Texto publicado por SUEÑOS;

Cuentos, (costa rica)

LA ESCUELITA

Max Jiménez

Los jaules dejan caer gotas de rocío sobre las amables tejas de barro, cubiertas de lama navideña. A trechos, ojos blancos de humedad. En el alero, los hongos abren sus sombrillas hacia los jaules que los libran del sol.
Los helechos van desarrollando lentamente sus hojas centrales, que todavía son signo de interrogación. Alimento que sabe a montaña.
Aquella madrugada ya los pájaros habían abandonado las vigas del corredor, sorprendidos por un sol no usado.
Una guarda, en la horqueta de un árbol muerto, sentía cruzar los rayos por el divino color de sus pétalos.
Los niños fueron llegando de hermanitos, de la mano. Algunos eran dueños de un pequeño caballo y se transportaban de tres en tres, con una seriedad de santos de Semana Santa. Con unas alforjas y, dentro, un libro, un cuaderno, frijoles y tortillas. En ocasiones, agua de dulce teñida con café de maíz.
Aquella mañana, el profesor… El señor profesor era tuerto de los ojos. Nunca se supo hacia qué lado fijaba la mirada.
Tenía una cama y un fogón en la esquina de la escuelita. El guaro le mejoraba en algunas ocasiones su condición de monotonía. Entonces los ojos se le perdían totalmente.
Años, años de estudio para blanquear aquel pizarrón gris, todos los días con los mismos trazos iniciales.
En su diario de clases se leía: «Estos niños no progresan. Algunos vienen con horas de viaje y para almorzar sacan una simple tortilla. Yo tengo que darles de mis frijoles, pero no me alcanzan para todos. Además, los niños molestan a las niñas. Siempre repito y repito y nada aprenden. Si me quejo a los padres, no encuentro apoyo  y hasta me calumnian con cuentos feos porque quiero que sus hijos aprendan. La gente de aquí como que no es muy buena. Era mejor la de Corralillo. Más comprensiva. Los niños en el recreo no juegan. Se entretienen en matar a los pájaros y en romperme los siembros. Los letreros que tengo en la escuela, que no maten pájaros, que nada les han hecho, que para algo los creó Dios, no sirven de nada, no los entienden. ¡Parece que necesitaran matar!»
Aquella mañana… La campana del maestro sonó débilmente, sin la alegría de aquel sol raras veces visto. Casi no usó las palabras paternales:
-Mis hijitos, no hagan eso, eso es muy feo, muy mal hecho. Hoy no me van a romper las florcitas. Tengo que regarlas todos los días. Hoy usted, Chuzo, no va a pellizcar a María. Ustedes sí que son buenos, hijitos.
Aquella mañana se le llenó el tablero de barro de olla más que de costumbre. También en la frente le pegaron un cerbatanazo, proyectiles de barro lanzados por cañas cortas de higuerilla.
¿Qué le sucedía a aquel pobre hombre aquella mañana, que le costaba tanto soltar el ma y el me? ¿Por qué llamó a Juancito como si fuera Licho?
Los gamonales, señores de la Junta de Educación, los hombres severos de San Luis de los Jaules andaban aquella mañana donde el señor Ministro, nada menos que donde el señor Ministro.
El señor Ministro era una buena persona, amante de oír directamente las quejas de sus subalternos. El señor Ministro decía:
-A mí, nada de jerarquía ni necesidades de esas. Yo quiero oír directamente las necesidades de mi pueblo.
Los de la Junta abandonaron las yeguas. Eran una yegua y dos caballos, pero en San Luis de los Jaules los rucos inferiores se llamaban yeguas, no obstante las violentas manifestaciones del sexo. Desmontaron y se limpiaron el barro de los pantalones con agua del caño. Y escalaron los peldaños que conducían al despacho del Ministro, con paso de barriales.
El señor Ministro no los hizo esperar y les dijo:
-Hablen, hablen con confianza, yo soy amigo de ustedes.
-Pues hablá vos.
-Pues vea usted, señor Ministro. Nosotros venimos a quejarnos del señor profesor de San Luis de los Jaules.
-A ver, a ver, ¿qué les pasa? Tan bueno que ha sido siempre Nicomedes, tan devoto de la enseñanza.
-Pues vea usted, señor Ministro, ha inventado dar linterna mágica por las noches, vistas en colores, que él dice que son muy instructivas.
-Bueno, yo no veo nada malo en eso.
-Ah… pues sí. Es que dijo que los niños fueran acompañados de las mamás y nosotros las dejamos ir porque estamos muy cansados para andar los allí de noche.
Y lo malo es que él hace de las suyas después de la linterna, hasta que se queda encerrado con una mujer. Y lo de las vistas instructivas no es todo. Pone otras, como postales, y las figuras con poca ropa.
Aquel cedro de la Junta, de pronto, se mordió los labios, se le humedecieron los ojos y cambió de color. Había que agregar algo. El compañero le dijo con energía:
-Andá, contá todo. ¿Para eso un viaje tan largo? No seas pendejo, si a cualquiera le pasa…
-Pues la verdad, señor Ministro… Pues la verdad, si no fuera él el maestro, a estas horas no contaría el cuento. Pues la verdad es que una noche se quedó con mi propia mujer.
El señor Ministro se sonrió cariñosamente y los hombres volvieron a sus yeguas con una nota del señor Ministro, que llevaban envuelta en papel de periódico:
«Amigo don Nicomedes: No vuelva usted a dar Linterna Mágica en San Luis de los Jaules».

FIN