Texto publicado por SUEÑOS;

cuentos olvidados,

cuento
pais USA.
origen ficcion.
EL BROMISTA

Fred Saberhagen

Los hombres pueden explicar sus victorias aportando estadísticas sobre el armamento, o por el imponderable valor de un hombre, o tal vez por el preciso camino elegido por el bisturí de un cirujano.
Pero para algunas victorias no hay una explicación verosímil. En un mundo aislado, décadas de seguridad indolente habían dejado a la gente casi sin defensa; finalmente les cayó encima un Asesino con todo su poder.
¡Lee y comparte su risa!
Derrotadas en la batalla, las computadoras de los Asesinos se dieron cuenta de que era necesario reparar sus desperfectos, así como construir nuevas máquinas. Comenzaron a buscar lugares oscuros, ocultos, donde hubiera minerales, pero donde los hombres (que ahora eran con más frecuencia cazadores que cazados) no hicieran acto de presencia. Y así fue como, en lugares secretos, construyeron astilleros automatizados.
A uno de aquellos disimulados astilleros llegó una vez un Asesino con la intención de realizar diversas reparaciones. Su casco había sido abierto en un combate reciente, y había sufrido algunos daños internos. Más que aterrizar, se desplomó en el oscuro planetoide, junto al semiacabado casco de una máquina nueva. Pero antes de que los reparadores de emergencia le hubieran percibido, los mecanismos de la dañada máquina fallaron, su poder de emergencia no funcionó, e igual que un ser vivo herido, la cosa murió.
Las computadoras del astillero poseían una amplia capacidad de improvisación. Examinaron la extensión del daño, sopesaron diversas formas de actuación y, finalmente, comenzaron con rapidez a canibalizarla. En vez de insuflar los propósitos asesinos de la nueva máquina en un nuevo campo de fuerza cibernético, siguiendo las instrucciones grabadas de los Constructores, aprovecharon para ella el viejo cerebro, y muchas otras de sus partes, de la máquina destrozada.
Los Constructores no habían previsto que aquello pudiera suceder, por lo que las computadoras de los astilleros no podían saber que en los campos de fuerza cerebrales de cada Asesino original había un interruptor de seguridad. El interruptor estaba allí porque las máquinas originales las habían construido seres vivientes que no querían ser destruidos cuando probaban sus propias creaciones destinadas a destruir la vida.
Cuando trasladaron el cerebro de un casco a otro, el interruptor de seguridad se volvió a activar.
El viejo cerebro se despertó para controlar una nueva máquina, equipada con armas capaces de esterilizar todo un planeta, con unos mecanismos que podían hacerla viajar mucho más rápido que la luz.
Pero, por supuesto, no estaba presente ninguno de los seres vivos Constructores y, por lo tanto, nadie desconectó el sencillo interruptor de seguridad.
El bromista-se le acusaba de ser bromista, pero ya se podía llamar convicto- estaba sobre la alfombra. Se mantuvo frente a una fila de cuellos envarados y rostros de granito, alineados tras una larga mesa. A ambos lados tenía una cámara tridimensional. Sus ofensas habían sido tan ofensivas aquella vez que el propio Comité de la Autoridad Debidamente Constituida, los mismísimos gobernantes del Planeta A, se habían reunido para juzgar su caso.
Aunque quizás los miembros del Comité tenían otra razón para llevar a cabo aquella sesión: las elecciones a nivel planetario se celebrarían al cabo de un mes. Ninguno de los miembros deseaba desaprovechar la oportunidad de aparecer ante las pantallas tridimensionales ocupándose de un caso que no era político y que, por tanto, no tendría que ser compensado por una aparición igual en las pantallas del nuevo partido Liberal de oposición.
-Tengo todavía otra evidencia que presentar-estaba diciendo el Ministro de Comunicación, desde su silla situada tras la larga mesa del Comité. Mostró entonces lo que parecía ser un vulgar letrero de control oficial escrito en letras negras sobre fondo blanco. El letrero decía: SOLAMENTE PERSONAL NO AUTORIZADO.
-El primer día que colocó este cartel -dijo el Ministro-lo leyó un montón de gente.-Hizo una pausa, escuchándose a si mismo-. Evidentemente, un nuevo cartel en un lugar muy concurrido atrae naturalmente gran atención. Ahora bien, en este cartel, el contenido semántico de la primera palabra es confuso en el contexto.
El presidente del comité-que lo era también del planeta-aclaró su garganta ampulosamente. La vaciedad del Ministro de Comunicación cuando decía perogrulladas le hacía parecer más estúpido de lo que realmente era. No parecía probable que los liberales representaran una amenaza seria en las elecciones, pero tampoco era preciso infundirle moral gratuitamente.
El miembro femenino del Comité, la Ministro de Educación, agitó sus impertinentes entre sus dedos regordetes, pidiendo atención. Luego preguntó:
-¿Ha sido computado lo que nos ha costado en horas de trabajo ese confuso letrero?
-Se está haciendo-repuso el Ministro de Trabajo. Luego miró al acusado: -¿Admite haber sido usted quien ha colocado este cartel?
-Lo admito. -El acusado se estaba acordando de la actitud de los que pasaban ante su cartel, de cómo algunos habían sonreido y otros, incluso, roto en ruidosas carcajadas, sin importarles que les estuvieran escuchando. ¿Qué importaban unas cuantas horas de trabajo? Nadie en el Planeta A se moría ya de hambre.
-¿Admite que usted nunca hizo, en realidad, nada por su planeta ni por su pueblo?-Esta pregunta procedía del Ministro de Defensa, un hombre alto, imponente y lleno de medallas, armado con una pistola ritual.
-Eso no lo admito-dijo el acusado vivamente-. He intentado animar la vida de la gente. -No esperaba nada de la benevolencia oficial. Y sabía que nadie iba a maltratarle; maltratar a los prisioneros estaba prohibido.
-¿Ni siquiera ha intentado defender la frivolidad?-el Ministro de Filosofía apartó la pipa ritual de la boca, y sonrió condescendiente, desnudando sus dientes ante el universo-. La vida es una broma, cierto; pero una broma severa. Usted no ha tenido eso en cuenta. Durante años ha hostigado a la sociedad, llevando a la gente a drogarse con la frivolidad, en vez de hacer frente a las amargas realidades de la existencia. Los cuadros que hemos encontrado en su poder solo pueden hacer daño.
La mano del presidente señaló el tubo vídeo registrador que estaba ante él, sobre la mesa, claramente etiquetado como una de las evidencias. El presidente preguntó, con su voz perezosa:
-¿Admite que esos cuadros son suyos? ¿Que los utilizaba para que la gente cayera en... en el regocijo?
El prisionero asintió. Podían probar lo que quisieran; había rechazado su derecho a una defensa legal, deseando llevarla él mismo.
-Sí, he llenado ese cubo con cintas y películas que encontré en bibliotecas y archivos. Sí, se lo enseñaba a la gente para que se divirtiera.
Hubo un murmullo general entre los miembros del Comité. El Ministro de Alimentación, una esquelética figura con un repelente color rosado de salud en las mejillas de granito, levantó una mano.
-Ya que el acusado, parece, ciertamente, ser culpable, ¿puedo pedir que se le deje a mi custodia? En su testimonio anterior admitía que uno de sus primeros actos delictivos ha sido el de no asistir a la comida comunal. Creo que podría demostrar, utilizando a este hombre, los maravillosos efectos que tiene sobre el carácter la disciplina dietética...
-¡Yo me niego! -interrumpió el acusado. Parecía que las palabras le habían salido del estómago.
El Presidente se levantó, para llenar lo que podía llegar a ser un comprometido silencio.
-¿Algún miembro del Comité tiene más preguntas...? Entonces, pasemos a la votación. ¿Es el acusado culpable de todas las acusaciones?
Al acusado, que permaneció con los ojos cerrados, el sonido de las votaciones le pareció una única voz que pasaba por toda la mesa:
-Culpable. Culpable. Culpable...
Tras una breve conferencia en voz baja con el Ministro de Defensa, el Presidente pasó a dictar sentencia, con un acento de satisfacción en su perezosa voz.
-El bromista convicto será puesto bajo las órdenes del Ministro de Defensa, y sentenciado a trabajar en un faro solitario por un período de tiempo indefinido. Esto puede librar a la sociedad de su perjudicial influencia, al tiempo que contribuye a su bienestar con un trabajo positivo.
Durante décadas, el Planeta A no había tenido más que algún contacto ocasional con el resto de la galaxia, a causa de una extensa nube del polvo interestelar que se esperaba perduraría aún durante bastantes años. De forma que su positiva contribución a la sociedad resultaba dudosa. Pero parecía que las estaciones de señales luminosas podían ser utilizadas como prisiones aisladas sin poner en peligro el inexistente tráfico aéreo ni debilitar la defensa contra un enemigo que nunca llegaba.
-Una cosa más -añadió el Presidente-. Dispongo que este cubo registrador le sea atado al cuello con una cuerda monomolecular, de tal forma que pueda poner el cubo en un visor cuando lo desee. Estará solo en la estación y no se le permitirá ninguna otra actividad.
El Presidente miró hacia una de las cámaras tridimensionales.
-Deseo que todos sepan que no encuentro ninguna satisfacción en imponer un castigo que puede ser considerado duro, e incluso, imaginativo. Pero en los últimos años se ha extendido una peligrosa frivolidad entre algunas personas; frivolidad demasiado bien tolerada por algunos ciudadanos a los que se suponía más firmes.
Tras haber puesto en evidencia a los Liberales de una forma que no pareciera política el Presidente se dirigió al bromista.
-Habrá un robot con usted en el faro para ayudarle en los trabajos y cuidar de su salud física. Y le aseguro que el robot no podrá ser tentado por la frivolidad.
El robot puso al bromista convicto en una nave pequeña, y se alejaron hasta que el Planeta A llegó a desvanecerse y su sol se convirtió en un punto de luz. Lejos del borde de la gran noche polvorienta de los Approaches, se encontraba la estación Z-45, que el Ministro de Defensa había seleccionado como el lugar más triste y abandonado.
Sin embargo, había un objeto metálico donde se suponía que debía estar la estación Z-45; cuando el robot y el bromista se acercaron, vieron que el objeto era una esfera de unos cincuenta kilómetros de diámetro. Junto a él había restos de chatarra flotando, que muy bien podían ser los restos del Z-45. Y, evidentemente, la esfera había vislumbrado su nave, porque comenzó a moverse hacia ellos.
Una vez que se les había dicho a los robots cómo eran los Asesinos ya no lo olvidaban, y tampoco era que se hubieran vuelto descuidados. Pero el equipo de radio estaba muy mal conservado y los restos de polvo que había en los bordes del sistema del Planeta A impedía las señales de radio. Antes de que el robot del Ministro de Defensa pudiera dar la alarma, la esfera ya estaba muy cerca y sus garras de metal y fuerza cayeron sobre la pequeña nave.
El bromista mantuvo los ojos cerrados para no ver lo que estaba sucediendo. Si le habían enviado allí para que dejara de reír, habían elegido el lugar adecuado. Apretó los párpados y se metió los dedos en los oídos, mientras las máquinas simbióticas del Asesino se acercaban a la pequeña nave, la abordaron y se lo llevaban. Nunca supo lo que hicieron con su robot guardián.
Cuando aquellas cosas quedaron inmóviles y él volvió a sentir la gravedad y el aire, así como un calorcillo agradable, decidió que permanecer con los ojos cerrados era mucho peor que saber lo que querían de él. Su primera y recelosa mirada le mostró que se encontraba en una amplia y sombría habitación, que, sin embargo, no parecía ofrecer ninguna amenaza visible.
Súbitamente, una voz monótona y chirriante, que procedía de algún lugar sobre su cabeza, dijo:
-Mi banco de memoria me dice que tú eres una unidad de cómputo protoplásmica, probablemente capaz de comprender este lenguaje. ¿Me entiendes?
-¿Yo?-el bromista miraba entre las sombras, pero no podía ver el altavoz-. Sí, entiendo. Pero, ¿tú quién eres?
-Soy lo que vosotros, en vuestro lenguaje, llamáis un Asesino.
El bromista apenas se había interesado nunca por los asuntos galácticos, pero esta palabra le sobrecogió. Le preguntó:
-¿Eso significa que eres una especie de nave de guerra automatizada?
Hubo un silencio.
-No estoy seguro -dijo aquella voz chirriante y perezosa. Sonaba como si fuera el Presidente quien le hablara desde dentro de aquella máquina-. La guerra puede estar relacionada con mi propósito, pero este propósito resulta todavía parcialmente oscuro para mí, porque mi construcción no ha sido completada del todo. Estuve esperando durante un tiempo en el lugar donde me construyeron, porque estaba seguro de que aún faltaba por hacerme alguna cosa. Pero al final me fui, intentando aprender algo más acerca de mi finalidad. Al aproximarme a este sol encontré una estación de transmisiones, y la he desarmado. Pero no he aprendido nada más acerca de mi finalidad.
El bromista se sentó sobre el mullido y confortable suelo. Cuanto más recordaba lo que había oído acerca de los Asesinos, más se estremecía. Dijo:
-Comprendo. O empiezo a comprender. ¿Qué es lo que sabes acerca de tu finalidad?
-Mi finalidad es destruir la vida allí donde la encuentre.
El bromista tragó saliva. Luego, tímidamente:
-¿Qué es lo que no ves claro en eso?
El Asesino respondió a su pregunta con otras dos:
-¿Qué es vida? ¿Y qué es destruir?
Transcurrido medio minuto le llegó un sonido que el Asesino no pudo identificar. El sonido salía de la unidad de cómputo protoplásmica, pero si eran palabras, se trataba de un lenguaje desconocido para el Asesino.
-¿Qué es el sonido que has producido?
El bromista tomó aliento.
-Esto es risa. ¡Oh, la risa! De modo que estás sin terminar. -Se estremeció. Le volvió el terror al pensar en la posición en que se encontraba. Pero después volvió a reírse convulsivamente; aquella situación era demasiado ridícula.
-¿No sabes qué es la vida?-dijo al fin-. Yo te lo diré. La vida es un formidable aburrimiento, e inflige espanto, dolor y soledad a todo aquél que la experimenta. ¿Y tú deseas saber cómo destruirla? Bueno, no creo que puedas. Pero te diré la mejor forma de luchar contra la vida: con la risa. Esta es la única forma de que no caiga sobre nosotros.
La máquina preguntó:
-¿Debo reír para impedir que ese gran aburrimiento me envuelva?
El bromista pensó.
-No, tú eres una máquina. Tú no eres... -se detuvo-protoplásmico. El pánico, el dolor y la soledad nunca te afectarán.
-Nada me afecta. ¿Dónde encontraré a la vida, y cómo haré para reír y así combatirla?
El bromista tomó conciencia, súbitamente, del peso del cubo que aún colgaba de su cuello.
-Déjame pensar un momento -dijo.
Tras unos breves minutos, se levantó.
-Si tuvieras un visor del tipo que usan los hombres, podría enseñarte cómo se crea la vida. Y quizá pueda guiarte a un lugar donde hay vida. A propósito, ¿puedes cortar esta cuerda que tengo en el cuello? sin herirme, por supuesto.

Unas pocas semanas más tarde, en la mismísima habitación de Guerra del Planeta A, la somnolencia que había reinado durante décadas fue abruptamente cortada. Los robots se retorcían, resoplaban y lanzaban rayos de luz. Los que podían moverse se dieron a la fuga. En cinco minutos, más o menos, lograron despertar a sus dueños humanos, que salieron corriendo apretándose los cinturones y tartamudeando:
-Se trata de una práctica de alerta, ¿verdad?-preguntó el oficial de día, deseando desesperadamente que así fuera-. ¿Alguien está haciendo alguna prueba? ¿Alguien?
Comenzaba a chirriar como un mismísimo Asesino.
Se puso a cuatro patas, levantó el panel de la base del mayor de los robots y miró dentro, esperando descubrir alguna causa de mal funcionamiento. Desafortunadamente, no sabía nada de robótica; cuando se acordó de ello, volvió a colocar el panel en su sitio y se puso en pie. En realidad, tampoco sabía nada acerca de defensa de planetas, y recordar eso fue lo suficiente como para que echara a correr gritando socorro.
Así pues, no hubo resistencia, ni buena, ni mala ni de ninguna clase.
La esfera de cincuenta kilómetros de diámetro, sin ninguna oposición, se situó directamente sobre la mismísima capital del planeta, lanzando una sombra lo suficientemente grande como para que un montón de pájaros desconcertados se metieran en sus nidos. Los hombres, como los pájaros, perdieron gran cantidad de horas de trabajo aquel día; sin embargo la pérdida de trabajo supuso mucho menos trastorno de lo que la mayoría de los hombres esperaban. Habían pasado los días en que la más severa atención al trabajo permitía a la raza humana sobrevivir sobre el Planeta A, pero la mayoría de sus habitantes todavía no se había dado cuenta de eso.
-Dígale al Presidente que se dé prisa -pedía la imagen del bromista desde una pantalla de la ex-somnolienta Habitación de Guerra-. Dígale que es urgente que yo hable con él.
El Presidente, respirando pesadamente, acababa de enterarse.
-Estoy aquí. Le reconozco, y recuerdo su juicio.
-Qué curioso, yo también.
-¿De modo que ahora se dedica a traicionarnos? Tenga la seguridad de que si ha sido usted el que ha conducido hasta aquí al Asesino el Gobierno no tendrá la más mínima benevolencia con usted.
La imagen hizo un ruido prohibido, abriendo totalmente la boca y echando la cabeza hacia atrás.
-¡Oh, por favor, poderoso Presidente! También yo sé que nuestro Ministerio de Defensa es una b-u-r-l-a, y usted perdone la obscena palabra. Es un nido de desterrados e incompetentes. Yo vengo a ofrecer benevolencia, no a pedirla. Y, además, he decidido legalizar el nombre de Bromista. Por favor, de ahora en adelante llámeme así.
-¡No tenemos nada que decirle! -vociferó el Ministro de Defensa. Su granítico rostro estaba de color púrpura; había entrado en el preciso instante en que se insultaba su Ministerio.
-No tenemos ninguna objeción a hablar con usted -le contradijo el Presidente, secamente. Al no poder intimidar al Bromista, sentía ya casi el peso del Asesino sobre su cabeza.
-Entonces, hablemos-dijo la imagen del Bromista-. Pero no así, en privado. Esto es lo que quiero.
Lo que quería era hablar cara a cara con todo el Comité, y que el encuentro fuera retransmitido tridimensionalmente a todo el planeta. Anunció que esperaba ser "debidamente atendido". Y aseguró que el Asesino estaba totalmente bajo su control, aunque no explicó cómo. La cosa, aseguró, no será la que dispare primero.
El Ministro de Denfensa no estaba preparado para empezar nada. Pero él y sus ayudantes habían hecho planes secretos.
Como cualquier ciudadano, el candidato presidencial del Partido Liberal se sentó ante su tridi a ver la confrontación. Tenía un aire esperanzado: todo acontecimiento repentino daba esperanzas a cualquier político.
Pocos en el planeta tuvieron el coraje de contemplar el descenso del Asesino, pero tampoco se podía decir que se hubiera desencadenado el pánico. Los Asesinos y la guerra eran cosas irreales para el durante tanto tiempo aislado pueblo del Planeta A.
-¿Preparados?-preguntó el Bromista nervioso, contemplando aquella delegación mecánica que iba con él en la lancha que les llevó hasta la capital.
-He hecho todo lo que has ordenado -respondió la chirriante voz del Asesino desde las sombras.
-Recuerda -dijo cautelosamente- que allá abajo hay muchas unidades protoplásmicas bajo la influencia de la vida, así que ignora todo lo que digan. Cuida de no herirlos, pero, aparte de esto, puedes improvisar lo que quieras dentro de lo trazado en mi plan general.
-Todo esto está. en mi memoria desde que me lo ordenaste-dijo la máquina pacientemente.
-Entonces, vamos. -El Bromista irguió sus hombros-. Dame mi capa.
El brillantemente iluminado interior del Gran Salón de Conferencias de la capital poseía una cierta belleza rígida, rectilínea. En el centro del salón habían colocado una larga y brillante mesa, con sillas en los de sus lados opuestos.
Justamente a la hora acordada, los millones de tridividentes vieron abrirse las puertas. Por ellas entró una docena de heraldos humanos, cuyos rostros parecían, bajo los cascos, de robot, que se detuvieron al sonar un chasquido. Sus trompetas sonaron claramente.
Al ritmo de Pompa y circunstancia el Presidente, envuelto en toda la dignidad de su capa, hizo su entrada.
Caminaba con el paso de un hombre que se dirigiera hacia su propia ejecución, pero se trataba de la marcha lenta de la dignidad, no del miedo. El Comité había desdeñado las airadas protestas del Ministro de Defensa, y se había convencido de que el peligro militar era pequeño. Los Asesinos reales no pedían parlamentar; simplemente mataban. En realidad, el Comité no había tomado en serio al Bromista. Pero hasta que lo tuvieran de nuevo bajo control le complacerían.
Los Ministros de rostro pétreo entraron en doble fila tras el Presidente. Les llevó casi cinco minutos de Pompa y circunstancia el ocupar sus puestos.
Habían visto una lancha descender del Asesino, y de esta lancha varios vehículos se dirigieron hacia la sala de Conferencias. Era de suponer por tanto que el Bromista estaba listo, y las cámaras giraron para enfocar la entrada por la que debía aparecer.
Justo en el instante convenido, las puertas de dicha entrada se abrieron matemáticamente y una docena de máquinas del tamaño de hombres entraron. Eran heraldos, como se apreciaba claramente por sus vistosos gorros, y cada uno de ellos llevaba una brillante y larga trompeta.
Todos, excepto uno, que llevaba un gorro de piel y un gran trombón. Tocaron.
Aquel trompeteo mecánico era una copia fidedigna de su equivalente humano. El trombonista emitió finalmente una larga y discordante nota.
Produciendo una impresión de lento horror mecánico, los heraldos del Asesino se miraron unos a otros. Luego uno por uno volvieron sus cabezas hasta enfocar sus lentes en el trombonista.
Este miró a un lado y a otro. Dio unos golpecitos a su trombón, como si quisiera ponerlo a punto, y se detuvo.
Viendo esto, el presidente se sintió sobrecogido por el espanto. En la evidencia contra el Bromista había una película de un terrestre de los antiguos tiempos. Un destartalado y cómico violinista que había hecho la misma pausa, parodiando para su audiencia fílmica una gran gala musical...
Los heraldos robot volvieron a soplar. Y por segunda vez sonó la discordante nota del trombón. Cuando el tercer intento falló, los otros once robots se miraron unos a otros y se hicieron gestos de acuerdo.
Entonces, con robótica rapidez, sacaron ocultas armas y agujerearon al que desafinaba.
Por todo el planeta la terrible tensión cedió bajo una explosión de risa estruendosa. La tensión desapareció por completo cuando el trombonista fue sacado de allí solemnemente por un par de sus compañeros, con su maltrecho gorro sobre el pecho de hierro.
Pero nadie en la Sala de Conferencias se estaba riendo. El Ministro de Defensa hizo un gesto aparentemente inocente, pero que era una señal con la que quería impedir que se llevara a cabo un plan que tenía previsto: no parecía prudente intentar capturar al Bromista, pues los heraldos robot del Asesino, o lo que quiera que fuesen, parecían muy capacitados para oficiar como guardia de corps.
Tan pronto como el maltrecho heraldo fue quitado de en medio, el Bromista entró. Pompa y circunstancia sonó de nuevo cuando, con la solemnidad de un rey, se desplazó hacia el centro de la mesa, enfrente del Presidente. Al igual que éste, el Bromista vestía una elegante capa. Los que entraron tras él a modo de séquito estaban también ricamente ataviados.
Y cada uno de ellos era una parodia metálica, tanto en su rostro como en su silueta, de uno de los ministros del Comité.
Cuando el regordete análogo robótico de la Ministro de Educación apareció ante la tridicámara, los millones de espectadores estallaron de nuevo en carcajadas. Los que serían escarnecidos más tarde, rieron ahora aliviados por el hecho de que, al parecer, el peligro se convertía en una farsa. Todos, excepto los muy sombríos, sonrieron.
El Bromista-rey apartó su capa con una floritura. Bajo ella vestía únicamente un ridículo bañador. A diferencia del fríamente formal saludo del Presidente (el Presidente no podía sentirse abrumado por ningún tipo de ataque físico), el Bromista adelantó los labios, luego los abrió y de ellos salió una sustancia gomosa que poco a poco fue transformándose en un enorme globo rosa.
El Presidente mantenía su inintencionado papel de hombre que va derecho a la hoguera, apoyado por todo el Comité, salvo por uno de sus miembros. El Ministro de Defensa dio la espalda a aquella farsa y se dirigió a la salida.
Se encontró con dos heraldos metálicos ante la puerta, bloqueándola. Mirándolos severamente, el Ministro de Defensa dio orden de que se apartaran. Las figuras metálicas le dedicaron un cómico saludo y permanecieron donde estaban.
Envalentonado por la ira, el Ministro de Defensa intentó inútilmente pasar entre los heraldos del Asesino. Tras no lograr más que otro saludo, se volvió cuando oyó el sonido de unos formidables pasos. Su contrapartida robot se dirigía hacia él a través de la sala. Era claramente palmo y medio más alto que él, y su metálico pecho lucía una doble fila de vistosas medallas.
Antes de que el Ministro de Defensa se detuviera a considerar las consecuencias, su mano se dirigió a su pistola. Pero su parodia metálica fue mucho más rápido que él; sacó un grotesco cañón e hizo fuego instantáneamente.
-¡Gagg! -El Ministro de Defensa retrocedió, mientras el mundo se le tornaba rojo... y después se encontró quitándose de la cara algo que sabía sospechosamente a tomate. El cañón había disparado un tomate entero, o una imitación muy convincente.
El Ministro de Comunicaciones se puso en pie y comenzó a exponer la idea de que aquellos procedimientos estaban cayendo en la frivolidad. Su robot contrapartida se levantó a su vez y le replicó con un torrente de sonidos velozmente pronunciados y en falsete.
El pseudo-Ministro de Filosofía se levantó como si fuera a tomar la palabra, pero fue atravesado con un inmenso pincho por un travieso heraldo y luego lanzado al aire como si fuera un balón, explotando. Entre los miembros del Comité cundió el pánico y se armó un considerable revuelo.
Bajo la dirección del Ministro de Alimentación metálico, el Ministro real, considerado como un verdadero bellaco por las masas populares, comenzó a tomar parte, muy a su pesar, en una demostración de disciplina dietética. Mientras unas máquinas le sujetaban, le obligaron a ingerir su siniestramente gris comida, le rodearon el cuello con una servilleta, le hicieron beber y, como si fuera accidentalmente, fueron acelerando el ritmo de cucharadas y vasos, haciéndose cada vez menos cuidadosos en su tarea.
Unicamente el Presidente mantuvo su dignidad. Había introducido una mano cautelosamente en su bolsillo, pues había sentido el ligero toque de un robot, y tenía razones suficientes para sospechar que sus tirantes habían sido cortados.
Cuando un tomate le alcanzó en plena nariz, mientras el Ministro de Alimentación se revolvía para librarse de sus captores y de la comida que le obligaban a tragar, cuyos equilibrados alimentos nutritivos le salían por las orejas, el Presidente cerró los ojos.
Después de todo, el Bromista no era más que un amateur autodidacta que trabajaba sin un auditorio visible. Era incapaz de calcular el clímax que había logrado la exhibición. Por eso, cuando se le acabaron las bromas, lo que hizo fue llamar a sus colaboradores, decir adiós ante las cámaras de la tridi, y salir.
Ya fuera del salón se animó mucho al recibir los vítores y las carcajadas de la multitud que se agolpaba en las calles.
Permitió que sus máquinas los entretuvieran con una improvisada representación mientras regresaban a la lancha estacionada en uno de los extremos de la ciudad.
Estaba a punto de entrar en la lancha para regresar al Asesino y esperar los acontecimientos, cuando un pequeño grupo de hombres se destacó de entre la multitud y se dirigió hacia él, llamándole.
-¡Señor Bromista!
Sonrió.
-¡Me gusta escuchar ese nombre! ¿Qué puedo hacer por ustedes, caballeros ?
Se le aproximaron, sonriendo. Uno de ellos le dijo:
-Si consigue librarnos de ese Asesino o lo que sea, sin que cause ningún daño podría unirse a nuestro partido Liberal. Como candidato vice-presidencial.
Otro de ellos añadió:
-Quédese. Escúchenos. Como candidato político no podrá ser arrestado mientras dura la campaña. Y tampoco tras la elección, pues a juzgar por lo que hemos visto esta noche, ¡usted será Vicepresidente!
Tuvieron que insistirle algunos minutos más antes de que creyera que estaban hablando en serio. Protestó:
-Pero lo único que yo quería era divertirme un poco a costa de ellos, asustarlos un poco.
-Usted ha sido el catalizador, señor Bromista. El punto de convergencia. Usted ha conmocionado a todo el planeta y le ha hecho pensar.
El Bromista acabó aceptando la oferta de los Liberales. Estaban aún sentados frente a la lancha, charlando y haciendo planes, cuando la luz de la luna del Planeta A cayó de plano súbitamente sobre ellos.
Al mirar hacia arriba vieron que la inmensa masa del Asesino se había adentrado en el espacio, perdiéndose en su camino hacia las estrellas silenciosamente. Velos de nubes se tornaron rojas en la atmósfera exterior en honor a su partida.
-No sé, no sé -repetía el Bromista una y otra vez a las miles de excitadas preguntas que le hacían. Miró al cielo, perplejo, como todos. El miedo había pasado. Tanto los heraldos como el robótico Comité, que habían sido controlados desde el Asesino, comenzaron a derrumbarse, uno a uno, como hombres agonizantes.
Súbitamente, los cielos se iluminaron brevemente con un potente destello que cruzó como un rayo sobre sus cabezas, sin romper el silencio de las estrellas. Diez minutos después fueron transmitidas las últimas noticias: el Asesino había sido destruido.
Entonces el Presidente se dirigió a las cámaras de la tridi, a punto de saltar de emoción. Anunció que bajo la heroica dirección personal del Ministro de Defensa, un escaso número de naves de guerra del Planeta A se habían enfrentado con la máquina y habían destruido la amenaza. Ni un solo hombre se había perdido, aunque la nave insignia donde iba el Ministro estuvo a punto de ser alcanzada.
Cuando escuchó que su aliado había sido destruido, el Bromista sintió una punzada de algo que podía ser calificado como pena. Pero después aquello se convirtió enseguida en una gran alegría. Después de todo, nadie había resultado herido. Ya tranquilizado, el Bromista apartó la mirada por un momento de la pantalla de la tridi.
Se perdió el momento del discurso del Presidente en que éste, sin darse cuenta, había sacado las manos de los bolsillos.
El Ministro de Defensa-en ese momento nuevo candidato presidencial de un partido Conservador agitado por el severo entusiasmo por su hazaña de la noche anterior-quedó confundido ante las reacciones de algunas personas, que parecían pensar que lo único que había hecho era echar a perder una broma en vez de salvar al planeta. ¡Como si acabar con una broma no fuera ya en sí mismo una cosa buena! Pero su testimonio de que el Asesino había sido una amenaza genuina acabó agrupando de nuevo a la mayoría en torno al lado Conservador.
Pese a estar extraordinariamente ocupado, el Ministro de Defensa encontró tiempo para visitar el cuartel general de los liberales, con una cierta satisfacción maligna. Generosamente, les soltó a los líderes de la oposición lo que se estaba convirtiendo ya en su discurso estándar.
-Cuando respondió a mi desafío y vino hacia mí para luchar, nos dirigimos hacia él de una forma envolvente clásica (como colibrís que rodearan a un buitre, se dirán ustedes). ¿Y creen que estaba bromeando? Déjenme decirles que el Asesino mondó los campos de defensa de mi nave hasta aniquilarlos. Y después me envió esta espantosa cosa, esta especie de disco inmenso. Mis artilleros estaban probablemente un poco nerviosos; de cualquier forma, no pudieron detenerlo y nos alcanzó.
"Mi nave está aún en la órbita de descontaminación. Temí que nos hubiera enviado algo... En fin, inmediatamente después atacamos al bandido con todo lo que teníamos. No puedo vanagloriarme demasiado. Hay una cosa que no logro entender: cuando enviamos nuestros misiles contra el Asesino nos dio la impresión de que éste no poseía ninguna defensa. ¿Sí?
-Una llamada para usted, señor Ministro-dijo uno de sus ayudantes que había estado de pie junto a él con un radiófono, esperando la fortuna de poder interrumpirle.
-Gracias-El Ministro de Defensa escuchó lo que le decían por teléfono y su sonrisa desapareció. Se puso rígido-. ¿Qué el análisis del arma muestra qué? ¿Proteínas sintéticas y agua?
Se puso de puntillas y miró hacia arriba, como si pudiera ver su nave en órbita a través del techo.
-¿Quiere decir que no era más que... natillas?

biblioteca del abuelo.