Texto publicado por SUEÑOS;

cuentos olvidados,

cuento
pais españa.
origen relato.
EL LARGO INVIERNO

JOSÉ MANUEL FAJARDO

No parecía que el verano fuera a llegar nunca. La nieve caía mansamente sobre las vías del ferrocarril, cuyas traviesas se ocultaban ya bajo su manto blanco. Las dos líneas negras de los raíles semejaban un rastro de carbón dejado por algún personaje de cuento infantil para orientarse entre los bosques que se cernían sobre la vía férrea, colgados de las escarpadas laderas de los montes. Era un paisaje agreste y violento al que la luz del atardecer daba el aire irreal de un decorado de teatro. El viento había cesado al comenzar la nevada, y ahora los árboles lucían sus albas guirnaldas y el suelo invitaba a dejar las huellas de nuestros pasos.
La voz del padre de Chuchi nos llegó desde la caseta del guardabarreras:
-¡Chavales, dejaos de juegos y tirad para casa, que aprieta el frío!
Ya hacía un rato que Mitxel y yo nos habíamos bajado del tren, de regreso de la escuela, y empezaba a hacerse tarde. Recogimos nuestras carteras, medio enterradas en la nieve, y echamos a andar hacia el pueblo. El camino subía entre altos pinos y remontaba la garganta, en cuya hondonada se escuchaban rumorosas las aguas del río Vida. El musgo mordía los troncos de los robles que se asomaban vertiginosos en el despeñadero, más allá de la línea de pinos. Sus troncos retorcidos parecían pintados de amarillo y de verde, y la filigrana de sus ramas desnudas se recortaba contra los espejeos del agua donde iban a morir los grandes copos de nieve que se adentraban en la garganta, con una danza etérea y delicada.
Aún quedaban restos de hojarasca en los recodos en que los robles se avecinaban al sendero. El suelo parecía teñirse de rojo y se hacía resbaladizo. Yo siempre sentía miedo cuando notaba hundirse mis botas en aquella empapada alfombra vegetal, pues el camino se hacía tan estrecho que había que marchar en fila india y el viento de la garganta parecía llamarme por mi nombre, convocándome a su abismo con una atracción malsana. Pero Mitxel caminaba como si se hallara en la más plácida pradera, despreocupado y resuelto.
Y admiraba en Mitxel todo lo que mi carácter me vedaba: su buen humor y su cabezonería, su resistencia a la hora de andar por el monte y su buen tino con la escopeta, su paciencia de pescador y su habilidad para construir cosas con las manos. Mi impaciencia, torpeza y falta de decisión me hacían considerar cada uno de sus actos como una verdadera hazaña. Quizá por eso éramos inseparables... porque él era el héroe que me habría gustado ser y porque yo era el discípulo que su resuelta voluntad precisaba para recordarle que no todo estaba al alcance de sus designios: por más que se esforzara, yo nunca podría ser como él. Por eso Mitxel estaba destinado a ver mundo y yo a no salir nunca del pueblo. Y así ha sido. Mientras escribo estas líneas e invoco a los fantasmas del recuerdo, veo una vez más, desde la ventana de esta casa en la que vivía entonces y aún habito, el sendero que se aleja entre los árboles rumbo al apeadero del tren hullero, hoy abandonado; el mismo sendero por donde veníamos los dos aquella tarde de nieves.
Recorríamos el camino a buen paso para evitar que la noche nos sorprendiera antes de llegar al pueblo y, como tantas veces, Mitxel me contaba lo que su padre le había escrito en su última carta.
-Dice que cuando aquí es invierno allí es verano y que es una llanura inmensa, como si allí mismo se terminara el mundo. Y debe ser verdad porque ya has visto en el mapa que un poco más abajo está el Polo Sur.
Yo asentía, fascinado por la lejanía de aquella tierra de nombre exótico desde la que llegaban, muy de tarde en tarde, las cartas del padre de Mitxel: la Patagonia. Mil veces habíamos mirado en el mapa y allí estaba, en el sur de un país cuyo nombre sí nos era familiar: Argentina. En medio, un mar azul enorme que en el mapa no era sino un palmo y, en nuestra imaginación, el más insondable de los abismos.
-Dice que monta mucho a caballo y que en los caminos siempre se encuentra a hombres solitarios que tienen muchas historias que contar. Y dice que se las cuentan a la luz de las hogueras, durante la noche, y que él también cuenta y les habla de mí y del pueblo. Lo dice así, de veras.
No sé cuándo empecé a sospechar que las cartas del padre de Mitxel no decían lo que Mitxel me contaba. Quizá fue porque un día me di cuenta de que nunca me había dejado leer ninguna. Tampoco me las enseñaba, tan sólo me hablaba de ellas. Llegué incluso a pensar que ni siquiera existían, pero una tarde el repartidor del pan, que hacía también de cartero, me dio un sobre para que se lo entregara a mi amigo porque él tenía que regresarse a la ciudad urgentemente. Allí tenía la carta, en mi mano. Un sobre pequeño, con rayas azules y rojas que enmarcaban el espacio en blanco donde aparecían el nombre y la señas de Mitxel. Y, en el remite, el nombre de su padre y una dirección de Argentina. Así que era verdad... Sin embargo, aquel sobre tan liviano y pequeño no podía contener la larga historia que luego me contó mi amigo, una vez que se lo hube entregado.
Por alguna oscura razón, saber que los cuentos de la Patagonia que Mitxel me contaba eran fruto tan sólo de su imaginación no me hacía considerarle un mentiroso, y seguía aguardando sus relatos con el mismo entusiasmo que si fueran ciertos. Yo no podía reunir su valor y su destreza, pero quizá saber que él también era débil, que había un rincón de su alma en que temblaba de miedo y de tristeza como yo temblaba en esas noches solas que han terminado por convertirse en compañeras de mi vida; saberlo frágil por un instante, me hacía sentir que no era tanta la distancia que nos separaba.
Y mientras gozaba yo de su cuento aquella tarde, sendero arriba, me daba en pensar que ojalá mi padre estuviera también muy lejos y me escribiera cartas, aunque fueran breves y vulgares, porque así sabría que al menos durante unos minutos había pensado en mí.
Un fuerte relincho vino a sacarme de mis fantasías. Mitxel, que iba delante, se había detenido y al levantar yo la cabeza vi que un caballo nos cerraba el camino. Se mostraba inquieto, tan sorprendido por el encuentro como nosotros mismos.
-Es un potro castaño -dijo Mitxel. Debe estar nevando mucho monte arriba para que se haya atrevido a bajar hasta aquí.
Miré al animal con una mezcla de miedo y pena. Las vacas, sabias ya en los manejos humanos, habían descendido la noche anterior de los prados altos, en busca del refugio de los establos; anunciando así la llegada de las nieves. Pero ni siquiera su altanero orgullo salvaje había sido suficiente para que aquel caballo pudiera resistir el envite del frío sin avenirse a descender al mundo hostil de los hombres.
-¡Ten cuidado!
Pero Mitxel ya no me prestaba atención. Había dejado su cartera en el suelo y se había acercado hasta el caballo, que reculó un par de pasos. Ahora estaba a menos de un metro de él y parecía como si aquella mole de nervios y carne fuera a pisotearlo en cualquier momento. Mitxel puso una mano sobre la cabeza del animal, muy despacio, y allí la dejó cuando éste se removió nervioso. Después, el caballo se aquietó y Mitxel terminó de arrimarse a él, mientras con la otra mano acariciaba su costado.
-Venga, pasa ahora que está tranquilo.
Yo obedecí, recogí la cartera y me acerqué hasta mi amigo. Sentí la mirada del potro fija en mí. Cabeceó un poco mientras pasaba a su lado, por el angosto pasillo que Mitxel había logrado hacerle dejar junto a la pared rocosa, y permaneció inmóvil mientras Mitxel le palmeaba suavemente el cuello y me seguía. Antes de doblar el recodo, Mitxel se detuvo en seco.
-¿Te imaginas montar un potro como ése en las llanuras de la Patagonia? -me preguntó, pero creo que en realidad estaba hablando para sí porque no esperó mi respuesta sino que se volvió hacia el caballo, que se alejaba ya casi sumido en las sombras de la garganta, y añadió, con una enigmática sonrisa pintada en el rostro:
-Tengo doce años, ya falta menos.
-¿Menos, para qué?
-Para seguir el curso del río Vida hasta el mar -me respondió sin mirarme.
En las penumbras de aquel atardecer se escuchó a lo lejos el silbato del tren hullero y yo imaginé a Mitxel desapareciendo del pueblo y de mi vida como los copos de nieve se volatilizaban sobre la chimenea de la locomotora. Entonces supe que el largo invierno terminaría por helarme el corazón. Y así ha sido.

JOSÉ MANUEL FAJARDO (Granada, 1957) es periodista. Publicó dos libros históricos antes de escribir novelas. La última, Una belleza convulsa, se acerca a la víctima de un secuestro en el País Vasco.

biblioteca del abuelo.