Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

La momia.

LAMOMIA
30/10/2015
Isaac Mansaborino

Hacía casi un mes que habíamos cambiado la hora y los días iban
teniendo mayor duración. El último sábado de abril amaneció despejado
y con una temperatura excelente para llevar a cabo nuestra idea de
hacer una barbacoa en el campo. A las nueve ya me había duchado y
desayunado y tenía preparada la mochila. Abías nos recogería con el
coche en el quiosco del parque a Tomás y a mí; después pasaríamos por
casa de Yukio y luego iríamos a comprar todo lo necesario: panceta,
chuletas, chorizo, salchichas, un poco de jamón, unas aceitunas,
patatas fritas, pan, refrescos, platos, vasos y cubiertos de plástico,
servilletas...

Hacia las once y cuarto estábamos preparados para salir y nos
dirigimos al merendero Los Fenicios. Aunque estaba cerca de la ciudad
y había sido arreglado recientemente, no era muy frecuentado,
seguramente por los rumores que decían que había restos de rituales de
aquella civilización. Cuando llegamos, dejamos el coche en el
aparcamiento y elegimos una mesa cercana al lago. Conectamos un equipo
de música portátil y sacamos el jamón, las aceitunas y las patatas. El
sol estaba ya en su plenitud, pero era mitigado por una leve brisa que
daba como resultado una temperatura muy agradable.

- Me encanta este sitio -dijo Tomás. Cuando yo era pequeño, venía aquí
con mi hermano a buscar restos fenicios.

- ¡Pero si no hay! -afirmó Yukio.

- Dicen que uno de los obreros que trabajó en la remodelación encontró
unos huesos -comentó Tomás.

- ¿Y tú te lo crees? -preguntó Yukio con tono incrédulo.

- Pues...

- ¡Eso son leyendas!

- No sé yo qué decirte... -–intervine yo. Mi abuelo me ha contado
varias veces que hay una momia en la cueva d El lince. Uno de su
pandilla la encontró un día y no se atrevió a volver por allí.

- ¡Pues yo sigo diciendo que eso es mentira! -dijo Yukio. Si os
atrevéis, vamos a buscarla después de comer; ya veréis como allí no
hay nada.

- Yo prefiero alquilar una barca y darme un paseo por el lago -dijo Tomás.

- ¡Qué cagueta...!

- Sí, sí, cagueta...

- Seguramente no podremos ni entrar -añadí. Si hace tanto tiempo que
no va nadie, habrá mucha maleza y estará tapada la entrada.

- ¡Otro que se raja!

- ¡Qué va! Yo me apunto. Varias veces he querido ir allí en bicicleta
y quiero comprobar cómo está el camino.

- Y tú, Abías, ¿te apuntas? le preguntó.

- Sí. La verdad es que yo no creo mucho en esas cosas...

- Pero si no hay nada que creer -le dije. Se sabe que los fenicios no
se adentraron mucho en la Península Ibérica, por lo que dudo mucho que
por aquí haya restos de esa civilización.

- ¿Y la momia? –preguntó Tomás.

- Seguramente sea algún esqueleto animal o una pintura rupestre que
alguien ha visto mal. Yo creo que puedes venir con nosotros sin miedo.

- Bueno...

Encendimos la barbacoa y a eso de las dos ya estábamos dando cuenta de
las viandas. Abías se hizo cargo de asar las cosas y Yukio de
servirlas. Tomás no hacía más que mirar al cielo con semblante
preocupado y no participaba de la conversación.

- Estoy viendo venir algunas nubes. Creo que va a llover.

- Eso es porque no quieres venir a la cueva -dijo Yukio
inmediatamente. Si llueve, no vas a poder navegar en el lago y te vas
a quedar aquí solo.

- No hay problema. Me quedo en el coche.

Poco a poco el sol fue dejando sitio a unas nubes cargadas de agua que
amenazaban con abrir sus estómagos y dejar caer su carga. La oscuridad
se apoderó del entorno y todo se sumió en penumbra. En previsión de
que comenzara a llover en cualquier momento, recogimos la basura y la
arrojamos al contenedor, y guardamos la comida que nos había sobrado.
Aunque eran cerca de las cinco, parecía que estaba a punto de
anochecer.

- No pensaréis ir a la cueva, ¿verdad? -preguntó Tomás con voz trémula.

- ¡Claro que sí! -contestó Yukio entusiasmado. ¡Ahora sí que va a ser divertido!

- Estáis locos... –dijo él en un susurro.

- No te preocupes, Tomás -intervine. Procuraremos tener cuidado, sobre
todo para no torcernos un tobillo y llegar enteros.

- Esperad -dijo Abías. Creo que tengo una linterna en la guantera.
Vamos a necesitarla.

- Está bien pensado -dije. Todavía se ve bien, pero cuando volvamos
casi no habrá luz.

- ¡Qué pena! -dijo Yukio. Si lo hubiésemos pensado antes, podría
haberme traído un machete, por si nos encontramos una culebra o
tenemos que abrirnos paso entre las plantas.

- No hay problema -comentó Abías. La primavera se ha atrasado bastante
este año y la vegetación aún no tiene mucha fuerza.

Nos despedimos de Tomás y nos encaminamos hacia la cueva de El Lince.
Los dos o tres grupos que habían ido al merendero se habían ido ya y
el silencio reinante era sepulcral. Rodeamos parte del lago y tomamos
una vereda que se metía en el bosque. El camino era bastante ancho y
los arbustos y setos de las márgenes nos permitían ver alrededor de
nosotros. Tras recorrer un kilómetro, comenzamos a subir una pendiente
bastante pronunciada y doscientos metros más adelante nos desviamos a
la izquierda y empezamos a bajar por un sendero mucho más estrecho y
escarpado.

- El camino está mejor de lo que me imaginaba -comenté. Puedo venir en
bici hasta aquí y dejarla escondida entre estos matorrales. La cueva
queda a nuestra derecha, pero hay que bajar esos peñascos. ¿Veis ese
círculo de tierra con esa especie de choza en un lado? Pues se entra
por ahí. La cueva está justo debajo del círculo.

De pronto oímos un ruido a lo lejos.

- ¡Tormenta! -dijo Abías.

- ¡Qué va! -comentó Yukio. Eso debe de ser algún coche que va por la carretera.

Llegamos a los peñascos y buscamos el mejor sitio para acceder al
círculo. Cuando estuvimos los tres abajo nos dirigimos hacia la
entrada de la cueva.

- No la conozco -les dije en voz baja como para mimetizarme con el
entorno, por lo que no sé cómo se entra. Supongo que será alguna
abertura que haya en el suelo o cerca de él.

Yukio se adelantó para inspeccionar, mientras que Abías empezó a
remolonear un poco.

- ¡Aquí está! -dijo el primero con voz alegre. ¡La he encontrado! La
entrada es muy grande, pero se estrecha dos metros más adentro.

Llegamos nosotros dos y nos detuvimos a la entrada, como no queriendo pasar.

- ¿Qué hacemos? -preguntó Yukio mucho más tranquilo.

- Entrar, ¿no? ¿Para qué hemos venido?

Yukio no manifestaba tanto entusiasmo como hasta entonces y Abías
parecía que se estuviera arrepintiendo de haber ido. Di el primer
paso, tomé en mis manos la linterna y me adentré en la cueva, seguido
muy de cerca por Yukio y Abías. Dos metros más adentro el recorrido
comenzó a describir una curva hacia la derecha haciéndose cada vez más
estrecho y de menor altura. Además, íbamos descendiendo y pronto la
luz había desaparecido. Sentía el aliento de mis compañeros muy cerca
de mí, hasta que noté que el techo me obligaba a agacharme y continuar
de rodillas. Recorridos unos diez metros, llegamos a una estancia
bastante amplia con una abertura superior que permitía la entrada de
algo de luz del exterior. Antes de poder adaptarme a la nueva
situación, oí un grito detrás de mí que me heló la sangre y me puse a
temblar, más por el susto que por el ruido en sí. Cuando me di la
vuelta, contemplé a mis compañeros que huían despavoridos por el túnel
y desaparecían. Tras la impresión inicial, volví a mi posición
primigenia y pude ver lo que les había producido aquel pánico: en la
pared de enfrente se veía, claramente, una figura humana de casi dos
metros que me miraba fijamente con unos ojos claros y grandes.
Lentamente fui alumbrándola con la linterna y pude analizarla. La
figura estaba colocada en un poyete de piedra de casi medio metro de
altura; las piernas eran cortas y robustas, los brazos estaban
cruzados en el pecho y tenía algunos adornos metálicos en las orejas.
Al acercarme comprobé que el hilo que la envolvía se conservaba en
buen estado, aunque había perdido gran parte del color original.

- ¿Eres fenicia? -le pregunté con un susurro.

Obviamente, no esperaba ninguna respuesta. Aun así, al cabo de unos
segundos me pareció ver que su boca se movía levemente y surgía el
contorno de una sonrisa. Me figuré que eran imágenes mías y no le di
la mayor importancia, pero volví a preguntarle:

- ¿Llevas aquí mucho tiempo?

Si no hubiera sido porque bebí agua y refrescos, habría jurado que
estaba borracho. Con toda nitidez percibí que el semblante de la momia
se tornaba triste.

- ¿Te duele algo?

Los ojos de la figura se movieron levemente y miraron hacia abajo.
Seguí su mirada y contemplé que el hilo se estaba soltando por una de
las rodillas.

- No te preocupes. Como yo no entiendo de estas cosas, avisaré a los
especialistas para que te curen.

Su boca dibujó de nuevo la sonrisa y sus ojos se tornaron claros otra vez.

- Ahora he de irme. Mis compañeros estarán esperándome en el coche
para volver a casa. Avisaré a las autoridades del museo arqueológico
para que se hagan cargo de ti. Adiós.

Me di la vuelta y me dispuse a salir.

Cuando llegué al coche, vi a mis compañeros con caras muy preocupadas.

- ¿Te pasa algo? ¿Qué ha ocurrido? ¿Te ha atacado algún animal? ¿Te ha
hablado la momia?

- Sí -contesté con un susurro.

Según he sabido más tarde, me llevaron al servicio de urgencias porque
me había quedado sin habla y había perdido el color de la cara. Se me
veía el miedo en los ojos y me había quedado inerte, como sin vida. Me
derivaron a una clínica psiquiátrica en la que, tras hacerme una
regresión hipnótica declaré lo que sigue:

“Me di la vuelta y me dispuse a salir. Cuando estaba entrando en el
túnel, escuché claramente una voz cavernosa que me decía: “Adiós.
Gracias por haber venido a verme”. Corrí todo lo que dieron de sí mis
piernas. Salí de la cueva como alma que lleva el diablo y no recuerdo
ni cómo subí los peñascos. Llegué al coche con las rodillas
ensangrentadas y los brazos y cabeza muy golpeados, y la linterna
había dejado de funcionar por la fuerza con la que la sujetaba.
Balbuceaba palabras inconexas en un tono casi inaudible y no respondía
a ningún estímulo externo. En el hospital tardaron mucho tiempo en
encontrarme el pulso y tuvieron que masajearme algunas partes del
cuerpo para que entrara en calor y pudiera moverlas”.

* * *

Han pasado cuarenta años de esto y aún no me he recuperado del todo.
Me he hecho construir una barbacoa en el patio trasero de mi casa para
no tener que ir a ningún sitio a hacerla. De vez en cuando invito a
mis amigos a comernos una, y cuando alguno osa sacar algún tema
relacionado con muertos y culturas antiguas, es cortado de raíz solo
con verme la cara de espanto que se me pone. Oigo con frecuencia
historias de jóvenes que hacen excursiones a la cueva de El Lince para
ver una momia fenicia que se rumorea que hay allí, y el pulso se me
acelera. Todavía no les he contado nada a mis nietos para que nunca
tengan la tentación de ir, pero estoy seguro de que ya la conocen.

Fin.

¡Felices sueños!

Isaac Mansaborino