Texto publicado por SUEÑOS;

Cuentos olvidados.

cuento
pais USA.
origen fantacia.
¡Muerte al Conejito de Pascua!

Alan Ryan

Cuando Paul, yo y las chicas conocimos al anciano del bosque aquel día, ni por un momento pensamos que acabaríamos viviendo aquí, en las montañas. Como es lógico, tampoco pensamos que tendríamos que matar al Conejito de Pascua[1].
[1] Easter Bunny: personaje muy popular entre los niños norteamericanos, que el día de Pascua Florida les trae regalos. (N. del T.)
Los cuatro (es decir, Paul, Susana, Bárbara y yo) estábamos buscando un lugar para ir los fines de semana, un sitio que no fuera caro ni estuviera demasiado lejos de Nueva York. Cuando descubrimos Deacons Kill, a cuatro horas de viaje hacia el norte, en los Catskills, comprendimos al instante que ésa era la clase de lugar que nos interesaba. En su mayor parte está formado por granjas lecheras, boscosas montañas, llanuras y gente decente. La población también es agradable; pequeña, con habitantes muy amistosos, y hay un magnífico hotel antiguo, llamado Hotel Centenario, en la plaza del pueblo. El invierno pasado, nada más descubrir Kill (así llaman todos al pueblo), empezamos a ir allí constantemente.
Y allí estábamos un día los cuatro, de paseo por una carretera rústica, sólo dando una vuelta porque hacía bastante frío y no queríamos alejarnos demasiado del coche, y Susana se quejaba de no llevar ropa de abrigo y Bárbara decía que le dolían los pies con sus botas nuevas. Entonces Paul vio una senda que se adentraba en el bosque, entre los pinos, y se empeñó en seguirla un trecho.
Hubo alguna discusión entre los cuatro y por fin acordamos recorrer una distancia corta, quizá cinco minutos de caminata, antes de volver. En realidad, yo habría preferido estar con Bárbara en nuestra habitación del Hotel Centenario, solas las dos, pero si entonces no hubiera accedido a los deseos de Paul jamás habríamos conocido al anciano, el Conejito de Pascua seguiría rondando por ahí y nada de esto habría sucedido.
Habíamos recorrido sólo unos metros entre los pinos cuando, de pronto, sonó una voz. Los gritos iban dirigidos hacia nosotros, imposible equivocarse.
-¡Ya basta! ¡Alto ahí mismo!
No fue la brusquedad, ni siquiera el sonido de la voz lo que nos obligó a detenernos al instante. En realidad, sólo era la voz de un viejo, desabrida y un poco ronca, pero de un viejo a pesar de todo. Sin embargo, lo que nos impresionó a todos en cuanto la oímos fue el tono. Reflejaba muchas emociones al mismo tiempo: enfado, exasperación, resolución, amenaza. Y susto. La voz reflejaba susto. Los cuatro nos quedamos como una piedra donde estábamos.
-¿Qué estáis haciendo aquí? ¡Este sitio no es para vosotros!
Volví la cabeza para ver de dónde provenía la voz y allí estaba el anciano. No tengo edad suficiente para recordar a Gabby Hayes, pero he visto fotografías de él y ese anciano se le parecía mucho. O quizá se parecía un poco a nuestra imagen de Rip van Winkle. Tenía una barba grisácea y fibrosa, sus ojos brillaban y estaban rodeados de arrugas, su vestimenta era del color del bosque (gris, marrón y ningún color en particular) y estaba apuntándonos con una escopeta de dos cañones.
-¡Aguanta! -dijo Paul detrás de mí.
-¿Qué estáis haciendo aquí? -repitió el anciano, e hizo girar la escopeta como si fuera una cámara de cine.
Vi que tenía el dedo en el gatillo.
-¡Un momento! -dije-. No estamos haciendo nada. Sólo dando un paseo.
El viejo me miró con aire escéptico durante unos instantes. Yo pensé con rapidez, o traté de hacerlo, y deseé que Paul dijera algo ingenioso. Nadie me había apuntado con un arma anteriormente. Pensé que si el viejo disparaba, yo sería el primero en caer, y supongo que es un pensamiento bastante egoísta. Pero antes de que pudiera imaginar qué decir, el anciano bajó la escopeta y la dejó apuntada al suelo. En ese momento mis rodillas empezaron a temblar y mi corazón latió con fuerza. Detrás de mí, oí que Bárbara decía: «¡Oh, Dios mío!» y descubrí que mi mano estaba extendida hacia atrás para proteger a la chica. Ella la cogió y la sostuvo muy fuerte.
-¿Qué estáis haciendo aquí? -preguntó de nuevo el anciano, pero menos enfadado que hasta entonces.
Pensé que casi parecía un poco aliviado.
Insistí en que sólo estábamos dando un paseo, sí, en invierno, no nos importaba el frío, que esperábamos no habernos metido en un terreno privado, que no, que no llevábamos armas, que sí, que pensábamos volver a la carretera, y así sucesivamente. Paul colaboró en las respuestas y por fin el anciano comenzó a parecerme un simple viejo que por casualidad llevaba una escopeta.
Fue Paul el que hizo la pregunta y, cuando lo hizo casi le habría dado una patada por ello.
-¿Qué hace usted aquí? -dijo al anciano-. ¿Es el dueño de este bosque?
El viejo miró con dureza a Paul, luego me miró a mí, después a las chicas y de nuevo a Paul. Era fácil imaginar que estaba decidiendo si estábamos desafiándolo o simplemente haciendo una pregunta como gente normal. Mantuve la vista fija en los cañones de la escopeta, pero continuaron apuntados al suelo.
El anciano nos examinó unos segundos más antes de hablar.
-Soy tan dueño de este bosque como el que más derecho tenga. Tal vez más.
Había algo así como pétrea severidad en su tono.
Se produjo una especie de punto muerto en ese momento, mientras él continuaba estudiándonos y nosotros observándolo. Luego vi que su postura perdía tensión y comprendí que habíamos superado las dificultades.
Creo que Bárbara dijo algo después, quizá le hizo una pregunta, y a partir de entonces hubo una conversación bastante normal, teniendo en cuenta las circunstancias. No fue precisamente una charla brillante ni nada por el estilo, como la que se sostiene en un buen bar a últimas horas de la noche, pero todos hablamos con más o menos naturalidad al cabo de un minuto.
Ese primer encuentro resulta todavía más extraño ahora. Yo no sé de qué hablamos y los demás tampoco lo recuerdan (supongo que estábamos nerviosos aún después del susto). Lo único que sé es que él se refirió a «intrusos» un par de veces, a gente que se entremetía en su bosque. Recuerdo haber pensado que el anciano incluso podía acabar siendo una persona amigable con el tiempo, a pesar de que no averiguamos nada de su vida. Por lo poco que supimos aquella vez, él podía vivir en los árboles. En realidad, esa suposición habría sido errónea.
Cuando la conversación, si puede llamársela así, empezaba a decaer, el anciano dijo algo que recuerdo con gran claridad.
-Podéis hacerme otra visita cuando paséis por aquí. -Y en voz más baja añadió-: Estaré aquí.
Y así empezó todo.
Como es natural hablamos mucho del viejo aquel fin de semana y en ocasiones posteriores. Y por supuesto hablamos del incidente la próxima vez que fuimos allí, un par de semanas más tarde.
Sólo llevábamos un rato en el hotel el viernes por la tarde. Bárbara y yo aún estábamos sacando cosas de las maletas y guardándolas, y ella se enfadó porque la blusa que quería ponerse para la comida del sábado se había arrugado. Y además tonteamos un poco mientras deshacíamos las maletas. Hubo un golpe en la puerta, abrí y entraron Susana y Paul.
Mi amigo se dejó caer en una de las sillas que estaban junto a la ventana y Susana se sentó en sus rodillas.
-Vamos a ver a ese viejo extraño del bosque -dijo Paul.
-Debes de estar bromeando -repuse al instante, pero lo cierto era que yo mismo lo había pensado y no me atrevía a decirlo porque creía que los demás me juzgarían loco.
-No estoy bromeando. -Paul hablaba en serio-. Quiero ir a verlo. Creo -y en este momento Paul adoptó una expresión solemne y grave que se reflejó también en su voz- que fue simplemente el destino lo que nos llevó hasta él. El destino, os lo aseguro. Kismet. Está decidido que conozcamos al viejo simplón y corramos toda clase de aventuras con él.
Paul es profesor de lengua inglesa, detalle que explica muchas cosas.
Bien, lo comentamos un rato y tanto Bárbara y Susana como yo dijimos que no nos interesaba en absoluto y que de todas formas hacía demasiado frío para ir de excursión al bosque. Pero en realidad ninguno de los tres hablábamos en serio, y finalmente decidimos volver, localizar la senda y comprobar si el anciano seguía realmente allí.
El sábado fuimos en coche por la misma carretera, encontramos la senda e iniciamos la caminata. Nuestro nerviosismo aumentó conforme nos adentrábamos, y esa vez tuvimos que recorrer un largo trecho antes de que ocurriera algo. Un trecho tan largo, en realidad, que empezamos a pensar si no habríamos imaginado al anciano o si era tan sólo un granjero de la localidad o un vago que se había divertido un poco a nuestra costa. Pero naturalmente, cuando estábamos comentando que sería mejor volver hacia la carretera, porque realmente hacía mucho frío ese día, el anciano salió de detrás de un árbol (o por lo menos eso pensamos cuando hablamos de ello más tarde) y se situó en la senda, delante de nosotros.
No dijo nada en esta ocasión, sólo nos miró. Conservaba la escopeta, pero la tenía apuntada al suelo.
Creo que ninguno de los cuatro pensábamos volver a verlo. Pero ahí estaba, con el mismo aspecto que la primera vez.
El anciano movió un poco la cabeza, un gesto que yo interpreté como saludo. Paul había ido en primer lugar y era el más próximo al viejo, y por eso fue el primero en hablar.
-Hola -dijo-. Seguro que pensaba no volver a vernos.
No fue una frase muy brillante, pero de pronto me hizo comprender que desconocíamos el nombre del viejo.
-Seguro que vosotros no pensabais volver a verme -repuso el anciano.
No sonreía.
Quedamos algo confusos después de eso, porque naturalmente era cierto. Lo siguiente que recuerdo es que de nuevo conversamos con el viejo, igual que la primera vez, con sosiego y naturalidad. Hablamos del bosque, creo, ya que no imagino otra cosa. Siempre fue así, entonces y después, y el incidente siempre parece raro más tarde: los cuatro en el bosque, al principio en invierno y después en primavera, verano y otoño, hablando con él un rato pero sin recordar una sola palabra de cuanto se decía.
Pero recuerdo claramente algo que nos dijo él.
-Venid a mi casa.
Sé que fuimos detrás de él, que salimos de la senda y nos adentramos en las profundidades del bosque, y sé que subimos cerros (y sé que él tuvo que guiarnos hasta la senda después), pero no tengo una imagen clara en mi mente de cómo llegamos a su casa, ni aquella primera vez ni las posteriores.
Cuando pienso en ello ahora, debo admitir que no comprendo por qué fuimos con él. Pero fuimos. El nos guió y nosotros le seguimos.
El anciano vive en lo alto de una colina, en la parte más oscura y espesa del bosque, la clase de lugar que casi te hace imaginar al Lobo Malo saltando para atacar a Caperucita Roja. La clase de lugar que ves en sueños cuando eres niño…, por lo menos ese es el mejor recuerdo que yo conservo. Después nunca hubo más claridad, no más que aquella primera vez. Era como si la niebla o una nube rodeara el paraje, ocultándonos sus detalles pero permitiéndonos vislumbrar lo suficiente para pensar que ni era tan extraño ni tan espantoso. Podía ser una choza, una cabaña o una enorme y antigua mansión del bosque. Podía ser una cueva o una construcción de madera en las copas de los árboles. Podía no ser nada de eso. No lo supimos entonces y no lo sabemos ahora. Pero el anciano siempre se las arreglaba para que todo estuviera claro.
El interior era igual: vago pero claro, real e irreal, ni frío ni calor, raro y no tan extraño. Esa primera vez, el viejo nos invitó a tomar asiento (había muebles para sentarse pero no recuerdo de qué clase) y nos ofreció bebida (algo ni frío ni caliente, pero no sé qué era).
Y habló. Nos habló de las montañas, los bosques, los ríos, los riachuelos, los árboles, las rocas y la tierra, nos habló de la naturaleza, de su salvajismo, su orden, su belleza y su bestialidad, del aire, el clima, las tormentas, las lluvias, las nevadas y los vientos.
Prestamos atención (esa primera vez, recuerdo, y todas las posteriores) embelesados.
Y habló de la ciudad, de su diferencia respecto al campo, nos dijo que teníamos que aprender las costumbres de las montañas, y extrañamente comprendimos que tenía razón.
Y al cabo de un rato nos guió para salir del bosque, regresamos a la senda, a la carretera y al coche, y los cuatro nos mirábamos como divertidos, con cierta turbación, y ninguno quiso ser el primero en afirmar que todo había sido real o irreal, aunque naturalmente sabíamos que lo había sido.
-¡Aguanta! -dijo en voz baja Paul en cuanto estuvimos a salvo en el automóvil.
Nadie dijo nada más entonces, pero hablamos mucho en cuanto regresamos al Centenario. Lo que no significa que extrajéramos conclusiones de todo ello, en especial cuando los cuatro no teníamos idea clara ni de por qué habíamos acompañado al anciano ni de cómo nos había guiado por el bosque. No sabíamos cómo era su casa (suponiendo que fuera una casa), ni de qué habíamos hablado con él. Nada estaba claro, nada tenía sentido lógico.
Lo único que sabíamos con certeza era que, después de los primeros segundos con el viejo, nadie había tenido miedo.
-Es algo así como un mago -dijo Paul, pero no miró a la cara de nadie cuando lo dijo.
-Los magos no existen -repuso Bárbara-. No seas ridículo.
Bárbara enseña física y no tiene paciencia con temas como ese. Es una chica alegre, uno de los detalles que más me gustan de ella, pero puede mostrarse bastante brusca con cosas que considera estupideces.
-Escuchad -dijo Paul. Adoptó su expresión más natural y miró a Bárbara porque sabía que ella era la persona más escéptica del grupo-. No digo que lo crea, pero tampoco digo que no lo crea.
-Una explicación bonita y clara -contestó Bárbara.
Vi que estaba poniéndose nerviosa.
-Vamos, escuchad -dijo Paul-. Examinemos el caso, ¿de acuerdo? Conocemos a un tipo extraño en el bosque. Primero nos da un susto mortal, apareciendo de pronto. Luego resulta ser una buena persona. Hablamos con él un rato y…
-… y después no recordamos qué sucedió -se apresuró a decir Bárbara.
-Hablo de la primera vez -observó Paul.
-Yo hablo de las dos veces -replicó Bárbara.
Paul estaba inquieto.
-Bien, de acuerdo, pero eso es parte del asunto. Es decir, el hecho de que no recordemos con claridad lo sucedido sugiere que… -Paul vaciló, sonrió, se alzó de hombros-. Es posible que nos hechizara.
-Oh, Dios -dijo Bárbara-. Esto es increíble.
-Encaja.
Bárbara apartó los ojos de él.
-Encaja -repitió Paul.
-El aire fresco del campo está pudriéndote el cerebro -repuso Bárbara, y con ello supe que estaba empezando a ceder.
-¿Qué opinas tú, Greg? -Me preguntó Susana-. Estás muy callado.
Yo estaba callado porque tenía las mismas alocadas ideas de Paul y prefería que él se encargara de expresarlas en palabras.
-Yo opino que es una explicación tan buena como cualquiera. Tendremos que estar más atentos la próxima vez, tomar notas, fotos o lo que sea, y luego veremos qué pasa.
Los otros asintieron, y de pronto nos miramos unos a otros y Bárbara me apretó con fuerza la mano. No habíamos hablado de regresar, no habíamos dicho una palabra, pero yo acababa de anunciar «la próxima vez» y todos sabíamos que volveríamos.
Eso fue en febrero, y hasta principios de marzo, tres semanas más tarde, ni volvimos a Deacons Kill ni vimos otra vez al anciano.
Bárbara había estado jugando a baloncesto con las chicas en el local del colegio y se había torcido el tobillo. Tuvo que llevarlo vendado dos semanas. Fui con ella al médico el día que le quitaron las vendas y el médico le dijo que ya tenía bien el tobillo.
-Bien, estoy preparada -anunció ella en cuanto volvimos al coche.
Y comprendí a qué se refería. Telefoneé a Paul nada más llegar a casa y él contestó que avisaría a Susana (no tenía que ir muy lejos porque la oí decir algo en segundo término) y que estarían listos para salir el viernes. Aparte de eso sólo comentamos si iríamos en su coche o en el mío.
No hablamos una sola palabra del anciano mientras estuvimos en la ciudad.
Todo sucedió igual, con una excepción. Esta vez, posteriormente, recordamos la conversación con el viejo. Por lo menos, yo la recordé. Con gran claridad. Los demás no hicieron comentarios y yo jamás dije una palabra, ni siquiera a Bárbara, pero aseguraría que también la recordaron. Los cuatro evitamos mirarnos y no puedo afirmarlo.
El anciano habló nuevamente de intrusos, igual que cuando lo conocimos. Se refirió a que el mundo estaba lleno de extrañas criaturas, extraños entes, seres vivientes pero vivos de una forma totalmente distinta a cualquier clase de vida que existe en el mundo; y en consecuencia no pertenecen al mundo real, no encajan en el mundo de los hombres. Y el viejo comentó cuán necesario era librarnos de ellos, cuánto pervertían nuestras mentes y distorsionaban nuestra visión de la realidad. Era muy lógico, tal como él lo explicaba. Todavía oigo su voz aquella vez, baja y suave pero con un rasgo de dura tensión. Él sabía de qué hablaba. Dijo que su esposa estaba dedicada a liberar al mundo de aquellos intrusos. Y dijo que había muchos intrusos, que eran demasiado fuertes para un viejo, que necesitaba ayuda y nos había elegido para ello.
No mencionó al Conejito de Pascua aquella vez. Cuando dijo que necesitaba vernos a los cuatro dentro de una semana, todos contestamos al unísono que allí estaríamos.
Esa fue la primera vez que mencionó al Conejito de Pascua.
Los cuatro estábamos sentados en la… digamos casa del anciano, porque por entonces la veíamos con más claridad que anteriormente. Todavía nos resultaba vaga la ruta para ascender la colina desde la senda, la ubicación exacta de la casa y su apariencia externa. Pero el interior era lo bastante claro para que lo viéramos. Las paredes eran muy toscas (quizá de piedra o de una rara variedad de troncos) y no había ventanas, pero sí alfombras o pieles de animal en el suelo y muchos lugares donde sentarse, sillas y bancos, aunque normalmente nos sentábamos en círculo en el centro de una habitación enorme, los cinco, mientras el anciano hablaba.
Poco a poco, conforme la frecuencia de nuestras visitas fue aumentando, comenzamos a formular preguntas, en lugar de prestar atención a la charla del anciano solamente. Nos comentó una vez que se sentía muy contento por habernos elegido y que le alegraba que fuéramos captando la esencia del asunto, mostráramos progresos y empezáramos a entender el peligro que amenazaba al mundo. Así lo expresaba él: el peligro que amenazaba al mundo.
Era muy convincente hablando. Sé que no recurría a trucos con nosotros, hipnotismo o algo similar. Estoy seguro de que no hizo nada de eso. Lo único que sé es que nos convenció (y era obvio, desde el principio) de que había estado aguardándonos y de que…, y de que nosotros habíamos acudido a él.
Todo es muy raro. Al fin y al cabo, los cuatro somos personas normales, como todo el mundo. No somos extraños ni nada parecido, no pertenecemos a locas sectas religiosas, nos importa un bledo la astrología, el tarot y esa clase de cosas, las locuras y las extravagancias. Los cuatro somos inteligentes, supongo, y estamos bastante bien educados, pero todo ello redunda ciertamente en favor nuestro. Como mínimo hace menos probable que el anciano pudiera habernos embaucado, tanto entonces como ahora.
La simple realidad era que todo cuanto decía él era lógico. Todo era lógico. Y cuando terminó de hablarnos del Conejito de Pascua, comprendimos a qué se refería al hablar de peligro, el peligro que amenazaba al mundo.
Bárbara fue la primera en plantear la cuestión al anciano.
-Muchísima gente -dijo, manteniendo firme la voz- opina que el Conejito de Pascua es pura imaginación.
El viejo le sonrió con aire paciente y después nos ofreció su sonrisa a los demás.
-Lo entendéis -dijo en voz alta-. Entendéis a qué me refiero. De eso precisamente estoy hablando. Ese monstruo sale de su escondite, vaga con tanta libertad como quiere por el mundo entero y sin embargo ha convencido a la gente de que ni siquiera existe. ¡Es asombroso lo que estas criaturas pueden hacer con la mente humana! ¡Absolutamente asombroso! Y terrible.
Se inclinó hacia delante, dentro del círculo, y su mirada se deslizó de uno a otro de nosotros mientras seguía hablando.
-Lo entendéis, ¿no es cierto? Sé que lo entendéis. Pensadlo. Si preguntarais a alguien, a cualquier persona, estoy convencido de que os diría qué aspecto tiene más o menos el Conejito de Pascua. Y naturalmente todo el mundo lo considera muy… Bien, la gente usaría palabras como «precioso», «mimoso», «dulce»… ¡Imaginaos! Y sin embargo, si preguntáis si él existe o no, todos dirán que no, que es una criatura mítica o algo así. Pero los niños, los niños pequeños saben perfectamente que el Conejito de Pascua existe y así lo afirmarán sin vacilación. Los niños están mucho más próximos a esa clase de conocimiento, perciben por instinto criaturas extrañas y primitivas como esa. Y si os paráis a pensar en ello, no hay un solo niño en el mundo capaz de permanecer quieto y sonreír si viera al Conejito de Pascua doblar una esquina y caminar hacia él. Sabéis que los niños echarían a correr como si les fuera la vida en ello. Bien, los niños conocen a estos seres y los entienden. Oh, sí, los niños los conocen. Sólo más tarde, cuando crecen, se nublan sus mentes, olvidan cosas importantísimas, los especiales conocimientos instintivos que poseían cuando eran jovencitos, antes de que el mundo se apoderara de sus mentes. Pero conocen a esos seres. Los niños los conocen. Y lo suficiente como para asustarse.
Quedamos atónitos tras la explicación, asombrados por su fuerza, por el miedo que reflejaba la voz del anciano, por su resolución para hacernos comprender, para obligarnos a rasgar el velo de la edad adulta que podía nublar nuestros ojos, para convencernos de la urgencia de actuar. Fue un momento especial y los cuatro quedamos paralizados y en silencio cuando él terminó de hablar.
-¿Cómo lo sabe usted? -preguntó Bárbara. Siempre escéptica, por la fuerza de la costumbre, pero deduje de su expresión que ella estaba convencida.
-Yo soy distinto -respondió amablemente el viejo-. Soy especial. Puedo ver con más claridad que otros. Y puedo ayudaros a ver.
Estábamos asintiendo, ya convencidos. También Bárbara.
-Cuando llegue la hora -dijo el anciano, apenas en un susurro, ya que estaba claramente agotado a causa de la tensión-, cuando llegue la hora os lo enseñaré y lo comprenderéis por vosotros mismos.
Más tarde, ese mismo día, cuando nos guió desde la casa hasta la senda, el neblinoso bosque parecía repleto de espíritus fugaces y sombras movedizas.
Posteriormente, fuimos al bosque todos los fines de semana.
Entre viaje y viaje, jamás hacíamos comentarios entre nosotros. Esa clase de conversación estaba reservada para el bosque, para la casa del anciano y para la seguridad de su hogar y su presencia.
El tiempo en marzo aún fue malo algunas veces, pero a principios de abril el ambiente se caldeó un poco y un colorcillo verde comenzó a brotar a los lados de las carreteras de Deacons Kill. Los árboles continuaban muy oscuros y pelados, excepto los abetos, y mojados a causa de la lluvia de abril. Cuando el anciano nos guiaba desde la senda todos los fines de semana, ni siquiera intentábamos observar el camino. El bosque era aterrador, estaba repleto de espíritus malevolentes y criaturas sólo en parte vivas.
-Se acerca el momento -nos recordaba el viejo todas las semanas.
El Lunes de Pascua era a finales de abril y nuestra tensión aumentaba día a día.
Dos semanas antes de la fecha, el anciano nos puso a trabajar. Nos llevó fuera de la casa por primera vez. Inspeccionó los árboles con gran atención; el bosque era tan espeso, tan extrañamente denso en los alrededores de la casa que era imposible ver a más de cinco metros. El viejo eligió varios arbolillos que nosotros talamos, desbrozamos e introdujimos en la casa, siempre bajo su atenta supervisión. Nos enseñó a tallar el extremo hasta dejarlo reducido a una afilada y muy dura punta y a mondar el tallo a fin de obtener un firme agarradero. Preparamos cuatro para cada uno, veinte en total. Estuvimos trabajando en ello dos fines de semana y por fin estuvimos preparados para Pascua Florida.
Puesto que la universidad cerraba con motivo de la fiesta, salimos pronto el Viernes Santo. Los viajes de cuatro horas en coche a Deacons Kill habían sido cada vez más silenciosos en las últimas semanas, pero éste lo hicimos en silencio total. El único sonido que oímos fue el de los neumáticos al rozar la carretera. Todos sabíamos qué nos esperaba y los cuatro nos hallábamos, estoy convencido, sumidos en nuestros pensamientos particulares. Y en nuestros temores particulares.
La gente del hotel ya nos conocía por entonces, naturalmente. Siempre se mostraban muy atentos y desde hacía tiempo nos consideraban «clientes regulares», pero también habían sabido con rapidez que no nos gustaba hablar de nuestras salidas de los sábados. Supongo que ese día estábamos especialmente tensos, ya que recuerdo que la mujer nos entregó las llaves sin pronunciar palabra. Por entonces teníamos habitaciones fijas, que tenían reservadas para nosotros los viernes. Después de las primeras visitas me habían preguntado un día si íbamos a venir todos los fines de semana; contesté que sí y nos hicieron una reducción en el precio. Son gente buena y generosa, personas decentes, y no tienen la menor idea del peligro que les amenaza. Por gente como ellos hacemos esto. Pensar en gente como ellos nos proporciona la fuerza y el valor que precisamos.
Cenamos esa noche en el comedor del hotel (lo llaman el Comedor) y nadie habló, y recuerdo que hubo mucho silencio porque poca gente salía de casa para cenar un Viernes Santo. Los cuatro pedimos una buena cena, intentando hacer acopio de fuerzas, supongo, aunque estoy convencido de que los demás no tenían más apetito que yo.
Pero nos obligamos a comer y en cuanto acabamos fuimos arriba. Paul y Susana marcharon a su habitación y Bárbara y yo a la nuestra sin decirles una sola palabra. Nadie podía hablar, de nada.
No dormimos demasiado. Yo estuve contemplando el techo casi toda la noche y sé que Bárbara se agitó y revolvió a mi lado. Estoy seguro de que dormité un rato, pero creo que en general estuve más despierto que dormido. Por la mañana, Paul y Susana también tenían aspecto cansado y ojeroso.
No pronunciamos palabra cuando subimos al coche y fuimos al bosque para reunirnos con el anciano. No había nada que decir.
Esta vez fue distinto. Muy distinto.
El anciano no dijo nada; simplemente nos condujo a la casa. Las afiladas estacas que habíamos preparado la semana anterior estaban alineadas en la pared. Nos estremecimos al verlas. El tiempo había sido lluvioso y frío cuando salimos del hotel y fuimos hasta la senda en busca del viejo, y también eso nos había hecho temblar. Creo que en ese momento no habríamos apostado demasiado por nuestras posibilidades.
El anciano estaba claramente nervioso. No podía apartar los ojos de las estacas apoyadas en la pared, las miraba constantemente, como si quisiera asegurarse de que continuaban allí. Pero él sabía cómo nos sentíamos nosotros, y no tardó en indicarnos que debíamos descansar un poco, dormir tanto como pudiéramos durante el día ya que por la noche íbamos a estar en el bosque, antes de las primeras luces del alba, y ya sabíamos lo que nos aguardaba.
Sin más conversación, nos echamos en las mantas y nos dormimos al momento.

El anciano nos despertó de noche, poco antes del amanecer. Todavía noto sus huesudos dedos estrujando mi hombro.
Me estremecí y vi que los demás estaban despertando también.
En silencio, el viejo se acercó por turno a nosotros y nos entregó cuatro de las estacas que habíamos preparado. Al coger las mías, noté la frialdad de la madera en mi mano.
Y salimos.
El ambiente era húmedo y frío y todos nos apretamos la chaqueta. El anciano se volvió para mirarnos.
-¡Muerte al Conejito de Pascua! -musitó.
Su aliento flotó como niebla por el aire húmedo.
Luego dio media vuelta y se adentró lenta pero resueltamente en la parte más oscura del bosque, y nosotros fuimos tras él.
Cuando llevábamos caminando varios minutos, el ambiente pareció alterarse. La espesa niebla cambió y se convirtió casi en una fina bruma ordinaria. Después empezó a lloviznar y pudimos ver un poco mejor; los detalles de árboles y ramas fueron aclarándose conforme nuestros ojos se acostumbraban al bosque. Además, poco a poco, el ambiente iba iluminándose. El frío y la humedad, tanto como el miedo, nos hacían temblar sin interrupción pero nos esforzamos en superar el inconveniente. Comprendimos con gran rapidez que una persona puede estar asustada y sin embargo resuelta a hacer lo que debe.
Permanecimos muy juntos, y muy silenciosos, mientras nos abríamos paso entre los árboles detrás del anciano.
Finalmente, nuestro guía se detuvo y levantó una mano a modo de señal para nosotros. Nos acercamos a él y vimos que nos encontrábamos en el borde de un pequeño claro natural del bosque. En silencio, el anciano señaló con el dedo y vimos, gracias a la iluminación cada vez más brillante, el tenue rastro de una senda que entraba en el claro por un lado y salía por el otro. Allí debíamos aguardar al Conejito de Pascua.
Por gestos, siempre en silencio, el anciano nos indicó dónde debíamos ocultarnos. Aparte de los crujidos de las ramas en lo alto, el suave murmullo de los pinos y el constante goteo de los árboles, el bosque se hallaba silencioso alrededor de nosotros.
Sintiéndonos fríos, mojados y nerviosos iniciamos la espera.

No fue larga.
Yo estaba sentado en el suelo, notando el frío y la lluvia que empapaba mis ropas y esforzándome en no pensar en lo que sucedía. Estirando un poco el cuello veía a Bárbara en su escondite a pocos metros de distancia e imaginaba qué debía tener en la cabeza en ese momento. Ella no había querido creer en esto, no había querido que fuera real. Como todos nosotros. Pero, naturalmente, no teníamos alternativa: el anciano se había explicado con detalle, y cuando te enteras de una realidad como esta no puedes continuar sentado e ignorarla. Y por eso estábamos allí. Flexioné los dedos en torno a los tallos de mis cuatro lanzas. Temía que, si permanecía quieto demasiado tiempo, se helaran mis dedos y quedara a merced de la bestia.
Desde nuestros escondites veíamos la casi oscura senda que entraba en el claro por la parte opuesta. Nuestros ojos estaban fijos en ella mientras aguardábamos.
Y de repente vi algo.
Más allá del claro, a cierta distancia de la apenas visible senda, creí ver movimiento, creí ver algo blanco que se movía entre los oscuros árboles. Me incliné hacia delante, sin soltar las lanzas, y escudriñé la bruma. Creí volver a verlo, algo blanco, más blanco que la bruma, y un instante después lo perdí. Mi corazón latía con fuerza, martilleaba mi pecho, y casi no podía respirar. Y entonces lo vi otra vez.
Me erguí un poco, lo suficiente para ver a Bárbara, y por el ángulo que formaba su rígido cuerpo deduje que también ella lo había visto.
Contuve el aliento.
Y volví a verlo, más cerca esta vez.
Había sido una simple mancha blanca al principio, un retazo de blancura que avanzaba sobre el tono blancuzco de la bruma. Pero en ese momento tenía forma. Iba erguido, y era alto. Parecía flotar o planear entre los árboles y se aproximaba cada vez más al claro donde nos ocultábamos, pero a pesar de todo no pude distinguir los detalles.
A mi izquierda, oí un suave y apagado jadeo del anciano y entonces comprendí que el momento se acercaba realmente.
Cerré los ojos un segundo, los abrí rápidamente y los fijé en el último lugar donde había visto a la criatura. Allí estaba, avanzando hacia nosotros, su silueta oculta por los árboles un segundo, fugazmente visible a través de la espesa y remolineante bruma, luego oculta de nuevo. La niebla, la escasa luz y el miedo daban un aspecto enorme al fantasma, pensé. No podía ser tan enorme como parecía.
Era un conejo. Un descomunal conejo. Su grueso pelaje era de un blanco brillante, velludo y blando. Cuando estuvo un poco más cerca vi sus largas y fofas orejas y creí distinguir incluso una pincelada de rosa en la parte interna. Sus patas delanteras eran cortas…, cortas comparadas con el tamaño del cuerpo pero enormes de todas formas, y al parecer las tenía pegadas al pecho. No iba dando saltos, como haría un conejo real al apoyarse en sus potentes patas traseras, sino caminando. Lo vi con claridad, caminaba resueltamente a lo largo de la senda. Imposible equivocarse. Caminaba erecto del modo más grotesco.
Lo contemplé, fascinado y horrorizado al mismo tiempo, mientras su tamaño iba aumentando y se materializaba poco a poco como si hubiera surgido, así lo parecía, de la niebla. Imposible negarlo. Estaba observando al Conejito de Pascua, y todo cuanto había dicho el anciano era cierto.
Era real e irreal al mismo tiempo, un ser que se movía en este mundo, el real, y sin embargo no pertenecía a este mundo. Un monstruo.
Había que matarlo.
-¡Muerte al Conejito de Pascua! -dije en un susurro, y me agazapé dispuesto a saltar.
Estaba tenso pero ya no asustado. Sabía qué debía hacer.
Por un extraño tipo de comunicación que sólo se presenta en momentos de crisis extrema, supe que los demás me imitaban, se preparaban para atacar a la bestia en cuanto estuviera a nuestro alcance.
Y en ese instante el enorme conejo llegó al borde del claro. Unos pasos más lo conducirían al espacio despejado donde podríamos atacarlo. Y, Dios mío, era enorme, quizá dos veces más alto que yo. Lo vi entonces, lo vi con auténtica claridad por primera vez. Vi su cara, su rosada nariz, sus blancos bigotes horriblemente largos. Y vi lo que llevaba en las patas que alzaba ante él. Era una cesta de Pascua, brillantemente adornada con satinadas tiras amarillas y púrpuras, una cesta de paja. Tuve que hacer un esfuerzo para no quedar paralizado por la visión.
La criatura entró en el claro, casi llenándolo con su inmenso tamaño.
Y nos lanzamos sobre él.
El anciano fue el primero. Tras un grito ronco, casi inaudible, salió de los árboles junto al Conejito de Pascua, saltó sobre él y le clavó una lanza en el blando y blanco pelaje del cuello. Sorprendido, el Conejito de Pascua retrocedió dando tumbos.
Los otros cuatro ya estábamos en acción, con las lanzas apuntadas al corazón del animal, tal como nos había instruido el anciano. No sé si las lanzas de los otros alcanzaron su objetivo en ese primer alocado ataque, pero sé que la mía lo alcanzó. Noté el impacto, noté cómo la carne se resistía a la entrada de la estaca. Sabiendo que había hincado la lanza, me alejé rápidamente (el anciano nos había enseñado bien), cogí otra y avancé dispuesto a herirlo de nuevo. La técnica era similar a la del toreo: clavar y dejar allí las primeras banderillas para debilitar y entorpecer a la bestia, luego atacarla con el resto de varas. Pese a todo, el animal no emitió sonido alguno.
Ahora pude ver las otras lanzas hundidas en su cuerpo, colgadas de él, agitándose mientras el conejo se revolvía aún confundido por el repentino ataque. Varios chorros rojos corrían por su pelaje. Continuaba apretando desesperadamente la cesta a su pecho, quizá para protegerse de las estacas que le lanzábamos, pero ese gesto nos proporcionó otro momento ventajoso e hicimos buen uso de él. Una de las lanzas arrojadas, creo que por el anciano, lo alcanzó en la cara y uno de sus ojos comenzó a sangrar.
Soltó la cesta y dio varias vueltas, cayó de patas y, desesperado, buscó una dirección que le permitiera huir y ponerse a salvo. Tenía la boca abierta y de ella brotaba espuma salpicada de sangre. Sus sonrosados ojos parecían desorbitados. Pero nosotros lo atacábamos por todas partes, lo pinchábamos y acometíamos con nuestras lanzas sin ofrecerle posibilidad alguna de huida.
El anciano fue el que más se acercó a la bestia, casi se puso encima de ella, para darle lanzazos y más lanzazos. Cuando la estaca que usaba se hundió en un costado del monstruo y se partió, empleó el fragmento restante para aguijonearle los ojos y hacerle sangrar más. La criatura se agachó aún más, casi se pegó al suelo, dio media vuelta, retrocedió, pero no le dejamos espacio para continuar. Estaba debilitándose ya, y cubierto de sangre. Luego se alzó de pronto sobre las patas traseras, unos miembros de fuertes músculos capaces de partir la espalda a un hombre de una sola coz. Si hubiera tenido una sola oportunidad de abalanzarse con fuerza hacia delante, tal vez se nos hubiera escapado. Vi que Paul atacaba y hundía su lanza en el vientre del animal. Bárbara y Susana le pincharon repetidas veces la cara y el conejo trató de alzar sus fuertes garras delanteras para protegerse. En ese momento el anciano aprovechó la ocasión para acercarse más, se situó casi junto al animal exponiéndose al aplastamiento si le caía encima, y con ambas manos a fin de tener más fuerza clavó la vara en el corazón del monstruo y la hundió hasta el mismo punto por donde la empuñaba.
La criatura se estremeció violentamente, quedó inmóvil un momento más tarde, en delicadísimo equilibrio. Media docena de lanzas sobresalían de su cuerpo. Sangre de color rojo brillante manchaba su blanco pelaje. Ambos ojos estaban sangrientos y ciegos. La cesta de paja yacía pisoteada y destrozada bajo sus enormes patas. Saltamos para apartarnos cuando el conejo se derrumbó. El ruido que produjo al tocar el suelo pareció hacer temblar la tierra del bosque y el lecho de roca de la montaña.
Permanecimos allí, sudorosos, temblorosos y jadeantes, con las lanzas preparadas, dispuestos a un nuevo ataque si un solo músculo se movía o retorcía.
Aguardamos largo rato, respirando roncamente, de pie en círculo alrededor del sangrante cuerpo, viendo cómo la sangre empapaba la tierra, pero el Conejito de Pascua no volvió a removerse.

Los cuatro vivimos ahora en Deacons Kill.
Terminamos el trimestre escolar en Nueva York, pero no firmamos contratos por otro año. Todos encontramos trabajo en Kill y aquí trabajamos ahora. En realidad no importa nuestra ocupación, mientras podamos subsistir, y además, vivimos con gran sencillez. Tras reunir todos nuestros ahorros, tuvimos lo suficiente para comprar una casa muy cerca del bosque del anciano. Los cuatro vivimos aquí y congeniamos estupendamente.
Bárbara y yo nos casamos en junio. Susana también quería ser novia de junio, por lo que celebramos una ceremonia doble. Es fantástico tener amigos con los que poder contar, y estar cerca de ellos.
Y naturalmente ahora vemos siempre al anciano.
La casa es bonita. Pequeña, pero hemos logrado que fuera muy confortable. Su mejor detalle, todos estamos de acuerdo, es el gran hogar. En cuanto llega el frío en octubre, apreciamos mucho nuestro hogar. A ninguno nos disgusta tener que cortar leña, ya que es maravilloso tener encendido el fuego por las tardes y no tener frío por las noches.
Pero no hay fuego en el hogar esta noche. Los inviernos son muy fríos en las montañas, hace mucho frío en la casa ahora mismo y los cinco estamos apretujados para calentarnos. Pero no nos importa. Cumpliremos con nuestra obligación y aguardaremos pese al frío y la oscuridad tanto como sea preciso.
El pasado mes de abril, cuando matamos al Conejito de Pascua, nuestro trabajo acababa simplemente de empezar. Aquel sólo fue el principio. Ahora tenemos nuevas tareas, y aguardaremos aquí tanto como sea necesario, junto al hogar y la chimenea, porque esta noche es Nochebuena, tenemos colgados los calcetines y estamos preparados.

FIN

Uno de los aspectos más fascinantes de la edad adulta es la facilidad con que los mayores olvidan cuán aterradoras pueden ser todas esas maravillosas criaturas festivas para la gente menuda. De hecho, los adultos tienden a olvidar casi por completo cómo fue su niñez, y cuando se les ofrece un recuerdo exacto, totalmente opuesto a una variedad particular de revisionismo, ni todas las protestas del mundo alteran la realidad de que ser más maduro y sensato no significa ya tener menos miedo.
La novela más reciente de Alan Ryan es The Kill (La matanza), y sus cuentos continúan publicándose en todas las revistas y antologías importantes del género. Además, Ryan es crítico de libros de The Washington Post y The Cleveland Plain Dealer, y todo ello lo hace en un piso del Bronx forrado de libros.

biblioteca del abuelo.