Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Todo se paga.

Todo se paga
V-2.7

Mi vida siempre consistió en trabajar luchando para salir adelante y a través de los años he tenido alegrías y algunos disgustos, pero que me llegara a suceder algo tan grave nunca lo había imaginado.
Algo imposible de olvidar… y así lo repaso casi inconscientemente:
De pronto me encontré aquí, en la celda de una comisaría. Son como las tres o cuatro de la mañana, me ahogo de tanto calor, el olor a transpiración y a orina es asfixiante. La única ventanita no alcanza para ventilar, somos once tipos, estamos apiñados y nadie puede dormir. Los recuerdos y las broncas alteran los ánimos. De a poco se va haciendo silencio, algunos entran en ese sueño que los presos llaman las tinieblas de la noche. Se escucha un grito de angustia, seguramente la pesadilla de alguno. Alguien me trata de “tumbero” y me pide si tengo un “porro”. Con señas le indico que no, y evito preguntarle si está procesado por robo o asesinato. No quiero ni mirarlo porque me da mucho miedo. Eso me mantiene en alerta y la noche me parece eterna. De pronto un barbudo se despierta asustado y trata de correr hacia la reja, mientras grita que se quiere ir. Así pisó a algunos de los que duermen en el piso y se cayó, ellos lo reputearon y él se disculpó para evitar una paliza. Otro vago, con tranquilidad, se levantó a orinar en su botella plástica, ya que por su experiencia de preso bien sabe que no existe un baño privado. Encendí un cigarrillo que fue pasado de boca en boca y el aire ahumado se tornó irrespirable. Seguía un profundo silencio… el tiempo pasaba muy lentamente, ¡y el amanecer no llegaba nunca! Aunque después de todo… cuando llega es más de lo mismo. Mis recuerdos aparecían torturándome. La muerte de aquella mujer me sobresaltaba, no quería recordar nada, pero los dos pequeños que hoy están huérfanos, golpeaban en mi mente. Tenía hambre, sed y mucho miedo pero eso a nadie le importaba. Me sentía tan abandonado que no podía evitar las lágrimas, lloré, no quería dejar que esa rabia se siguiera acumulando. Los malditos recuerdos insistían: porque no pude pagar el alquiler de la pensión, me metieron preso acusado de asesinar a la dueña… y aquí sigo. Ya son las nueve de la mañana y por fin abren la puerta de la celda, todos trataban de salir rápidamente al patio, nos atropellábamos como niños al recreo, pero había que esperar el turno que le dieran para ir al baño e higienizarse como fuera posible.
Tristemente esas fueron las primeras e imborrables horas de mi encierro y así fueron todos los días, de peor en peor. Habiendo pasado los seis meses, en forma inesperada me informaron que sería notificado en el juicio oral, sobre la sentencia por el homicidio que pesaba en mi contra. Mi abogado ya me había adelantado que me condenarían a un máximo de veinticinco años de prisión, aunque él trataría de que no fuesen más de quince.
Esposado me llevaron hasta la gran sala del juzgado. Temblaba de los nervios por la incertidumbre y sobre todo por la bronca y la impotencia que sentía. Los minutos de espera parecían horas, y así pasaron horas que parecieron una eternidad. Cuando mi cabeza estaba a punto de estallar, desde la parte posterior del estrado apareció el juez y todos los presentes se pusieron de pie. El magistrado, muy ajeno a mis preocupaciones, tomó asiento y le indicó a su secretario que comience a leer el dictamen. Mientras tanto, mi abogado trataba en vano de calmarme.
Se inició la lectura con el clásico “bla, bla, bla judicial” y finalmente me notificaron que “debía pagar las tres cuotas adeudadas por la habitación que ocupaba en la pensión, más los intereses devengados. En caso contrario, debería cumplir una condena de siete días en calidad de detenido contravencional”.
Al oír la sentencia enmudecí porque jamás hubiese pensado en ese fallo tan benévolo. El secretario continuó leyendo: “…Dado que el acusado ha permanecido en prisión durante seis meses y veintitrés días, se da por cumplida su pena. Asimismo se lo declara “inocente” y libre de culpa y cargo, sin perjuicios a su buen nombre y honor”.
Mi abogado, quien nunca creyó en mí, en mi inocencia, me explicó que la casera fue asesinada por el Cholo, otro inquilino, al cual días antes la policía le había encontrado el arma homicida y después confesó su autoría en el crimen brutal. Tomé aire y exclamé: ¡Gracias a Dios, por una vez se hizo justicia en este país!
Admirando la luz del sol me encontré en la escalinata de los tribunales, libre, sin culpas y la conciencia en paz. Al bajar los escalones en soledad, pude evaluar mi situación. Muy dolido Recordé que a los tres meses de haber sido detenido, en lugar de haberme apoyado emocionalmente, mi esposa me pidió el divorcio porque mi abogado le había vaticinado una cadena perpetua. Que ninguno de los “leales” amigos me visitó durante el proceso, que mis vecinos me escupieron cuando fui arrestado, que perdí el empleo al ser considerado un criminal, que el único capital que tenía era una vieja camioneta como herramienta de trabajo y que con ella se quedó mi competente abogado en concepto de sus honorarios. Eso era irónicamente: “Res non verba” (Hechos, no palabras).
La justicia había triunfado una vez más, ya tenían un culpable por asesinato y otro culpable por moroso en el alquiler. Sabido es que el Poder Judicial posee todas las facultades y la misión de administrar justicia, pero carece de la capacidad de reconocer sus errores y mucho menos de disculparse con nadie.
Quedé libre, totalmente solo, sin amigos ni trabajo. Entonces no es cierto que yo sea tan inocente, si ya de antemano todos, todos me han condenado…
No me queda otra que volver a empezar pero consciente de quienes integraban mi entorno, y cuidarme ante la asombrosa rapidez que la sociedad tiene para prejuzgar… ¿ Que Dios se apiade de mí, y que pueda perdonar a aquellos jueces furtivos y lenguaraces que me han hecho sucumbir.

© Edgardo González
“Cuando la pluma se agita en manos de un escritor, siempre se remueve algún polvillo de su alma”.