Texto publicado por SUEÑOS;

cuentos olvidados,

cuento
pais ecuador.
origen relato.

ESPEJISMO

Yanna Haddatty

«Para encontrarse tienen que superar las profundidades del abismo, transitar muy arriba, ir siempre más allá...» No ríen más al recordar estas palabras: las provisiones se acaban, y están cansados de convencerse el uno al otro de que la línea que asoma en el horizonte no es más que otro surco de los que trazó el viento en la arena, porque la carretera es el espejismo que se les presenta desde que salieron de Orán.
Después de una primera noche en un hotel ideal, salieron en un jeep hacia los Atlas. Pronto perdieron de vista el Mediterráneo, y el camino que se abrió en su lugar no se les anunció tan alentador como el crucero en el que habían llegado. De común acuerdo guardaron la semana de fiesta y lujo en la custodia del hotel, junto con todo lo que les resultara accesorio: relojes pulsera, joyas, cámaras, cheques de viajero.
—Imagina la historia que hay en estos caminos... —dijo Ángela en cuanto la costa quedó atrás, buscando entusiasmarse con la aventura—. Este paisaje está poblado de recuerdos.
El conductor, delgado y moreno, no se interesó en absoluto por la pareja. Cumplió únicamente con su deber: manejó a buena velocidad, respondiendo parcamente a lo que se le preguntaba. Se llamaba Tufik. Era de Orán. Conocía la región con luz y a oscuras. Manuel trató de hacerlo hablar un poco más, pero fue inútil. Después de un tiempo lo suficientemente largo como para que sus comentarios, el paisaje inalterable y el traqueteo del viaje lo hubieran adormecido, Tufik se detuvo. Con una sonrisa —«primera y única», recordaría Manuel a cada instante— les anunció que ése era el punto uno del recorrido.
«¿Cómo puede saberlo», pensaron, «si el sitio es exactamente igual a cualquier otro del camino, arena a uno y otro lado?». Miraron con sospecha y descontento la árida y candente naturaleza que los esperaba. Tomaron su equipaje de ruta y, a pesar de que ambos dudaban de la honradez del hombre, no hicieron más que despedirse de él luego de darle el anticipo. Tufik señaló hacia el norte.
Ángela y Manuel iniciaron su caminata con el mismo paso, figuras gemelas de camisa blanca y mezclilla. El plano, la brújula, las mochilas de estreno, la tienda de acampar desmontable.
—¿Habías tenido alguna vez una confrontación más directa con la nada? —preguntó Manuel durante la primera pausa que tomaron para comer—. La arena, las montañas, y aquí sólo nosotros...
—De vuelta en Orán debemos comprar un par de turbantes.
Manuel consideró que pensar en el regreso al momento de la partida implicaba un deseo de no haber salido. Incómodo, dijo:
—El hostil Tufik no habrá llegado todavía a la ciudad.
La mujer no estuvo de acuerdo. Primero, el hombre no era hostil, únicamente hablaba muy mal el inglés y le molestaba hacerlo. Segundo, por supuesto que a esas horas estaría de nuevo en Orán; llevaban ellos allá más tiempo, mucho más, del que duraba el viaje. Hacía rato que no se distinguía la carretera.
Manuel lo sintió como un reproche. Ángela no tenía derecho alguno a reclamar: a nadie se debía la excursión más que a ella. Llegó con los folletos de turismo no convencional, lo había convencido, por eso estaban allí. Él añadió la mejor parte: el avión únicamente hasta Europa, y luego el crucero por el Mediterráneo.
Al día siguiente se sintieron orgullosos de su adaptación a la vida sin comodidades, a su resistencia, a la correcta elección del equipaje.
En algún momento de la caminata dijo Ángela: «Parece que nos vamos encontrando». Cinco años de noviazgo y tres de matrimonio la habían acostumbrado a ese uso del plural que cuando no encubría una orden resultaba cariñoso. Manuel sonrió mientras hacía la cuenta del agua y de las latas de conserva que les quedaban.
Al tercer día los sorprendieron dos caravanas, gente a pie y a camello, que cruzaban el desierto en dirección diferente a la suya. Ambos lamentaron no haber llevado una cámara. Un muchacho les lanzó un par de frutas, parecidas a cocos, que fueron su banquete. El silencio lo rompió Ángela, mucho rato después:
—Es cierto, para bien o para mal, nos encontramos. En nuestro egoísmo y en nuestra fuerza.
El hombre le dio varias vueltas a la frase, estuvo alternativamente de acuerdo y en desacuerdo, no dijo nada.
Esa tarde, la visión del otro era el reflejo que trataban de evitar: sucios, desaliñados, exhaustos, caminaron juntos por instinto de conservación, mirándose lo menos posible, sin cruzar palabra. Sintieron que lo que dijeran los llenaría de arena hasta los dientes. Cuando empezaba a oscurecer la vieron. Temieron hallar desacuerdo en los ojos del otro, y sin embargo se miraron. Y cuando al coincidir confirmaron que esta vez no era una serpiente lo que oscurecía la arena, ni la sombra de una depresión más pronunciada que las demás, se despojaron de mochilas y otros bultos, y corrieron liberados hasta la carretera donde, cumplidamente, los esperaba Tufik.

Yanna Haddatty (Guayaquil, 1969). Ha publicado en cuento Quehaceres
biblioteca del abuelo.