Texto publicado por SUEÑOS;

Cuentos olvidados.

cuento
pais china.
origen leyenda.
VIAJE DENTRO DE UNA ALMOHADA

Ma Ce Hwang

Allá por el año siete de la época Kiai-yuan erraba un taoísta conocido por el nombre de Li en la región de Han-tang. Un día de otoño que había hecho un alto en una posada se sentó en el suelo, apoyado cómodamente sobre su talego, y, quitándose la gorra, se aflojó el cinturón. En ese instante entró un hombre joven vestido de campesino. Era Lou que, como de costumbre, entraba en el albergue al volver del campo antes de regresar a su casa. Se sentó sobre el mismo cuadrado de esterilla, pidiendo permiso al bonzo, y al poco rato el taoísta y el mozo charlaban alegremente.
Al cabo de algún tiempo, mirando su traje raído y descolorido, el muchacho dejó escapar un triste suspiro:
-Pensar que soy un hombre de bien y que tengo tan mala suerte en la vida -exclamó-. !Qué miserable soy!
El viejo taoísta replicó extrañado:
-Pues nadie lo diría al verte. No pareces sufrir de ningún mal. ?A qué viene ese suspiro?
-Arrastro la vida, eso es todo -insistió el joven, obstinadamente-.
?Qué satisfacciones tengo?
-?No llamas a esto una satisfacción? No sé qué esperas para ser feliz -dijo el bonzo.
-Un hombre cultivado y refinado -prosiguió Lou muy seriamente- tiene que realizar grandes hechos en su vida y hacerse un nombre célebre. Por ejemplo, ser general jefe de un ejército y mandar una expedición, o ser primer ministro del Imperio. Un hombre de bien no debería comer sino en el puchero del gobierno, escuchar música escogida y vestir trajes de brocado. Un hombre de bien hace prosperar a su familia y sus bienes. Entonces se puede hablar de satisfacciones. De joven estudié con pasión.
Tengo facilidad para muchas cosas.
Así creí, en otros tiempos, que podría alcanzar, sin demasiado trabajo, los altos cargos oficiales y llegar a dignatario. Heme hecho un hombre y aún sigo en el campo. ?No es lamentable?
Un largo silencio siguió a estas palabras. Luego el muchacho, rendido, se quedó adormilado. En tanto el hostelero se ocupaba en cocer el maíz estofado, que es un guiso exquisito, el bonzo sacó una almohada de su talego, y tendiéndosela al joven le dijo:
-Toma. Apóyate en esta almohada para dormir, y llegarás a los más altos honores y a la abundancia de bienes. Tómala, no te andes con cumplimientos.
Era una de esas almohadillas de porcelana blanca y azul, hueca en el centro. Lou se inclinó sobre ese hueco para mirar al través cuando de pronto lo vio agrandarse, ensancharse, alargarse. Entonces, entró en el centro de la almohada sin esfuerzo y lo más naturalmente del mundo, como si así se durmiera, y… se halló de regreso a su casa.
Pocos meses después se casó con la hija de la familia Ts'cei del país de Tang-ho. Era muy hermosa y buena.
En tanto, sus bienes prosperaban de modo asombroso y con gran rapidez.
Lou empezaba a sentirse el corazón ligero. Sus atavíos eran de ricos brocados, sus equipajes los más importantes del país y tenía los mejores caballos que se vieran jamás, y todo como él lo había deseado.
El año siguiente se presentó al concurso oficial, obteniendo un buen puesto. Pudo dejar el atuendo plebeyo para vestir las insignias del dignatario. Luego, hubo exámenes en la Corte, y también los pasó brillantemente.
Fue, por consiguiente, nombrado subprefecto de Wei-nan y, poco después, censor imperial. Pero no paró su buena suerte, pronto se vio a la cabeza de todos los mandarines en el nuevo puesto de mayordomo mayor del monarca. En este lugar elevado sólo redactaba edictos. Tres años más tarde fue de nuevo enviado a provincias, esta vez como prefecto, y ávido de gloria hizo abrir un gran canal, en la provincia del Chansi, para facilitar la navegación. Como toda la provincia se enriquecía con esa obra, lo celebraron alegremente y elevaron un monumento al prefecto, su bienhechor.
Después de haber sido prefecto e inspector general en varias provincias, lo nombraron, por fin, prefecto de la capital. Por aquel año el emperador tuvo dificultades con las tribus rebeldes del Oeste. El soberano, que era hombre ambicioso, pensó aprovechar la ocasión para extender el Imperio.
Pero los rebeldes avanzaron, ocupando una ciudad importante de la frontera y asesinando a su gobernador. Entonces el emperador, que buscaba un hombre de talento para mandar las tropas, se acordó de Lou otra vez y lo nombró gobernador militar de la región amenazada, con el título de secretario de Estado. No sin muchas luchas y fatigas, consiguió Lou rechazar a los invasores, añadiendo, por fin, muchos kilómetros de terreno a la región invadida. Y en los puntos estratégicos hizo construir tres grandes ciudades fortificadas. Así, la población, liberada del miedo a la invasión, erigió un monumento de mármol en el monte Kiu Yen para honrar al vencedor.
Al regresar a la Corte fue recibido en triunfo y colmado por los favores imperiales, mientras sus colegas palidecían de ira y envidia. Fue, sucesivamente, ministro de Gobernación y de Hacienda y, por fin, canciller de la Corte. La opinión pública le concedía la mayor importancia, casi le tenía afecto. Pero el brillo del recién llegado era demasiado grande y hacía sombra a más de un viejo magistrado y, además, al primer ministro. Este último intentó cortar el impulso tomado por su importuno rival y, por fin, después de una campaña de viles calumnias, consiguió que fuera acusado. Destituyeron a Lou, enviándolo en castigo a una lejana región, con el simple título de prefecto.
Tres años más tarde fue, sin embargo, llamado otra vez a la Corte para las funciones de secretario permanente del emperador. Le confiaron las altas responsabilidades de los asuntos del Estado, devolviéndole entera confianza, así como la calidad de miembro del consejo imperial. Varias veces al día le llegaban órdenes secretas del Hijo del Cielo, y no había proyecto de alta política que ignorase, apenas concebido. Y el país prosperaba y Lou gozaba la fama de los buenos gobernantes.
Quiso, sin embargo, la fatalidad que su renovado y creciente éxito provocara de nuevo la envidia, que es el peor de todos los males. Los colegas de Lou juraron su pérdida definitiva.
Lo acusaron de estar de acuerdo con un general rebelde cuya guarnición se había sublevado, por aquella época, en una comarca de la frontera. El monarca lo mandó arrestar y los oficiales y soldados de la prefectura lo llevaron a la cárcel como un simple criminal.
Extrañado y atemorizado, Lou imaginó lo peor. Al despedirse de su esposa lloraba amargamente.
-Tenía -le dijo- humilde morada en los campos del Chang-tong, donde poseía fértiles tierras, con lo suficiente para vivir ampliamente. ?Por qué no me contentaría con aquello?
?Por qué me he tomado tantos trabajos y desvelos en correr tras los honores?

He aquí a dónde he llegado. Me gustaría volver a mi blusa de campesino, paseándome alegre, camino de Hantang, montado en mi caballo percherón. Ya nada de eso me es permitido…
Al decir estas palabras, Lou sacó su espada y se disponía a atravesarse el pecho, cuando su mujer le asió del brazo, impidiéndoselo.
Le detuvieron, pues, y los demás acusados en el complot fueron condenados a muerte y decapitados, con excepción de Lou, que escapó milagrosamente de la pena capital merced a las intrigas de unos eunucos de palacio a quienes había favorecido en otros tiempos. Fue exiliado a la provincia de Houantcheou.
Pasaron muchos años. La inocencia de Lou fue, por fin, demostrada, y el emperador levantó su castigo, reponiéndole en el cargo de secretario del Estado, con el título honorífico de duque de Yenkouo. Desde ese día no cesó el emperador de colmarle con sus favores y Lou no conoció más reveses.
Tenía cinco hijos, todos dotados de los más insignes talentos concedidos por Buda y con altos cargos en el gobierno. Entre ellos, el pequeño era el más notable y fue ministro a los veintiocho años de edad. Los demás hermanos contrajeron alianza con las familias más nobles del Imperio y pronto llegó la felicidad de Lou a su máximo grado, con la presencia de unos diez nietos y nietas.
Había alcanzado la cumbre de los honores y de la prosperidad humana.
Llevaba ya cincuenta años sirviendo al Estado. Dos veces, durante este largo trayecto, conoció la vergonzosa desgracia y el penoso exilio. Mas la suerte quiso que, después de cada caída, pudiera volver a subir los peldaños de la gloria y reaparecer en la escena gubernamental.
Pero ahora, curvado por los años, requería del emperador un retiro, que no le era concedido. Y en estas circunstancias cayó enfermo de gravedad.
Los eunucos enviados por el monarca para informarse de su salud se sucedían sin descanso. Los médicos más célebres, los remedios más costosos, nada fue descuidado y todo se intentó por conseguir su curación, mas la muerte le acechaba y Lou dirigió al soberano un mensaje de despedida concebido en la siguiente forma:
"Yo, Lou, vuestro más humilde servidor, era, por mi origen, un simple estudiante del Chang-tong que sólo se ocupaba de las faenas del campo y del jardín. Hizo el azar que pudiera disfrutar del más gran destino del Imperio y que subiera los peldaños de la magistratura. Luego, merced a los favores celestes, que superan con mucho mis méritos, he ocupado, una tras otra, durante años, las más altas funciones del gobierno y del ejército.
El miedo a ser indigno de vuestra celeste bondad, o de ser inútil a vuestro reino, lleno de sabiduría, no me dejaron el menor sosiego en mi vida. Este pensamiento me atormentó noche y día hasta la vejez. Heme hoy en el umbral de la muerte. Mañana cesará para mí el curso de los días y las horas. Sin embargo, un remordimiento turba mi conciencia: ?Habré cumplido mis deberes con vuestra altísima claridad? Pero debo dejar para siempre, y muy a pesar mío, este vuestro grandioso reino con el sentimiento de una devoción y de un agradecimiento infinitos".
Al día siguiente el emperador respondía:
"Dotado de las más incomparables virtudes, fuiste siempre para mí un colaborador de primer orden. Durante años has asegurado mis fronteras y gracias a ti reinó la paz en el Imperio. Tu devoción y sacrificio por el Estado han dado sus frutos. Pensé que tu enfermedad no era grave.
!Quién me hubiera dicho que podría peligrar tu vida! Te expreso mi mayor sentimiento y ordeno al general de caballería imperial, Kao, que me represente a la cabecera de tu lecho.
Cuídate por mí, tu amo y señor, y hazme conservar la esperanza de tu restablecimiento".
Aquella misma noche Lou falleció.

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Lou se despertó y vio con asombro que aún estaba en la posada tendido sobre la estera. A su lado, el anciano taoísta permanecía sentado, inmóvil y taciturno. El maíz del hostelero no había terminado de cocer.
El decorado era el mismo. Lou se levantó de un salto y preguntó con extrañeza:
-?He soñado?
-Es lo que se llama "la gran felicidad de la vida" y sucede exactamente de ese modo -pronunció con calma el bonzo, como hablando consigo mismo.
Por mucho tiempo quedó el joven asombrado e inconsolable. Pero por fin, recapacitando, terminó por inclinarse ante el taoísta diciendo:
-Creo que acabo de sentir todo cuanto se relaciona con el camino que lleva a los honores y a la humillación; he experimentado la prosperidad y la miseria, los éxitos y los fracasos, y también el sentimiento de la vida y de la muerte. Lo comprendo todo. Por eso, maestro, has conseguido disipar mis ilusiones. ?Cómo no recordar tu lección?
Y, saludando al bonzo hasta el suelo repetidas veces, prosiguió su camino…

FIN

biblioteca del abuelo.