Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Enamorado Del Dos Por Cuatro.

Enamorado Del Dos Por Cuatro
V-2.14

Don Norberto entrecerró los ojos dejándose llevar por una irremediable somnolencia. En su boca se perfilaba una ligera sonrisa que sujetaba el cigarro, mientras le comentaba a su nieto: “Vos sabés que la nostalgia es una cosa que te viene solita… solita y en silencio arrastrando lo que dejaste atrás y, así como el agua busca su nivel, tu sangre tira y te lleva lejos en el enjambre de la memoria. Entonces llega un momento de la vida en el cual mirás por sobre el hombro y recordás a tus amigos, tu vieja casa, tu propio ayer o a ese alguien que fue tan especial para vos… Y bueno, ahí apretás los labios, te aguantás la punzada y tratás de contener un lagrimón. Se dice por ahí que la vida no se limita a una suma de lo que hemos sido nosotros, sino también de lo que pretendemos ser”.
Cierto era que había sido amplia la existencia de don Norberto, y que en ella hubo de todo un poco, pero prevalecían sus vivencias con el tango. Sabía repetir sus historias de cuando era un pebete más del barrio y con los otros borregos copaban la plaza con un picadito, aquellos desafíos a la pelota que eran de puro entusiasmo, alegrías y pasiones. Aunque en algún instante, el mundo se detenía para él ante otra pasión, un berretín que lo desbordaba, y era en cuanto aparecía el viejo del organito, dándole manija para arrancar las notas del tango “Caminito” o “Yira Yira”… Y rogaba que alguna comadre le diera unas monedas al viejo a cambio de un papelito con el horóscopo preciso que entregaban las cotorritas componentes del organillero. Lo contaba una y otra vez, pero al abuelo siempre le brotaba un tarareo con las melodías del organito, hasta que se le iba cerrando la garganta y humedecían sus ojos.
Fueron muchas las vivencias causantes de este hermoso y placentero discurrir de los años. De hecho, la mayor parte de su vida la había pasado en ese mismo barrio al cual amaba con sentimientos surcados por huellas de un clima tanguero.
Nada era chamuyo… La Libreta de Enrolamiento de don Norberto denunciaba sus inexorables 84 años. Su aspecto físico, por el contrario, podía confundir a cualquiera. Se mantenía delgado y bien puesto, con un paso ágil y seguro, que en poco tiempo había mutado de cuando se paseaba por los patios de tango del arrabal porteño de Boedo, aquel que lo había tenido por un infaltable feligrés.
Su casa, la de siempre, era hoy la de su familia completa que constituían Azucena, su única hija, Raúl, su yerno, y los dos nietos, Marisa, de 17 y Juan Carlos, “de 23 para 24”, como le gustaba decir al abuelo.
Norberto había sido un hombre de trabajo, típico miembro de ese sector social que en sus años mozos logró forjar su vida en base al sacrificio que aprendió de sus padres. Ordenado y austero, supo hacerse tiempo para sus obligaciones y para la diversión. De lunes a sábado a las 12, el reloj marcaba las horas del taller metalúrgico meta torno y balancín, pero desde el mediodía sabatino hasta la sirena del lunes, se abría la puerta de la salida, la milonga y lo que viniera. Ese físico que todavía lo distingue fue el elemento que lo destacó en las pistas de baile de los barrios, cuando al compás de un tango lucía sus dotes de bailarín apasionado que despertaba admiración, celos y suspiros.
Enamorado del dos por cuatro, vivió a pleno ese tiempo ido de glicinas y malvones, de bandoneones y violines, de cortes y quebradas. Ahí conoció a “Flory”, su amada Florencia, la esposa fallecida ya hace tiempo. También en ese lugar formó su barra de grandes amigos, de los que apenas quedan dos o tres, pero cuyo recuerdo se mantiene fresco en su memoria.
De sus tiempos de polainas, tamangos de charol, funyi y traje oscuro le viene su pasión tan fuerte, y en aquel entonces la efusión lo llevó a comprar un fino bandoneón “Doble A”, negro medio nácar, que aún conserva y con el que cada día saca acordes que hoy, entre el frenesí y la fricción de los almanaques, para algún experto podrían doler en los oídos pero que para él son un viaje a la profundidad de sus sentimientos.
La vieja casa tipo “chorizo” mantiene su frente, pero en su interior se hicieron algunas modificaciones para adaptarla a las necesidades de la familia. Así fue que don Norberto pasó a tener su cuarto sobre la medianera del fondo, separado de la casa por un patio de madreselvas, geranios, margaritas, malvones y una glicina que él mismo cuida con la meticulosidad de un artesano.
Lejos de sentirse aislado, el abuelo disfruta de su cotorro, albergue de sus recuerdos, de sus fantasías, de su colección de viejos números de El Gráfico y Mundo Deportivo, Rico Tipo, algunos ejemplares amarillentos del diario El Mundo, unas pocas Caras y Caretas, álbumes con discos de pasta con el sello de la RCA Víctor y otros de Columbia. Las polainas y un par de timbos de charol gastados en las pistas de baile, una imagen de Carlos Gardel con el obelisco de fondo, el enorme afiche borroneado anunciando la actuación de Aníbal Troilo, su ídolo máximo, en un club de Balvanera y sobre el viejo baúl, el estuche que guarda su joya más preciada, su amigo y confidente de aventuras de otro tiempo, el bandoneón.
Una tarde Azucena le avisó que quedaría solo porque los nietos no volverían hasta la hora de cenar, Raúl trabajaba hasta tarde y ella tenía turno en la peluquería y de ahí se iba a la casa de una amiga que cumplía años.
- Lo único que te encargo, papá, es que atiendas al Gordo Daniel, que va a venir a arreglarme el tubo fluorescente de la cocina, que me anda fallando. - le indicó antes de partir.
El “Gordo Daniel” era un vecino del barrio que desde su jubilación en el sector mantenimiento de una fábrica que ya no existe, se dedicaba a reparaciones menores, esas que siempre se necesitan en las casas y que tanto cuesta encontrar quien las solucione.
Taconeaba la “FM Dos por cuatro” en el ambiente y de pronto sonó el timbre. La puerta de entrada, con rejas de hierro y un vidrio translúcido le permitió ver la figura gordita e inconfundible de Daniel, que valija de herramientas en mano, venía a cumplir con su misión. Norberto giró la llave abriendo presuroso la puerta… y poniendo grande los ojos, enmudeció.
- Buenas tardes, mi amigo. -dijo el visitante con un gesto amable- Con permiso, varón…
Mientras este hombre ingresaba al interior de la casa por ser habitué, Norberto no podía dejar de emocionarse. El corazón le galopaba en el pecho como caballo desbocado y la sequedad en la garganta casi le impedía emitir sonido.
- ¡Aníbal Troilo!, ¡Pichuco!, ¡Maestro! -Balbuceó Norberto asombrado.
La figura inolvidable de Troilo lo miró con su inmensa cara redonda, con la papada como una media luna y los ojos chiquitos como dos luciérnagas, el peinado a la cachetada disimulando la pelada, traje oscuro, moño al cuello y el estuche del instrumento en su mano derecha.
- Vamos a hacer unos tangazos, Norberto. -dijo Troilo con tono fraternal.
- Y como si fuera de la casa enfiló para el fondo, derecho al reducto del anfitrión, todavía confundido y sin reacción. Norberto lo siguió como un autómata, midiendo con precisión cada paso y cada movimiento, el respiro de la figura del Maestro que, créase o no, estaba una vez más ahí en su casa con el bandoneón, con su calma y con su ángel.
Ya en la habitación, Norberto le ofreció la mejor silla, la que tiene respaldo, mientras él se sentó en la banqueta pequeña que estaba en un rincón junto a la catrera. Pichuco desenfundó el fuelle, se calzó sobre las rodillas el paño de terciopelo negro bordado que tantas veces había admirado desde lejos, y arrancó con “La Cumparsita”. Un torrente de armonías inundó cada rincón de la pieza, con una suavidad melódica que trasladó a Norberto a un estado de hipnosis. Troilo abrió los ojos, esos que cerraba con un gesto inconfundible mientras tocaba, y con una señal le indicó a su compañero que desenfundara el suyo para acompañarlo.
Así fue que los dos bandoneones se mezclaron en un duelo desigual y desfilaron juntos por las calles de notas de “María”, ”Alma de bohemio”, “La última curda”, “Garúa”.
- ¡Bien, Norberto! -dijo Pichuco en un momento-, o al menos así le pareció escucharlo.
A esta altura Norberto ya se había liberado de sus nervios y sentía dentro de él los duendes que lo acompañaban en sus noches de milonga.
Sólo pararon por un rato, tanto como para que Troilo revisara y comentara algo de las notas de Caras y Caretas, El Gráfico y echara una nostálgica mirada al afiche que anunciaba su actuación en uno de los tantos salones que recorrió. Después se puso de pie y acarició tiernamente el retrato de la Flory, quien desde hacía varios años escuchaba el dos por cuatro de su fuelle esbozando una sonrisa desde el cielo, porque ella nunca dejó de compartir la pasión de su esposo
Mientras tanto, y a pedido del Maestro, Norberto había preparado el mate amargo que degustaron juntos como dos amigos del alma.

Otra vez sonaron los acordes de los bandoneones, y la velada terminó con un clásico, “Quejas de bandoneón”, un himno de la mitología tanguera que sacó de las manos de troilo lo mejor de su arte inigualable.
- Se me ha hecho tarde, viejo… - dijo “Pichuco”, que enfundó prolijamente el fuelle y se alistó para retirarse, mientras acordaban que en la próxima se jugarían un “truquito”.
Norberto lo acompañó hasta la puerta, lo despidió conteniendo la emoción que amenazaba por desbordarlo y se quedó mirando su figura hasta que dobló en la esquina para el lado de la avenida San Juan.
- ¡Grande, troesma! -susurró como un rezo.
Cerró y casi no tuvo tiempo de ordenar sus pensamientos, porque el sonido de la llave de la puerta del frente anunciaba que alguien llegaba. Era Azucena, que venía apurada porque debía preparar algo para cenar. No para ella, que estuvo en el cumpleaños de su amiga Berta, pero sí para el resto de la familia, que a la hora de sentarse a la mesa no perdonaba.
- ¿Todo bien, papá?, ¿vino el “Gordo” a echar mano en lo suyo?
- Sí, todo bien, hija. ¡Cómo no va a venir mi amigo el gordo! -respondió Norberto con absoluta seguridad-. Vino y echó manos al asunto, haciendo lo que él sabe hacer a la perfección… ¡Bien debute!
Azucena ya estaba yendo camino a la cocina a tantear el tubo fluorescente, cuando la detuvo el teléfono. Justo era el gordo Daniel que en un gesto de amabilidad que le era propio, se disculpaba por la ausencia originada en una complicación de otro laburo.
- No se preocupe don Daniel, lo espero mañana, no es tan urgente- dijo ella y colgó con un gesto de resignación.
“Pobre papá”, pensó. ”Son los años… y claro, el alemán también…”
El yerno Raúl que captó esa pifiada, sonriendo parafraseó: “Ay… tango que me hiciste mal, pero sin embargo te quiero…”
A la hora de la cena, todo transcurrió de manera normal. Alguna discusión entre los chicos, un comentario de Raúl sobre la posibilidad de una mejora en el trabajo y otras generalidades sin importancia.
Listo para irse a la cama, la nieta le alcanzó al abuelo, como todas las noches, las tres pastillas: una, la blanca, para favorecer la digestión, que el viejo tragó con un sorbo de agua. Las otras dos, la roja chiquita, para la memoria y la amarilla más grande que era el vasodilatador para la arteriosclerosis, Norberto se las puso juntas en la boca y las acompañó con otro trago de agua.
- Hasta mañana- dijo el abuelo y salió para su cuarto.
Pasó por el baño y escupió las dos pastillas que había guardado prolijamente debajo de su lengua y las mandó a curar la memoria y dilatar los vasos de la red cloacal, como todas las noches.
La pieza era un despiole, el cotorro estaba lleno de notas, acordes de un dos por cuatro, y del mismísimo ángel de Aníbal Troilo. Norberto se puso el pijama, se metió en la cama y, antes de apagar la luz, movió sus manos mientras esbozó un “¡chan-chán!”, como un final de tango… haciéndole una sonrisa cómplice al bandoneón, que desde encima del viejo baúl pareció devolver el gesto.
Apagó la luz, que ya no necesitaba, porque a partir de ahí le bastaba con la luz de los recuerdos, de la emoción y de los sentimientos. Así murmuró… Tal vez mañana venga acompañado por nuestro compinche Troilo, aunque sea por un rato, el Rey del Compás Juan D’Arienzo para mandarnos juntos unos lindos tangos… o quien te dice… se arrime el otro amigazo Astor Piazzolla con su Nonino en el fuelle…
Norberto se dormía con lentitud, como si estuviera pendiente para despertarse a la mañana siguiente y reconstruir una y mil veces sus aventuras de dos por cuatro, y así en un último suspiro de relajación balbuceó:
- Ah… y no quiero ni pensar el balurdo que se me armaría con la Flory si se aparece por aquí la Tita, la Merello que siempre anda chismeando que “Se dice de mí, se dice de mí…”. Es una buena mina… Pero si es amiga del gordo Pichuco…Me las banco. ¡Ojala que a esta percanta no se le ocurra mañana venir a joder!

© Edgardo González
“Cuando la pluma se agita en manos de un escritor, siempre se remueve algún polvillo de su
alma”.