Texto publicado por Miguel Ángel Rodríguez Sánchez

El rey que quiso subir al cielo

El rey que quiso subir al cielo.
Érase una vez un Rey muy gordo y muy necio que tenía un ministro muy delgadito y muy listo. El ministro aprovechaba cualquier oportunidad para impresionar al Rey con su talento, así es que pronto el Rey llegó a depender de él por completo.
El Rey, con frecuencia, solía decir a su ministro:
-Prométeme que nunca me abandonarás.
Y el ministro siempre respondía:
-Nunca, nunca, Majestad. Allí donde estéis, bien sea la tierra, el cielo o el infierno, siempre estaré a vuestro lado.
Esto le satisfacía al Rey enormemente.
Una tarde el Rey volvía de dar su paseo habitual junto a la orilla del río. Como de costumbre el ministro estaba a su lado. De pronto oyeron ladrar a las zorras en el bosque cercano. El Rey, que era muy curioso, volviéndose al ministro, le preguntó:
-¿Por qué ladran tanto las zorras, precisamente cuando mis reales oídos están obligados a oír sus ladridos?
El ministro replicó:
-Majestad, bien sabéis que este invierno ha sido especialmente frío. Las pobres zorras no tienen ropa que les abrigue, y os están pidiendo mantas.
-Ah, sí -dijo el Rey-. ¡Cuán sabio e inteligente sois para entender el lenguaje de las zorras! Pero, ¿cómo es posible que aún no tengan mantas?
-El oficial de guardia encargado de estas cosas tiene la culpa -repuso el ministro, que tenía un antiguo resquemor contra este oficial.
-¡Qué vergüenza! ¿Es posible que este oficial haya privado de mantas a nuestras queridas zorras? Está bien, envolved al oficial en una manta y arrojadle al agua. Luego comprad cien mantas y repartidlas entre mis amigas las zorras -ordenó el Rey.
Rápidamente el ministro corrió a cumplir las órdenes del Rey. Pero únicamente obedeció la primera mitad de lo que había ordenado. Echó al agua al oficial, y sacó dinero de las arcas reales para comprar mantas a las zorras. Aunque jamás las compró guardándose el dinero.
Al día siguiente, el Rey volvió a oír ladrar a las zorras. Muy sorprendido, preguntó:
-¿Qué sucede ahora? ¿Por qué ladran?
-Están ladrando para dar las gracias a su Majestad -replicó el ministro con una sonrisa.
-¡Qué maravilloso! -dijo el Rey-. Tengo la seguridad que no existe un Rey que tenga un ministro tan inteligente como el mío. Amigo mío, prométeme que no me abandonarás nunca.
-Nunca, Majestad -aseguró el ministro-. Estaré a vuestro lado incluso en el cielo o en el infierno.
El Rey quedó muy satisfecho, pero su satisfacción no duró mucho tiempo.
Súbitamente un pequeño jabalí salió corriendo del bosque.
El Rey jamás había visto un jabalí.
-¡Dios mío! -exclamó-. ¿Qué clase de animal es éste?
Por supuesto que el ministro sabía muy bien lo que era, pero replicó con gran calma:
-Majestad, éste es uno de vuestros elefantes. Y si se encuentra en este estado tan lamentable, es porque el oficial encargado de cuidar los elefantes ha sido muy negligente y no le ha alimentado.
El Rey se enfadó muchísimo. Y al instante dio la orden de que diesen muerte al oficial. Luego pidió al ministro que sacase todo el dinero que fuese necesario para procurar alimentos al pobre animal.
Ocioso es decir que el ministro sacó una gran cantidad del tesoro real y se la guardó.
Así transcurrió un mes. Una tarde que el Rey volvía de su paseo con el ministro, pasó corriendo de nuevo el jabalí. Sorprendido el Rey, preguntó a su ministro:
-¿Pero, no es ése el mismo elefante hambriento que vimos el otro día? ¿Cómo es que no está más gordo?
El ministro, sonriendo con una amplia sonrisa, que dejó ver su dentadura, repuso:
-No, ese elefante está ahora tan grueso como Vuestra Majestad. Este animal es un ratón que ha engordado tanto porque se ha comido toda la comida de vuestra real cocina. Esto os hará ver qué descuido tan grande tiene vuestro cocinero.
El semblante redondo de aquel Rey necio se enrojeció como una semilla madura de chile. Sus ojos empezaron a girar y gimió:
-¡Qué desgracia! ¡Un ratón que se come mi comida, y todo por el abandono y la negligencia de mi cocinero!
Inmediatamente dio orden de que colgasen al cocinero, después de que hubiese preparado el almuerzo real.
Aquella misma tarde el cocinero fue secretamente al ministro, y le dio una buena cantidad de dinero, al tiempo que le prometía que si salvaba su vida, le enviaría parte de un plato especialmente preparado para el Rey.
El ministro, muy complacido, repuso al cocinero:
-Déjame hacer a mí, y no te preocupes por nada.
A la medianoche, justo cuando iban a colgar al cocinero, en presencia del Rey, el ministro comenzó a gritar:
-¡Alto, alto! Deteneos.
Luego, volviéndose hacia el Rey, le dio la siguiente explicación:
-Majestad, he consultado el almanaque y he visto que esta hora de la medianoche, es una hora favorable. Cualquiera que sea colgado ahora, tendrá una plaza reservada en el cielo. Majestad, si colgáis ahora al cocinero, no será un castigo. Será una recompensa. ¿Por qué hemos de enviar a un bribón al cielo?
Grande fue la sorpresa del ministro cuando el Rey se puso a dar saltos de alegría, diciendo:
-Muy bien, excelente. Hace ya mucho que tengo ganas de ver el cielo. ¡Colgadme en vez de él, y así podré ver el cielo! Pero ¡esperad!
Y volviéndose a su ministro le dijo:
-Querido amigo, siempre me habéis prometido que me acompañaríais a cualquier sitio adonde fuera. Ahora me voy al cielo. Debéis mostrarme el camino. Verdugo, colgadle el primero.
Antes de que el aterrorizado ministro pudiera proferir palabra, los guardias pusieron su cabeza en el lazo, y el verdugo lo levantó en el aire. El Rey quedó muy complacido al ver qué rápidamente le habían obedecido.
Tan pronto como despacharon al ministro, el verdugo se volvió hacia el Rey y le colgó. Al fin y al cabo, eso era lo que había deseado.
¿Creéis que vieron el cielo? Pues, la verdad es que yo no lo sé.