Texto publicado por SUEÑOS;

Cuentos, (venezuela)

LA DROGA

José Urriola

El viejo decía que el amor era un estado de locura. Yo podría estar de acuerdo, pero la frase tiene el gusto de la madera vieja y el aroma del agua de colonia del viejo. Yo agrego, con voz modelada por ondas cibernéticas, con tubos de ensayos en plena reacción, con el crujir de polímeros que mi padre no llegó siquiera a sospechar, lo aseguro con la fórmula ya puesta sobre papel y con millares de bytes de respaldo, que el amor más allá de ser un estado de locura es un estado de adicción. El amor es una droga. Sintetizable, extraíble, una combinación de segregaciones bioquímicas que motorizan al cuerpo, lo excitan, lo desquician, lo vuelan.
Quien se enamora activa una serie de enzimas, una cantidad de hormonas que se ponen en acción, un cerebro que se pone en marcha y envía instrucciones a sus neuronas, se detona todo un conjunto de reacciones orgánicas, el corazón bombea litros de sangre excitada que nos pone a temblar las piernas, nos hincha los genitales, altera el rostro, hace la piel más tersa, cambia el brillo de los ojos.
Si el amor es una droga, y cuando estamos enamorados simplemente estamos drogados, pues entonces el amor como droga sería sintetizable. Se puede extraer la droga a partir del cuerpo de una persona enamorada. Así como también podríamos sintetizar una droga altamente depresiva y autodestructiva si extraemos la justa combinación de hormonas y enzimas de un ser desenamorado.
Me mueve una intención altruista. Qué pasa si a un depresivo le inyectamos dosis debidamente cuantificadas de esencia amorosa. Pues obvio, el enfermo mejora. Sustituimos -por medio de la más hermosa droga natural- un sentimiento de frustración y tristeza por toda una divina gama de sensaciones ubicadas al otro lado del espectro.
Comencé mis experimentos con personas profundamente enloquecidas. Simplemente se les conecta por medio de tubos y jeringas a un mecanismo medianamente sofisticado que se encarga de sintetizar el amor descompuesto en hormonas, enzimas, neuronas. La máquina cuenta con dos jeringas que se deben insertar simultáneamente. La primera va directo al corazón que bombea sangre fresca rebosante de hormonas, rica en esencia de demencia. La otra va directo a la corteza del cerebro, muy cerca del hipotálamo -hay que tener cuidado en no perforarlo, pues el daño cerebral puede ser severo- pero si nos acercamos lo suficiente y extirpamos un poco de tejido rico en neuronas amatorias, tenemos la mitad de la fórmula ya entre manos.
Una vez ancladas ambas jeringas comienza la extracción de esencia amorosa. Cada paciente es un caso especial, particular, no importa en lo absoluto el sexo, ni talla ni peso, tampoco la alimentación, menos la orientación sexual, ni siquiera la salud. Podemos encontrar a un comatoso desahuciado con altísimas concentraciones de la droga corriendo entre sus venas, rebosando sus valles cerebrales. Delicado asunto. Un error de apreciación, un miserable mal cálculo, puede dejarnos como resultado un desecho depresivo a quien le hemos succionado toda gana de existir. Es mejor extraer poco en vez de irse de bruces y sintetizar demasiado a una misma persona.
De cualquier modo, cada paciente se siente ligeramente menos enamorado luego de ser sometido a la máquina; pero como el organismo es sabio y más que sabio es enamorado -enamorado, loco, adicto, en fin- la segregación de nuevas cantidades pasmosas de esencia es casi inmediata. El organismo elabora su propia droga apenas siente la mínima amenaza de síndrome de abstinencia. En pocas horas el enamorado vuelve a estar más o menos igual de drogado que al principio del experimento.
En cada succión de máquina se pueden extraer unos 5 cc de droga. Cosa difícil la de calcular la caducidad de cada muestra, poco importa pues todos la buscan para consumirla fresca. Para maniacos depresivos, para heroinómanos, para enfermos terminales la droga es fabulosa, proporciona horas y horas de bienestar, de amor contagioso y desmedido, de ganas infinitas de vivir, de follar, de poner en marcha los mil proyectos abandonados, de escupir en la cara a la frustración.
Pero sobre todo la droga es buscada, frenéticamente y cotizada en sumas exorbitantes, por aquellos enguayabados, la raza funesta de los despechados. La droga aniquila la melancolía, da una nueva emoción a las relaciones de pareja moribundas, ayuda a los desenamorados a encontrar una nueva dimensión luminosa en medio de su sufrimiento.
El asunto comenzó siendo un pequeño negocio personal. Sin trabajo por años decidí gastarme mis últimos centavos en repotenciar el laboratorio casero que levanté al fondo de casa. Tomé como conejillos de indias a amigos y conocidos de amigos. Extraía la esencia a los que estaban bien, vendía por unos pocos reales las inyecciones a quienes la pasaban mal. Claro que la voz se corrió y pronto me encontré llamando a mi puerta a centenares de drogómanos amorosos que sabían de la máquina. Disparé aún más los precios para desanimarlos, pero el efecto, como siempre ocurre con las drogas prohibitivas, fue una ola gigantesca en la demanda. Gente acaudalada que buscaba resucitar los amores ya extintos de una época abandonada al pasado, infieles arrepentidos que gastaban los ahorros de toda una vida para que sus antiguas parejas los recibieran -de brazos y piernas abiertas- de regreso en casa. Ni hablar de despechados, de millares de corazones rotos que daban hasta lo que no tenían por recomponer los pedazos marchitos.
El negocio marchaba más que bien. Personas que llegaban hechas un trapo, arrastrándose de dolor y pena por el piso, salían radiantes con ganas de comerse al mundo. Y quien venía una vez volvía por más. Porque estar así de drogado, o así de enamorado, que para el caso es exactamente lo mismo, es demasiado sabroso. Es un bienestar del cuerpo y sobre todo del alma al cual no podemos renunciar una vez que se apodera de nuestros cerebros y que causa buenos estragos -desquiciados, enormes, pero sobre todo hermosos- en la química de nuestros cuerpos.
Yo lo sé, y no precisamente porque hubiera estado profundamente drogado-enamorado-loco a lo largo de mi vida. Lo sé porque me hice adicto. No soporté la tentación de inyectarme la droga sintetizada a otros pacientes. Y sí, me hice dependiente.
Allí es donde entra la chica en escena. Susana era una hermosura de nena. Era como un ave con alas de azúcar, como un trébol de seis hojas. Profundamente depresiva. Por años había sometido su cuerpo a los altibajos del Prozac, a la más amplia gama de excitantes que químicamente la lanzaban a una felicidad sintética, una química plástica que le engañaba las neuronas y le regalaba algunos instantes de alegría artificial. Yo ya estaba drogado para cuando Susana se apareció en casa la primera vez. Acababa de pincharme un par de dosis, un cóctel de 10 cc extraído a un par de fieles clientes, y la sangre fresca me tenía el corazón a millón. Apenas la vi el alma se me puso en la boca del estómago y luego se me subió hasta la garganta y casi me voy en vómitos. El vómito más bello y grandilocuente de la historia de la humanidad.
Preparé para Susana la mejor de las mezclas. El equivalente en droga al mejor vino de Burdeos cosecha del 94. La conecté a la máquina, le hundí el par de jeringas, la penetré dulcemente hasta los tuétanos y regué amorosamente droga suficiente como para un orgasmo absoluto. Al final de la sesión no tuvimos otro remedio que besarnos. Y no hubo siquiera necesidad de quitarnos la ropa para gozar del clímax simultáneo más profundo de nuestras existencias. Tan sólo un beso, tan sólo un roce de punta de dedos, apenas una mano que se hunde suave entre los cabellos de la nuca y ya los dos estábamos enamoradísimos chorreando fluidos y con ganas de desmayarnos el uno sobre el otro.
Susana volvió muchas veces más, pero jamás volvió por más droga. Volvía simplemente por mí.
Acercaba un taburete y me miraba por horas mientras yo trabajaba. Mientras hundía y sacaba jeringas. Yo aceitaba el mecanismo, ella ubicaba la droga en tubos de ensayo sobre la gradilla. Ella abría puertas a depresivos vueltos trapo y les indicaba la salida a seres luminosos. Ayudaba a etiquetar sobre los matraces las hormonas de cada quien, desde las esencias más potentes hasta las más inocuas (que inocuas, como tal, ninguna… pero entre todas las que son fuertes, algunas lo son más). Yo en cada pausa volaba, literalmente, volaba hasta ella para hundirle la lengua entre los dientes, para morderle las comisuras de los labios, para pellizcar dulcemente algún pezón o para que me dejara resbalar un dedo travieso hasta la unión de su entrepierna. En las noches hacíamos el amor golosos, nos descosíamos la piel para entregarnos el uno al otro. Y entre orgasmos de los simultáneos y de los egoístas, dos, tres, cinco, centenares, cierta noche me asusté.
El miedo. Me percaté de lo perdidamente enamorado que estaba. Quería estar por siempre así, no quería jamás caer.
Deseaba eternamente tener ese enamoramiento de cosquillas en el vientre, de manos sudadas, de pecho que se asfixia en espasmos cada vez que escuchamos su voz. No podía permitir nunca en la vida que el olor de sus axilas, en su tibieza agridulce, con toquecitos de acidez, dejara de hincharme el pene. Entonces, temeroso, cuando ella se dormía me iba de punta de pies hasta el laboratorio, me conectaba a la máquina y me metía una dosis, a veces dos, rara vez osé hasta con tres. Regresaba levitando de amor, me escurría entre las sábanas y lloraba de felicidad al verla a mi lado, preciosa, niña mala dormida. Yo le paseaba por la espalda los dedos húmedos de lágrimas, semen y de sus propios flujos vaginales. Le susurraba, apenas tan alto como el vuelo de una libélula, palabras tontas de amor, pésimos poemas. Ya ni dormía, nunca he sido de buen dormir, pero ahora no dormía jamás. No era insomnio, por supuesto que tampoco era tensión, nada parecido al vértigo que sólo proporciona el ahogo de la ansiedad. Era el amor, tenía demasiados litros de amor. Los míos, los de Susana, los de otros.
Y por segunda vez, pero ahora incluso más que antes, en un ataque furibundo de desquiciada cordura, me volví a asustar. Pensé estar demasiado enamorado, excesivamente enamorado. Tanto, que estaba dejando a Susana kilómetros atrás. O acaso ella era quien me dejaba a mí. Sentí el pánico, el vértigo absoluto de amar demasiado y no ser correspondido. Nos estábamos volviendo, una vez más, como pasa a todas las parejas que vienen por droga hasta mi puerta, un amor desequilibrado. Uno que ama demasiado, el otro que ama menos y por eso no puede hacer más que dejarse amar.
Con el corazón pendiendo de un hilo de vísceras maltrechas y con el vómito espantoso de quien se percata de estar a punto de perder, de una vez y para siempre, a la persona que más ha amado, me dispuse a elaborar un antídoto para tanto amor.
Si bien el amor es droga y como droga ya he explicado cómo se sintetiza, pues el desamor también debería ser sintetizable. Para un hombre demasiado enamorado, con dosis excesivas de amor corriendo desenfrenadas por su organismo, lo mejor sería neutralizar las fuerzas de la droga con otra igual de potente. Y así comencé a sintetizar la esencia misma de terribles despechos, guayabos, depresiones crónicas.
Pagué por extraer, con mi misma máquina pero insertando mis jeringas sobre otras materias primas, la esencia del desamor más patético producto de seres más que oscuros. Y cada vez que me sentía demasiado drogado, demasiado alto y sin ganas de aterrizar, con un amor tan desproporcionado que estaba a punto de asfixiar el amor más sosegado de Susana, cada vez que me daba el vértigo del amor desaforado, me mandaba inyecciones generosas de depresión, de frustración, jugo de corazones rotos, despecho putrefacto y ganas de morir.
Y la gente lo supo. Y comenzó la demanda furiosa por la nueva droga. Será tal vez por moda, porque en estos días la felicidad tiene también el olor de la madera añejada y los olores pavorosos del perfume de la abuelita.
Dejemos las hipocresías aparte. Para qué mierdas buscar estar bien si en el fondo somos autodestructivos y lo que nos gusta es estar mal. Somos unos saboteadores miserables que nos engañamos y nos tendemos trampas. Supuestamente buscamos estar mejor y bajo esa mentira nos lanzamos a vivir una vida que no nos gusta ni merecemos. Pero tranquilos, porque para consuelo de tontos, que al final lo somos todos -flotando en este mundo contemporáneo hecho de gigabytes que huele a plástico chamuscado y sabe a químicos tóxicos- siempre triunfará nuestra parte siniestra que nos empuja a estar rejodidamente mal.
Yo tenía la droga a precios siderales, mierda en centímetros cúbicos para volverse aún más mierda. Mierda abundante para gente de mierda que suplica por hacerse más mierda.
Seguía peligrosamente enamorado, y me lancé en un autoexperimento a sintetizar mi propia droga de amor. A combinar, justo después de extraerme litros de la esencia amorosa, dosis patéticas de nueva droga. Un festín de desamor, de ganas de morir recontramal. De ansias de vivir aún peor. Me desenamoré sistemáticamente, me saqué del organismo y del alma decilitros de esencia, me exorcicé la locura y la aprisioné en tubos de ensayo. Para que no quedara vestigios de duda, para asegurarme de neutralizar una locura con otra, me suministraba jeringas con el desamor de los malditos. Tanto daño esquemático y metódico no me podían dejar ileso.
Susana insistía en mi cambio. Y cuando ya volvía de nuevo a ser la chica depresiva y descorazonada que siempre fue antes de llegar a mi puerta, me dejó una carta de hasta pronto y se marchó. En la carta decía -palabras más, palabras menos- «que te esperaré hasta que se pase el temporal, que estoy asustada por tu cambio, que siento que la mala vibra de lo siniestro se apodera a paso firme de nuestra relación; pero te amo y confío en que volverás a ser el viejo tipo enamorado que solías ser en todos estos meses de amor desaforado y tranquilo, que cuando vuelvas yo estaré aquí para ti».
Ahora me percato de que la he perdido. Estoy en un foso, en el agujero oscuro más profundo y atormentado que alguna vez un ser humano puede haber estado. Por eso he decidido reconectarme a la máquina. En las jeringas, dispuestas en mecanismo en serie, he puesto toda la droga que noche tras noche, en mi vida feliz junto a Susana, sinteticé a partir de mi propio amor. Amor que me perteneció, que me pertenece aunque ahora desde afuera, pero que con la conexión a la máquina me habré de devolver.
Millares de neuronas, de enzimas excitantes, trillones de hormonas enamoradas. Un cóctel maldito de amor que deseo de vuelta, para hacerme volar hasta mi mujer, para recuperar la savia de mi corazón marchito. Las jeringas se accionan, la máquina zumba, tiembla, cortocircuito por la sobremarcha, se funde. Yo estoy conectado. Feliz, enamorado, desquiciadamente enamorado, drogado en cada pulsación. Qué deliciosa locura, qué sobredosis tan encantadora.
El viejo decía -sí, de nuevo, con un olor delicioso a maderas húmedas y aguas de una colonia cuyo aroma me vuelve a las fosas nasales justo ahora- que el amor era un estado de locura… pero que al final nadie se moría de amor.
Es falso, viejo. Yo sí.

FIN

JOSÉ URRIOLA (1971). Escritor y productor audiovisual venezolano. Comunicador social de la UCAB, con estudios de maestría en literatura latinoamericana en la USB y máster de cine documental en la Universidad Autónoma de Barcelona. Ha publicado en la antología Latinoamérica escribe (Buenos Aires, 2005) y fue mención de honor por Abajo hay un cuerpo en el premio Vórtice de cuentos de horror y ciencia ficción (España, 2004). Su blog se llama Los rostros del viento.