos de un duelo.
Los dos señores se le presentaron muy cortésmente al caballero. Eran detectives y venían con una orden de arresto para él, ya que la compañía de seguros de vida, en la que figuraba como agente, lo denunció por no haber devuelto, desde hacía mucho tiempo, varios cientos de miles de coronas, aún después de haber sido conminado en repetidas ocasiones al respecto.
El caballero escuchó sonriente a los detectives, como se movía en los círculos más aristocráticos y conocía las buenas maneras, se ajustó un monóculo y comenzó a hablar arrastrando las erres:
-Tiene que tratarse de un malentendido -dijo-, todo esto es incomprensible.
Cerró la puerta del despacho y les brindó asiento a los detectives, quienes se sentaron. De su buró sacó unos cuantos habanos en tubos de cristal y se los puso por delante a los policías, pero aquellos ni los tocaron. Les sirvió coñac y licores.
-Mi amigo Ernö... -y se refería al jefe de la policía, con quien hasta se tuteaba.
El final de la discusión fue que el caballero, a la media hora, se montó en el coche que los estaba esperando en la calle y, como si solamente saliera a pasear, hizo que lo llevaran a la policía. Ya para entonces la madre se había cambiado de ropas y había salido corriendo a ver al prefecto. Una hora después Stefania estaba conversando con el director del banco local con los ojos llenos de lágrimas.
Al mediodía el padre regresó a casa.
-Se trata solamente de doscientas cincuenta mil coronas -musitó sin voz-, pero hay que pagarlas de inmediato.
Para la hora del almuerzo, hasta los niños sabían de qué se trataba. El padre se volvió a ir con los dos señores, y entonces, como acostumbraba, besó en la frente a su esposa.
-En media hora estaré de vuelta en casa -dijo.

Lo esperaron en vano hasta por la noche. Arrestaron al caballero y de la policía lo acompañaron a la cárcel que se encontraba en el edificio de la Corte de Justicia. Por la noche, las muchachas junto con su madre fueron a visitarlo, le llevaron una almohadita y una manta. Luego, con un cariño no fingido, le besaron la mano, ardiente y largamente.
La cosa fue que todos los días parecía que iban a soltarlo. Vendieron las alfombras, la familia reunió varios miles de coronas, pero sólo llegaron a conseguir la mitad de la suma necesaria. Un día se llevaron al caballero para Budapest.
La gente murmuraba que lo habían sentenciado por fraude y malversación, pero nadie sabía nada seguro, la noticia no apareció en los periódicos de Budapest. Los Martinis siguieron paseando por el paseo y decían que el padre "estaba de vacaciones en Karlsbad", que "los nervios le habían echado a perder el estómago" o que "lo habían nombrado en Budapest". Los galanes se fueron perdiendo poco apoco, los enamorados, en su maldecido dolor, se replegaron en casa. El chambelán imperial y real pidió su traslado para una guarnición en Bosnia, el galán teatrero se fue al teatro de la ciudad de Kolozsvár para la próxima temporada y el abogado también desapareció. Solamente algunos tipos indiferentes florearon en torno a ellas.
Había que reconocer que llevaban su sufrimiento de la manera más digna. Supieron darle una especie de barniz aristocrático a su soledad, como si ellos mismos se la hubieran buscado, y despreciaran a aquellos que no se codeaban con ellos. Cerraron sus puertas y no se las abrían con gusto a nadie. Vivían solamente para ellos y eran felices. Todos tenían un talento excepcional para la música. Los chicos tocaban el violín, la madre tocaba el piano, las muchachas cantaban. Si dejaban la ventana abierta, en noches estrelladas se escuchaban verdaderos conciertos en las polvorientas calles, donde pestañeaban lámparas de petróleo. Las largas arias donde el deseo lloraba y la vida palpitaba, el llanto de las dolorosas canciones con su suave languidez y su infinito amor llegaba hasta las estrellas. Stefania cantaba durante el día también. Se podía escuchar el aria de Carmen:

¡Si no me quieres, yo si te quiero;
si yo te quiero, cuídate bien!

Károly no fue a la escuela el día de marras, pero ya para el día siguiente apareció entre nosotros.
Para fin de año se ganó dos premios: el de natación y el de lanzamiento del disco.
Su gigantesca e indestructible estirpe, la gran familia, florecía feliz, como si dispusiera de algún secreto elixir de la vida que nadie más conocía.
Todas las noches siguieron, como siempre, poniendo la mesa en el patio de gravillas para cenar, y entre los árboles las muchachas colgaban farolitos japoneses.
Con humor salvaje y boca febril conversaban hasta la madrugada.
Si pasaba por allí, siempre atisbaba por entre los intersticios del portón.

Allá estaban sentados, a la luz de la luna, con sus mentiras.

FIN