Texto publicado por SUEÑOS;

Cuentos, (paraguay)

TARDE DE DOMINGO

Delfina Acosta

A Augusto Roa Bastos
Las cosas no son ya como antes. Los grandes corredores de las casas solariegas perdieron su natural encanto a pesar del delgado soplo de frescura que los recorre durante los atardeceres y de algunos gorriones chillones que mudan su nido de viga en viga. Sus blancas paredes se han ido descascarando, progresivamente, para dejar al descubierto extravagantes formas de figuras superpuestas y peligrosos defectos de construcción por donde viborean al viento florecillas vulgares, hijas todas de un mundo sentimental venido a menos. Los faroles, reliquia de un tiempo inolvidable y gobernado por el buen gusto, terminaron desapareciendo sin saberse cómo ni cuándo; sin embargo, ciertas casonas los conservan todavía, sujetos -milagrosamente- a sus pilares cilíndricos. (Los faroles bamboleantes son la distracción secreta de algunos veraneantes domingueros que recorren en ómnibus el pueblo).
Los veraneantes, en su mayoría adolescentes y niños de corta edad, se las pasan buscando balcones abandonados donde es posible capturar crías de murciélagos. Buscan -afanosamente- sorprenderse con torrecillas de palomas a punto de desplomarse y aljibes clausurados por su propia lápida de hiedra; en fin, ya querrían ellos descubrir a su paso algo inenarrable y terrible que los obligue a exclamar: ¡Jamás debimos haber venido a este pueblo!
Dejan a su paso, como es de esperar, envases de gaseosas enlatadas, bandejas de cartón, pajillas rojas y azules, servilletas desechables empapadas de aceite, algún reloj oriental de relativo valor, cadenillas de oro por las que retornan organizados en grupos de rescate (todos afligidos, pero confiados; todos intentando retomar el hilo de la fatal distracción que originó la pérdida del tesoro...)
Nosotros los odiamos y ellos lo saben. No nos gusta que inventen más miseria sobre nuestra miseria. No es mentira que nuestros techos se redujeron hasta el desmantelamiento y que nuestras paredes fueron casi devoradas por el hambre compulsivo de los perros vagabundos, pero, aún tenemos cacharros; todavía nos abandonamos a nuestras propiedades como algunas sillas de cuero, herrumbrosas camas de patas elevadas y sencillas mesas en donde reposan los santos de nuestra devoción. Al final de cuentas, que los veraneantes digan lo que quieran, pero que no se metan sin más ni más en nuestras habitaciones. Se comen a la luz del día nuestras últimas pasiones, con grandes risotadas, mientras alisan nuestras zaparrastrosas sábanas y se embolsan níqueles de plata y bronces de los que se creen, egoístamente, merecedores.
Nos perturba tanto su conducta malvada.
Años atrás se limitaban a robar nuestros tulipanes y rosas, excitados por la idea (inventada por ellos) de que un perro guardián los alcanzaría como un aeroplano veloz al juntar una docena de flores. Entonces jamás se hubiesen atrevido a franquear el umbral de nuestras puertas porque el miedo de ser castigados era muy grande todavía. Sólo Camilo Torre, el baterista del grupo musical Blue, desafió nuestra paciencia dibujando el símbolo de la guerra en las paredes. Si no alcanzó a comprender la gravedad de su falta fue porque estaba demasiado borracho y alegre. Pero aquel confuso accidente en el cual perdió la vida nos convenció secretamente de que las maldiciones juradas tienen un efecto inmediato sobre el destino de los jóvenes lozanos y crueles que se lanzan a la carretera a más de 120 kilómetros por hora.
Esta tarde regresarán de nuevo. Espantarán con sus gritos a los gorriones que, atrapados en la nave central de la iglesia, se aplicarán picotazos los unos a los otros hasta morir. Cientos de esos pájaros serán devorados por las hormigas y otros insectos rastreros, a los pies de los ángeles de barro. Pintarán bigotes a los santos y se reirán casi inocentemente de sus hazañas. Yo puedo imaginar sus dedos manchados con pinturas, profanando la imagen de la Virgen a la que descubrirán tres senos sobre el vulgar escote. A veces pelean entre ellos maldiciéndose por lo bajo, pero terminan abrazándose para defenderse de su propia furia descabellada.
Pálida a mi lado, Guillermina sopla la hierba. Yo escucho cómo el viento, diligente, arrecia su mundo de ramas febriles sobre mi rostro. Recuerdo a mi padre alzando y bajando la roldana del aljibe en una tarde de setiembre. Los ojos de la nana Aurelia, ya muerta hace tanto tiempo, me sorprenden entre las hojas del ombú carcomido por la humedad. Oigo cuando me dice: Vete a jugar con la codorniz y retorna trayendo un atadillo de raíces de cardosanto.
Esta tarde regresarán de nuevo. Dicen que filmarán un documental sobre nuestro pueblo y sus reliquias. No lo creemos. No lo permitiremos. No importa que todos los habitantes del Guarnipitán estemos muertos hace más de ciento cinco años.
Una vez más juraremos nuestra maldición sobre su filme, así terminen sabiendo que de veras somos fantasmas.

FIN