Texto publicado por SUEÑOS;

Cuentos, (inglaterra)

DOS MÉDICOS

Montague Rhodes James
ES muy común, por lo menos para mí, encontrar papeles guardados en libros viejos, aunque mucho más difícil es llegar a descubrir alguno que posea cierto interés. Sin embargo, esto puede suceder, por lo cual nunca conviene destruirlos sin echarles un vistazo. Antes de la guerra yo solía comprar, de vez en cuando, viejas carpetas comerciales que, dado que tenían papel de buena calidad y muchas hojas en blanco, me brindaban la posibilidad de usarlas para mis propias anotaciones. Adquirí una de ellas por una exigua suma en 1911. Estaba asegurada con firmeza y sus bordes tenían una comba a causa de la presión ejercida durante años por un exceso de papeles. Las tres cuartas partes de su contenido habían perdido toda su importancia para cualquier ser viviente; no así el resto. No hay duda de que estos últimos papeles pertenecían a un abogado, pues se los agrupa con el título de El caso más extraño que conocí; están firmados con iniciales y tienen una dirección de Gray’s Inn. Son sólo pruebas para un caso, y se reducen a las declaraciones de posibles testigos. Parece que el presunto acusado o convicto nunca apareció. El expediente no está completo, pero, tal como lo encontré, proporciona un enigma en el que lo sobrenatural desempeña un papel muy importante. Intente el lector extraer sus propias conclusiones.
Transcribo la historia y el escenario según pude ordenarlos.
La acción transcurre en Islington, durante el mes de junio de 1718; una zona rural, por lo tanto, y una época apacible. El doctor Abell caminaba una tarde por su jardín, esperando que le trajeran el caballo para hacer las visitas diarias a sus pacientes. Se le acercó su servidor de confianza, Luke Jennett, que hacía veinte años que trabajaba para él.
«Le dije que quería hablarle, y que necesitaría alrededor de un cuarto de hora para explicarle lo que deseaba. Estuvo de acuerdo y me invitó a ir a su escritorio, un cuarto que daba al sendero donde nos encontrábamos en ese momento; él también entró y se sentó. Le dije que, aun contra mi voluntad, yo tenía que buscar otro empleo. Me preguntó por qué había tomado esa decisión, considerando el largo tiempo que lo había servido. Le dije que me haría un gran favor si no me obligaba a contestarle, porque (parece que esta fórmula ya era habitual aun en 1718) yo era un individuo al que no le gustaban los problemas. Por lo que puedo recordar, me dijo que él pensaba lo mismo, pero le gustaría saber por qué yo había resuelto dejarlo después de tantos años, y agregó: “Sabes que no te mencionaré en mi testamento si me abandonas ahora”. Le respondí que eso entraba en mis cálculos.
»-Entonces -me dijo- debes tener alguna queja que, si pudiera, de muy buen grado trataría de satisfacer.
»Le conté, porque no supe cómo evitarlo, lo que ya consta en mi primera declaración, relativo a la ropa de cama del consultorio, y agregué que una casa donde pasaban cosas de ese tipo no era un lugar apropiado para mí. No me contestó nada, sólo me dirigió una mirada amenazadora; después me llamó tonto y me dijo que me pagaría lo que me debía a la mañana siguiente. Luego, como ya le habían traído el caballo, se fue. Por lo tanto, pasé esa noche en casa de mi cuñado, cerca de Battle Bridge, y regresé muy temprano al consultorio de mi ex patrón, quien me reprochó el no haber dormido en su casa y retuvo una corona del sueldo que me debía.
»Después de esto, trabajé en otros lugares, sin quedarme mucho tiempo en ninguno, y no lo volví a ver hasta que entré al servicio del doctor Quinn, en Dodds Hall, Islington.»
Hay una parte muy oscura en este testimonio; por supuesto, la referencia a la declaración anterior y la historia de la ropa de cama. Dicha declaración no aparece en los papeles que poseo. Temo que la hayan sacado para examinarla, a causa de su singular rareza, y no la hayan devuelto a su lugar. Podremos deducir más tarde el contenido de esa historia, pero hasta el presente no tenemos en nuestras manos ningún testimonio.
Declara el siguiente testigo, Jonathan Pratt, párroco de Islington. Ofrece pormenores sobre el carácter y la reputación del Dr. Abell y del Dr. Quinn, que vivían y ejercían en su jurisdicción parroquial.
«No se espera que un médico asista regularmente a los oficios matutinos o vespertinos, o a las reuniones de los miércoles, pero me atrevería a decir que ambos, en la medida de sus posibilidades, cumplían con sus obligaciones como miembros fieles de la Iglesia de Inglaterra. Pero al mismo tiempo (ya que usted solicita mi propia opinión) debo decir, con lenguaje erudito, distingo. El Dr. A. fue para mí causa de constantes perplejidades; el Dr. Q., por el contrario, siempre me pareció un feligrés sencillo y honesto; no se preocupaba en exceso por cuestiones teológicas, sino que encuadraba su práctica dentro de los límites de su propio entendimiento. El primero se interesaba en interrogantes a los cuales la Providencia -a mi juicio- no consiente respuesta alguna, en esta vida: solía preguntarme, por ejemplo, qué lugar ocupan ahora, en el orden de la creación, esos seres que, según creen algunos, ni permanecieron en sus puestos al caer los ángeles rebeldes, ni se unieron a ellos en el profundo abismo de su desobediencia.
»Como era de esperar, mi primera respuesta fue a su vez una pregunta. ¿Qué pruebas tenía él para creer en la existencia de tales seres, puesto que las Escrituras, que él conocía muy bien, no las proporcionaban? Parecía (ya que comencé, les contaré todo) que se apoyaba en pasajes tales como el del sátiro que, según nos cuenta Jerónimo, conversó con Antonio; pero también creía que ciertos episodios de las Escrituras podían citarse para sustentar sus tesis. “Además”, me dijo, “usted sabe que todos los que pasan los días y las noches fuera de sus casas comparten esa creencia, y yo podría añadir que si sus ocupaciones lo obligaran a atravesar los campos solitarios tan a menudo como a mí, mis sugerencias no lo asombrarían tanto”. “Usted participa, pues”, le dije, “de la opinión de John Milton, y cree que
Múltiples y etéreas criaturas deambulan por la tierra,
Invisibles, en la nocturna paz o en la vigilia[1]”
[1] Millions of spiritual creatures walk the earth / Unseen, both when we wake and when we sleep.

»-No sé -dijo- por qué Milton se arriesgaría a llamarlas invisibles; aunque seguramente estaba ciego cuando escribió eso. Pero en lo demás, sí, creo que tiene razón. “Bueno”, le dije, “yo también debo transitar (aunque no tan a menudo como usted) por esos lugares, y a horas tardías; pero no recuerdo haber visto un sátiro en los campos de Islington en todos los años que viví aquí. Si usted ha sido más afortunado que yo, sin duda a la Royal Society le agradará saberlo”.
»Recuerdo estas tonterías porque el Dr. A. se enojó muchísimo al escucharme; se retiró dando un portazo, murmurando algo así como que estos párrocos tan secos y educados sólo tienen ojos para un Libro de oraciones o un vaso de vino.
»Pero no fue ésta la última vez que nuestra conversación tomó un cariz peculiar. Sucedió una tarde; cuando llegó a mi casa parecía alegre y de buen ánimo, pero después, mientras fumaba junto al fuego, se sumió en hondas reflexiones. Para distraerlo, le pregunté, con una sonrisa, si había tenido algún encuentro reciente con sus extraños amigos. Mi pregunta, por cierto, lo distrajo de sus meditaciones, pues me miró con sobresalto y temor, diciéndome: “¿Estuvo usted allí? Yo no le vi. ¿Quién le llevó?”, y luego, en tono menos ansioso: “¿Qué quiso decir con eso de encuentros? Creo que debo haberme dormido”. Le contesté que yo había pensado en faunos y centauros errantes por los campos oscuros, no en el Sabbath de las brujas, y que, según parecía, él había interpretado erróneamente mis palabras.
»-Bueno -me dijo-, yo puedo declararme inocente de ambas cosas, pero creo que es usted mucho más escéptico de lo que por su investidura le corresponde. Si le preocupan los campos oscuros, lo mejor sería que hablase con mi ama de llaves, que vivió en ellos en su niñez. “Claro”, le contesté, “y con la vieja del hospicio, y con los chicos del asilo. Si yo fuera usted, le pediría a su colega Quinn una píldora para curarme el cerebro”. “¡Maldito sea ese Quinn!”, me dijo; “no me hable de él: este mes me robó cuatro de mis mejores pacientes; debe ser por culpa del idiota de su sirviente, Jennet, el que antes estaba a mi servicio; nunca deja la lengua quieta, merecería que se la clavaran en la picota”. Ésa fue la única vez que demostró algún rencor hacia el Dr. Quinn o hacia Jennet y, tal como me correspondía, intenté persuadirlo de que estaba equivocado. Era innegable, sin embargo, que ciertas familias respetables de la parroquia le habían dado la espalda, por razones que no estaban dispuestas a explicar. Me dijo, en última instancia, que tan mal no le iba en Islington, aunque si quería podía vivir cómodamente en otro sitio, y que además no le guardaba ningún rencor al Dr. Quinn. Ahora creo recordar qué fue lo que dije después, que lo indujo a sumergirse en otros pensamientos. Mencioné, me parece, algunos juegos malabares que mi hermano había visto en la corte del Rajá de Mysore, en las Indias Orientales. “Sería muy conveniente, por cierto”, me dijo el Dr. Abell, “que un hombre, mediante ciertos convenios, dispusiese del poder de comunicar movimiento y energía a los objetos inanimados”. “¿Como si un hacha se pudiera volver por sí misma contra quien la empuña o algo así?”. “Bueno, no sé si algo así, pero si uno pudiera hacer venir determinado volumen desde el anaquel, o inclusive ordenarle que se abriera en la página indicada…”
»Estaba sentado junto al hogar -era una tarde muy fría- y tendió las manos hacia el fuego; en ese momento los utensilios para la chimenea, o al menos el atizador, cayeron hacia él con gran estrépito, y no pude escuchar el resto de la frase. Pero le dije que yo no podía concebir fácilmente un convenio, como él lo llamaba, de tal tipo que no incluyera entre sus condiciones un pago más grave que el que cualquier cristiano se atrevería a ofrecer; él estuvo de acuerdo.
»-Pero -agregó- no me cabe duda de que esos arreglos pueden ser muy tentadores, muy persuasivos. Usted, sin embargo, no los aceptaría, ¿no es cierto? No, supongo que no.
»Eso es todo lo que sé respecto a las opiniones del Dr. Abell y a los sentimientos que mediaban entre éste y su colega. El Dr. Quinn, como ya he dicho, era una persona sencilla y honesta, un hombre al que yo habría acudido -y por supuesto que lo hice varias veces- para que me aconsejara en cuestiones que me preocupaban. Sin embargo, era presa, cada vez con mayor frecuencia, de penosas fantasías. Hubo una época en que estuvo tan acosado por sus sueños que no podía ocultarlos, y se los refería a la gente más cercana, especialmente a mí. Un día, en que yo había cenado en su casa, se mostró poco dispuesto a dejarme partir a la hora habitual. “Si usted se va”, me dijo, “lo único que me quedaría por hacer es irme a la cama a soñar con la crisálida”. “¡Podría ser peor!”, le dije. “No lo creo”, replicó, meneando la cabeza como si quisiera alejar pensamientos perturbadores. “Sólo quise decir”, repuse, “que una crisálida es un ser inofensivo”. “Ésta no”, me dijo, “y no quiero pensar en ella”.
»Sin embargo, con tal de no perder mi compañía accedió a explicarme (pues yo lo presioné) que se trataba de una pesadilla que había padecido varias veces recientemente, e incluso más de una vez por noche. En su transcurso, le parecía despertarse bajo una opresiva necesidad de dejar la cama y salir. Entonces se vestía y descendía hasta la puerta del jardín. Junto a la puerta había una pala, la tomaba y se dirigía al jardín; allí, en un claro entre los arbustos, bañado por la luz de la luna (siempre había luna llena en su sueño), sentíase obligado a cavar. Al poco tiempo, la pala descubría un objeto de color apagado, al parecer un paño de lino o de lana, que él debía limpiar con las manos. Era siempre lo mismo: aunque del tamaño de un hombre, tenía la forma de una crisálida de polilla, cuyos pliegues encubrían una incipiente abertura en uno de los extremos.
»Él no podía describir con cuánto placer habría dejado todo tal como estaba para correr a la casa, pero no había de escapar tan fácilmente. Gimiendo, pues sabía muy bien lo que encontraría, separaba los bordes de esa tela o -según parecía a veces- de esa membrana, para descubrir una cabeza envuelta en un suave tegumento que, al desgarrarse con los movimientos de la criatura, le mostraba su propio rostro, con las huellas de la muerte. Tanto lo perturbó relatarlo que me vi obligado, por simple compasión, a permanecer con él la mayor parte de la noche para hablar de temas intrascendentes. Me dijo que al despertar de esta pesadilla siempre debía esforzarse para recobrar el aliento.»
Sigue, en este punto, otro extracto de la extensa declaración de Luke Jennett.
«Nunca conté chismes sobre mi patrón, el Dr. Abell, a ninguno de los vecinos. Recuerdo que, mientras servía en otra casa, hablé con los demás sirvientes del asunto de la ropa de cama, pero estoy seguro de que nunca les dije que él o yo éramos las personas implicadas; además, me creyeron tan poco que me sentí ofendido y resolví no hablar más del asunto. Cuando volví a Islington y encontré al Dr. Abell todavía allí, aunque me habían dicho que ya se había marchado, decidí comportarme con toda discreción; aún le temía, y además yo no tenía ningún interés en desprestigiarlo. Mi patrón, el Dr. Quinn, era un hombre justo, honesto y nada chismoso. Estoy seguro de que nunca levantó un dedo o dijo una palabra para inducir a alguien a que dejara al Dr. Abell y se hiciera atender por él; por supuesto que no. Sólo se decidía a atenderlos cuando estaba convencido de que, si él no lo hacía, mandarían a buscar otro médico a la ciudad en lugar de llamar nuevamente al Dr. Abell.
»Creo que se puede probar que el Dr. Abell vino más de una vez a casa de mi patrón. Teníamos una nueva camarera de Hertfordshire, y ella me preguntó quién era el caballero que buscaba al señor (o sea al Dr. Quinn) cuando él no estaba y que parecía tan decepcionado al no encontrarlo. Me dijo que, quienquiera que fuese, conocía muy bien la casa, puesto que entraba primero a la biblioteca, luego al consultorio y por último a la habitación del doctor. Le pregunté cómo era, y la descripción que me dio se parecía bastante a la del Dr. Abell; pero además me dijo que había visto a ese hombre en la iglesia y alguien le había dicho que era médico.
»Exactamente después de esto, el señor empezó a pasar mal las noches, y se quejaba ante mí y ante otros, especialmente de lo incómodas que le resultaban su almohada y su ropa de cama. Decía que iba a comprar otras más apropiadas y que iría él mismo. Conforme a lo dicho, trajo a casa un paquete que, según afirmó, contenía lo que él necesitaba, pero nunca supimos dónde las compró; como única marca traían bordados una corona nobiliaria y un pájaro. Los sirvientes decían que eran muy finas, de calidad poco común, y el señor las definió como las más cómodas que había usado nunca; desde entonces durmió plácida y profundamente. También las almohadas de pluma eran de la mejor clase, y él podía hundir su cabeza en ellas como en una nube; yo mismo se lo dije varias veces al ir a despertarlo: su cara quedaba casi escondida por las almohadas.
»No había vuelto a ver al Dr. Abell desde mi regreso a Islington; un día lo encontré en la calle y me preguntó si no estaba buscando una nueva colocación; le contesté que ya tenía una muy conveniente y me dijo que yo era un individuo muy difícil y que sin duda pronto estaría otra vez sin empleo; lo cual, por otra parte, resultó ser muy cierto.»
Prosigue, desde donde quedó interrumpido, el relato de Jonathan Pratt.
«El día 16 me despertaron al amanecer, alrededor de las cinco, para anunciarme la muerte o la agonía del Dr. Quinn. Al llegar a su casa afronté la irrefutable verdad. Todos los sirvientes, salvo el que me había recibido, estaban en su dormitorio, junto a la cama, pero ninguno se atrevía a tocarlo. Yacía en el lecho, boca arriba, sin huellas de violencia; tenía en verdad el aspecto de un cadáver dispuesto para su funeral. Incluso, si mal no recuerdo, tenía las manos cruzadas sobre el pecho. El único detalle discordante era que su rostro estaba totalmente oculto: los dos extremos de la almohada lo cubrían por completo. Los aparté en el acto, no sin reconvenir a la servidumbre, y especialmente al mayordomo, por no haber asistido a su patrón. Él, sin embargo, se limitó a mirarme y a menear la cabeza; sin duda tenía tan pocas esperanzas como yo de encontrar algo más que un cadáver.
»Para cualquiera con un mínimo de experiencia, era obvio que el Dr. Quinn no sólo estaba muerto, sino también que había muerto por asfixia. No podía concebirse una muerte accidental al caerse la almohada sobre su rostro. ¿Por qué no había levantado las manos para apartarla, al sentirse sofocado? La sábana, además, tendida prolijamente sobre su cuerpo (ahora lo advertía), no revelaba el menor desorden. Lo siguiente fue conseguir un médico. Había pensado en ello al salir de mi casa, y había enviado un mensajero al Dr. Abell; me informaron que no se hallaba en su domicilio y llamamos entonces al médico más cercano, el cual, sin embargo, nada pudo decirnos -al menos hasta un examen detenido del cuerpo- que ya no supiéramos.
»En cuanto a la posibilidad de que alguien hubiese entrado a la habitación (lo cual era el próximo punto que debía tenerse en cuenta), era evidente que los cerrojos de la puerta habían sido arrancados de sus montantes, y éstos de la madera, mediante fuertes empellones; y había una cantidad suficiente de testigos, incluido el cerrajero, que aseguraron que esto había tenido lugar poco antes de mi llegada. La habitación estaba en el piso superior, y la ventana no era de fácil acceso ni mostraba huellas del paso de nadie, ya fueran rastros en el antepecho o en el musgo.»
La declaración del médico forma parte, por supuesto, del expediente, pero -puesto que sólo ofrece datos sobre el estado de los órganos más importantes y sobre la coagulación de la sangre en diversas partes del cuerpo- no vale la pena reproducirlo. El veredicto fue «Muerto por voluntad divina».
Junto a los otros papeles descubrí uno que al principio supuse que se había incluido entre ellos por error. Luego de un examen más detenido, creo adivinar el motivo de su presencia.
Se refería al saqueo de un mausoleo de Middlesex, que se levantaba en un parque (hoy destruido), propiedad de una familia noble cuyo nombre omitiré. No cometió el ultraje un vulgar ladrón de cadáveres, sino alguien resuelto a emprender otra clase de hurtos. El informe es espantoso y estremecedor; no he de reproducirlo. Un comerciante del norte de Londres sufrió un severo castigo al ser acusado de recibir objetos robados que tenían cierta conexión con el hecho.

FIN