Texto publicado por SUEÑOS;

Cuentos olvidados.

cuento.
pais argentina.
origen leyenda.
LA LUZ MALA (Narración de la campaña)

Marcos Ezcurra y Pardo

I.
Pasábamos el verano del año 1869 en una antigua estancia, no muy distante de Buenos Aires. Era ésta un gran establecimiento de campo, perteneciente a una rica y poderosa familia extranjera; así tenía gran casa para los dueños, grande y majestuosa arboleda con largas calles de álamos y de paraísos y montes de árboles frutales; grandes rebaños de ovejas, ganado vacuno y manadas de caballos, con su complemento necesario de numerosos peones, empleados en su cuidado.
Estos tenían su departamento separado, situado un poco hacia afuera de los cercados de la casa principal, y se componía de una vasta cocina con su gran fogón en una esquina y bancos de tablas al rededor para sentarse y para dormir; algunas piezas separadas y varios galpones, todo de ladrillo con techos de teja o de zinc. Allí se reunían los peones dos veces al día, a las doce, hora de la comida, y a la noche, cuando concluido el trabajo, los esperaba la cena y el sueño. Entonces aquellos pobres campesinos, mientras esperaban que acabase de preparar sus alimentos la cocinera, Doña Jerónima, mujer ya entrada en años, alta y seca, cuyo rostro habían arado sin duda los años junto con los sinsabores, y el trabajo gastado su cuerpo, se entretenían tomando su mate y conversando sobre los sucesos del día o las noticias de la ciudad que habían oído en la esquina; algunos también, mal o bien, rasgueaban la guitarra y ensayaban las piezas que habían de tocar en los bailes. Allí solían oírse a veces conversaciones interesantes para el que gusta observar las costumbres de cada pueblo, y se contaban sucesos y aventuras variadas; yo acostumbraba ir algunas veces entre ellos con este fin y me entretenía con su charla y sus cantos.
Un día, uno de los muchachos que había quedado retardado por algún quehacer, vino a la cena alarmado por una extraña novedad. Era una noche de verano, serena, pero sin luna; los últimos resplandores del crepúsculo se habían desvanecido; el balido de los animales al entrar en sus corrales había cesado; así, pues, reinaba en la naturaleza una gran tranquilidad. El referido muchacho entró en la cocina diciendo, con visibles muestras de susto, que pasando a caballo por el fondo de la quinta, de en medio de una zanja, entre los árboles, había visto salir la luz mala, que le había hecho espantar el caballo. Todos quedaron suspensos al oírle; Doña Jerónima se santiguó y rezó un Padre nuestro en voz baja y exclamó: ¡Ánimas benditas, Dios les dé su santo descanso!
Otro de los peones, ya de alguna edad, llamado Contreras, dijo: Debe de haber finados en ese sitio, compañeros, que todavía andan penando. Se cuentan muchos casos y aún yo la he visto algunas veces.
-Pues yo, repuso otro por nombre de Bustos, necesitaría verlo para creerlo, como dijo Santo Tomás.
-La prueba es muy fácil, amigo, contestó aquel. Vaya Vd., si se anima, esta misma noche y vea si es cierto lo que dice este muchacho.
Picado el otro en su amor propio, dijo que así lo haría inmediatamente (aunque no dejaba de temer), pues los gauchos cuanto son valientes e intrépidos de día, se vuelven tímidos y supersticiosos de noche. Y cuán poco les imponen los hombres y los peligros reales, tanto más los amedrentan los seres sobrenaturales y las cosas imaginarias. Yo quise aprovechar también aquella ocasión de cerciorarme de un extraño fenómeno de la naturaleza y así me ofrecí a ir en su compañía junto con un italiano, tendero ambulante, que declaró abiertamente que él no creía en estas cosas. Pusímonos en marcha por entre la espesa arboleda y nos dirigimos hacia el paraje indicado en el fondo de la quinta.
La noche era oscura y apenas una tenue vislumbre nos dejaba entrever el camino. Los altos y frondosos árboles, parecían agrandarse con las sombras y extender más lejos sus ramas; la oscuridad y el silencio que reinaban en todo aquel inmenso bosque, no dejaban de impresionar el ánimo e infundir algún pavor. Por fin llegamos al paraje señalado; era éste un grupo de espinosos talas plantados en el límite del monte, al borde de una honda y ancha zanja, que lo separaba del campo. Un rato estuvimos observando y como nada veíamos ya nos íbamos a retirar desengañados que todo no había sido más que una ilusión del muchacho, cuando una débil claridad pareció iluminar de repente aquel sitio. Nos detuvimos; en seguida una especie de llamas, flojas y vacilantes, de color verdoso y fosforescente empezaron a elevarse y apagarse súbitamente; después volvieron a aparecer y se sostuvieron en el aire, pareciendo como juguetear y correr en varias direcciones. Por fin se apagaron de nuevo y todo quedó en las sombras.
Yo había leído muchas veces la causa de estas luces o fuegos llamados fatuos; a pesar de todo, sea por lo solo e imponente del sitio, sea por la oscuridad de la noche, este espectáculo no dejó de causar una impresión de terror en mi espíritu. En cuanto a mis acompañantes, muchas veces se hicieron la señal de la cruz y se volvieron a las casas atemorizados, dando plena fe a las palabras del anciano Contreras.
Al otro día volví a la cocina y hallé a Doña Jerónima preparando, como siempre, su comida. Esta vez estaba completamente sola, y mirándome de un modo extraño, me dijo:
-Si Vd. quiere le contaré la causa de lo que ha visto anoche. Es una historia verdadera, que a mí misma me ha pasado. Pero yono se la quise decir delante de los muchachos, para que no le pierdan a una el respeto. No conviene que ellos la sepan.
-Con mucho gusto la oiré, contesté yo, si Vd. quiere contármela. Puede estar segura de que jamás ellos la sabrán, ni nadie de los que están aquí.
Entonces ella, mientras hacía sus preparativos, me refirió con todos sus pormenores la siguiente historia de que damos un fiel extracto a nuestros lectores.

II.
«Yo siempre he vivido en esta estancia. Aquí puedo decir que he nacido y me he criado, pues no sé el tiempo que estoy. Mi padre era capataz en tiempos antiguos y mi madre se ocupaba en lavar la ropa de los patrones y cuanta caía en sus manos; yo la ayudaba de muchacha en estos trabajos».
No siempre he sido como Vd. me ve, repuso Doña Jerónima; hago feo en decirlo, pero en otros tiempos decían todos que era una moza regular. Así no faltaban quienes me echaran flores, pero yo no hacía caso de nadie y no atendía más que a mi trabajo y a mi madre. Ella me decía siempre que las palabras de los hombres eran como el viento, y que no había que hacer caso de ellas, mientras no pusieran por testigo a la Iglesia. Yo era muy mentada por el planchado que sabía hacer y las letras que sabía bordar en los pañuelos.
Por este tiempo trajo Dios a esta estancia, no sé para qué, a dos mozos hermanos a con chavarse de peones. Es decir, ellos no eran hermanos por la sangre, sino de leche; se habían criado juntos, se querían y estaban siempre unidos como si lo fuesen. Eran dos hombres guapos y trabajadores, cumplidores de su deber y buenos para toda clase de trabajo de campo; lo mismo para enlazar que para domar, de a caballo o de a pie; así eran muy apreciados por sus patrones. Los dos me conocieron por mal de mis pecados y los dos a un tiempo se prendaron de la que no lo merecía. Ellos gustaban de conversar conmigo y a veces venían a visitarme a la pieza de mi madre, que hacía poco estaba viuda, a las horas que el trabajo les dejaba libres. A veces tocaban la guitarra y cantaban, a cual mejor, versos que se me quedaban en la memoria, pues sabían cantar muy bien y eran buenos guitarreros; le digo a Vd. que eran hombres completos! Jamás se desmandaban en una palabra más alta que otra y nos respetaban mucho; así mi madre los apreciaba. Lo único que no le gustaba es que los dos parecían igualmente pretenderme a mí, y yo les correspondía igualmente a los dos. Ella me dijo que era preciso que me decidiese por alguno de ellos y se lo demostrase, para que el otro se retirase y cediese el campo. Así empecé a hacerlo y esto fue el origen de una gran desgracia.
Dolores se llamaba el uno y el otro Ramón, y llevaban el mismo apellido de Gómez, como si fuesen hermanos. Yo me decidí por Ramón y empecé a mostrarle a éste preferencia. Le marqué un pañuelo con letras de colores; le aceptaba sus obsequios y le demostraba gustar más de sus cantos y de su conversación. Dolores empezó a ponerse celoso y a mostrarse sombrío y callado con su hermano. Como cuando el sol se nubla, el cielo se entristece y es imposible dejar de conocerlo, así pasaba con él; su corazón sufría, pero como era prudente y reservado, disimulaba. Yo, como muchacha que era, no conocía nada de estas cosas y me reía de su mala cara. Ramón era siempre igual con él, como que estaba satisfecho y su corazón no pasaba ninguna amargura.
Así pasó algún tiempo; el uno callado y disimulando, el otro haciéndolo enojar y sufrir sin querer. Por fin la tormenta estalló de repente. Un día que andaban por el campo solos, cuando llegaron detrás del monte, Dolores le dijo a Ramón:
-Hermano, bájese del caballo, que tengo que decirle una palabra.
Bajóse el otro del caballo, y le respondió: Aquí estoy para lo que mande.
--Hermano, repuso Dolores, uno de los dos está de más y es preciso que salga del medio. ¿Quiere que peleemos?
-¿Qué dice, hermano? contestó Ramón sorprendido, ¿por qué hemos de pelear?
-Lo dicho, dicho; usted lo sabe mejor que yo. Saque su cuchillo, si es hombre, y veremos cuál ha de quedar.
Ramón trató de disuadirle con buenas palabras, pero no hubo forma; a las palabras amargas sucedieron los insultos y tras estos salieron los cuchillos a relucir. Tiráronse golpes y los pararon mutuamente, pues ambos eran hábiles en el manejo de esta arma terrible en manos del paisano. Por fin, la desgracia estuvo por Dolores; tiróle Ramón una cuchillada con tanto acierto que fue a darle en el corazón y cayó sin tener más tiempo que de pedir a Dios misericordia. Ramón, desesperado, huyó de aquel sitio, pero vino a contarme antes el suceso tan desgraciado que había tenido y como de él no era la culpa. Yo le dije que huyese y se fuese a donde más no lo volviese a ver, antes que se descubriese la muerte; que a nadie diría palabra; pero juré en mi corazón que aunque pudiera algún día volver, no me casaría nunca con él.
Esa misma noche Ramón huyó y nadie pudo nunca saber a donde había ido; la muerte no se descubrió hasta el otro día. Se dio parte a la autoridad, se hicieron averiguaciones y no se pudo sacar nada en limpio del asunto. El alcalde mandó que se enterrase al muerto en ese paraje que usted ha visto al fondo del monte, pues había pasado mucho tiempo, y no se podía ya llevar a enterrar a poblado. Entonces no era todo como ahora; no había tanta facilidad de ir de una parte a otra y la autoridad no era tan celosa.
Como no se pudo dar con el criminal para castigarlo, a nadie se puso preso, pues nadie tenía parte en el suceso. Un tiempo se habló mucho del caso; y hasta se me echó por algunos enemigos, que nunca faltan, la culpa. Siempre hay envidiosos y murmuraciones en todas partes. Pero pasó el tiempo y todo se fue olvidando. La estancia se vendió y pasó a otros patrones. Casi todos los peones fueron saliendo poco a poco y vinieron otros nuevos que no sabían el asunto, y todo quedó como si nada hubiese sucedido.

III.
Pasaron algunos años y empecé a quedarme sola en el mundo. Mi padre había muerto antes de esta historia; mi madre murió como cinco años después, y yo siempre seguí sosteniéndome con mi trabajo como antes. Todo se borra con el tiempo y empecé a olvidar el triste suceso.
Por entonces llegó a la estancia un mozo que nadie conocía y parecía venir de muy lejos a conchavarse de peón; Gabino Suarez dijo llamarse. Yo no lo había visto a él; él sí me había visto a mí. Un día que estaba lavando la ropa de los patrones sola en el lavadero, él se acercó a hablarme. Al instante lo conocí, aunque se había envejecido bastante; le habían salido canas. Él me pidió que no dijese a nadie nada y yo se lo cumplí; así nos seguimos hablando por algún tiempo. Donde ha habido fuego quedan las cenizas, y revolviéndolas a veces se suele hallar alguna brasa con que vuelve a encenderse. Esto me pasó a mí.
Nos volvimos a amar; él me habló de casarnos. ¿Qué quiere usted? Yo me hallaba sola en el mundo y es triste la posición de una mujer en este caso. Yo me olvidé de mi juramento, y ¡ay! para mi desgracia nos casamos. Por este tiempo dieron en decir los peones que se aparecía esa luz mala, que usted ha visto. Desde entonces no me ha sucedido cosa buena.
Nuestro matrimonio no fue feliz; no porque mi marido me diese mala vida o me hiciese sufrir de ningún modo; al contrario, siempre fue lo más bueno para conmigo. Pero algo se había atravesado entre él y yo que nos hacía desgraciados y no podíamos tener gusto completo; esa luz mala que se aparecía a veces nos mortificaba a él y a mí y nos traía tristes recuerdos. No nos íbamos porque él estaba muy apreciado de los patrones; y ¿a dónde mejor irá un pobre, cuando ha hallado esto?
Como cinco o seis años después de casada, volviendo mi marido de llevar una tropa de hacienda a la ciudad, fue asaltado de noche por unos facinerosos que le quitaron la vida por robarle el dinero que traía. Al otro día fue encontrado su cuerpo medio desnudo, no lejos de esta estancia; le llevaron a sepultar al pueblo vecino y fue muy sentido de los patrones. Yo quedé siempre en la casa; pero no acabaron mis desgracias. De dos hijos que tuve, el mayor que había salido a su padre en lo guapo para el trabajo y cumplidor de su deber, fue llevado soldado a la guerra del Paraguay y allí fue muerto a la edad de 20 años. El otro vive hasta ahora para mi tormento; pues es completamente demente e incapaz; para nada me sirve sino para mortificarme y sacarme el dinero que gano con mi trabajo, llegando a veces hasta ponérmelas manos si no se lo doy para gastarlo en las esquinas.
Desde que mi marido murió, esa luz mala se aparece con más frecuencia y hasta dicen que son dos; que se separan y se juntan y parece que andan peleando.
Deben de serlas ánimas de los finados que andan penando para pagar sus culpas y necesitan oraciones. Yo les he hecho y hago siempre muchas y les enciendo velas, pero no puedo conseguir todavía que Dios les dé descanso. Tengo que ir al pueblo a ver el señor cura y consultar con él el caso, para que me les diga unas misas. A pesar de que ya les he mandado decir algunas, como he podido, con mis cortos medios; pero sin duda no son bastantes. Con todo me es difícil ir al pueblo, como está tan lejos y casi no puedo dejar el trabajo; los peones tienen que comer todos los días, y faltando esta pobre vieja, no es fácil hallar quien se lo haga.
Aquí acabó Doña Jerónima su triste historia; encendió de nuevo su cigarro que se le había apagado, y que casi nunca dejaba sino cuando estaba en presencia de los patrones, y se ocupó en dar la última mano a su poco variada, pero pesada cocina.

IV.
Después de esto volví algunas noches a aquel misterioso paraje a observar la luz mala, pero ella no volvió a aparecer más mientras estuve yo allí. Habiendo venido a la ciudad, en muchos años por diversas circunstancias no pude volver a aquella estancia, ni tuve noticias de Doña Jerónima, ni si había logrado su objeto con su visita al señor cura. Sólo después de mucho tiempo supe que Doña Jerónima, habiendo quedado ciega, había sido traída a la ciudad después de pasar muchos trabajos y que, colocada en un establecimiento de caridad, había fallecido tranquilamente a una edad avanzada.

FIN

Marcos Ezcurra y Pardo (1853 - 1932) fue un sacerdote porteño que en sus últimos años llegó a ser deán de la Catedral de Buenos Aires. Con el seudónimo Antares publicó el extenso poema narrativo La vida en el polo (1886) y la compilación Poesías religiosas y morales (.1.888). Empleó otro seudónimo, Muérdago, para Pequeñas novelas del país (primera serie) (1887), Pequeñas novelas del país (segunda serie) (1887) y Ecos de Buenos Aires (1890). Bajo su propio nombre apareció póstumamente el ensayo biográfico Vida- de Sor María Antonia de la Paz (1947).

biblioteca del abuelo.