Texto publicado por SUEÑOS;

Cuentos olvidados.

cuento
pais inglaterra.
origen terror.
LA DONCELLA QUE LLORA

Robert Swindells

Mi nombre es Laura y tengo dos hijos. Como a casi todos los niños, a los míos les fascinan las historias y películas de fantasmas. Como todos los padres, deseo decirles: “Los fantasmas no existen” pero no puedo hacerlo por algo que sucedió cuando yo tenía nueve años.
Ocurrió en la casa de mi abuela en Londres. Era una enorme casona situada en una avenida sombreada de árboles, en una zona que había sido elegante en otra época. La abuela no disponía de toda la casa; era demasiado grande para ella, aunque había pertenecido a su padre y a su abuelo. Vivía en la parte superior que incluía unos oscuros áticos que nunca se utilizaban; una familia de apellido Jenkinson alquilaba el piso inferior y tenía el uso del sótano. Me agradaba mucho visitar a mi abuela porque me mimaba y porque había grandes habitaciones para explorar, oscuros pasillos y enormes alacenas en las que podía ocultarme. Se me permitía ir a donde gustara, excepto al piso inferior que llevaba al apartamento de los Jenkinson. Casi nunca los veíamos, pues utilizábamos escaleras diferentes, y ellos pasaban mucho tiempo en viajes de negocios. Era una casa maravillosa por muchas razones, pero lo mejor era el fantasma y de eso les hablaré.
El fantasma era conocido como la doncella que llora, porque llevaba un antiguo uniforme de doncella, y siempre estaba llorando. Yo nunca lo había visto, pero creía en él porque mi abuela lo había visto miles de veces, y también mi abuelo antes de morir. Mi madre me había dicho que jamás lo había visto, aunque creció en aquella casa, pero yo nunca le creí. Supongo que pensó que yo me asustaría si supiera que la casa de mi abuela estaba hechizada, mas no era así. Los fantasmas nunca hacen daño; son las otras personas quienes lo hacen.
En todo caso, en el otoño, cuando yo tenía nueve años, mis padres debieron ausentarse durante algunas semanas, y me enviaron a casa de mi abuela. Era la visita más larga que había hecho, y estaba de vacaciones, así que me sentía realmente feliz. No tenía que ir a la escuela, y disponía de tres semanas para escudriñar la casa y buscar a la doncella que llora. El día de mi llegada le pregunté a la abuela si creía que en aquella ocasión yo podría ver el fantasma.
-¿Deseas verlo? -me preguntó, y cuando asentí con entusiasmo, murmuró-: Y ¿por qué quieres verlo?
-Quiero preguntarle por qué llora -le contesté; la abuela movió la cabeza, y dijo:
-Eres una niña extraña, Laura. Animada, inteligente, bonita, pero ciertamente extraña.
Pasaron dos semanas antes de que viera el fantasma. Dos semanas y dos días, para ser exacta. Todos los días patrullaba los rellanos oscuros, rondaba las grandes y frías habitaciones, con los muebles cubiertos de enormes sábanas blancas que hacían que las camas y las mesas parecieran temibles y algo amenazantes. Abría alacenas cuyas puertas chirriaban, y apartaba largas cortinas tras de las cuales parecía que alguien se ocultaba. Lo único que no hice fue subir por la estrecha y vieja escalera que llevaba al ático. Esta escalera era oscura y de caracol; las tres habitaciones pequeñas que había en el ático habían permanecido vacías durante tantos años que varias generaciones de arañas habían tejido sus telas de un lado a otro de la escalera, aunque no sé qué podrían haber atrapado en ellas: hacía demasiado frío para los insectos. En todo caso, no subí porque no me agradaba la idea de atravesar aquellas telarañas empolvadas y antiguas, algunas de las cuales tenían que haber sido tejidas por arañas muertas años antes.
Un día, a la caída de la tarde, cuando comenzaba a oscurecer, yo estaba recorriendo el pasillo que llevaba a la escalera del ático cuando oí sollozar a alguien. Me detuve, contuve el aliento y escuché; allí estaba, apenas perceptible pero definitivamente real. Permanecí absolutamente inmóvil; mi corazón latía con fuerza, y experimenté una extraña sensación que me subía por el cuello y la cabeza. Durante años había ansiado encontrar a la doncella que llora, pero ahora que había llegado el momento, estaba atemorizada. Quizás nunca lo había creído realmente. No lo sé. Lo único que puedo decir es que permanecí escuchando allí durante largo tiempo antes de reunir el valor suficiente para avanzar de puntillas por la penumbra cubierta de telarañas.
Se encontraba a medio camino, sentada, inclinada, con la cabeza entre las manos, como el dibujo de Cenicienta que aparecía en uno de mis libros infantiles. Además de eso, el uniforme blanco y negro que llevaba no era como lo que yo habría imaginado en un fantasma. Esperaba que fuese algo transparente, etéreo, casi invisible, pero se veía muy real, tan sólido como yo. Incluso pensé que podía ver el efecto de su peso sobre el escalón en que estaba sentada, aun cuando no pudiera haber pesado mucho, incluso en la vida real. Esperaba encontrar una mujer adulta, pero la doncella que llora era débil y pequeña, con muñecas y tobillos como los de un niño. No podía imaginar cómo se las había arreglado con las duras faenas que debían realizar en aquella época las doncellas. La pobre criatura eran tan frágil y sollozaba de tal manera que la compasión venció el miedo, y le dije:
-¿Qué le ocurre, señorita? ¿Puedo ayudarla en algo?
Al hablar, cesaron los sollozos; el fantasma levantó la vista, y me miró a través de sus ojos enrojecidos e inflamados. No habló, pero oí un débil y ronco susurro en mi mente:
-Eres tú. Tú. Por fin.
Una débil sonrisa cruzó por el pálido rostro del fantasma; se levantó, sin hacer ruido. Me invitó a seguirla con un dedo huesudo, y luego se volvió y subió las escaleras, que no crujieron a su paso. Las telarañas permanecían intactas, y ellas eran la única prueba que tenía de que la joven no estaba viva.
La seguí, haciendo crujir las escaleras; las telarañas se extendían y se rompían, pero no le di importancia a eso. Estaba como en una especie de trance, creo. No sentía temor, sólo curiosidad. Mientras subía, hice la pregunta que deseaba, pero no con mi voz. Le pregunté mentalmente:
-¿Por qué lloras? -y la voz que había oído antes me respondió:
-Te lo diré. Sígueme.

La habitación era muy pequeña, y no contenía nada excepto un deteriorado sofá de piel de caballo. Hacía frío, y la única luz que había entraba por una claraboya resquebrajada y grasienta situada en el tejado. A través de ella vi el cielo que se oscurecía; sabía que el té ya estaba preparado y que la abuela me estaba esperando.
Sin hablar, el fantasma me indicó que debía tomar asiento. Allí estábamos, la doncella que llora y yo, sentadas en un sofá, en un pequeño ático, a las cuatro y media de una triste tarde de octubre. Yo no experimentaba ningún temor. Como lo dije antes, creo que me encontraba en una especie de trance. Mientras la contemplaba, dirigió la mirada a su regazo, donde tenía las pálidas y delgadas manos juntas, y me disponía a decir que ella me había contado su historia, pero eso no es verdad. En realidad, no pronunció una sola palabra, pero el terrible relato se desplegaba ante mí como si asistiera a una obra de teatro.
Era el año 1914. El nombre de la doncella era Alice, y contaba quince años de edad. Tenía dos hermanos y tres hermanas, todos menores que ella, que vivían con sus padres en una lejana aldea. A Alice la habían enviado a trabajar en aquella casa porque su familia era pobre y necesitaba dinero. Llevaba cerca de un año allí, y compartía aquella diminuta habitación con otra doncella, una joven mayor llamada Sarah. Alice tenía nostalgia de su hogar, y el trabajo era muy duro, pero Sarah era una buena amiga, y había también otra persona: Bertie, el muchacho de la pescadería, que venía los viernes por la mañana con el pescado, y se había prendado de Alice. En algunas ocasiones, cuando no estaba ocupada en otro lugar, Alice conversaba con él durante uno o dos minutos en la puerta de la cocina, y aguardaba ansiosa el día de su salida, el martes por la tarde, cuando se encontraban en secreto y paseaban por el parque. En secreto, pues si alguien sorprendía a una doncella paseando con un muchacho, podían despedirla sin recomendaciones, y jamás hallaría otro empleo. Tanto Bertie como Alice conocían a otras jóvenes que se habían visto obligadas a refugiarse en un hospicio o a vivir en la calle por haber perdido su empleo de esta manera.
Los patrones de Alice, la familia a quien pertenecía la casa, eran de apellido Bertram. Tenían un hijo único, un apuesto joven de veinte años llamado James, que prestaba servicio en el ejército, y a menudo se encontraba lejos de casa. Hacía poco había contraído matrimonio, y su bella esposa, llamada Laetitia, vivía también en la casa. Los Bertram eran buenos patrones, estrictos pero justos, y la señora Alloway, el ama de llaves, le había dicho a Alice que ella tenía la suerte de haber encontrado aquel empleo. Cuando se sentía triste, Alice recordaba sus palabras.
Fue en agosto de aquel año cuando estalló la Primera Guerra Mundial, y todo cambió. La guerra es algo terrible, desde luego, todos lo sabemos, pero en 1914 causó una gran conmoción. La estabilidad es maravillosa, pero se torna monótona, y la gente acoge gustosa todo lo que rompe la rutina e introduce cierta variedad en su vida. Día tras día, durante el verano, aparecían en los diarios las atrocidades cometidas por los alemanes, y los jóvenes se apresuraban a alistarse en el ejército. Banderas de colores rojo, blanco y azul florecían en sucias callejuelas, y el cálido aire de verano resonaba con la música de las bandas marciales.
El joven James Bertram -el teniente Bertram- compartía aquel ambiente festivo, y su regimiento se preparaba para embarcarse, aunque sus padres experimentaban sentimientos encontrados. Una cosa es pertenecer a un prestigioso regimiento en tiempos de paz y otra cosa es ver que su hijo se marcha a la guerra. La gente muere en las batallas, y los jóvenes oficiales son especialmente vulnerables. Sin embargo, los Bertram eran patriotas que conocían su deber, y por ello dejaron de lado su ansiedad y se dispusieron a despedir a su hijo de la mejor manera posible.
Habría una fiesta maravillosa, con más de cien invitados, la víspera del día en que el regimiento zarpaba hacia Francia. La semana anterior, todos los sirvientes estuvieron dedicados a limpiar, bruñir, asear. El jardinero y su ayudante se ocuparon en arreglar los prados, las flores y los setos a la perfección. Como todos, Alice trabajaba desde el amanecer hasta bien entrada la noche. Su día de permiso fue cancelado, y mientras realizaba sus duras faenas, se consolaba pensando en los minutos que pasaría con Bertie el viernes. Pero había algo que no sabía: cuando llegara el viernes, Bertie también sería un soldado.

En aquel momento hubo una pausa, una ruptura en la representación, visión o lo que fuese aquello que yo experimentaba. Se desvaneció 1914 y me encontré en el ático, sobre el sofá, contemplando el frágil fantasma que se cubría el rostro con las manos y sollozaba suavemente. Parecía como si hubiera transcurrido mucho tiempo, pero la luz era la misma, y no oí ninguna voz que me llamara. Sentí una gran ternura por la criatura que se encontraba a mi lado, a quien no podía ya considerar como un “fantasma”, y me incliné para tocar su hombro, como para decirle: “No estás sola, yo estoy aquí”. Pero cuando extendí la mano, pasó a través de ella al no encontrar nada tangible en qué apoyarse. Era como si hubiera intentado tocar el arco iris.
Después de un rato, cesaron los sollozos y la doncella prosiguió con su muda narración.

Casi no pudo ver a Bertie ese viernes. Cuando pasó silbando al lado de la casa con su canasto de pescado, Alice estaba arrodillada frente a la chimenea en una remota habitación, fregando el piso con grafito. Sabía que era la hora en que solía venir, pero era el día de la fiesta, y la habitación todavía no estaba preparada. Le dolió el corazón, pero no se atrevió a abandonar su tarea. Se había resignado a no verlo, cuando entró Sarah de puntillas, sonriendo.
-Ya viene -susurró-. Oí el silbido y sus botas en la grava, como las de los soldados marchando. ¿No deseas verlo?
-¡Oh, Sarah! -exclamó-. Sabes que sí, pero…
-Entonces apresúrate, tonta, o se habrá marchado. Yo terminaré con esto.
¡Cuánto Corrió! Se escabulló por el rellano, rezando para no toparse con el ama de llaves, el mayordomo o alguien que pudiera detenerla o enviarla a hacer algo. Voló escaleras abajo, y llegó a la puerta de la cocina en el momento en que la señora Edgeley la cerraba sobre el rostro de su novio.
-¡Oh, señora! -exclamó-. Un minuto, por favor, sólo un minuto.
Lo dijo con una mirada tan ansiosa, y la señora Edgeley era de tan buen corazón, que obtuvo aquel minuto, que habría de ser mucho más importante de lo que hubiera creído.
-Tengo algo que decirte- dijo él, y ella supo de inmediato de qué se trataba-. Me alisté en el ejército. Salimos por la mañana hacia Salisbury Plain.
-¿Por qué lo hiciste, Bertie? -preguntó con lágrimas en los ojos-. Pensé que me amabas.
-Oh, sí, Lissie, en verdad te amo -Lissie era el apodo que él le había puesto-. Sólo que necesitan todos los hombres disponibles, y todos se marchan. No puedo pasar la guerra como ayudante de la pescadería mientras los otros muchachos…
-¿Mueren?
-Combaten. Combaten por mí, Lissie. ¿Lo comprendes, verdad?
Ella comprendió.
-Encontrémonos -rogó él-. Después del trabajo. Sólo Dios sabe cuándo podremos volver a vernos.
Ella sacudió la cabeza.
-No lo sé, Bertie. Hay una gran fiesta esta noche. Cien invitados. No sé si podré escapar.
-Has trabajado toda la semana, Lissie. Diles que tu novio se marcha a la guerra y de seguro te permitirán salir.
-No es tan sencillo. Ni siquiera saben que tengo novio. Lo intentaré; es todo lo que puedo decirte.
-Nos veremos allí, Lissie. A las siete y cinco, en nuestro árbol.
Lleno de confianza. Seguro. Se despidieron. Un breve adiós. Hasta la noche.
Ella se dirigió de inmediato a la señora Alloway para solicitar el permiso. Una hora. Media hora. Por favor. El ama de llaves, dubitativa, le consultó al mayordomo, quien se lo mencionó al señor, y él a la señora, quien dijo que no. “Hoy es un día especial”, manifestó, preocupada por su hijo. “Es imposible, desde luego”.
Su patrona no era una mujer cruel. Su negativa obedecía en parte a que la joven, Alice, había estado viendo a un muchacho a escondidas, pero también a que como madre, deseaba que aquella noche todo resultara perfecto; podría ser, Dios no lo quisiera, la última fiesta de su hijo.
James tuvo entonces su despedida, pero Bertie, no.
¿Y Alice? Realizó sus deberes de la mejor manera posible y guardó sus sentimientos para sí. ¿Qué más podía hacer? Pero no lo olvidó. Es una de esas cosas inolvidables, que se quedan en nuestro interior y se enconan lentamente, hasta infestar incluso el más dulce carácter. Eso sucedió con Alice.

Y ¿cómo llegué a saber todo esto? No lo sé. Como ya lo dije, el fantasma no habló, y nunca abandonamos el sofá. Permanecí allí sentada mientras las escenas se desarrollaban antes mis ojos y escuchaba las voces en mi mente. Creía saber lo que había experimentado Alice tantos años antes. Mientras contemplaba los acontecimientos de su triste y corta vida, creo que parte de mí se convirtió en Alice, pues me eché a llorar cuando Bertie se marchó.
Luego hubo una interrupción. La historia se había detenido, quizás a causa de mi llanto, y no se había reanudado cuando oí la voz de mi abuela. Miré a Alice.
-Lo siento -susurré-. Debo marcharme ahora -vi la débil sonrisa que había contemplado antes en la escalera y oí su voz:
-¿Mañana? -era una pregunta. Asentí.
-Mañana -prometí.

-¿Dónde has estado? -exclamó mi abuela cuando entré en el salón-. ¡Mira cómo estás!
Me miré en el espejo colocado encima de la chimenea, y vi que mi falda y mi suéter estaban grises de polvo, y tenía un velo de telarañas en el cabello. Le dije que había subido al ático; movió la cabeza, y me envió a lavarme y mudarme de ropa.
Cuando regresé, me dijo:
-Pero ¿qué hacías allá arriba, Laura?
Tomé un sorbo de té y la miré:
-Estaba conversando con la doncella que llora -respondí-. Se llama Alice, y trabajaba en esta casa.
La abuela sonrió.
-¿Verdad? y ¿le preguntaste por qué llora?
-Sí.
-Y ¿qué te respondió?
Supe, por la forma en que me hablaba, que no me creía. Pensó que se trataba de un juego, y había decidido participar en él.
-No me lo ha dicho todavía -le contesté-, pero su vida fue muy triste. Tenía sólo quince años, debía trabajar como una esclava, y casi nunca veía a su familia.
La abuela asintió.
-La vida de los sirvientes era muy dura en aquella época, Laura. Y ¿qué más te dijo?
-Estaba enamorada de un muchacho llamado Bertie, pero él se marchó a la guerra, y ella ni siquiera pudo despedirlo, por la fiesta de James. James también partía para la guerra, ¿comprendes?
La abuela me miró. Sus ojos tenían una extraña expresión.
-¿James? -preguntó-. ¿Quién era James, Laura?
-James Bertram, abuela. Su familia vivía en esta casa, y su esposa, Laetitia, también.
Asintió.
-Lo sé. James y Laetitia Bertram eran mis padres, tus bisabuelos, Laura, pero no sabía que conocieras tantos detalles acerca de tus antepasados. ¿Tu madre te ha hablado de ellos?
Negué con la cabeza.
-No, abuela. Fue Alice. Yo no sabía que eran mis antepasados. Creo que algo terrible va a suceder.
La abuela frunció el ceño.
-¿Qué quieres decir con eso?
-Bueno, Bertie partió, y Alice estaba muy enojada, pero no seguiría llorando por eso, ¿verdad? Algo peor debió de haber ocurrido. Quizás nunca regresó.
La abuela me miraba en forma muy extraña.
-Laura -dijo con suavidad-, sé que muchos niños tienen una imaginación muy desarrollada, pero la tuya es asombrosa. Es prodigiosa, me aterra. ¿Te importaría que cambiáramos de tema?
En realidad, yo no deseaba hacerlo, porque pensaba continuamente en Alice y en su relato inconcluso, pero comencé a hablar de la escuela, de mis amigos y cosas así hasta que terminamos de tomar el té. Todo este tiempo sentía que mi abuela estaba pensando en otra cosa. No deseaba inquietarla; sabía que pensaba en Alice y en Bertie, en James, en una época anterior a su nacimiento. Pienso que ella sabía que yo no estaba jugando; pero tal vez deseaba que fuera un juego.
En cuanto a mí, aguardaba con impaciencia el día siguiente.

Estaba al pie de la escalera que llevaba al ático antes de las nueve de la mañana. Era un día lluvioso de tempestad; mientras aguardaba allí, contemplando las sombras, oí caer las gotas de lluvia sobre la claraboya y el viento que soplaba con fuerza sobre el tejado. Subí por las crujientes escaleras y me asomé al ático. No había nadie en el sofá. Se había formado un pequeño charco con el agua que se había colado por la grieta de la claraboya y goteaba en el piso. La habitación estaba vacía.
No sabía qué hacer. Quizás haya una manera de convocar a los fantasmas, pero no la conocía. Susurré “Alice” algunas veces, y nada ocurrió. Miré en las otras habitaciones, pero también estaban vacías. Bajé la escalera y caminé de habitación en habitación; abría las alacenas, hacía gestos ante los empolvados espejos, miraba por las ventanas cubiertas de lluvia. Quizás la voz que había susurrado “Mañana” se refería a la misma hora. Lo intentaría de nuevo por la tarde.
La abuela ocupaba tres habitaciones; en realidad, dos habitaciones y una diminuta cocina, en uno de los extremos de la casa. En el otro extremo, tan lejos de sus estancias como era posible, había dos habitaciones comunicadas entre sí por otra muy pequeña. Eran mis habitaciones predilectas, porque podía hacer allí lo que deseara sin que mi abuela apareciera de improviso, cosa que solía hacer en otros lugares. Faltaba un cuarto para las diez y me encontraba en una de estas habitaciones cuando vi que algo se movía en el saloncito de en medio. Me asomé a mirar pero no había nadie. La puerta que daba a la otra habitación estaba cerrada. Hice girar el pomo, y allí estaba, de pie en medio de la habitación. La misma débil sonrisa y la voz en mi mente dijo:
-Aquí fue donde ocurrió.
-¿Qué ocurrió? -pregunté, y la miré; ella indicó un pequeño banco que servía también de arcón para guardar las sábanas, y tomamos asiento. Me encontraba en el mismo estado de trance del día anterior, y el relato de la doncella continuó como si no hubiera habido ninguna interrupción.

Aunque todos pensaban que la guerra habría terminado para la Navidad, ésta aún continuaba en 1915. La novedad había desaparecido. En los diarios aparecían largas listas de muertos, y comenzaba la escasez. En casa de los Bertram, la vida continuaba como antes, excepto que muchos de sus miembros, tanto los de arriba como los de abajo, conocían a alguien que estaba en el frente y vivían en una angustia perpetua, aun cuando no fuesen conscientes de ella. La aparición de un mensajero en la calle les helaba la sangre hasta que comprendían a qué casa se dirigía; en aquel momento, aquella casa se convertía en una isla de desgracia dentro de un mar de alivio transitorio. En enero uno de los lacayos, un joven llamado John, se alistó; en marzo recibieron la noticia de que había muerto. Un manto de tristeza cubría la casa. Mantener el fuego dejó de ser un deber realizado con entusiasmo para convertirse en una triste tarea que se hacía impasiblemente.
Llegó 1916. Alice tenía entonces diecisiete años; a Bertie no lo veía desde hacía dos años. Recibía ocasionalmente una carta, pero Bertie no era dado a la correspondencia, y Alice leía con dificultad, así que este sistema de comunicación resultó bastante insatisfactorio; sólo servía para saber que ambos estaban con vida y pensaban el uno en el otro. Luego, una fría mañana de noviembre, llegaron las noticias que Alice temía. Fue el muchacho que había tomado el puesto de Bertie en la pescadería quien las trajo. Se lo dijo a la señora Edgeley, quien se lo comunicó al ama de llaves; ésta mandó buscar a Alice.
Alice lo supo antes de que la señora Alloway hablara. Lo vio en sus ojos, y retrocedió hacia la puerta; sacudía la cabeza y decía: “No, no, no”, con una voz débil y entrecortada. La señora Alloway asintió y avanzó con los brazos abiertos; Alice cayó en ellos llorando.
Le dieron el día libre. Se sentó en la estrecha cama de su habitación bajo los aleros y contempló fijamente la pared, mientras sus dedos alisaban y comprimían el delgado cobertor una y otra vez. Primero no pensó en nada, pero a medida que pasaban las horas, comenzó a recordar que le habían impedido verlo durante media hora antes de que se marchara; se mecía hacia adelante y hacia atrás en el borde de la cama, y emitía unos suaves gemidos. Más tarde, al anochecer, la señora Alloway le trajo leche tibia mezclada con láudano; entre ella y Sarah la pusieron en la cama, y durmió en brazos de Sarah hasta el amanecer.
El amanecer. Un nuevo día, lleno de posibilidades. El Sol y la esperanza renacían.
Mas no para Alice. Ni aquel amanecer, ni ninguno de los miles que aún le quedaban. Sin Bertie, sin la posibilidad de su regreso y de su vida juntos, despertaba cada mañana a un desespero que casi no podía soportar. Realizaba sus tareas de manera mecánica, comía sin interés y dormía sobresaltada, en medio de un mundo de pesadilla que apenas se distinguía de su vida consciente. La única esperanza que abrigaba era morir pronto, durante el sueño.
Diciembre. El frío viento le helaba los huesos, y los preparativos para la Navidad sólo aumentaban su pena. El quince de diciembre estaba limpiando una lámpara cuando Sarah entró en la habitación.
-La cocinera dice que vayas rápido a la cocina, Alice -dijo-. Alguien pregunta por ti.
-¿Por mí? ¿Quién es?
-No lo sé, querida, pero apresúrate.
No había nadie en la cocina. La señora Edgeley indicó la puerta entreabierta.
-Está afuera. No quiso entrar. Apresúrate, chica.
Alice se precipitó a la puerta. Había un soldado de pie en el escalón. Un soldado demacrado y sin afeitar, con ojos alucinados y un uniforme sucio. Sonrió levemente y llevó la mano a su deshecha boina a guisa de saludo.
-¿La señorita Milford? ¿Alice Milford?
-Sí -pensaba en Bertie, y apenas podía contener las lágrimas.
-Biggs, señorita. Herbert Biggs. Soy un amigo de Bertie. Me pidió que le entregara esto si… si… -el hombre se encogió de hombros para excusarse y le tendió un pequeño paquete envuelto en papel marrón y atado con un cordel.
Alice lo miró, y luego levantó la vista hacia el soldado.
-¿Qué es?
-No lo sé, señorita. Es más pesado de lo que parece. Bertie dijo que usted sabría qué hacer con él. Aquí tiene -se lo entregó de prisa, como si deseara deshacerse de él lo más rápidamente posible. Ella lo tomó, y en efecto, era bastante pesado. El hombre sonrió de nuevo-. Es un regalo de Navidad, señorita. Un regalo de Navidad anticipado, y yo soy San Nicolás. Debo marcharme…
-Oh, señor Biggs, no se marche. Espere un momento -Alice se aferró a su manga para detenerlo- ¿Estaba usted con Bertie cuando… cuando murió?
-Oh, sí, señorita. Tan cerca como estoy ahora de usted.
-¿Cómo ocurrió? ¿Sufrió mucho?
El soldado movió negativamente la cabeza.
-No se dio cuenta de nada, señorita. Estaba conversando, compartiendo un cigarrillo, y al instante siguiente estaba muerto. Siempre hablaba de usted, señorita, y era un buen compañero. Es una lástima perder una persona así.
Alice asintió.
-Sí, bueno. Gracias, señor Biggs, por venir y por contestar mi pregunta. Siempre pienso en ello, ¿comprende?
Biggs asintió.
-Desde luego, señorita, es apenas natural. Bueno, me marcho. Adiós y buena suerte.
Alice llevó el paquete a su habitación, lloró sobre él y lo ocultó, sin abrir, en la caja donde guardaba su ropa. Se aproximaba la Navidad, y debía regresar a sus tareas.
El jueves era el día de permiso de Sarah. Como siempre, iría a casa de sus padres en Barnet y regresaría tarde. Con suerte, Alice podría regresar a su habitación cerca de las seis, y tendría dos horas para estar a solas; en aquel momento abriría el paquete.
Hacía mucho tiempo Alice había perdido el interés por todo y esperó ansiosa el jueves, rezando para que no cancelaran el permiso de Sarah. Finalmente llegó el día señalado; a la una de la tarde, Sarah tomó su chal, su sombrero y se marchó.
Las seis de la tarde. Alice, fatigada pero emocionada de una manera un poco triste, subió las escaleras hasta la pequeña habitación bajo el alero. Encendió una vela, abrió la caja donde guardaba su ropa y sacó el paquete. Se sentó en la cama y comenzó a desanudar con dedos temblorosos el cordel atado por su novio. La vieja cuerda gris cayó finalmente, y Alice retiró el grueso papel, y encontró una caja de cartón. Acarició la caja con las yemas de los dedos mientras lloraba quedamente, al pensar que los dedos de Bertie también la habían tocado. Después de algún momento, sacó un trapo del bolsillo de su delantal, se secó los ojos y levantó la tapa. Adentro se encontraba una bomba y un papel doblado.
Permaneció un momento con la caja en el regazo, contemplando la bomba que brillaba a la luz de la vela. Luego alisó el trozo de papel y lo inclinó hacia la luz.
Sólo contenía cuatro líneas, escritas a lápiz. Los labios de Alice se movían mientras leía las palabras. Era un verso:

Prepara el fuego
para que doblen las campanas
Despáchalo
Sin que se despida

Doblen las campanas. Alice frunció el ceño. Sabía lo que significaba, pero no era una expresión que Bertie hubiera usado. Nunca había utilizado un lenguaje complicado, y tampoco le agradaba la poesía. ¿Quién le había ayudado entonces? ¿Herbert Biggs?
El mensaje era claro, y el corazón de la doncella latía con fuerza mientras colocaba el paquete de nuevo en la caja. Había una tabla suelta debajo de la cama donde Alice conservaba sus pequeños tesoros, y la ocultó allí; volvió a colocar la tabla con cuidado y sopló el polvo sobre ella por precaución. Hay secretos de secretos y sabía que éste era letal.
Alice despertó a la mañana siguiente con un brillo en los ojos y un propósito en el corazón. La señora Alloway advirtió el cambio, y se dijo que quizás la joven se estaba sobreponiendo al fin a la pérdida de su novio. El ama de llaves era una persona bondadosa, y se alegró por la aparente recuperación de Alice.
La Navidad llegó y pasó; una celebración algo sombría a causa de la guerra que parecía no tener fin. En el frente, los jóvenes oficiales morían como moscas, y los que sobrevivían eran promovidos con rapidez. El joven James Bertram fue uno de ellos. Se había distinguido en el frente y a los veintitrés años ya era comandante. En el verano de 1917 sus padres recibieron noticias que les llenaron de felicidad el corazón. Su hijo tendría algunos días libres, después de los cuales debía presentarse en el Colegio de Oficiales. Si hacía bien las cosas, sería ascendido a oficial de estado mayor, y terminarían sus días en el frente.
Regresó en octubre, más delgado, más viejo, mucho más viejo, pero con vida. El patrón había reunido a toda la servidumbre en la puerta principal, y cuando el taxi que conducía a su hijo entró por la calzada, todos lo aclamaron. Alice se unió a ellos, y nadie observó cómo temblaba cuando el joven los saludó y sonrió.
Lo hizo una noche helada, una semana después. James había ido con su padre al club, e iban a regresar tarde.
La señora Alloway dijo:
-Alice, prepara el fuego en la habitación del señor Bertram, para que pueda encenderlo si siente frío.
-Sí, señora.
Alice se marchó de prisa, y el ama de llaves la contempló por un momento, perpleja por el destello de temor que creía haber visto en los ojos de la doncella.
Alice colocó la bomba en el piso de la chimenea y construyó una pira de palos y papel arrugado en torno a ella; miraba la entrada mientras lo hacía. Cuando la bomba hubo desaparecido de la vista, colocó trozos de carbón entre los palos y el papel, dejando espacio para que circulara el aire. Luego llenó la carbonera, barrió el piso, salió y cerró la puerta tras de sí. Estaba enferma de terror, pero se mordió los labios y pensó en Bertie.
Esperar fue la peor parte. Sarah y Alice se retiraron a su habitación a las nueve, y Alice permaneció tendida en la cama con los ojos abiertos mientras su amiga dormía profundamente a su lado.
Había hecho algo terrible. Terrible. Pensó en Laetitia, en la dulce y bella Laetitia. ¡Qué triste estaría! El patrón también, desde luego, y la señora. Ahora estaban tan felices, y pronto estarían tan, tan tristes. Sentirían lo que ella había sentido; era apenas justo, ¿verdad? ¿verdad? En todo caso, había hecho lo que deseaba Bertie y ése era un deber sagrado, poner en práctica el último deseo de su novio, ¿verdad?
En más de una ocasión estuvo a punto de levantarse, deslizarse por la oscura escalera y deshacer lo que había hecho, pero se contuvo. Aguardó, sudorosa y tensa, contemplando las sombras flotantes, escuchando.
¿Cómo sería la explosión? Quizás volaría toda la casa, y todos dejaríamos de sufrir, ¿verdad? No. Bertie no le habría pedido que hiciera esto si hubiera de matarlos a todos, a ella también. Él sabría lo que hacía.
¿Y si luego sospecharan de mí? ¿Si Sarah hubiera levantado la tabla cuando yo no estaba en la habitación y hubiera visto la bomba? ¿O si Herbert Biggs me acusa? Me colgarían, ¿verdad? Sería una asesina. Soy una asesina.
Se quejó y se incorporó en la cama para levantarse. Sarah se movió y murmuró: “¿Qué sucede, Alice? ¿Qué ocurre?” Alice quedó paralizada; aguardó a que su amiga se durmiera de nuevo, y entonces oyó la puerta. Era demasiado tarde. Habían regresado.
Permaneció allí tendida, tratando de escuchar. Puertas. Pisadas. Risas. Una tos. Aún podía bajar. Confesarlo todo. Mostrarles lo que había hecho y rogarles clemencia. Desde luego, sería despedida. Sin recomendaciones. Podrían llamar a la policía. Y luego ¿qué? ¿La prisión? ¿Un asilo de locos? Gimió, moviendo la cabeza de un lado a otro sobre la almohada y luego el pensamiento, el temor y por un momento su propia consciencia se borraron por la terrible explosión que sacudió la casa.

Yo oí aquella explosión. La sentí. Una explosión que había ocurrido más de setenta años antes. Incluso sentí aquel acre olor en la nariz. Cómo lo hizo el fantasma, cómo pudo comunicarme estas cosas de manera tan vívida, no lo sé. La detonación me hizo regresar por un momento, y supe que compartía el banco con la asesina de mi bisabuelo. Supongo que debiera haber experimentado ultraje, repulsión, pero no fue así. Contemplé el frágil espectro y sólo sentí compasión.
El resto del relato fue rápido. Saltó de la cama con un grito de alarma fingido y se unió a los otros sirvientes en la escalera. La parte superior de la casa estaba llena del humo que salía de la habitación del señor James; la puerta había sido lanzada al pasillo. La habitación estaba destrozada, y era evidente que su ocupante no había sobrevivido.
El patrón había asumido el control de la situación, y le pidió a la servidumbre, cercana a la histeria, que hiciera una cadena humana para luchar contra el fuego con baldes de agua mientras llegaban los bomberos. Todos creyeron que se trataba de un ataque aéreo y que la casa había sido golpeada directamente.
Más tarde se supo que no había habido ningún ataque. Los expertos que examinaron la habitación del señor James concluyeron que el joven oficial había traído una bomba como recuerdo del frente y que ésta había explotado accidentalmente. Era algo que sucedía a menudo, dijeron.
Los Bertram se entregaron al duelo. Laetitia, que estaba embarazada, se vio postrada por la pena. La casa se convirtió en un lugar de horror y tristeza, mientras sus ocupantes luchaban de diferentes maneras por sobreponerse a la tragedia.
¿Y Alice? ¿Se enorgulleció de su hazaña? ¿La muerte de James la consoló algo de la de Bertie, como lo había esperado? ¿Ahora que era evidente que jamás sospecharían de ella, ocultaba su expresión solemne un corazón pleno de satisfacción?
No. Durante los días y las semanas que siguieron, el estado mental de la doncella se deterioró. Rondaba por la casa suspirando; sacudía la cabeza y hablaba a solas. No se acercaba a la habitación de James, incluso después de que fue reparada. Cuando debía realizar alguna tarea cerca de aquel lugar, daba grandes rodeos para evitarlo. Mientras meditaba sobre lo que había hecho, comenzó a dudar de su propia salud mental. La sombra del manicomio la obsesionaba en sueños. Se tornó delgada, pálida y silenciosa.
La guerra llegó a su fin, pero las celebraciones no significaban nada para la doncella. Anhelaba abandonar aquella casa en la cual nunca tendría un momento de paz, aunque la paz había regresado al mundo. Proyectó buscar otro empleo, pero antes de poder hacerlo, se contagió de una epidemia que azotaba a Europa por entonces.
En su frío ático, moribunda, le escribió con dificultad una nota al patrón en la que confesó su crimen y le rogó que la perdonara. Le confió la nota a Sarah, y le pidió que se la entregara de inmediato a la señora Alloway. Sarah, horrorizada por el contenido de la nota y perturbada por la muerte inminente de Alice, no lo hizo. Colocó la nota en una lata de cigarros que ocultó detrás de un ladrillo suelto cerca de la caldera de cobre de la lavandería. Se proponía entregarla después, cuando su amiga hubiera muerto, pero la epidemia se llevó también a Sarah y la nota permaneció oculta.

Vi la caldera. Fue la última imagen que contemplé antes de que todo se desvaneciera. Cuando salí del trance me encontraba a solas, pero sabía qué debía hacer. Debía bajar al sótano de los Jenkinson y encontrar el ladrillo suelto. La lata todavía estaría allí, con la nota en su interior. Debía entregársela a mi abuela y relatarle la historia de la doncella. Debía hacerlo de tal manera que la abuela se compadeciera de Alice, como yo me compadecí, y la perdonara.

Y eso fue exactamente lo que hice. Los Jenkinson estaban de viaje, así que fue sencillo entrar en el sótano. La caldera era como la había visto en el trance, excepto que ahora colgaban de ella muchas telarañas. El ladrillo suelto todavía estaba suelto, pero la herrumbre había sellado la lata de cigarros, así que tuve que golpearla para poder abrir la tapa.
Experimenté una extraña sensación cuando vi la letra borrosa de Alice. No había suficiente luz en el sótano para leer, de modo que subí por la escalera prohibida y llevé la carta a mi habitación. Incluso allí no conseguí comprenderlo todo, pero leí lo suficiente como para saber que era la confesión de Alice.
La abuela no sabía qué hacer. Se había persuadido de que la historia de la doncella la había inventado yo a partir de lo que me había contado mi madre, y ahora se veía enfrentada por la carta. Creo que le habría gustado pensar que yo la había falsificado, pero era imposible. La lata herrumbrosa, el papel amarillento y la tinta desleída eran pruebas concluyentes. Escuchó mi relato, pero jamás me dijo si estaba dispuesta a perdonar a la pobre Alice.
En aquel momento me sentí decepcionada, pero ahora la comprendo. Después de todo, James era su padre -un padre al que nunca conoció-, y he oído decir que su madre, Laetitia, jamás se repuso por completo de la tragedia; la abuela tenía mucho que perdonar. Debió de meditarlo largo tiempo. Ya murió, desde luego, así que nunca lo sabré a ciencia cierta, pero creo que perdonó a Alice porque su casa es ahora mi casa, donde vivo con mis hijos y ninguno de nosotros ha visto a la doncella que llora.
Sé que hizo algo terrible, pero me agrada pensar que Alice se encuentra ahora al lado de su Bertie, en un lugar donde nadie hace daño a los demás, ni siquiera por accidente, porque todos saben qué fácil es hacer daño y sufrirlo.
Si alguien llora en aquel lugar, puede tener la seguridad de que se le preguntará por qué llora.

FIN

Biblioteca del abuelo.