Texto publicado por SUEÑOS;

cuentos olvidados,

cuento
pais mejico.
origen relato.
¿ Y SI UN DÍA ME SUICIDO?

María Esther Núñez

De joven, Ignacio tenía la mirada azul demasiado alerta, como animal de caza, pero yo no tomaba esto muy en cuenta. Me limitaba a admirar su mar abierto que, aunque lleno de bravatas y querellas, no me amedrentaba. Mas después, ya en el umbral de la vejez, sus ojos llamaban la atención en medio de sus barbas erizadas y blancas, del cabello revuelto y los surcos de medialuna en esas mejillas alargadas y tristonas. El taladro de sus ojos era un signo más de envejecimiento, una manera distinta de vivir retando al mundo; para mí, era una intensa juventud que le gritaba desde dentro. Por eso le perdoné que no haya vuelto. Por eso no puedo dejar de amarlo. Por sus ojos azules. Por su mar.
Se fue de casa una tarde caliente. Cruzó el umbral de nuestro hogar como vivió: descontento, irritado, con el cuerpo inquieto como ha sido desde hace muchos años. Tal vez sea su sentido de justicia, sus genes, su signo zodiacal, sus esperanzas ocultas que no acaban de cuajarle. La rivalidad permanente con su hermano que, muerto ya, lo ha vencido para siempre. Su madre, que lo ha amado demasiado. No lo sé. Sólo me queda claro que, cuando al fin se marchó, en un principio me dejó indiferente, si no fuera por esa tristeza vieja, de esas a las que una ya está acostumbrada, y lo difícil de sobrellevar sería su ausencia. Habíamos envejecido juntos. Envejecíamos tristes. Envejecíamos solos. Lentamente. Inseparables, pero sin el otro.
Ella llegó a casa ingenuamente. Recién venida de su pueblo sureño, donde no había mar, buscaba acomodarse en algún lugar donde se le diera alimento, cobijo, buen trato a cambio de trabajo con sus sólidas manos. Me gustó desde el primer momento en que la vi: pequeñita de estatura, algo tosca, con mucho cabello negro, unos brazos redondos y maternales, y una inclinación instintiva hacia la supervivencia más elemental, que fue convirtiendo mis desacuerdos más intrincados con Ignacio en algo soportable, incluso gracioso. Reía sonora con cualquier pretexto. Regaba el jardín con la cara encendida y los pies descalzos. Ignacio y yo comenzamos a reír más a menudo. Con más gana. Con menos resentimiento. Una mañana, así nomás, desperté con la certeza de que esta mujercita campirana, que había llegado hacía menos de un año a ayudarme en los quehaceres de la casa, nos estaba alegrando el corazón. Y cuando aquel lunes descubrí que la noche anterior había dormido con mi Ignacio, aunque con cierto escozor, se lo agradecí profundamente. Me gustó el cambio que se daba a todas luces en Ignacio; me gustaba verlo feliz de nuevo. Con sus ojos de mar nuevamente azules y encrespados, no sólo alertas, sino lúcidos como pez de océanos profundos.
Yo, la verdad, ya no tenía ganas de ser jugueteada por ningún lado. Durmiendo en cuartos separados, fui perdiendo el deseo de ir tras él y agarrarle aquí o allá, de lamerlo, de abrazarlo tratando de que se fundiera, caliente, con mis adentros, como en los primeros años. De besarlo, juguetona, por todos sus pliegues. De amarlo con el cuerpo, no solamente con el alma. Sus manos, de un tiempo acá, me parecían demasiado mansas, demasiado secas, desamoradas para mi piel que, amputada no por falta de hombre, sino de ternura, necesitaba una mole gigantesca, inhumana casi, de dulzura. ¿Que no es mucho, me dicen? Vaya. Ya lo creo que es mucho. Soy tan débil.
Por eso pienso que fue un acto festivo su abandono. El impulso de vida venciendo a un thánatos aburrido y letal a mi lado.
Empecé fingiendo distracción: salía de casa con más frecuencia para dejarlos a sus anchas; buscaba tomar café todas las tardes. Y al regresar, Ignacio me recibía con algo en el rostro y en el pecho parecido a la querencia. Con el cabello suave, con una alegría desconocida. El cuerpo más erguido y lindo. Entonces era cuando me daban ganas de abrazarlo un poco, y él a mí; se lo notaba tan sólo con decirle “Amor, ¿cómo te fue esta tarde?” En esos momentos se acercaba y me daba un abrazo extraño, pero dulce.
Y Carmela, que no sabía fingir, se notaba incómoda conmigo. Desviaba el rostro como si fuera infeliz contradiciendo el lenguaje del resto de su cuerpo; una conversación trivial la sumergía en vaguedades que evitaban llevarla al terreno de cualquier verdad; frente a mí parecía siempre adormilada. En el fondo, yo la entendía: ¿quién puede resistir al mar?
Y así se nos fueron muchos meses, ya perdí la cuenta. Yo me hubiera quedado así por siempre. Suponía que todos estábamos en donde debiéramos estar. No diré que yo era dichosa, no, pero sí obtuve ese equilibrio interior que despierta en la recién casada su marido que regresa de prisa a casa cada tarde. Aunque a veces no sepa bien por qué la prisa, deduce que es, simplemente, porque es su hogar.
Con el tiempo Ignacio, que es muy dado a hacer lo que se debe hacer y poco proclive a lo que considera transgresiones permanentes, retomó esa irritación irreducible que lo había caracterizado desde niño, hasta que decidió adueñarse de Carmela, tomarse la vida más en serio e irse de casa con ella de la mano.
Después de un pequeño duelo entre mustio y resignado, donde lo más importante para mí era la satisfacción de saberlo feliz nuevamente, lo empecé a extrañar. Comprendí que mi reacción tan tibia se debía a que en el fondo me había creído generosa, soberbiamente humilde cuando se marchó, como si yo le hubiera regalado a esa mujer. Cual madama de burdel le había dado permiso para divertirse un rato, saborear el contento de la sensualidad perdida, para que luego regresara a mí con los bríos de la juventud, como si fuera un estado contagioso. Me descorazonó saberme tan mezquina. Pero ese hombre era mío. Desde siempre había sido mío. Desde que lo vi sentado tomando café con su prima en la esquina de mi casa. Desde que al doblar la calle y saludar a mi amiga miré sus ojos salvajes salpicando preguntas sin respuesta. Desde que decidí ser mejor persona para que me quisiera ese animal que no había sido aún domesticado.
Un día, después del desayuno, empecé a llorar. No podía parar de hacerlo y en lo único que pensaba era en que Ignacio regresara, que algo sucediera, pero que tuviera forma de hombre. Forma de él. Ojos de mar. Y lo que más miedo me daba era morirme sola y que me encontraran días después ya sin ojos porque se los había comido cualquier gato.
Un domingo tocó a la puerta una muchacha a quien le habían dicho que ahí le podían dar trabajo. Le dije:
-¿Qué sabes hacer?
-De todo -me contestó.
-¿De todo? -repliqué.
-Sí.
La miré largamente, me detuve en sus trenzas anchas y fuertes como sogas. Entonces pude hacer la pregunta exacta:
-¿Y si un día me suicido…?

FIN

María Esther Núñez. Nació en la ciudad de México. Escritora más por terquedad que por vocación. Escribe novela, cuento, ensayo y poesía. Tiene editado un libro testimonial, una novela publicada en España y un libro de relatos cortos premiado por Editorial Siglo xxi / unam / Colegio de Sinaloa.

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