Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Inmune.

INMUNE.

Por: A. M. Caliani. España.

EL FIN DEL MUNDO NOS SORPRENDIÓ SIN AVISAR, a las diez y veinticinco de la mañana del 21 de septiembre de 2016. No hubo profecías que lo anunciaran, ni
nada por el estilo. Habíamos pasado décadas mirando al cielo y al mar, esperando el azote definitivo que borraría a la Humanidad de la faz de la Tierra.
Los misiles nucleares nunca abandonaron sus silos; las naves extraterrestres no despegaron de sus bases para invadirnos; las tormentas solares no tostaron
el parque de aparatos electrónicos del planeta, como los agoreros habían predicho, ni llovieron meteoritos del cielo. Tampoco se fundieron los polos, ni
se abrió la Madre Tierra deshecha en un mar de lava, ni los océanos se rebelaron contra los continentes, ahogando a millones de almas a golpe de tsunami.

Ni siquiera hubo tiempo de que los telediarios se hicieran eco de la noticia.

Nunca supe qué sucedió, pero ese día, el demonio de la locura brotó desde lo más profundo de nuestras mentes. Bueno, de la mía no.

Yo, por suerte o por desgracia, soy inmune.

A esa hora, yo estaba en la portería del edificio donde trabajo de conserje, viendo las noticias de la CNN TV online en mi tablet. De repente, la locutora
se abalanzó contra la cámara, echando espuma por la boca. Menudo susto me dio. Lo siguiente que recuerdo es el estruendo de los coches chocando en la calle.
Me asomé al portal y vi cómo los automóviles se embestían entre sí, hasta que apareció el autobús 215 e impuso la ley de sus ocho toneladas de peso, arrasando
con todos ellos. Los peatones invadieron la calzada, y muchos dejaron de sufrir en ese mismo instante, atropellados sin que nadie se dignara a pisar el
freno.

Las aceras también eran escenario de una extraña performance que recordaba la parodia de una coreografía de musical alternativo: una señora octogenaria
bailaba al son de una música inexistente a la vez que desparramaba el contenido de la bolsa del súper por la acera; una madre soltó de la mano a su hija,
de unos cuatro años, y estalló en carcajadas cuando un Opel fuera de control se la llevó por delante. Su hermano, algo mayor que ella, se tumbó en el suelo
y empezó a proferir unos alaridos que recrearon la atmósfera de una sala de tortura del infierno. Algunos deambulaban como zombis, otros se agredían con
saña, otros se golpeaban la cabeza contra la pared y la mayoría lo que hacía era correr sin rumbo fijo, aullando como posesos. Muy por encima de los edificios,
vi un avión de pasajeros descender sobre la zona este de la ciudad en un ángulo de cuarenta y cinco grados. Luego vino la explosión y la columna de humo
negro. En ese momento, supe que todo lo que estuviera sobrevolándonos nos caería encima. Por suerte, mi mujer y mi hija estaban en casa. ¿Cómo es que Rebeca
no se había asomado para ver qué pasaba?

Me refugié en el portal y lo cerré desde dentro. Arranqué los cables del portero automático para que ningún vecino abriera la puerta desde casa y nos dejara
vendidos frente a la horda de locos que tomaba la calle. La situación era grave. Miré la pantalla de mi tablet: ni CNN ni conexión a internet. Imaginé
que los responsables de mantener las líneas a flote estarían tan locos como todo el mundo y se habrían liado a arrancar el cableado de las centrales.

Entonces pensé en mi mujer y en Miranda, mi hijita de seis meses. Irrumpí como una tromba en el apartamento de dos habitaciones, amueblado como el culo
y casi sin luz natural, que formaba parte del pack de conserje. La televisión estaba tan muerta como mi tablet, y presentaba la típica marabunta de interferencias.
La puerta del cuarto de Miranda estaba abierta.

Encontré a Rebeca, mi esposa, sentada en la cama que mi hija empezaría a ocupar dentro de dos o tres años, cuando dejara la cuna. Se arañaba el rostro
con las uñas, sin piedad y sin mostrar dolor alguno. Me quedé mudo del horror. Ni siquiera notó mi presencia en el quicio de la puerta. Miranda, mi hija,
dormía en su cuna. Tal vez aquella locura no afectara a los bebés, pero sí que estaba claro que mi mujer había sido contaminada por aquel virus, pulso
electromagnético o lo que coño fuera que había conseguido enloquecer a la gente. Rebeca seguía escarbando en su rostro sin reparar en la sangre que perdía
y sin alterar un músculo de su cara. Susurré su nombre, pero ni siquiera me miró, absorta en su automutilación. Ya no era mi mujer: tan solo era una loca
como las que había visto en la calle. Entonces, tomé una decisión.

Tenía que acabar con ella antes de que hiciera daño a mi niña.

Corrí a la cocina y cogí el cuchillo más grande y afilado que encontré. Regresé al cuarto de Miranda llorando, con la mano que sujetaba el cuchillo escondida
tras la espalda; la última vez que hice eso fue cuando éramos novios, y en vez de un cuchillo llevaba una docena de rosas. Iba a hacer algo muy duro, pero
iba a hacerlo por mi hija.

Os aseguro que degollarla no se me hizo tan difícil como podría parecer. Ver a mi esposa desfigurada, cubierta de sangre e ida, anestesió de algún modo
mi conciencia. Ni siquiera se resistió. De todos modos, no habría podido sobrevivir al estropicio que ella misma se había infligido sin atención hospitalaria.
Me convencí a mí mismo de que era una muerte piadosa.

La arrastré hasta el portal y abrí la puerta de la calle. Afuera, la fiesta continuaba. La gente seguía peleando entre sí, usando como arma lo primero
que encontraban; muchos de ellos lo hacían a puñetazos, mordiscos y patadas. En cuanto me vieran, vendrían a por mí. Dejé a Rebeca tirada en la calle con
todo el dolor de mi corazón. En esta nueva era que acababa de comenzar, no había lugar para sepelios.

Un fuerte olor a humo inundaba la calle. Elevé la vista y vi varios incendios en los inmuebles vecinos. Normal. Las amas de casa locas descuidan los fogones.
Miré hacia mi edificio: libre de incendios... aún.

Volví a cerrar el portal por dentro y regresé a mi casa. Miranda seguía durmiendo, tranquila. Respiré hondo y pensé en la situación: lo primordial era
la seguridad de mi hija. Tenía que mantener todo bajo control.

Lo primero era comprobar si mis vecinos estaban locos o había algún otro inmune, como yo. Antes de que pudieran hacerle daño a mi hija o provocar un incendio,
los mataría sin pensármelo dos veces. En ese momento, oí tiros en la calle y me asomé con sigilo por la ventana enrejada de la portería: un policía local
disparaba a los transeúntes mientras cantaba una canción en una lengua desconocida que pretendía ser inglés. De repente, se quedó mirando fijamente el
cañón de su pistola y apretó el gatillo. Cayó hacia atrás, con un agujero pequeño en la frente y uno enorme en el occipital.

Nada peor que la locura.

Me hice con las copias de las llaves de las dieciséis viviendas, que guardaba en una pequeña caja fuerte en la portería. Ojalá encontrara a alguien con
la cabeza en su sitio, y ojalá ese alguien fuera la profesora de instituto del 4ºC. Era joven, hermosa y tenía un cuerpo cojonudo. Sería una buena madre
para mi hija y una candidata inmejorable para repoblar el mundo, si es que era verdad que se estaba yendo al carajo. No recordaba haberla visto salir esta
mañana, por lo que probablemente se habría quedado en casa.

De entre todas mis herramientas, elegí una llave inglesa enorme que solo usaba para apretar las uniones de las tuberías de la caldera. La balanceé en el
aire y descubrí que era un arma temible.

Antes de embarcarme en la cruzada contra propietarios e inquilinos del número once de la calle Santana, visité a Miranda en su cuna. Me apetecía darle
un beso, pero no me atreví a despertarla. No quería dejarla llorando mientras yo exploraba lo que ahora consideraba mis dominios. Con los víveres de todas
las viviendas a mi merced, reuniría un alijo de comida que nos permitiría sobrevivir meses dentro de nuestra fortaleza improvisada.

Menos mal que no usé el ascensor. La corriente se interrumpió justo cuando subía el primer tramo de escaleras. Mucho habían tardado los locos de la central
eléctrica en cargarse el chiringo. Podría haber muerto de hambre en el elevador, condenando a Miranda a un destino similar. Vaya mierda.

Alcancé el primer rellano y crucé la puerta del 1ºA blandiendo la llave inglesa en la mano derecha. Capté ruidos al final del pasillo. En mitad de este
me topé con Carlota, la mujer de Ignacio Revilla, tumbada boca abajo, inmóvil sobre un charco de sangre. Estaba muerta. Entonces, un alarido infantil procedente
del cuarto de baño me puso los pelos de punta.

Corrí hasta donde estaba el aseo y vi cómo Ignacio aplicaba una plancha caliente a Nachete, su hijo de nueve años, en plena cara. Lo había amarrado con
toallas. No sé qué coño hacían allí a esa hora: el padre debería estar trabajando, y el niño en el cole. Tal vez Nachete se había levantado pachucho. Ignacio
desvió su mirada hacia mí y se me abalanzó, esgrimiendo la plancha enchufada. Me salvó la longitud del cable, que hizo que se le cayera al suelo. Antes
de que pudiera recogerla, descargué un único golpe en su cabeza que le hizo derrumbarse como una marioneta con las cuerdas cortadas. El niño seguía llorando
y gritando sin parar; su cara aún humeaba.

-Tranquilo, Nachete, ya estás a salvo -le dije, mientras comenzaba a librarle de las toallas que le inmovilizaban.

En cuanto pudo moverse, Nachete me mordió en el brazo con todas sus fuerzas. Intenté zafarme de su mordisco, pero era como un puto pitbull. Le rogué a
gritos que me soltara, asegurándole que era su amigo y que no tenía que tener miedo. Ni caso. Estaba tan enloquecido como los demás.

Le dormí para siempre de un certero golpe en la cabeza. El mordisco me dolía horrores. Encontré alcohol en un armario auxiliar y me rocié la herida, con
dos cojones. Me dolió un huevo, pero apreté los dientes y aguanté. Si se me infectaba, estaba perdido: los médicos estarían como cencerros, así que a partir
de ahora tendría que valérmelas por mí mismo. Pensé en Miranda. A partir de ahora yo tendría que ser su padre, su madre, su maestro, su pediatra, su todo.
Ser inmune era casi peor que estar loco. Al menos, me quedaba el consuelo de haber conquistado el 1ºA. Esto prometía ser la partida de Risk más despiadada
de todos los tiempos.

Abrí una ventana y tiré a Ignacio a través de ella. Luego, repetí la operación con Nachete y su madre. Me asomé y contemplé los tres cuerpos despatarrados
en la acera. Dos tipos que deambulaban por ella se pararon a mirarlos, muertos de risa; una joven hermosa que vestía top, minifalda y taconazos, se detuvo
muy solemne delante de la pila de cuerpos, se acuclilló y comenzó a comerse al niño. Aparté la mirada, aterrado.

Revisé la nevera y la despensa. Lástima que no hubiera fluido eléctrico. Tendría que consumir los alimentos perecederos que encontrara cuanto antes. Conté
muchas latas de refrescos y botellas de Bezoya, lo que me hizo acordarme del agua corriente. Probé a abrir el grifo y funcionó. El aljibe estaría lleno,
por lo que no tendría que preocuparme de morir de sed. También había leche, para Miranda. No era leche infantil, pero no tendría más remedio que acostumbrarse
a la de tetrabrik. Cerré la nevera y los armarios que había registrado y volví a salir al descansillo.

Tal y como hice con el 1ºA, procedí a abrir, uno por uno, los pisos del rellano. En el 1ºB, me encontré a la señora de la casa muerta en la cocina, después
de haberse dado un atracón de vasos de cristal; la catarata de sangre que manaba de su boca era para ponerte al borde de la lipotimia. Como hice con los
habitantes del 1ºA, la tiré por la ventana a la calle. No iba a dejar ningún cuerpo descomponiéndose en lo que ahora consideraba mis dominios. En el 1ºC,
tuve que acabar con dos hermanas ancianas: una de ellas me confundió con un tal Celedonio y empezó a recriminarme cosas del pasado de las que yo no tenía
ni idea, mientras la otra se partía de risa. Acabé con ellas de dos golpes y también fueron por la ventana, como el resto de vecinos a quienes encontré
muertos o no tuve más remedio que cargarme. Por suerte, hallé la mayor parte de los pisos vacíos: la epidemia de locura había pillado a la mayoría de los
adultos en sus trabajos y a los más jóvenes en clase.

De todos modos, conforme avanzaba, sentía cada vez menos remordimientos. Todas las salvajadas que estaba haciendo eran para velar por la seguridad de mi
hija.

No sé qué demonios ha pasado esta mañana, pero todo el mundo se ha vuelto loco justo el día que me había pedido por asuntos propios para terminar el cuadro
que le había prometido a mi madre hacía ya dos años: «Soraya, acábalo de una vez. Me muero por colgarlo en el salón». Pues me parece que hoy no va a poder
ser, mamá, donde quiera que estés ahora... Porque no sé si estarás loca o cuerda, viva o muerta.

Me di cuenta de que algo no iba bien cuando empecé a oír coches chocando y derrapando debajo de casa. Me asomé al balcón y presencié la peor película de
catástrofes que un director de telefilmes canadienses pudiera parir jamás. Un autobús atravesó la calle a toda velocidad, destrozando coches y atropellando
peatones; había peleas y gritos por doquier, gente corriendo como loca dando alaridos, y otros, aparentemente más tranquilos, que parecían conversar con
su propia sombra. Vi un avión precipitarse en medio de la ciudad. La explosión fue tremenda. Lo primero que me vino a la mente fue que estábamos bajo un
ataque terrorista. Puse la televisión, a ver qué demonios estaba pasando.

Hice zapping a toda velocidad, y los programas en directo me dejaron alelada: una presentadora famosísima de un magazine matutino exhibía sus pechos desnudos
mientras rezaba el Credo a gritos; en el siguiente canal, el público se enzarzaba en una batalla campal, que quedó fuera de encuadre en cuanto el cámara
decidió unirse a la fiesta; algunos canales ya habían dejado de emitir. Cambié a los de vía satélite, y me topé con Al Jazeera por casualidad: el locutor
gritaba como un idiota en árabe y solo se detenía para mordisquear su micrófono, emitiendo unos crujidos terribles, amplificados por el sistema de sonido;
luego vino la RAI, donde una italiana recauchutada intentaba apuñalarse la cabeza con la punta de un bolígrafo. Huí de esa escena horrible para caer en
la BBC, donde un señor con pintas de lord inglés agredía a silletazos a otro, que cloqueaba como una gallina, sin apenas defenderse de los ataques del
locutor. De repente, la tele dejó de emitir, la luz parpadeó dos veces y se fue, para nunca más volver.

Por lo visto, la locura se había desatado a nivel mundial. A todo dios se le había ido la olla a la vez... menos a mí. Yo me encontraba bien, o al menos
todo lo bien que uno puede encontrarse afrontando un desastre sin precedentes como aquel. Si habían lanzado algún agente enloquecedor o alucinógeno, o
habían empleado extrañas frecuencias eléctricas, como durante aquellos experimentos de la CIA de los años cincuenta -lo que se llamó el MK-Ultra-, yo tenía
una cosa clara:

Era inmune.

En ese momento, di gracias a Dios por vivir sola. Intenté llamar a mi madre, pero el teléfono emitía un zumbido extrañísimo. Saqué mi móvil del bolso y
busqué su nombre en la agenda. La foto de mi madre me sonrió desde la pantalla, pero en cuanto intenté llamarla, el dispositivo me alertó de que no había
servicio. Estaba incomunicada, en el 4ºC de la calle Santana, número once.

¿Qué podía hacer? Pedir ayuda me parecía arriesgado. Si mis vecinos estaban tan locos como el resto de la población de la Tierra, lo más probable sería
que se liaran a golpes conmigo, o algo peor. Entonces, oí disparos en la calle. Me asomé al balcón con cautela. No quería ofrecer un blanco fácil. Abajo,
un policía local acababa con todo aquel que se le cruzaba en su camino. De repente, se voló la cabeza. Di un respingo y me tapé la boca y la nariz con
las manos, reprimiendo un grito que podría llamar la atención a los locos de la calle. Deseé con todas mis fuerzas que aquello fuera algo transitorio.
Si era así, me mantendría encerrada en casa hasta que pasara, sin hacer ruido, para no atraer a nadie, ni siquiera a mis propios vecinos.

Corrí al vestíbulo y giré dos veces la llave de la puerta blindada. Para más seguridad, eché un cerrojo de acero enorme, que mi madre se había empeñado
en instalar cuatro años atrás, y la cadena. «Hija, vives sola. Ese cerrojo te garantiza que no podrán abrir la puerta aunque fuercen la cerradura». No
sé por qué demonios las madres siempre tienen razón. En silencio, recé para que estuviera sana y salva.

Si aquella catástrofe estaba sucediendo a nivel mundial, ya no teníamos nadie en quién apoyarnos. No podíamos fiarnos de la gente. ¿Y si yo misma estaba
afectada y no era consciente de ello? ¿Sucedería eso con los demás?

Me senté en el sofá, abracé mis rodillas y me eché a llorar. Si no estaba sola en el mundo, ¿cómo podría volver a confiar en alguien?

Era poco después de mediodía cuando invadí el rellano del cuarto piso. Mi llave inglesa estaba llena de sangre y trocitos de algo que ni me atrevía a tocar.
Podrían ser pedacitos de hueso, cartílago, cerebro o sabe Dios qué. Me dije que tendría que lavarla a conciencia en cuanto terminara su trabajo. Era mi
arma sagrada, el Mjolnir del currela, exterminador de orates y purificador de almas en pena. Pronto, mi castillo estaría asegurado, convirtiéndose en el
último baluarte de la razón.

Mientras registraba el 3ºD, descubrí que el edificio de enfrente estaba envuelto en llamas, al igual que muchos otros inmuebles de la zona. Algunos desgraciados
saltaban por las ventanas convertidos en teas humanas, mientras que otros, empujados por el fuego y el humo, se arrojaban al vacío sin tantos efectos especiales.
Me entretuve un rato viéndoles caer y estrellarse contra el suelo, que ahora era un festival de cadáveres. Me felicité por haber acabado con las viejas:
seguro que habrían organizado un incendio en cuanto hubieran entrado en la cocina. Afuera, el cielo estaba gris por el humo, y la calzada intransitable
a causa de los coches y los muertos. Para atravesarla, había que escalar un amasijo de vehículos que se habían ido apilando por toda la calle. Intenté
imaginarme cómo estaría la Gran Vía o Sol en mi ciudad, las Ramblas de Barcelona, Times Square en Nueva York, Piccadilly Circus en Londres o Los Campos
Elíseos en París. Las imágenes que acudieron a mi mente me parecieron alucinantes.

Entré en el 4ºA y me encontré a la chica de servicio doméstico muerta. La reconocí enseguida. La había visto infinidad de veces: era una chavala colombiana
con un culo digno de ovación. Tenía desgarradas las muñecas y la boca manchada de sangre. Se las había mordido ella misma y había muerto desangrada. Le
enrollé un par de toallas en la cabeza para no manchar demasiado el piso -no sin antes comprobar que su culo estaba tan duro como yo había imaginado-,
y la arrojé por el balcón del salón, como a los demás vecinos. El status de señores y criadas había llegado a su fin. Abajo, en la acera, se apilaban los
cadáveres sin distinción de raza, edad o sexo. Cuando se calmara un poco la cosa tendría que retirarlos de la acera, o el próximo enemigo a batir serían
las ratas. Joder, no me lo había planteado. ¿Y si las ratas habían enloquecido también? ¿Y los insectos? ¿Y los pájaros? Preferí no pensar en eso. Todavía
me queda trabajo por hacer.

Decidí dejar el 4ºC para el final. ¿Cómo se llamaba la profe? Su nombre me vino a la cabeza de repente: Soraya. Soñé con que fuera inmune, como yo, porque
lo último que deseaba era romperle la cabeza a esa monada. No pude evitar que el recuerdo del cadáver ensangrentado de mi esposa me asaltara a traición.
Confié en que esa visión no me acompañase de por vida. Tenía que pasar página: hoy había vuelto a nacer.

Tuve suerte y no encontré a nadie, ni vivo ni muerto, en ninguno de los pisos de la cuarta planta. Solo me quedaba por revisar el de Soraya. Me puse nervioso:
si estaba allí, que era lo más seguro, tendría que comprobar si se había vuelto loca o no. Aquello me pareció una lotería estúpida, pero algo en mi interior
me decía que me iba a tocar.

Introduje la copia de la llave en la cerradura y la giré dos veces, pero al intentar abrir, no pude hacerlo. Empujé la puerta, sin éxito. Había un cerrojo
echado. Eso significaba dos cosas: ella estaba dentro y asustada. Era buena señal. Los afectados no parecían sentir temor ante nada ni nadie. Me atreví
a llamar con los nudillos.

-Soraya, soy Luis, el portero -grité, a través de la puerta-. No se asuste. He estado limpiando el edificio. ¿Puede abrir?

No vi claridad en la mirilla. Sabía que ella estaba al otro lado de la puerta, mirándome, pero sin atreverse a abrir. No iba a forzarla a hacerlo. Necesitaba
ganarme su confianza, y no quería meterle presión:

-No se preocupe -intenté tranquilizarla-. Solo quedamos usted, mi hija Miranda y yo en el edificio, y está cerrado a cal y canto. Nadie podrá entrar, estamos
seguros. Voy a bajar a darle de comer a mi niña y volveré a ayudarla en cuanto termine. ¿Se encuentra bien?

Una voz temblorosa y compungida por el llanto me llegó desde el otro lado de la puerta:

-Estoy bien, pero muy asustada.

Mi corazón brincó en el pecho, feliz y nervioso al mismo tiempo. En principio, no parecía contaminada por la epidemia.

-Espéreme ahí, por favor -le rogué-. Volveré dentro de un rato.

Aguardé unos segundos en el rellano, por si oía su voz de nuevo, pero solo alcancé a oír sollozos. Decidí dejar que se desahogara.

Bajé los cuatro pisos saltando los peldaños de dos en dos, rumbo a mi casa, en el bajo. Pronto dejaría ese cuchitril. Como amo y señor de mi castillo,
elegiría las mejores dependencias para vivir una vida maravillosa junto a Soraya y Miranda.

A pesar de haber matado a mi esposa y de haber acabado con todos los vecinos a los que me había encontrado, me sentía feliz.

Me quedé pegada a la mirilla hasta que el conserje desapareció de la panorámica a ojo de pez que abarcaba todo el descansillo. Al marcharse, pude ver que
llevaba una llave inglesa descomunal en su mano. Le oí decir que había limpiado el edificio, y que ya solo quedábamos dentro su hija, él y yo. ¿En qué
sentido lo había limpiado? Todo apuntaba a que había desahuciado a los vecinos a golpe de llave inglesa.

Tenía dos opciones: la primera era ser cobarde y fortificarme en casa. ¿Cuánto tiempo podría atrincherarme en ella? Revisé mi nevera, y apenas había comida.
En el armario, unos cereales, café instantáneo y poco más. Maldije mi dieta eterna. Racionándolo al máximo, calculé que podría permanecer aquí dos semanas,
antes de que el hambre me venciera. La segunda opción era ser valiente y salir. Quizá debería darle una oportunidad al conserje. Tal vez fuera cierto que
había limpiado de locos el edificio, cosa que yo misma habría hecho de tener el valor suficiente. De todos modos, había algo que en ese momento me quedó
muy claro:

Necesitaba un arma, pero ya.

Miranda seguía durmiendo, ajena al caos que nos rodeaba. Intenté despertarla, pero su sueño era profundo. Le preparé un biberón, dando gracias a Dios por
el día en que Rebeca exigió fuegos de gas en lugar de una placa vitrocerámica. Me dio pena despertar a Miranda, así que intenté darle el biberón dormida,
como a veces hacía mi esposa. Hoy se negaba a tragar, pero al menos, no se despertó. Me dije que daba igual. No iba a ponerme histérico porque la niña
no comiera una vez. Ya comería cuando tuviera hambre. Le cambié los pañales y la vestí con uno de esos conjuntitos cursis que tanto le gustaban a su madre.
Estaba preciosa.

Me di una ducha. Después del ingrato trabajo de esa mañana, el agua templada me pareció una bendición. Recé para que el suministro de gas tardara mucho
en cortarse. Me perfumé y elegí unos pantalones de vestir, unos mocasines lustrosos y una camisa negra que solo usaba en contadas ocasiones. Quería dar
buena impresión a Soraya. Al fin y al cabo, era mi princesa.

Ya tenía el ojo en la mirilla cuando el portero llamó con los nudillos. Llevaba a su hija en brazos y venía arreglado como si quisiera a invitarme a salir.
Si esa era su intención, no pudo elegir un día peor.

Tenía miedo de abrir, pero cuanto antes afrontara mi encuentro con Luis, mejor. Éramos los únicos cuerdos de todo el edificio y, tal vez, los únicos de
toda la ciudad. Nosotros dos y la pequeña.

Descorrí el cerrojo y quité la cadena. Una vez que abrí la puerta, tan solo medio metro de aire me separaba de él.

-¿Puedo pasar? -me preguntó, con una sonrisa.

-Adelante -concedí, consciente de que es así como los vampiros entran en las casas antes de morderle el cuello a su víctima.

Pasó al salón y contempló el paisaje urbano cargado de humo negro que había más allá de mi balcón abierto. Entonces, mis ojos se encontraron con los de
la niña. Me miraba con sus ojos de bebé, abiertos como platos, en un rostro que tenía una expresión indescifrable; eran unos ojos que se clavaban en mí
cual puñales invisibles, como si pudieran leer mi mente. De repente, su boca se abrió, como si su mandíbula en miniatura le pesara demasiado.

Luis comenzó a hablar de la locura que se había desatado en la calle, de cómo ya casi no se oían gritos ni sonidos de coches, de lo afortunados que éramos
al ser inmunes a esta tragedia...

Y mientras él hablaba, yo no podía apartar los ojos de su hija.

Él continuaba con su retahíla, pero yo ya no me enteraba de lo que decía. Sus palabras se habían convertido en un galimatías ininteligible y mis ojos seguían
clavados en los del bebé, que perforaban mi mente de forma dolorosa.

Luis, sin dejar de hablar en esa lengua extraña, señaló algún punto más allá de las azoteas de los edificios y dejó de sujetar la cabeza de la niña, que
quedó colgando hacia abajo, mostrando unas marcas de dedos en la piel blanca su diminuto cuello.

Por eso tenía la mirada tan extraña.

Era la mirada de una muerta.

No le di tiempo a reaccionar. Soltando un alarido que pretendía ser una inyección de valor, le hundí el cuchillo de cocina a Luis en el cuello, atravesándoselo
de lado a lado. Él no soltó a Miranda, pero intentó taponarse las heridas con la mano libre. Dejó indefenso su estómago. No lo pensé dos veces: le clavé
la hoja hasta el mango y volví a extraerla. Lo hice hasta en tres ocasiones. Perdía sangre a chorros, pero seguía sin soltar a su hija.

Finalmente, ambos cayeron sobre la alfombra del salón. Recogí a Miranda del suelo y la dejé acostada en el sofá. Envolví a Luis en la alfombra y le arrastré
hasta el balcón. Antes muerta que quedarme a solas con el cadáver de un loco asesino y parricida en mi casa. Reuniendo todas mis fuerzas, le apoyé en la
barandilla de mi balcón y levanté sus piernas. Luis cayó encima de los cuerpos que él mismo había arrojado a la acera esa mañana. Los cuerpos de nuestros
vecinos.

En ese momento, me di cuenta de que yo era la única inmune, y me eché a llorar.

He de reconocer que Luis hizo un buen trabajo con los vecinos. Encontré las copias de las llaves en la portería, y ahora vivo en el número once de la calle
Santana, sintiéndome segura, con un providencial suministro de gas que me proporciona agua caliente y me permite cocinar.

Afuera, las cosas se han tranquilizado. Sigue sin haber electricidad, así que no sé qué pasará en el resto del mundo. No pierdo la esperanza de que haya
más inmunes como yo.

Y como Miranda.

-¡Qué mal hueles, pequeña! ¿Te has hecho caca de nuevo?

Le reviso los pañales por cuarta vez esa mañana. Limpios. Bueno, del todo limpios, no. Tengo que quitar los gusanos a veces, y tener cuidado con sus deditos.
Hace dos días perdió uno, y creo que pasó porque no fui delicada al cogerla. Sí, huele mal, pero es mi única compañía.

-Eres una bendición, Miranda.

Y le canto una nana, la última nana del fin del mundo, contenta de que sus ojos, que me miraban de aquella forma tan rara, hayan desaparecido de su rostro
como por arte de magia.