Texto publicado por SUEÑOS;

Cuentos olvidados.

cuento
pais USA.
origen ficcion.
EL CINTURÓN DEL ROBOT

Dermèze Yves

Uno se pregunta cómo nuestros pobres antepasados del siglo XX podían vivir «en familia». Acabo de visionar mi sexto curso de historia moderna y contemporánea…
Es impresionante. Que hayan vivido en habitaciones de piedra u hormigón, ignorando los materiales plásticos deformadles que utilizamos ahora… puede pasar. Que se trasladaran en «autos», por «carreteras» recubiertas con esa pasta negra que actualmente se reserva a las tinajas de las fábricas especializadas en la germinación artificial, lo acepto. Pero… que hayan pasado sus mediocres existencias en familia…
A primera vista, no se comprende bien esa expresión. El profesor Slater nos la explicó detalladamente en la audiovisión. Se toma una casa de tres, cuatro, cinco cuartos… (las viviendas, hace cuatro siglos, estaban divididas en cuartos inamovibles. ¡Qué incómodo debía ser! Es asombroso que nuestros antepasados no hayan inventado nuestro plástico móvil, que se endurece o se ablanda instantáneamente).
En esas tres, cuatro o cinco piezas, se amontonan un hombre, una mujer y sus hijos… dos, cuatro, doce, a veces. Digo bien: doce. Hay documentos que escaparon a la Gran Catástrofe de 1993 y muestran malas «fotografías» de algunos reproductores premiados. ¡Así estaban las cosas!
Pero me estoy yendo por las ramas. Un hombre, una mujer, sus hijos. Está casi comprobado que los niños nacidos fuera de su vida en común no eran admitidos en el «hogar». Eso nos deja totalmente perplejos. Que la madre amamante a las crías es un rasgo común a todas las razas animales poco evolucionadas, aunque generalmente los abandonan en cuanto pueden cuidarse de sí mismos. En cambio, la mujer del siglo XX parece haberse negado siempre a abandonar a sus hijos cuando crecían. Uno se pregunta por qué.
Sea por las razones que sea, esa costumbre familiar explica muchas cosas, según el profesor Slater: el hombre y la mujer pasaban, con bastante rapidez, del amor a la resignación, la nerviosidad y el odio. El equilibrio moral se rompía, los cerebros se volvían irascibles, las querellas nacidas en el interior del «hogar» se extendían a las familias vecinas y luego crecían, hasta abarcar naciones enteras. Slater supone que la mayor parte de las guerras de otros tiempos (desgraciadamente no conoceremos nunca su extensión ni sus causas, ya que todos los documentos se perdieron) se debían en gran parte, a esa «vida familiar» casi animal.
Había llegado a ese punto de mis reflexiones cuando Greta asomó la cabeza a través del tabique. Verdaderamente, la necesitaba. Me resultaba doloroso pensar en esos antepasados que, como el zorro en su cubil, no disfrutaban de un solo momento de verdadera tranquilidad y perdían en sus disputas tontas las pocas horas de que podían disponer después de su espantosa lucha por la vida.
Cuando Greta atravesó la pared obedeciendo a mi invitación, le sonreí. Ella sonrió inmediatamente con sus ojos azules y sus labios rojos y yo sabía, gracias a Dios, que ningún rencor, ninguna segunda intención podían ocultarse tras esa sonrisa.
Nunca lo había pensado antes, pero nuestras mujeres son, quizá, la mejor conquista de nuestra supercivilización, 21 de mayo ¡Absolutamente inimaginable! Estoy trastornado. El profesor Slater ha logrado reconstruir unos fragmentos de esos «periódicos» impresos que leían nuestros antepasados. Allí supimos que legalmente, una mujer -o un hombre- no tenían derecho a entregarse más que a su legítimo dueño, ¡ni aunque este último estuviera de acuerdo!
Mejor aún: en esos casos, la ley aseguraba severos castigos al hombre y a la mujer. Parecería, asimismo, que algunos precursores que poseían un ganado femenino y alquilaban sus servicios a sus semejantes (en suma, algo muy parecido a nuestra organización actual) ¡padecieron los rigores de una sociedad primitiva!
Pero ¿dónde terminaríamos si actuásemos de esa forma? Un ejemplo: Greta está aquí, cerca de mí, mientras confío mis pensamientos al magnetófono. Espera que le dé alguna orden, que le indique una tarea. Sin embargo, no la necesito para nada, ya que estoy registrando estas reflexiones. Por lo tanto, si le dijera que fuese a casa de Svan. mi vecino, y se ofreciese a él, yo sería culpable ante la ley de ellos. ¡Pero es una locura! ¿Por qué? ¿Por qué razón esos atrasados del siglo XX hubieran condenado a Greta a permanecer inactiva cuando yo no la necesito? Y si Nel, el hombre de esa Helena que trabaja conmigo en el laboratorio, tomara en sus brazos a una mujer que no fuera Helena, ¿le condenarían? Es insensato. El profesor Slater sugiere también que, en ese caso, se condenaría a Helena, por su complicidad, pero no se molestaría a la otra mujer. Tengo ganas de gritar. Prefiero pensar que Slater se ha equivocado.
Él intentó explicar que el egoísmo de los seres primitivos justifica ese comportamiento. Es evidente. Si miro a Greta, de pie a mi lado, no puedo comprenderlo…, pero yo no soy primitivo. Si acaricio el muslo de Greta que, por supuesto está desnuda, la caricia es muy agradable. Pero ¿por qué tendría que sentir despecho si otro hiciese lo mismo?
-Siéntate -digo a Greta.
-Sí, Kurt.
¿Por qué no le pregunto qué está pasando? La idea no es mala. Podría hacer una investigación entre los hombres y las mujeres que conozco y llevar mis notas al profesor Slater. Seguramente le interesarían.
Estudio a Greta, sentada y encantadora. Sus cabellos cobrizos cubren su espalda y su sonrisa es exactamente la sonrisa afectuosa que debe mostrar.
-No -le digo dulcemente-. En este momento estoy trabajando.
El matiz afectuoso desaparece, pero la sonrisa subsiste. Greta es una mujer perfecta. En el fondo creo… sí, lo creo, que «tuve suerte». Que se me perdone la expresión. Pero si comparo a Greta con Rosy, la mujer de Svan, o con Nel, el hombre de Helena, debo reconocer que es superior a ellos. Tiene un no sé qué que me emociona profundamente. Sin duda, es el recuerdo de las horas en común. El profesor Slater tocó ese tema en una clase, el año pasado. Me he habituado a mi mujer. Por un lado, eso me molesta; el hábito es una forma de senilidad precoz. Quizá conviniera que Greta se tiñera los cabellos. ¿De rojo?
¿De negro? No; de negro no. No me gustaría una Greta morena.
-¿Greta?
-¿Kurt?
Estoy muy pensativo. Hay algo que no termina de ponerse en marcha dentro de mí, un mecanismo de reflexión que conozco. Viene del inconsciente y, más o menos rápidamente, sube, hasta flotar entre las ideas conscientes. Hasta este momento no sé en qué estoy pensando, pero lo sabré dentro de un instante.
Me levanto y rodeo con el brazo los hombros de Greta.
-Querida, hace mucho tiempo había una ley humana, concebida de manera tal que las mujeres… No, me estoy explicando mal. En otros tiempos, los hombres, que eran muy primitivos, no podían tolerar que sus mujeres se entregaran a otro. Su orgullo se rebelaba ante esa idea. ¿Entiendes eso?
-Lo entiendo -respondió Greta sin dejar de sonreír.
-Y ¿sabes por qué se comportaban así?
Ella hizo un mohín.
-¿Cómo podría saberlo?
Por supuesto. ¿Cómo podría saberlo? Soy un estúpido. Mi pregunta estuvo mal hecha. No puedo obtener una respuesta más que hablando de las cosas que Greta sabe.
-Bueno, Greta; escúchame. Si te dijera que te levantaras, fueras a casa de nuestro vecino Svan y te entregaras a él, ¿qué harías?
Ella se pone de pie y va hacia el tabique. Apenas tengo tiempo de detenerla.
-¡Detente, Greta! He dicho simplemente; «Si te dijera.»
-Te había oído mal.
Eso me deja perplejo. Es la primera vez que reacciona de esa forma.
-Veamos; ¿habrías ido?
-Claro que sí, Kurt.
-¿Hubieses sufrido? -pregunto, lentamente.
Hay un abismo de incomprensión en su mirada.
-¿Sufrir? ¿Por qué?
Sí, claro. La respuesta no podría haber sido diferente. Y sin embargo… sí; sin embargo esa respuesta me oprime el corazón.
-Siéntate -le digo.
Nervioso, con el ceño fruncido, vuelvo a mi asiento automático. Siento que me vuelvo loco. «Sufrir… ¿por qué?», dijo Greta. No podía responder otra cosa.
¡Pero soy yo, Kurt, quien sufre! ¡Esa visión de Greta en brazos de Svan…! ¡Svan, a quien tres trasplantes sucesivos no han permitido igualar la altura de sus hombros! ¡Svan, que desde su nacimiento, y a pesar de todo lo que le han hecho, tendrá siempre el hombro izquierdo atrofiado! ¡Greta, en los brazos de un inválido! Oh, sé muy bien que en oíros tiempos, la humanidad estaba llena de jorobados, cojos y deformes, y que la invalidez de Svan es teórica.
No importa: la clavícula de su hombro izquierdo mide dos centímetros menos que la del derecho. Greta, ¿en el lecho de ese monstruo?
Me apercibo de que mi respiración es agitada.
Es una locura. Debo tener fiebre. Me esfuerzo por razonar con sensatez. En primer lugar, Svan no parece deforme. Lo es, y yo lo sé porque asistí a su operación, pero, para ser franco, soy uno de los pocos que lo saben. Físicamente no tiene hada de repugnante.
La certeza se me impone: mi reacción no proviene de la personalidad de Svan. Además, basta con que trate de imaginar a Greta en los brazos de otro hombre…
sea quien sea, sí; ¡sea quien sea! Mis dientes rechinan.
Es una locura. He aquí, diría el profesor Slater, dónde nos puede llevar una costumbre. Estoy celoso de Greta. Yo, Kurt, estoy celoso. Yo, que no soy un hombre primitivo. Y, ¿qué es Greta, me pregunto? Un robot, nada más. Un robot, como la mujer de Svan, como el hombre de Helena. Yo, Kurt, a los veintidós años, por la fuerza de la costumbre, ¡me he enamorado de un robot!
28 de mayo ¡Todo se explica! Ayer por la tarde había retirado el tabique plástico del escritorio para tener más sitio para la audiovisión. Cuando el profesor Slater tomó la palabra, ya había decidido hacerle la pregunta que me preocupa. Debe de haber notado mi turbación, porque se volvió hacia mí. En su pantalla ocupo un lugar en el ángulo derecho de las coordenadas ficticias.
El profesor Slater es un genio muy comprensivo.
-¿Quieres hacerme alguna pregunta, Kurt?
Carraspeé. Me sentía horriblemente incómodo. Me parecía que todos mis condiscípulos me miraban entre risitas; una cosa estúpida, ya que si bien el Maestro nos ve a todos, nosotros sólo lo vemos a él. Sin embargo, reuní todo mi valor y me puse de pie.
-Señor, ¿me autoriza a presentarle a Greta, mi mujer?
Se sorprendió, pero sabe que soy incapaz de bromas fuera de lugar. Se acarició la barbilla, con aire pensativo.
-Con mucho gusto -respondió.
Llamé a Greta. Slater, con aire irritado, interpelaba a mis condiscípulos, a quienes yo no veía.
-No -decía-. Es inútil que insistan, señores. Cuando Kurt haya hecho su pregunta, juzgaremos si es necesario conectar el circuito de visión general.
Greta, a mi lado, se colocó ante el ojo-robot.
-Enhorabuena, Kurt -dijo el profesor, con una sinceridad que agradecí.
Rápidamente, tomé la palabra:
-Señor, he reflexionado mucho sobre su última clase. Los primitivos del siglo XX tenían la nefasta costumbre de vivir «en familia». El hombre y la mujer, como usted nos hizo notar, lejos de habituarse el uno a la otra, llegaban a detestarse, sin poder prescindir el uno de la otra. ¿Es así, o he deformado su pensamiento?
Slater continuaba acariciándose la barbilla. Durante un instante tuve la sensación de que no me escuchaba, sino que estudiaba a Greta, con un brillo en los ojos que no me gustó nada.
-Sí, Kurt, eso es -contestó finalmente-. La mentalidad de esa época es muy difícil de asimilar para nuestros espíritus más cultivados. Por lo general, el hombre y la mujer se agriaban. Pero ¿por qué esa pregunta?
Respiré hondo y me zambullí.
-Señor, temo que mi espíritu esté deformado por una costumbre de la que me gustaría liberarme. Creo… sí, creo sinceramente que me he enamorado de Greta, mi mujer-robot aquí presente.
Hubo un silencio, y luego la voz de Slater me interpeló.
-¿Y qué? -decía el Maestro.
Levanté el rostro y miré a la pantalla. Las cejas de Slater parecían dos acentos circunflejos. Sin duda, no había entendido.
-Señor -repetí, pacientemente-, ayer tuve la revelación de que me sería muy doloroso prescindir de Greta. Ante la idea de entregarla a otro, mis dientes rechinan. Temo que el hábito de tenerla aquí haya desarrollado en mí un peligroso complejo de celos. En una palabra, temo haber vuelto a los desagradables sentimientos de los primitivos y de haber rebajado mi potencial personal.
Nunca había visto reír al profesor Slater. O sea que me quedé con la boca abierta cuando lo vi retorcerse en su sillón. Es extraño, pero gracias a su hilaridad descubrí detalles que antes se me habían escapado. Debía comer copiosamente, porque su cara había enrojecido. Tenía una manera muy vulgar de colocar las manos sobre los muslos. En su cuello había un rollo muy desagradable. Ciertamente, no seguía el tratamiento obligatorio de sanidad física.
Por otra parte fui el único en verlo, ya que, desde la llegada de Greta había colocado los demás receptores en posición de «espera».
-Kurt -dijo finalmente-, hay un enorme malentendido entre nosotros. Yo soy el responsable y lo más posible es que todos los alumnos de la clase se sientan incómodos cuando comento los pocos documentos que escaparon a la Catástrofe de 1993. En nuestra nueva era, tenemos la costumbre de designar a nuestros robots sexuales con los términos de «mi mujer» o «mi hombre». El malentendido viene de ahí.
Yo jadeaba, estupefacto.
-Señor, quiere decir que… que las mujeres…
-Pero claro, Kurt. En el siglo XX eran totalmente incapaces de fabricar robots con apariencia humana. Los hombres y las mujeres que vivían en común en el siglo XX no eran robots. Eran de carne y hueso, como tú y yo. Además, pienso aclararlo durante el resto de las clases, para evitar malas interpretaciones.
Sentí que me deslizaba a un abismo. ¿Cómo? ¿Semejante bestialidad había sido posible? Hombres y mujeres de carne y hueso? Era una locura. Esa gente, ¿no tenía ninguna noción de lo que es la belleza? El más hermoso de los seres humanos conserva siempre, a pesar de nuestros institutos de sanidad física actuales, algunos defectos de conformación. Nuestros robots son rigurosamente perfectos.
Pero ¡eso no es nada! Imaginemos que yo me acostara con una mujer auténtica -con Helena, por ejemplo-; mañana podría encontrarla en la avenida aérea o en el laboratorio. ¿Qué cara tendríamos, por los dioses? Yo no osaría mirarla. Tendría presente en todo momento el espectáculo de nuestros amores, y ella…
¡Dios! Ella no lo resistiría y huiría lejos de mí.
Lo imaginable es que los hombres y las mujeres de antaño hayan podido vivir en común durante años. ¡Años! Yo sé que Greta no es más que un robot. Y evidentemente no se siente ningún embarazo ante un mecanismo, sirva para lo que sirva. ¡Pero ellos! ¡Ellos!
¡Pobre gente!
1.º de junio ¡Ya está! ¡Tenía que suceder! Ahuyentaba ese pensamiento de mi espíritu, pero hubiese sido mejor creer las advertencias de mi subconsciente Yo había notado esa mirada… ¡Es espantoso!
El profesor Slater me pidió, paternalmente, que le prestara a Greta. Oh, dijo que no la utilizaría. Me explicó largamente que había llegado el momento de que yo reaccionara. La costumbre terminaría por transformarme en un esclavo de mi mujer… como sucedía a los primitivos. Separarme de ella durante una quincena me curará definitivamente. Slater lo afirma.
Mi desgracia es que sigo viendo constantemente la crisis de hilaridad en la que el profesor me pareció tan vulgar. Pero ¿puedo negarme? Ciertamente no; sería el hazmerreír de todos.
2 de junio Greta se marchó esta mañana. Cuando le dije, por primera vez en muchos meses, «vístete», creí ver una especie de asombro en su mirada. Por supuesto, es imposible; esos matices no han sido previstos por los fabricantes.
Me obedeció dócilmente. Recordé que la última vez que le había dado esa orden había sido cinco meses antes, para una función de gala de la SGB. Había querido llevarla a esa función. Por supuesto, se había comportado como todos los robots, de forma impecable. Yo, en cambio, me había emborrachado, y cuando volvimos, tuvo que desvestirme y acostarme.
¿Por qué? Estoy seguro de que no le di la orden de hacerlo. Estaba incapacitado para decirle «acuéstame». Completamente inconsciente. Alguien debió sugerírselo.
Lo extraño es que, como Greta está sintonizada en mi frecuencia, no tendría que obedecer a nadie más que a mí… Sí, ahora que lo pienso, fue extraño. Tendré que aclarar ese punto.
Por lo tanto, dije a Greta: «vístete». Me obedeció en seguida. Se puso su corta camisa color paja y su falda naranja. Los robots se conforman con ese «dos piezas», que no sería suficiente para ninguna mujer de carne y hueso.
Dios sabe que nunca la he castigado; sería una estupidez por mi parte. No soy como esos pilotos que cogen un martillo y golpean las turbinas cuando el motor no funciona bien. Sin embargo, mientras se vestía, Greta me miraba con una sonrisa dolorida. Esa sonrisa fue un bálsamo para mi corazón.
Aunque los especialistas en cibernética son capaces de poner a punto un cerebro emotivo, capaz de traducir físicamente los sentimientos humanos, se han guardado muy bien de meter un cerebro así dentro de nuestros robots sexuales. ¿Qué sucedería si Greta y los demás reaccionaran ante nuestras órdenes enfurruñándose, diciendo palabras amargas, discutiendo?
Sin embargo, los «sexuales perfeccionados» -quiero decir los modelos más nuevos, como Greta- tienen un sistema de reacciones atenuadas, cuyo funcionamiento no comprendo muy bien, pero que puedo explicar así: cuando un hombre se enfada, un robot pone mala cara.
En suma, para adivinar hasta qué punto Greta se siente afectada por este cambio de propietario, debo multiplicar por diez su testimonio físico. ¡Y sonríe tristemente! Si tuviera corazón, diría que su corazón ha sido destrozado.
Se estaba poniendo su camisa cuando le pregunté:
-¿Estás descontenta?
-Oh, sí -respondió simplemente.
-No nos separaremos por más de una quincena. Y tampoco es para lo que tú crees: el profesor Slater no te tocará.
No respondió. Por otra parte no tenía por qué responder; yo había hecho una afirmación. Como un tonto, añadí:
-¿Te resultaría desagradable vivir con Slater?
-No -contestó ella.
Su mirada había vuelto a ser mecánica; es la que conserva mientras no le hablo. Pero yo acababa de hablarle. Entonces, había algo que falseaba el funcionamiento de ese maravilloso mecanismo. Y ese «algo» no podía ser más que el sistema de reacciones atenuadas. Greta se sentía descontenta y, sin embargo, aceptaba, sin que le resultara desagradable, el hecho de vivir con Slater, a quien no conocía más que por haberle visto unos minutos en la pantalla. No pude sacar más que una conclusión: el sistema de reacciones atenuadas se había aficionado a mí, tal como yo me había aficionado a Greta. Sufría porque me dejaba, no porque iba a vivir con Slater.
Me sentí profundamente feliz. La tomé en mis brazos, olvidando el rechazador automático. Los robots, cuando están vestidos, se liberan automáticamente de un abrazo, a fin de proteger sus ropas. Me rechazó un poco rudamente y su gesto me lanzó contra la pared, sorprendido, primero; comprensivo, después.
-Querida Greta -dije-. Tengo una idea excelente. Estos quince días pasarán muy rápido, ya lo verás. Pero para estar seguro de que el profesor no se distraerá, voy a…
Callé; era tonto explicarle mis intenciones. No las comprendería.
-Espérame ahí -dije.
Ella se inmovilizó. Pasé por el tabique y llamé a Thomas, por el audiovisual. Es uno de mis mejores amigos, un joven ingeniero de talento, siempre listo para ayudar a los amigos. Su cara y su boca enorme me sonrieron desde la pantalla.
-¿Cómo estás, mi querido Kurt?
-Thomas, viejo amigo, necesito que me hagas un favor.
-Te escucho, hermano. ¿De qué se trata?
A disgusto, le narré mi historia. No había dudas de que estaba enamorado de mi robot, Greta, y de que ésta se había enamorado de mí. Científicamente, ¿era posible?
Él no se sorprendió, como yo esperaba.
-¿Y por qué no? -preguntó tranquilamente-. A priori, no veo ninguna razón para que un cerebro electrónico no adopte «hábitos de pensamiento», buenos o malos. Sobre todo porque, con estos endiablados sistemas de reacción atenuados, el funcionamiento de un robot se parece curiosamente al comportamiento humano.
-Bueno. Pero ¿por qué Greta y yo, y no otras personas?
Thomas rió a carcajadas.
-Vas demasiado lejos, hermano. ¿Acaso crees que eres el primero que ha descubierto eso? Yo mismo, mi querido Kurt, me sentiría muy descontento si me privaran de los servicios de mi Carol. Pienso que los humanos del año 2312 estamos todos en las mismas. Más o menos, claro. ¿Y qué tiene de malo, mientras conservemos una autoridad soberana sobre nuestros robots?
Hubo un silencio. La afirmación de Thomas me tranquilizó un poco, aunque su «más o menos» me hizo suponer que yo estaba en el límite extremo de la categoría «más».
-¿Y qué tengo que ver yo con todo eso? -me preguntó luego.
No tenía más remedio que decirle la verdad, y lo hice. Silbó suavemente.
-Slater… el profesor Slater, ¿eh? -dijo a media voz.
-Oh -dije yo, esforzándome por mantener la calma-, es un hombre digno de confianza. Si dice que…
-Entonces, ¿he comprendido mal lo que querías pedirme?
Una gota de sudor brilló sobre mi frente y se estrelló contra el suelo de vidrio. Me sentía atrozmente avergonzado.
-¿Qué creías… haber adivinado? -dije, en voz baja.
-Espera un momento -gruñó él.
Desapareció. Vi pasar sobre la pantalla unas rayas blancas horizontales y luego reapareció. Acababa de asegurarse de que nadie escuchaba nuestra conversación.
-Discúlpame, amigo. Sabes que me estoy jugando mi empleo. Y me pareciste tan raro… Hablemos claro: ¿quieres un cinturón?
¿Cómo lo había adivinado? Ante mi estupor, frunció el ceño y golpeó el suelo con el pie.
-No seas tonto, Kurt. De un momento a otro, alguien puede conectarse con nuestra conversación. Sí o no, ¿quieres un cinturón para Greta?
-Sí -contesté yo-. Claro que sí. Pero… ¿cómo…?
Su respuesta desdeñosa me abrumó.
-¿Acaso crees que eres el único celoso del planeta? Esta semana hice tres cinturones. A los otros, les cobré cincuenta barans. Para ti, serán diez; el precio de coste. Pero necesito a tu robot frente a la pantalla, para tomar algunas medidas.
-En seguida -balbuceé.
Estaba tan aturdido que me golpeé contra el tabique, que había olvidado ablandar. Después de rectificarlo, lo atravesé, frotándome la frente. Thomas había dicho: «Hice tres esta semana.» ¡De modo que había más hombres celosos de sus robots! Otras personas habían tomado esta precaución, que yo consideraba de otros tiempos…
Greta estaba allí, inmóvil.
-Ven -le dije.
Me siguió hasta la pantalla y se quitó la ropa cuando se lo indiqué. Thomas ni siquiera la miró; había traído un aparato con largos brazos, provisto de múltiples objetivos, que dominaba una masa informe de material plástico.
-Dile que no se mueva -ordenó.
Repetí la orden. Greta quedó inmóvil. En la pantalla los largos brazos se agitaron y los objetivos giraron. Unos segundos después el material plástico tomó una forma que yo conocía bien: las caderas y los muslos de Greta.
-Ya está -dijo Thomas.
Rápidamente, añadió:
-Es un repetidor ultramoderno, que ha sido inventado para otras cosas. Por eso, prefiero que no se enteren; no tengo derecho a utilizarlo. Esta noche tendrás el cinturón. ¿Sabes cómo funcionan esos chismes?
Yo no tenía la menor idea. Traté, rápidamente, de imaginar el aparato.
-Supongo -dije, agitando las manos como para asir una forma delicada- que el sistema de apertura estará sintonizado con mi longitud de onda personal y que…
-Ni lo pienses -gruñó Thomas-. No tengo el equipo necesario para hacer cosas tan complicadas, Kurt. Lo único que puedo garantizar es que el cinturón, de material plástico flexible, es totalmente inviolable. ¡Ja, ja, ja!
Reía como un imbécil, con la cabeza echada hacia atrás.
-Sí, sí -dije-. Pero ¿cómo se abre?
-Con una llave. Como en los tiempos antiguos. Una cerradura minúscula en la espalda y una llave plana de combinaciones múltiples. ¿De acuerdo? Por otra parte, si eso no te sirve, lo siento. No puedo hacer otra cosa.
Sonreí como un idiota. La visión de esa «llave» de otras épocas que se adaptaba a una «cerradura», como las que utilizaban nuestros antepasados anteriores al año 2000, era ridícula. Pero, como decía Thomas, no se podía hacer otra cosa. Fueran las que fuesen las intenciones del profesor Slater, el cinturón protegería a Greta. Era lo único que me interesaba. No sé cómo reaccionaban los primitivos del siglo XX, pero, por mi parte, podía permitirle todo a Slater…
todo, menos lo esencial.
-Es perfecto -dije a Thomas-. Pero… una sola llave, ¿eh?
Se encogió de hombros y se volvió de espaldas.
-Si crees que tu robot me interesa… -gruñó, despreciativo antes de cortar el contacto.
5 de junio Cuando estuve ante el profesor Slater me sentí incómodo. No sabía cómo presentarle el asunto. Acababa de entrar en su despacho hexagonal, en compañía de Greta, vestida con su dos piezas. Slater se levantó sonriente y vino hacia nosotros.
-Hola Kurt, veo que te has decidido. Créeme; es la mejor solución. Una costumbre no es nefasta en sí misma si uno tiene la certeza de poder dominarla.
Debes considerarlo desde ese punto de vista. Si después de estos quince días has reemplazado a Greta, no habrá inconvenientes para que vuelvas a llevártela.
En cambio, si… ¿Qué diablos es esto?
Maquinalmente, palpaba las formas de Greta. Y yo no podía decir nada; es la costumbre. En el siglo XXI y entre los primitivos, era de buen tono acariciar a los animales domésticos, perros y gatos, de los que subsisten aún unos pocos ejemplares. Y ¿qué es un robot personal, más que una especie de animal doméstico?
Slater acariciaba a Greta, y aunque sentía un violento deseo de golpear su cara enrojecida, no podía hacer nada.
La desgracia era que, al palpar a Greta, acababa de sentir bajo sus dedos el ligero espesor del cinturón. Tuvo el reflejo que cualquiera hubiese tenido con un robot: le levantó la falda.
Cuando vio el corsé defensivo que moldeaba la parte inferior de su espléndido cuerpo emitió un «oh» de estupor, seguido por un largo silbido.
-Pero… -dijo.
Nuevamente me zambullí, desesperado.
-Señor -dije rápidamente-. No crea que una tonta desconfianza me lleva a… Pero lo que pasa es que… Greta está habituada a… y yo creo…
Yo tartamudeaba. Él me miraba, inquieto.
-¿No querrás decir que un robot puede preocuparse por su virtud, Kurt? -preguntó, estupefacto.
Tragué saliva.
-Creo que sí, señor. Todavía no nos hemos habituado al sistema de reacciones atenuadas que se ha puesto a punto últimamente, pero he podido comprobar con frecuencia que Greta, mi robot, puede sentir vergüenza. Por eso hice fabricar este cinturón.
Dudé. Estaba llegando a la parte delicada. Gracias a mi idea maquiavélica, iba a salvar, al mismo tiempo, a Greta y mi tranquilidad durante quince días.
-Señor -continué, extendiéndole una llavecita plana- quiero decirle que esa precaución no fue tomada pensando en usted; la prueba es que le confío de buen grado la única llave de la cerradura.
Le tenía cogido. Si aceptaba la llave, reconocía que deseaba a Greta. Meneó la cabeza varias veces, dejando errar su mirada de mi cara a la llave. Luego empujó mi mano y dijo con calma:
-¿Qué diablos quieres que haga con eso, Kurt? Guárdala.
No parecía estar enfadado. No dejaba de mirarme, exactamente como si yo tuviera un ojo en medio de la frente, como los venusinos.
Finalmente, me señaló un diván.
-Siéntate, hijo.
Había un tono tan paternal en sus palabras, que obedecí. Seguía mirándome y meneando la cabeza. Se rascaba la barbilla, según su tic habitual.
-Entonces, ¿es cierto, Kurt? -preguntó en voz baja-. ¿Verdaderamente estás enamorado de tu robot?
-¡Ja! -dije sonriendo-. ¿Creía que era una broma?
-No; es evidente que eres sincero. Pero debo confesarte que, hasta ahora, creía que te iba a hacer un favor diferente. Pensaba que querías… desembarazarte de tu robot… o sea…
Yo no comprendía y a él le repugnaba explicarse con más claridad.
-Pero ¿por qué, grandes dioses? -pregunté.
Se había sentado cerca de mí y me daba palmaditas cariñosas.
-Eres un niño, Kurt, un verdadero niño. Creí que eras más evolucionado. Quería quitarte tu robot de delante porque suponía que ibas a recibir en tu casa…
este… a alguien que… hubiese podido sentir celos.
Todo era cada vez más confuso. No paraba de frotarse la barbilla. Súbitamente se decidió y se inclinó hacia mí.
-Kurt, amigo mío, eres un tipo notable. Sería una pena que un muchacho con tus cualidades se limitara a enamorarse de un robot. Escúchame y sobre todo, créeme… Kurt, el pueblo necesita una religión…
5 de junio. De noche Entonces, ¡era eso! ¿Estaré bien despierto? El profesor Slater afirma esa cosa insensata, increíble, ilógica: ¡los robots no son más que un sucedáneo!
Poco antes del año 1993, los teóricos habían estudiado la organización del mundo y habían llegado a la conclusión de que la arcaica «vida familiar» era responsable, en parte, del egoísmo humano, de las disputas y de la imposibilidad de elevar el nivel intelectual de las masas.
La Catástrofe de 1993, trastornando la antigua sociedad, permitió reformar radicalmente sus bases. La nefasta «célula familiar» fue suprimida. Oh, muy fácilmente. Se proporcionó un robot hembra a cada hombre y un robot macho a cada mujer. Por supuesto los niños eran y son fabricados por encargo en el Instituto especializado.
Las protestas no duraron más que una veintena de años. Sólo gruñían algunos sobrevivientes del antiguo mundo. Cien años después, nadie recordaba la antigua organización más que con desprecio.
Pero ¿qué me ha dicho el profesor Slater? Que era necesaria una «religión para el pueblo». Que las masas necesitaban robots, pero que la Élite podía prescindir de ellos y que, por razones que me explicó largamente, debía prescindir de ellos. Las palabras que usó han desaparecido de mi memoria, pero recuerdo su sentido con mucha exactitud. ¡A Slater no le interesan los robots! ¡Slater cambiaría todos los robots del mundo por una mujer de carne y hueso!
Y sé que no me mintió. Tengo pruebas. Y también sé que Slater tiene uno de los mejores cerebros del planeta. Y sin embargo, sin embargo… Suponiendo que una mujer verdadera consintiera… ¡Es una locura! Ninguna mujer consentiría. ¡No me atrevería a pedírselo!
8 de junio ¿Qué diablos habré hecho con la llave de Greta? He rebuscado por todas partes, pero no la encuentro. Ayer fui a casa de Slater para seguir discutiendo sobre estos problemas, que comienzan a apasionarme.
Unos días antes, hubiese supuesto que Slater me había birlado la llave para utilizar a Greta. Pero ahora ya no puedo sospecharlo. Slater es verdaderamente anormal. Es la palabra exacta: no se comporta según las normas. Se burla de los robots. Le vi dar vueltas alrededor de una joven doctora, en el laboratorio, comenzando un asedio en toda regla.
Además, cuando volví a casa, tenía la llave en el bolsillo; jugaba con ella. ¿Dónde diablos la habré metido?
Soy un idiota. Quizá la dejé en la cerradura cuando volví a llevar a Greta a casa de Slater. Porque Greta me acompañó a casa, ayer por la noche, con la paternal autorización del profesor.
8 de junio. De noche Greta no tiene la llave. Slater la llevó ante la audiovisión y se lo pregunté. Sólo una cosa puede haber sucedido: la llave quedó en la cerradura y se cayó cuando llevaba a Greta de vuelta a casa de Slater. Y, bueno, tanto mejor. Greta está fuera del alcance de todo y de todos. Estoy completamente tranquilo.
Cuando la necesite, pediré a Thomas que rompa el cinturón; en la fábrica debe tener las herramientas necesarias. ¡Lo de Greta ya está claro! no hablemos más de eso.
12 de junio A veces me pregunto si hasta ahora no había tenido una venda en los ojos, o una enfermedad del espíritu. A la luz de lo que me confió el profesor, veo a la gente con nueva perspectiva. Oh, no a todos, por supuesto… Por ejemplo, Svan, mi vecino, que me interrogó cuatro o cinco veces, para obtener noticias de Greta. ¿Cómo sabe que mi robot no está en casa? Eso parece interesarle prodigiosamente, pero como no me gusta, a causa de su hombro torcido, he respondido simplemente que Greta estaba de revisión. Pareció apenado. ¡Qué tipo raro!
En cambio, ¡qué revelación en el laboratorio! He sorprendido apartes, sonrisas, guiños… Oh, poca cosa; Slater lo dijo: el pueblo necesita una religión.
El pueblo, para nosotros, son los ayudantes de laboratorio. Son plenamente felices con sus robots.
Gina, la preparadora de los exámenes de biología, besó a Gilbert, mi jefe de sección, detrás de los bocales donde se conservan los restos de las víctimas de la última explosión. Lo vi. Un bocal reflejaba su imagen. Fue una extraña visión la de ese beso en sobreimpresión sobre un pie humano sumergido en formol.
Entonces, es cierto. Slater no mintió. Y tengo veintidós años y yo mismo me asimilaba al «pueblo». Me sonrojo. Yo, Kurt, ¡he podido amar a un robot!
Hasta el punto de colocarle un cinturón. Y, por cierto, ¿dónde puede estar esa llave? Esa desaparición me fastidia, un poco por mí y mucho por Greta. Es simpática, Greta, y no me gustaría privarla de… ¡Qué locura! ¿Acaso un robot puede sufrir por guardar continencia? ¡Ja, ja! Aunque con los nuevos sistemas de reacciones atenuadas, ¿quién sabe? Quizá Greta me extraña… Tendré que preguntárselo a Slater… ¡si es que con lo de la doctora tiene tiempo de ocuparse de un robot!
16 de junio Tuve la oportunidad de hablar con mi colega, Helena. Obnubilado como estaba hasta ahora por el hechizo de que era objeto (el hechizo de mi robot Greta), no había dado mucha importancia a esta joven tímida y alegre a la vez. Nuestras relaciones se limitaban a un «hola, adiós», correcto, pero frío.
Esta mañana la vi distraída y muy preocupada. Trabajamos uno frente al otro, a los dos lados de la mesa blanca y lisa que es común a todos los laboratorios del mundo. Un metro, apenas, nos separa. Hasta ahora, ese metro me parecía infranqueable. Digámoslo mejor: no tenía la idea ni el deseo de franquearlo.
Pero, desde hace unos días, observo a Helena; exactamente, desde hace once días. Esta mañana su turbación me inquietó, y, sin pensar que mi actitud podía resultar insólita, apoyé las manos en la mesa y me incliné hacia adelante.
-¿Qué pasa, Helena?
Ella no pareció sorprendida. Me sonrió… una triste sonrisa angustiada.
-Estoy muy preocupada, Kurt. Desde hace un tiempo, Nel, mi robot, no funciona bien y no sé qué hacer.
-Envíalo a la fábrica, para que lo revisen.
Eso no le gustó. Levantó la nariz.
-Sí -dijo finalmente-. Tendré que hacerlo. Pero no me gusta.
¡Querida Helena! ¡Sentía por su robot un afecto comparable al que yo había sentido por Greta! Una corriente de simpatía se estableció entre nosotros. Nos pusimos a discutir. Cinco minutos después, reíamos a carcajadas, sentados sobre la mesa de preparación, cuando entró Godeau.
Godeau es un viejo químico de la sección. Tiene sesenta y seis años y usa unas enormes lentillas de contacto. Su carácter es más bien agrio.
Avergonzada, Helena bajó de la mesa y, sonrojándose, volvió a su trabajo. Yo no me moví y sonreí apenas, mirando a Godeau. Había llegado el momento de comprobar si el profesor Slater se había burlado de mí. «El pueblo necesita una religión.» Y Godeau, un químico genial, no era un «cualquiera».
Se me acercó, fingiendo no ver a Helena. Mi preparación estalla delante de mí. Se inclinó a mirarla y me dijo, con un matiz de afecto burlón:
-Enhorabuena, Kurt; ¡enhorabuena!
19 de junio Helena es realmente arrebatadora. La pobrecita se siente desamparada. Nel, su hombre, está en la fábrica para una verificación rápida, y ella rehusó un robot de reemplazo. La comprendo; yo mismo preferí no reemplazar a Greta. Dejé caer una alusión a la «religión del pueblo» y no pareció asombrarse. Sospecho que Slater puede haber tratado de adoctrinarla… sin éxito, por supuesto. El robot Nel es la prueba.
¿Podríamos, quizá, unir nuestras dos soledades? El inconveniente, para mí, es que no sé si ella aceptaría… y Greta volverá pronto. Ya han pasado los quince días. A menos que pida a Slater que la retenga unos días más. Pero no me atrevo. Además, Greta sólo es un robot y no sufriría a causa de la presencia de Helena. Y, en cuanto a Helena, el cinturón cuya llave perdí le demostrará que Greta ya no significa nada para mí.
Por cierto: ¿no tendría que preocuparme por la pérdida de esa llave?
20 de junio. De noche Svan, mi vecino, pasó la cabeza por el tabique medianero. Es asombroso, ya que, legalmente, es necesario que las frecuencias de los dos ocupantes estén ajustadas. Mostraba una sonrisa tímida y me pareció mejor no protestar.
Me limité a saludarlo, disimulando mi asombro. Eso lo tranquilizó. Se disculpó brevemente y volvió a preguntarme por Greta.
-Sigue de revisión -le dije.
Por cortesía, pregunté por su robot personal. ¡Otra sorpresa! Svan se había deshecho de ella hacía tiempo. Hacía varios meses que se la había vendido a un jovencito. Un hombre normal que vive sin robot es algo poco frecuente, y estudié largamente su rostro mientras él intentaba explicarme que Rosy, su mujer, había sido un fallo del servicio especializado. Prefirió deshacerse de ella, cediéndosela a un debutante.
Yo lo escuchaba en silencio, vigilando su cara sonriente. Quizá suponía que lo invitaría a entrar en su totalidad, pero no lo hice. Creía comprender y sentía vergüenza. Yo, Kurt, era un retardado de la civilización. Sentía cariño por mi robot, ¡mientras que Svan, un empleadillo de sexta categoría, me estaba dando una lección! Como Slater, prefería las mujeres de carne y hueso. ¡Qué ridículo debía parecerle mi amor por Greta!
Le respondí con frialdad y terminó por marcharse del tabique.
Después de eso, quedé pensativo. El rasgo dominante de mi carácter (lo afirman los tests) es el amor propio. Si era así, no había duda de que el Kurt que yo había sido (el Kurt que amaba a un robot) se había cubierto de bochorno ante sus iguales. Ahora me explicaba las bromas de Thomas y algunas miradas de mis colegas en el laboratorio. ¡Yo, Kurt, creyendo actuar bien, había vivido al margen de las élites! ¡Qué vergüenza!
Pero nunca es tarde para reaccionar. Llamé a Helena por el audiovisor.
Cuando su rostro encantador apareció en la pantalla, pareció sorprenderse.
-¿Qué pasa, Kurt? ¿Olvidé guardar mí preparación en el laboratorio?
Mi sonrisa la tranquilizó y, ciertamente, adivinó lo que iba a pedirle, porque se sonrojó.
-Helena…
Tuve que hacer un esfuerzo para hablar. Tenía la atroz sensación de estar en un mundo que no era el mío. Era la primera vez que hablaba con una mujer por razones que no fueran de trabajo.
-Me siento muy solo -continué finalmente, con una ternura que no podía refrenar-. Sabes que mi robot está fuera… No te propongo ir a hacerte compañía porque Nel ya ha vuelto de la fábrica, pero…
-¡Oh, Kurt! -protestó ella.
Su cara estaba roja. Dudó y después dijo, apresuradamente:
-Sería muy chocante, Kurt. No; lo siento.
Y cortó la comunicación.
Yo estaba furioso. La soledad de los últimos quince días me parecía cada vez más insoportable. Para cambiar el curso de mis pensamientos, traté de interesarme en el asunto del tabique medianero.
El plástico maleable está creado para ajustarse automáticamente, mediante un simple esfuerzo mental, a la frecuencia de quien lo utiliza. Pero en las separaciones de los apartamentos, se utiliza un plástico especial para el que son necesarias dos frecuencias simultáneas.
Sin embargo, yo no había autorizado a Svan, mi vecino, a atravesarlo con la cabeza. Era rarísimo.
Fui hasta el tabique medianero, hice el ligero esfuerzo de voluntad habitual y me apoyé.
Lo atravesé sin mucha dificultad, aunque sentí una desagradable sensación de «encolado». Aparecí en el dormitorio de Svan, que estaba perdido en sus ensueños, junto a la ventana. Llevaba un pijama corto y zapatillas de fieltro.
Se volvió hacia mí, sin sorprenderse, y esbozó una sonrisa.
-Ah -dijo simplemente-. ¿Lo ha comprendido?
-No; actué sin comprender. ¿Qué significa esto? ¿Ha hecho modificar el tabique sin pedir mi autorización?
Su sonrisa se borró. Finalmente me veía como era: físicamente mucho más fuerte que él y muy descontento. Pertenecía a esa raza de tímidos que se aterrorizan cuando alguien levanta la voz; pero alguna preocupación secreta disipó su miedo, porque terminó por encogerse de hombros.
-No modifiqué nada -afirmó, indiferente-. Sucede que nuestras frecuencias personales están demasiado próximas… un doceavo de decimal… Es una extraordinaria casualidad. Lo noté hace unos seis meses: un esfuerzo de voluntad y uno duplica su campo. Luego se sincronizan las dos frecuencias y se abre el tabique.
-¡Y se entra! -añadí, en tono amenazador.
Nuevamente se encogió de hombros.
-Sí; se entra.
Si se hubiese puesto de pie, creo que me hubiera lanzado sobre él. Pero mi amor propio me obligó a contenerme.
-¿Ha entrado muchas veces? -le pregunté, en tono de broma.
-Casi todos los días.
Estaba como pegado a su silla, aplastado por algo que no era el miedo. Pese a mi decisión de conservar la sangre fría, me enfadé.
-Pero ¿qué venía a buscar a mi casa? -grité.
Levantó la vista y vi dos grandes ojos tristes, llenos de lágrimas.
-Pero ¿no lo comprende? -murmuró-. Su robot… Greta… Nos amamos.
De acuerdo; en los últimos días, gracias al admirable profesor Slater, yo había evolucionado mucho. Me integraba en las élites.
Pero mi pasión por Greta estaba demasiado cercana aún para que pudiese quedar indiferente.
Dando unos pasos me precipité sobre Svan y, rudamente, lo tomé del mentón, gritando furioso:
-¡Cerdo! ¡Así que era eso! ¡Me ponía cuernos con Greta!
Rectifiqué maquinalmente:
-O, más bien, Greta me ponía cuernos con usted.
En sus ojos húmedos había un abismo de estupor.
-Pero… -balbuceó.
Vaciló y luego dijo, rápidamente:
-Vamos, Kurt, ¡por el amor de Dios! ¡Greta no es más que un robot! ¡Oh, sé muy bien que debí pedir su autorización…! Pero usted no me la hubiera negado, ¿verdad? Y la tentación… El descubrimiento de que podía abrir el tabique…
¡El muy animal se rebelaba! Levantaba su hombro enfermo para llevarlo al nivel del otro y gritaba, casi tan fuerte como yo:
-¿Usted cree que esto es vida? ¡Hace seis meses que vendí mi robot!… Y Greta, por qué tiene que ser sólo suya, ¿eh?
Respondí con un par de bofetadas. Pegué muy fuerte. Su cólera desapareció y se derrumbó en un asiento, cogiéndose la mejilla derecha, mientras yo atravesaba nuevamente el tabique para volver a casa, aliviado por mi estallido.
Al llegar a mi despacho comprendí que había olvidado algo y que mi cólera no terminaría de desaparecer hasta que Svan me lo aclarara. Pasé la mitad de la cabeza por el tabique, dejando emerger la boca y la nariz.
-Y Greta le obedecía, ¿eh, cerdo? -dije, groseramente-. ¿Porque nuestras frecuencias son muy parecidas?
Asintió con la cabeza, sujetándose todavía la mejilla.
-¿Acaso…? -continué. Era difícil de preguntar-. ¿Acaso se defendía?
Me miró con odio. Y gritó:
-¿Todavía no entiende? Los robots son construidos en serie, en la fábrica. Las frecuencias están más o menos bien estabilizadas. Pero no olvide que nuestras frecuencias están muy próximas. ¡Y sucede que Greta sintoniza mejor conmigo que con usted!
Retiré la cabeza y volví a casa, destrozado. Moralmente, Svan me había devuelto las bofetadas.
Svan y Greta viviendo un amor perfecto bajo mis ojos, ¡en mi propia casa! Greta, obedeciendo mejor a Svan que a mí… Greta, a quien había creído amar…
Pero, desde hacía unos días, nada me importaba de Greta, ni de los demás robots. Formaba parte de la Élite y había comprendido, finalmente, que la felicidad se hallaba en las mujeres verdaderas, como Helena. Oh, hubiese dado diez, cien Gretas por Helena, por Helena, que se negaba…
En aquel momento la audiovisión me llamó. Volví la cabeza y vi… ¡a Helena! Helena, que me sonreía y, sonrojándose, decía:
-¿No tienes nada que hacer esta noche, Kurt?
-Helena -exclamé, poniéndome de pie.
Su rostro era una mancha escarlata.
-¿Puedo ir? -preguntó tímidamente.
-¡Qué pregunta! ¡Rápido, Helena! ¡Ya deberías estar en camino!
Sentí escrúpulos.
-¿Y Nel, tu hombre?
Hizo un gesto de indiferencia.
-Creo que voy a venderlo. No me satisface, ¿entiendes, Kurt?
¡Claro que la entendía!
El mismo día, 11 de la noche Alguien llega… Helena… Ablando el tabique, mi visitante entra.
Es Greta, Greta con su dos piezas y su sonrisa rígida, Greta y su cinturón sin llave, Greta, que me engaña con Svan desde hace seis meses.
-Acércate.
Obedece sin dejar de sonreír. Es insensato; ¡no puedo hacer una escena de celos a un robot! Respiro hondo, para tranquilizarme.
-Greta -digo, sin dureza-, ¿a quién prefieres, a Svan o a mí?
Ella no responde. Y, súbitamente, su silencio me revela la verdad. Me hallo más cerca de ella que Svan y nuestras frecuencias están muy próximas. Greta, un robot, debería sentir sobre todo la influencia de quien está más cerca de ella. Pese a eso, no me responde. Si me amara tanto como a Svan, me hubiera preferido, dada la proximidad. Por lo tanto…
-¡Vete! -digo, furioso.
Sin perder su sonrisa, me pregunta:
-¿Adónde?
En ese momento, alguien se detiene frente a mi apartamento. Esta vez, tiene que ser Helena. Helena, a quien dije que Greta no estaba y que, sin embargo, la encontrará aquí. Helena, que no se entregará a mí en presencia de mi robot habitual…, pudor femenino.
Mi cerebro trabaja a toda velocidad. Greta… Helena… Quitarme a Greta de encima… Svan… Pero de ninguna manera enviaré a Greta a casa de Svan, que me jugó una mala pasada y la ama.
¡Un relámpago! ¡El cinturón! El cinturón cuya llave perdí, el cinturón indestructible, el cinturón inviolable. Oh, qué hermosa venganza: ¡entregar a Svan una Greta provista de su cinturón sin llave!
Dicho y hecho: con una palabra doy a Greta la orden de desnudarse. Mientras me obedece, me concentro en el tabique medianero. Compruebo con una mirada que el cinturón sigue en su sitio.
Cojo a Greta con un brazo.
-No te muevas.
El tabique se abre. Svan sigue allí, derrumbado en su silla.
-Svan, canalla; aquí está la que ama. Se la regalo.
Tiro a Greta en su dormitorio y estallo en carcajadas demoníacas al volver a casa. Después, sin perder un segundo, franqueo la entrada a Helena, que se impacienta.
Diez minutos más tarde Tengo en mis brazos a Helena, que se me ha entregado. Me parece descubrir otro mundo. Slater tenía razón; no tiene comparación con los robots. Pienso en Svan, que debe de gemir y maldecirme. Siento deseos de ver qué cara pone ante Greta, enfundada en su cinturón.
Retiro de mis hombros el dulce lazo de los brazos de Helena.
-Un momento, querida…
Un pequeño esfuerzo de voluntad y paso la cabeza por el tabique, preparando la carcajada.
Pero no me río. Y he de hacer un esfuerzo para no seguir a mi cabeza y entrar en el cuarto de Svan. El cinturón de Greta yace abandonado en el suelo. Y a su lado hay una llavecita plana.
Pero Svan no tenía la llave; me lo hubiera dicho, para probar que Greta lo amaba. Por tanto… era Greta quien la había confiscado, ¡para usarla ella misma!
Evidentemente su sistema de reacciones atenuadas está mal ajustado.
¿Qué puedo hacer? ¿Enfadarme? Pero acabo de regalársela a Svan. Y la cólera no es digna de la Élite, cuyos hábitos he adoptado definitivamente.
Retiro la cabeza. Helena me mira, sorprendida.
-¿Qué miras, Kurt querido?
-La religión del pueblo, amor mío -respondo, apoyando mis labios sobre los suyos.

FIN

biblioteca del abuelo.