Texto publicado por SUEÑOS;

Cuentos, (nicaragua)

FOCA

Sergio Ramírez

Phoca vitulina
Sus dimensiones alcanzan de dos a tres metros y pesa aproximadamente unos doscientos kilogramos. El hocico es muy corto, sus ojos, prominentes y los dientes, afilados. El pelaje presenta un color gris oscuro en la espalda y los costados, y gris plateado por debajo, con zonas blanquecinas en el cuello y pecho. Vive principalmente entre los hielos densos circumpolares. Es solitaria, aunque pueden encontrarse hasta cinco ejemplares de una vez descansando sobre los témpanos. Desprovista de agresividad, permite el acercamiento de los seres humanos.

Y SI ALGO LE DABAN ESTABA CONTENTA…

La aparición de una joven foca en la costa del Pacífico nicaragüense, al contrario del caso de la ballena náufraga que fue carneada por una multitud sin la menor consideración, mantuvo en ascuas por varios días a una familia de pobres pescadores que enfrentaron no pocas dificultades para mantenerla con vida. Cómo llegó hasta nuestras playas esta especie propia de los climas polares es un misterio aún no resuelto, igual al de la ballena jorobada. La foca que decimos apareció el miércoles 21 de agosto en un poblado de pescadores vecino al balneario de Masachapa, localizado a unos setenta kilómetros al noroeste de la capital. Éstos son los hechos:
Eran cerca de las siete de la mañana, hora en que los pescadores se hallaban todavía faenando mar adentro; salían apenas amanecía, y remando sobre el lomo de las olas llegaban una hora después al sitio elegido, donde tendían los chinchorros y se dedicaban a esperar. De esta forma pueden coger pargos, llamados comúnmente «boca colorada», jureles, lisas, corvinas, panchas, macarelas, y ciertas veces algún mero de considerable talla y peso.
Son siete ranchos frente a la playa, al lado de las últimas casas del balneario. Desde allí la costa se extiende hacia el norte, hasta los antiguos tanques de combustible de la Texaco, hoy en desuso. Más allá se alzan los farallones que sirven de lindero a la antigua hacienda Montelimar de la familia Somoza, donde hay ahora un hotel de turistas.
Algunas mujeres se ocupaban en los fogones preparando el almuerzo en espera de los maridos, que volverían cerca de las diez, y otras juntaban alguna leña flaca en los breñales vecinos, o acarreaban agua desde un pozo de malacate, de todas maneras salobre.
En la ramada de palmas frente a uno de los ranchos, un niño de cerca de diez años, ya peinado y vestido para irse a la escuela, se mecía, empujándose con el pie, en la hamaca en que dormía por las noches. Había tenido por desayuno la habitual sopa de cabezas de pescado, amanecida del día anterior y otra vez hervida; semejante sustancia, en la que nadaban escamas y espinas, le producía siempre modorra; y desde aquellas honduras borrosas acariciaba el pensamiento de que el profesor hubiera despertado esa mañana a merced de los diablos azules, como solía ocurrir.
De pronto sintió la humedad de un hocico en la mano que le colgaba indolente de la hamaca; y aunque era un hocico demasiado frío, pensó que se trataba de uno de los perros vagabundos de su querencia. Eran tan de su querencia que los había bautizado Antolín, Atanasio y Maclovio, nombres de unos tíos suyos por parte de madre desaparecidos en el mar mientras pescaban. Fue algo que, como es natural, disgustó profundamente a la mujer, pues lo vio como un grave irrespeto.
Quiso acariciarle entonces la cabeza, pero aquella cabeza no tenía orejas, por lo que se le ocurrió que se trataba de algún otro perro, desorejado en sus aventuras, que se hubiera sumado a la gavilla para acercarse al rancho a husmear desperdicios. Ya se sabe que los perros vagabundos viven medrando en busca de un bocado, y si algo les dan se quedan contentos, pero las más de las veces reciben palos; y entre sus vicisitudes está que les quemen el pellejo con agua hirviente, que les descalabren el lomo o alguna pata, y no se excluye que en una de tantas pierdan al menos una de las orejas por obra de la maldad de quien los odia y persigue.
Entonces el niño abrió por fin los ojos. La foca, sometida a un escrutinio severo, se sacudía el agua del cuerpo con enérgicos movimientos, aunque aquella piel, lucia y brillante, parecía que nunca fuera a secarse por muchas sacudidas que diera; la nariz, que ahora volvía a arrimar a la mano del niño, ya se ha dicho, era más que fría; sus bigotes, como de alambre.
Llamaba la atención del niño que un animal tan robusto, con apariencia de bien comido, anduviera deambulando por la costa como cualquier perro sin dueño. Pero lo más singular de todo se hallaba en el hecho de que no tuviera patas, y se moviera arrastrándose por el suelo, como si hubiera sido mutilado por algún otro acto de odiosidad humana.
Llegó entonces la madre, de vuelta del pozo, el niño la llamó, y a los gritos festivos de la mujer acudieron las otras. Rodearon todas a la foca en algazara. Y fue entonces que atraído por el vocerío apareció el profesor, que vivía dentro del cuarto menos ruinoso de una casa de verano abandonada, y estaba en esos momentos preparándose para el inicio del día escolar.
Olía de lejos el profesor a resaca, pero a eso estaban ya acostumbradas las narices de las mujeres; y a que le temblaran las manos en que sostenía la tiza mientras explicaba la lección estaban acostumbrados sus alumnos.
Se puso con cuidado los anteojos, apoyó las manos en las rodillas para inclinarse hacia el animal que cordialmente se sometía al detenido examen; se incorporó al poco rato, y tras devolver los anteojos a su estuche, dictaminó, sin muestras de duda, que se trataba de un prototipo de la especie marina llamada Phoca vitulina, conocida por su nombre vulgar foca, arrastrada con seguridad desde los lejanos mares polares hasta nuestras playas tropicales; al verse sola en la costa, había buscado en la ranchería abrigo frente a los crecientes rayos del sol, contrarios a su naturaleza.
Volvieron los pescadores, y su curiosidad no fue menor, y así mismo su contento, que desmejoró apreciablemente cuando les fue presentado el escrito dejado por el profesor en la hoja de uno de los cuadernos del niño, como si se tratara de una receta médica: la foca se alimentaba de raciones de peces, que no eran pequeñas; y corría el riesgo de perecer si no se le proveía hielo suficiente.
Los pescadores habían empezado apenas una discusión sobre la forma de satisfacer a la foca, tomando algo de la pesca de esa mañana, y algo también del hielo de los termos donde se conservaban las piezas capturadas, cuando apareció de nuevo el profesor, seguido por la totalidad de sus alumnos. El niño, que había dejado a la foca amarrada de un horcón, pendiente de una cuerda y custodiada por los perros, venía por delante de ellos.
El profesor traía consigo el tomo sobreviviente de una enciclopedia de hacía tiempos, que por suerte correspondía a la letra efe; y abriendo la página debida, mostró a todos una fotografía de la Phoca vitulina, para que no hubiera duda de su correcta identificación. Sentada encima de un témpano, mientras a su alrededor todo se extendía en una blancura que terminaba por disolverse en el papel, la foca del retrato alzaba el hocico hacia el cielo gris.
«Como pueden ver -explicó, mientras las cabezas se acercaban al libro-, este desierto tan blanco que rodea a la foca son los mares polares, eternamente cubiertos bajo una espesa capa de hielo. A través de las brechas de esa capa, la foca se sumerge para obtener su alimento, o sea, los peces. Aquí dice, y puedo proceder a leerlo, que una foca como ésta consume unos cuarenta kilogramos de peces a diario, según mis propios cálculos unas noventa libras; eso sería, por ejemplo, unas quince corvinas, o cuatro meros de regular peso y tamaño. Les recuerdo que peces se llaman mientras están libres en el agua, y sólo cuando han sido capturados, debe llamárseles pescados».
El desaliento cundió ante semejante discurso. Los trozos de hielo mermados a uno de los termos, y que uno de los pescadores había vaciado encima de la foca, no servían de ningún remedio. Por tanto, si de verdad querían auxiliarla, debían adquirir una marqueta entera de medio quintal, encima de la cual ella pudiera reposar y enfriarse a su gusto. Y el par de sardinas que pensaban ofrecerle iba a ser en absoluto insuficiente.
Regresó el profesor a su escuela, y tras él sus alumnos, a excepción del dueño de la foca, que tuvo permiso de quedarse a su lado por el resto de esa mañana, mientras los pescadores seguían cavilando. Al fin tomaron la decisión de aportar cada uno para la compra del hielo, y ceder, cada uno también, una porción de su pesca del día para alimentarla. Algunas de las mujeres, pasada ya la diversión inicial, no se mostraron para nada conformes con este acuerdo enemigo de la economía familiar.
Ahora la foca había recibido de parte del niño un nombre, Ernestina, el mismo de su difunta abuela, madre de su madre. Colocada ya a la cabeza del bando de las descontentas, la madre se ofendió otra vez por el atrevimiento, y así lo expresó al niño con furiosas palabras. De manera que, para guardar la paz, pasó a llamarla Vitulina, que era en todo caso su verdadero nombre.
El bando de las descontentas proclamaba la necesidad de devolver la foca al agua para que siguiera su camino y llegara donde quería llegar, o volviera a los mares polares, según su gusto y preferencia. Estaba también el bando de quienes pensaban que sería un crimen dejarla en el mar librada a los rigores del sol, pues no tardaría en perecer, asunto debatible para el bando remiso a auxiliarla, pues si había tardado seguramente muchos días para venir hasta donde había venido, bien podría regresarse o continuar viaje en iguales condiciones; el bando de quienes opinaban por reportar su aparición a las autoridades correspondientes; y, en fin, el de quienes eran partidarios de auxiliarla con hielo y peces a su satisfacción. Por cuánto tiempo, en este último caso, era el asunto alrededor del cual tampoco había conformidad, aunque resultaba obvio que la presencia indefinida de la foca entre los pescadores representaba su ruina.
Mientras tanto, Vitulina, llevada de un lado a otro por el niño, pendiente del dogal, se había amistado ya con los perros, que la seguían a todas partes con la algarabía de sus ladridos, y cada cierto tiempo la dejaban ampararse en su refugio de hielo, en el rincón más oscuro del rancho. El témpano, comprado sólo para ella, yacía sobre un lecho de bramantes, cubierto de sal y aserrín para prolongar su rendimiento.
Entonces, llegó el circo. Era un circo que aparecía cada año para las mismas fechas a divertir a los habitantes de Masachapa y las rancherías de pescadores, y a los peones de los vecinos plantíos de caña. No tenía carpa que lo cubriera, y por tanto las maromas en el tinglado podían ser contempladas desde fuera de la manta que rodeaba los parales de las galerías como si fuera un sucio vendaje, sin necesidad de pagar la entrada que era de cinco córdobas palco, y dos córdobas galería.
¿Cuáles eran las atracciones del circo? Pocas, y siempre las mismas. La sin par Melania, reina del trapecio; la cabra matemática, que sumaba y restaba con las patas; el forzudo Barrabás, capaz de estrangular un toro y desjarretar un león; la mujer transformada en culebra por haber sido infiel a su marido; y el niño Matusalén, que había nacido viejo, amén del payaso Garcilaso que solía declamar la poesía «Reír llorando»: víctimas del spleen, los altos lores, en sus noches más negras y pesadas, iban a ver al rey de los actores, y cambiaban su spleen en carcajadas…
El empresario contaba con el olvido de los espectadores como su mejor aliado cada vez que el circo aparecía, todos los artefactos amarrados en pirámide milagrosa arriba de un camión de tiempos idos, por delante Garcilaso, quien, subido a unos zancos, proclamaba tras un toque de pitoreta que la compañía regresaba después de una gira triunfal por Centro y Sudamérica.
Animales el circo no tenía ninguno. Detrás del camión arrastraban siempre la jaula vacía del león Macumba, fallecido hacía tiempos en olor de santidad, ya sin colmillos. Barrabás solía luchar con él a brazo partido hasta vencerlo, y éste fue por años el número estelar de la función. Ahora no tenía león que desjarretar, y debía resolver sus pruebas de fuerza tirando del cabo de una cuerda, mientras del otro cabo tiraba toda la concurrencia, a la que lograba arrastrar con una sola mano, muerto de risa.
El bando de los caritativos comenzaba ya a ceder frente al de las descontentas, que cada día sumaban más argumentos razonables en contra de aquel dispendio de hielo y pescados, y el caso vino a ponerse a favor de ellas cuando Vitulina abrió una mañana por su cuenta uno de los termos, dejado al alcance de su cuerda, y se comió el total de la pesca que había adentro, lista para entrega.
La pregunta del por cuánto tiempo aquella carga exigía ahora más que nunca una respuesta. Y la dio el empresario del circo, que apenas supo de la foca, y de las pugnas provocadas por su aparición, se presentó al rancho a anunciar que se la llevaría en calidad de artista.
El empresario, flaco y macilento a causa del hambre que soportaba junto con todos los artistas, parecía un suspiro de enfermo. No pocas veces se quedaban sin comer para permitir a Barrabás alimentarse adecuadamente, y así disponer de fuerza para cumplir sus cometidos artísticos. En lo que hace a la gran Melania, más bien los ayunos contribuían a su ligereza en el aire, aunque los vahídos le oscurecieran la vista en pleno vuelo, cuando debía pasar de un trapecio a otro; y el payaso Garcilaso, atacado de dispepsia melancólica, de todos modos comía poco.
«Piénsenlo», dijo el empresario mientras se retiraba ceremoniosamente, azotándose con un fuete las botas de montar, todo un jinete en tierra, pues no era dueño de ninguna cabalgadura. Se le respondió que el asunto sería meditado, aunque de verdad sobraban ya las meditaciones. La foca sería entregada.
De nada hubo de valer el furioso alegato del niño, que sin soltarla del dogal había estado presente durante la visita funesta. Aquel alegato tenía toda la lógica del mundo: «Si no comen ellos, ¿cómo van a darle de comer a la foca?». «Y qué debe importarnos si pueden darle de comer o no -se alzó la madre, que ya se veía librada de aquel tormento-, el circo andará lejos mientras tanto, y ojos que no ven, corazón que no siente».
Entonces el niño recurrió al profesor, que escuchó el alegato mientras bebía su licor consuetudinario, siempre en una taza de café como inútil disimulo a su vicio. Luego expresó su criterio. El niño debía obedecer. Todos los niños debían obediencia a sus progenitores, y más en este caso, cuando les asistía la razón. Alimentar apropiadamente a una foca, y proveerla de la temperatura de los climas polares, era algo que no se hallaba al alcance de los pescadores, por mucha que fuera su buena voluntad.
«Se va a morir de calor», dijo el niño como si pronunciara una triste sentencia. El profesor dio un sorbo a su taza, haciendo que se quemaba, y le informó que no era así, pues aquel circo, cuando levantara campo, partiría hacia países lejanos donde siempre reinaba el frío, de modo que la foca se sentiría a gusto y placer.
Aquel informe, irresponsable si se quiere, animó al niño a tomar una decisión. El mismo profesor había leído a sus alumnos un pasaje de la vida de Rubén Darío, donde se contaba que de niño quiso huir con un circo, prendado de una saltimbanqui de su misma edad llamada Hortensia Buislay. No sería, pues, el primero. Trabajaría, y todo lo que ganara serviría a las necesidades de la foca. ¿De qué trabajaría? Pediría el puesto del niño Matusalén.
El niño Matusalén, puro hueso y pellejos, permanecía en su pesebre, arropado de paja, en el rincón del circo donde siempre dormía y parecía despertar apenas, abriendo sus ojos nublados por el vapor de las cataratas, sólo para dar las gracias cuando oía caer sobre el plato de porcelana, al pie del pesebre, la moneda de cinco centavos que se pagaba por acercarse a contemplarlo. A su lado dormía también, entre sobresaltos de angustia, la mujer culebra que había engañado con otro hombre a su marido.
Se presentó el niño a solicitar el puesto, y el empresario se rió ante la ocurrencia, enseñando sus muelas amarillas. El niño Matusalén era anterior al circo, y a todos los demás circos que andaban de país en país. Pero le dijo que si consentía en el traspaso de Vitulina lo nombraría su domador. Sin meditarlo del todo, el niño aceptó. Y como primera providencia fue de nuevo delante del profesor a solicitarle en préstamo el tomo de la letra efe de la enciclopedia, pues según había visto en ella, además de las explicaciones acerca de la naturaleza y ambiente natural de la foca, se hablaba de sus gracias y habilidades.
Pero al empresario jamás se le había ocurrido emplear a Vitulina como artista, ni menos gastar un solo peso en hielo y en pescados para alimentarla. Su plan secreto era abrirla de un tajo de cuchillo por la barriga apenas llegara el circo a su siguiente parada, destazarla, y salar la carne que daría alimento a Barrabás por los días que ajustara; y luego, rellenar el cuero de aserrín, volverla a zurcir, y exhibirla disecada al lado del niño Matusalén y la mujer culebra. Al niño, lo dejaría perdido en algún punto de la ruta.
Sólo después hubo de declarar el profesor que el empresario se había presentado a la escuela, ansioso de conocer en el apartado FOCA del tomo de la letra efe de la enciclopedia todo lo relativo a «formas y procedimientos de embalsamar focas». Por este servicio, confesó, había sido retribuido en especie, con una botella de vermouth Torino.
La madrugada en que el circo levantó campo, se alistaban los pescadores para su faena del día cuando la madre proclamó la alarma de que el niño no estaba en la hamaca donde dormía, y se dieron entonces a buscarlo por los alrededores, con muchos gritos de llamado. En vano. Tampoco aparecían Antolín, Atanasio y Maclovio.
No tardó en saberse que al pasar el camión con los bártulos del circo frente a la gasolinera de la salida del balneario, donde se congregaban los pasajeros en viaje a Managua, habían visto al niño dentro de la antigua jaula del león, haciendo compañía a la foca, y que no se notaba para nada disgustado ni temeroso. Los perros iban con él. La foca chillaba de contenta, quizás porque, si no es en los mares polares, donde las focas se sienten mejor es en los circos. Pero hay que acordarse de que pronto empezaría a subir el sol, y entonces se irían al suelo sus alegrías. Y que cuando llegaran al siguiente destino, su suerte sería peor, pues la esperaba el cuchillo.
Fueron los pescadores al cuartel de policía a dar cuenta del secuestro de un niño de diez años por parte de una banda de astutos criminales disfrazados de artistas de circo, y de inmediato se libraron exhortos para que se capturara a todo su elenco, y el niño fuera puesto a resguardo de la autoridad. De la foca no se decía allí nada, ni tampoco de los perros.
Los cirqueros fueron encontrados ese mismo día, y de ello dieron cuenta abundante los periódicos. Y aunque el empresario huyó, y hasta hoy día su destino es incierto, con sus huesos en la cárcel fueron a dar la sin par Melania, reina de los aires; Barrabás, el amo y señor de toda fiera viviente; Garcilaso, el más gracioso payaso de la Tierra; el niño Matusalén, y la mujer culebra, quien declaró: «Somos gente triste y humilde, no sabemos nada de algún delito». Barrabás dijo a la prensa televisiva: «No hay justicia en este mundo». La sin par Melania no hacía más que llorar, con sollozos tan débiles que apenas se escuchaban. Garcilaso el payaso: «Llamo a los muertos mis amigos, y les llamo a los vivos mis verdugos». El niño Matusalén, como hacen muchas veces los ancianos, no hacía sino escupir con desprecio.
Mientras la foca estuvo bajo custodia provisional de la policía, hubo quien opinara que debía ser entregada al parque zoológico de Managua, lo que otros consideraron nada más como una burla, porque allí los animales cautivos pasaban toda clase de calamidades, y si no había carne que darle a las fieras, menos habría peces que darle a la foca, ya no se diga proveerla de hielo según las necesidades de su especie.
Sucedió entonces que de manera inesperada se presentó ante la autoridad correspondiente una comisión plena de los pescadores de la ranchería, y muy atentamente y seguros servidores demandaron la devolución de la foca por ser de su dominio y posesión, comprometiéndose a garantizar sus alimentos y todo lo concerniente a su bienestar y auxilio.
La autoridad proveyó de conformidad, volvió Vitulina a la ranchería junto al niño, y el caso del secuestro no tardó en sepultarse en el olvido. Hubo barruntos de nuevas discusiones acerca de la manera de solventar las apremiantes necesidades de la foca, de sobra conocidas; pero ella, por razones ignoradas, y que el profesor se mostró incapaz de explicar, pese a su sabiduría, empezó a adaptarse a los rigores del sol del trópico inclemente, por lo que ya no necesitó de más témpanos de hielo.
Y por si fuera poco, aprendió a comer de todo, sobras y desperdicios, como los demás perros, Antolín, Atanasio y Maclovio, entre los que vive ahora en dócil compañía, y se la oye ladrar, a lo que también ha aprendido con no poca diligencia.

FIN