Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Nostalgias de trocha angosta.

Nostalgias De Trocha Angosta
V-3.6

Nadie se imagina la ansiedad que uno siente cuando va llegando a casa con el estómago vacío. La boca húmeda anticipa el sabor de los alimentos que calmarán el hambre. La necesidad añora el refugio y el buen descanso que merecemos, luego del fatigoso trajín.
Esa tarde, yo regresaba de vender para una feria turística, artesanías y otras cosas que hace mi gente y, para llegar, aún faltaban unos doce kilómetros. La mula noble, resignada, me traía a paso lento y parejo por un camino polvoriento. Casi pegado a sus patas nos seguía mi perro compinche. Venía pisando el territorio sureño de esta Patagonia argentina que alguna vez nos perteneció a los aborígenes y que, a través del tiempo, con leyes dudosas y la prepotencia de la pólvora, nos fueron quitando. Hoy, a los 2000, los gobiernos con sus clásicas políticas siguen oprimiéndonos y, encima, todas las tranzas del comercio pareciera que nos jugaran en contra.
Marchando lentamente, comenzaba a olfatear la tormenta. El calor, hasta entonces sofocante, dejaba paso a la frescura; mientras se levantaba una nube violácea, por encima del paisaje. Algunos ñandúes, guareciéndose del chaparrón que se avecinaba, confirmaban el cambio de clima. Mejor, mejor que llueva, pensé, así habrá de mermar la polvareda de ese camino que, pese a serpentear un poco, siempre se mantiene paralelo a la vía de trocha angosta.
La tormenta arreció nomás, casi sin el clásico comienzo. Sólo atiné a asegurar mi sombrero cuando un relámpago iluminó todo; le siguió un trueno espantoso. El perro ladraba al cielo y la mula, de vez en cuando, soltaba un rebuzno. La luz se iba fundiendo y yo avanzaba sin detenerme. El frío del sur se hacía notar y la lluvia llegó a ser torrencial, cosa que me obligó a reducir la marcha. Abrigándome con el poncho, decidí refugiarme entre unos árboles coihues y, acurrucado con la cabeza cubierta, me armé de paciencia para aguardar que mermara la lluvia. El resplandor de un relámpago me permitió divisar algo: tal como lo suponía, estaba muy cerca de la finca "El Cóndor" y, en cuanto pude, me adentré, pues conocía bien a los moradores. Como era de esperar me recibieron con agrado, protegiendo a mis animales y ofreciéndome ropa seca, mate cocido caliente y algo para picar. Más tarde, reunidos a la mesa para la cena me sirvieron un guiso de cordero. Fue lindo compartir esos momentos con mi amigo Fernando y sus padres, doña Eliana y don Andrés, quienes fueron obreros ferroviarios de los de antes. Dejar de hablar de ese tema resultaba imposible en aquella casa. Así comentamos hechos de ayer y de hoy, relacionados con nuestro tren al que, en todo el mundo, los gringos llaman "Old Patagonian Express". Pero aquí, para nosotros fue y será siempre: "La Trochita". El que todavía realiza recorridos turísticos entre Esquel y algunos pueblitos perdidos de la Patagonia, como en Nahuel Pan, donde vivo yo.
Don Andrés, entrado en años, recordaba cuando ese medio pertenecía al ferrocarril Roca: el tren de trocha ancha llegaba desde Buenos Aires, estación Constitución, hasta Ingeniero Jacobacci en la provincia de Río Negro, y ahí empezaba La Trochita, -enfatizó-, la que pasaba por El Maitén y llegaba hasta Esquel, en la provincia de Chubut.
- ¿Y en aquel entonces lo usaba mucha gente, verdad? -le pregunté.
- Claro que sí. Yo tenía unos veinte años y a lo largo de ese trayecto de unos 400 kilómetros, fue el único medio de transporte durante muchísimo tiempo, hasta 1993 en que se interrumpió su recorrido como tren regular de pasajeros.
- ¡Qué pena! –Acoté-. Mi padre me contó haber trabajado muy duro y con grandes esperanzas.
- Y no mintió. Gracias a la colaboración y mano de obra de las comunidades mapuches, -recalcaba el viejo- fue posible el trazado y el tendido de las vías.
Alternando la conversación se me dio por cantar acompañándome con mi "cultrum", una especie de tambor que se golpea con un palito envuelto en lana, mientras Fernando hacía sonar la "pifilca", un silbato de sonido agudo, que hacen mis hermanos mapuches con huesos, piedras o madera. Los alegres viejos se pusieron a bailar y la velada se volvió muy divertida, en tanto afuera, la tormenta hacía lo suyo.
Avanzada la noche, doña Eliana preparó el mate y seguimos charlando de lo que ellos tenían impregnado en el alma: La Trochita y el orgullo de mantener activo en la región ese antiguo Expreso Patagónico. Mientras le recibía un mate amargo la miré con desconcierto, pues yo no entendía bien los motivos de tanta jactancia.
- Comenzamos a movilizarnos, -prosiguió- gracias a que en 1999 fue declarado Monumento Histórico Nacional, pues ya no era un servicio público rentable. Aún me resulta muy emocionante -continuó la mujer-, recordar las alegrías que sentía la gente cuando La Trochita se despuntaba en el horizonte, cuando estaba llegando a cada parada. Traía una carga de algarabía y al frenar todos se abrazaban, se saludaban y apenas partía el tren nos invadía la ansiedad de esperar el próximo paso. Era algo hermoso, emotivo.
Fernando, tan joven como yo y no menos orgulloso que sus padres, integra una generación de ferroviarios que asumieron la responsabilidad de su mantenimiento y han logrado conservarlo en estado original, convirtiéndolo en un auténtico museo rodante. Casi interrumpiendo a su madre nos contaba que todos los días trabaja sobre la locomotora, quitándole las pérdidas de vapor, para que no le resten fuerza. Entusiasmado bajó de la repisa una maqueta, réplica del tren, tallada por él en madera de pehuén. Señalando cada una de sus partes me explicaba que las cosas duran largos años y la reparación de las estructuras de hierro que sostienen a los vagones, no requiere gran técnica desde el punto de vista mecánico, pero sí muchísima pasión. ¿Te acordás de Lautaro? Me preguntó refiriéndose a un amigo en común, y le respondí que sí.
- Bueno, él, -continuó- trabaja en los talleres El Maitén y fabrica o va reciclando repuestos de un coche a otro. Pues cada pieza debe ser original.
A la mujer le brillaban los ojos al contar que ella es jubilada de la Administración Ferroviaria y nos recordaba que en 1922 llegó al país el primer equipamiento, del cual hoy se conservan intactos 8 vagones, 2 coches comedor y un furgón. Es una reliquia -agregó-, trenes como éste ya no quedan: es el único de trocha angosta de setenta y cinco centímetros, a vapor y original de todo el mundo.
De repente una exclamación cortó la charla: ¡Qué aguacero! -dijo don Andrés-. Ahora ni se te ocurra partir, muchacho. Descansá tranquilo, haceme el favor. Por una de las estrechas ventanas se filtraba un intermitente hilo de luz, era la luz de los relámpagos, que sumada al cansancio, incitaba a dormir. Y así lo hicimos.
Apenas amaneció, respiré con inquietud el olor penetrante del suelo mojado y, a través del vidrio, pude observar el cielo que se veía horrible. ¡Ah! Ya sé, querés irte a tu casa, - me dijo Fernando desde la cama-. ¿Oís la tormenta? ¡Es tremenda! Asentí su advertencia de que no saliera, y considerándome cautivo del clima, enseguida añoré La Trochita porque era el único medio entre nuestros pueblos. ¡Qué falta hace ese tren! –Exclamé-, a ése no lo detenía la lluvia ni la nevada, ya que contaba con miriñaque y rompenieve.
- ¿Vos también lo extrañás, no? -Preguntó Fernando.
- ¿Y quién no, hermano? Ahora vive poca gente por estos pagos. Los viejos de mi comunidad siempre me recuerdan que antes cuando atravesaba por los cascos de estancias cargando lana ovina y pasajeros, levantaba gente a cada paso, y también llevaba mercaderías. Me puse a recordar cuando en su apogeo favoreció el comercio de nuestras comunidades aborígenes trasladando bultos de lana y telas que hacían las mujeres en telares, muy codiciadas por los huincas, como solemos decirles a los hombres blancos. En los primeros tiempos usaban lana de llama, y luego, de oveja: al comienzo era lavada y se estacionaba hasta el momento en que se desenredaba para hilarse y ser tejida. Así surgían mantas, binchas, fajas, aperos para montar, chiripás y los famosos ponchos. Todo se cargaba en los vagones, junto a los piñones, manzanas y otros frutos de cosechas propias.
- ¡Cómo no lo voy a añorar!, terminé diciendo como si hubiera compartido mi pensamiento en voz alta.
A las ocho de la mañana, a pesar de la llovizna, salimos para alimentar y a ver el estado en que se encontraban los animales, la huerta y las aves de corral. Luego Fernando se encargó de servir mate cocido con leche para desayunar, mientras doña Eliana untaba galletas con sus dulces caseros de frambuesas y grosellas recolectadas alrededor de la casa.
Ante la imposibilidad de realizar otras tareas rutinarias, continuamos charlando. Mis lamentos por la inactividad del trencito se notaban al relatar lo que había sido otrora, según contaban los viejos de mi hermandad, concordantes con las vivencias de esta gente que me albergaba. Todos habíamos nacido en esa zona y fuimos criándonos con la misma dureza que los nostálgicos rieles. Naturalmente se armó una mateada y Fernando dijo:
- Pero, hermano, no todos son lamentos. Hoy, tenemos una fuente de trabajo, ya que el gobierno de Chubut junto con el de Río Negro comparten la concesión de La Trochita, que aumenta cada día su demanda turística de grupos norteamericanos y europeos alquilando el tren a pleno, para 152 pasajeros.
En esos momentos, la señora Eliana se apartó un poco para amasar el pan del día, y don Andrés siguió con el nostálgico relato:
- Si los durmientes hablaran… ellos son testigos mudos de esta triste historia: contarían que en 1922 la Argentina compró el material férreo Como rezago de la primera guerra mundial, bajo la idea de montar una red ferroviaria que integrara la Patagonia con el resto del país.
Sin dejar de hablar, manipulaba una libreta y abriendo una hoja prosiguió:
- Fijate vos, la compra que hicieron: 50 coches de pasajeros, 50 furgones, 690 vagones de carga, 70 vagones para petróleo y agua, 2 tenders-grúas y 1390 kilómetros de vías, incluyendo sus accesorios, de los cuales apenas se terminaron de instalar 402 kilómetros. Para tracción se adquirieron locomotoras alemanas Henschel y las norteamericanas Baldwin. Y yo me pregunto. ¿Dónde habrá ido a parar todo eso?
Mientras la mujer golpeaba el amasijo, observando por la ventana vaticinó que ya dejaría de llover, cosa que me alegró y seguí escuchando a don Andrés.
- En realidad la cosa ya venía mal parida, pues en 1945 cuando el tendido parcial llegó a Esquel, las 18 horas que duraba el viaje duplicaban a la que en esa época demoraba un auto en recorrer la distancia de 402 kilómetros, entre sus cabeceras de Ingeniero Jacobacci y Esquel.
- Pero tengo entendido que entró a funcionar a pleno.
- Sí, sí, la gente se sentía muy feliz por ello. No obstante fue así que La Trochita, la más extensa del universo, gracias a que se realizó con la habitual parsimonia y burocracia que caracterizan a nuestra Argentina, la que duró apenas 23 años. Cuando se inauguró ¡ya era toda una antigüedad!
Recién pasado el mediodía el cielo empezó a despejar y en el horizonte, detrás de la lluvia y la bruma de la mañana, se pintaba el imponente arco iris. Sin demoras comencé a ensillar la mula y recogí mis cosas. Mientras agradecía las atenciones y se iniciaba la despedida, doña Eliana, señalando a la mula, me dijo: "Cuidala bien, ella también es de trocha angosta.". Sonreímos y al cabo de algunos minutos me encaminé de regreso a casa. Las patas del animal se hundían en las huellas dejadas por los carros, los tractores y la soledad del viento. El perro ladraba contento, aunque ya estaba embarrado hasta el lomo.
Después de unas horas, logré arribar a Nahuel Pan y en el apeadero ferroviario había mucha gente de mi comunidad y otros paisanos. No era a mí a quien esperaban, sino a La Trochita que ya asomaba en el horizonte su locomotora, humeante y dispuesta a surcar los senderos patagónicos. Allí se transportaba la alegría de los turistas extranjeros que admiraban nuestros paisajes, como así también el orgullo y la pasión de la gente que lo mantiene vivo. El silbido penetrante hacía estremecer la nostalgia y la triste mirada de los aborígenes mapuches que, añorando su paso en aquellos tiempos que negociaban sus mercancías, ahora deben conformarse tratando de vender a los forasteros tortas fritas y, para los gringos más exigentes, algún pastelito de dulce de membrillo o de batata.

© Edgardo González
“Cuando la pluma se agita en manos de un escritor, siempre se remueve algún polvillo de su alma”.