Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Relatos sobre el Braille.

CONCURSO EUROPEO
DE REDACCIÓN SOBRE EL BRAILLE
2020

Trabajos Seleccionados en la Fase Nacional

ÍNDICE

1        EL BRAILLE: UN PUNTAZO EN EL CONFINAMIENTO

2        ARQUITECTURA CEREBRAL

3        BRAILLE PARA COMPARTIR

4        EL ESPACIO QUE OCUPA EL BRAILLE

5        MI CÓDIGO MÁGICO

1         EL BRAILLE: UN PUNTAZO EN EL CONFINAMIENTO

María Jesús Cañamares Muñoz

Ganadora del Premio «Otsuki» (primer premio) del Concurso Europeo de Redacción sobre el Braille 2020

Llevamos demasiado tiempo encerrados en casa por culpa de una pandemia que asola al mundo entero. No podemos ir de compras, ni acudir a tertulias o eventos
sociales que antes nos permitían relacionarnos con los demás. Hace unos meses no teníamos tiempo para ver televisión, llamar a un familiar interesándonos
por su salud, jugar con los niños… Ahora, ese tiempo nos sobra. Sin embargo, las vías para comunicarme con la gente en la distancia me resultan frías,
aburridas. Las voces sintéticas de mi ordenador me molestan. Prensa y televisión ofrecen una desmesurada información con cifras horrendas de fallecimientos
y contagios. NO soporto los WhatsApp que me envían con vídeos y fotos que no puedo ver, carentes de textos, y muchas veces, con bromas de mal gusto. Pero,
¿cómo puedo llenar estos días de soledad obligada? Mi mente está oscura.

De repente, un gran genio llamado Louis Braille, inventor del sistema de lectoescritura táctil que lleva su nombre, basado en tan solo 6 puntos en relieve,
y que sacó del analfabetismo a tantos invidentes hace ya dos siglos. A mí me trae un rayito de luz:

―¿Dónde están aquellos libros que compraste con la colección Un libro al mes y que dejaste de leer cuando te sumergiste en las tecnologías? ¿Y esas carpetas
que contenían tus más íntimos recuerdos de niñez y adolescencia?

¡Bravo, gracias a las sugerencias de Louis, tendría material para entretenerme durante varias semanas! Inmediatamente desconecté la televisión y el ordenador.
Subí al trastero de mi vivienda y en cuestión de minutos tuve en mi habitación aquellas cajas llenas de libros, carpetas y recuerdos. Cogí un CD con música
relajante y lo dejé sonar.

¡Oh, la carta de Julia, maestra rural del pueblo! Con el alfabeto en mano, ella sola se autoenseñó el método braille, y me envió esa misiva que tantos
quebraderos de cabeza me dio, al colegio donde yo estudiaba. Intenté leerla en varias posiciones: vertical, horizontal, en perpendicular, pero era imposible
descifrarla. Estaba escrita con regleta y punzón, y tras varios intentos llegué a la conclusión de que Julia la había escrito de izquierda a derecha, tal
como los videntes escriben con bolígrafo. Por lo que yo debía leerla al contrario, de derecha a izquierda. Tarea ardua con final feliz, ya que pude enterarme
de su contenido.

En este otro compartimento, están los interminables ejercicios matemáticos, con ecuaciones y cálculos que Tomás, mi profesor, me ponía, y que siempre fracasaba
con ellos. Ahora pienso cómo sería hacer esos ejercicios en un ordenador. Seguramente, me resultaría imposible, porque no soy capaz de manejar las filas,
celdas y columnas del Excel.

Sigo pasando el dedo por los folios, y una carcajada sale de mi garganta resonando en la estancia. ¡Aquí está el trabajo de Pepe! Se lo puse cuando tuve
la dicha de ocupar una plaza como monitora de braille en la Agencia de la ONCE de Cuenca. Debía escribir 5 palabras relacionadas con el código... Una vez
acabó me tendió la hoja: Punzón, papel, Perkins, regleta y…

―Falta una ―le dije sonriendo.

Leyó varias veces las palabras, insistiendo en que estaban correctas, pero ante mi tenaz negativa volvió a entregarme el papel para que lo repasara de
nuevo.

―Falta una. Aquí pone «puta».

El sonrojo de Pepe y las risas de todos nosotros hicieron historia. Involuntariamente nos regaló uno de los mejores ratos del curso de aprendizaje y yo
decidí guardarme aquella reliquia tan divertida.

Sigo leyendo papeles, y a la vez, escucho la música que me reconforta cada vez más. Entonces me doy cuenta de que, si en lugar de leer en braille lo hiciera
con los sintetizadores de voz, sería imposible escuchar ambas cosas a la vez, ya que el sonido entraría por el mismo altavoz. El braille y la tecnología
no están reñidos; si van de la mano, si se complementan debidamente, pueden ayudar más y mejor a la persona ciega para formarse, y ser más autónoma. Pero
hay situaciones, como la que ahora comento, en que debemos optar por un sistema u otro.

¿Y esto, qué es? ¡Ay, aquí está mi librito con los misterios y la letanía del Santo Rosario! Así titulé a ese manuscrito hecho por mí misma con la ayuda
del dictado de mi madre. Lo acaricio y tomo la firme decisión de rezarlo cada día después de haber salido a la terraza para aplaudir con toda mi fuerza
a los sanitarios y personal que velan por nuestra salud y lo dan todo por salvarnos del coronavirus.

Levanto la tapa de mi reloj, y en su esfera marcada en braille, leo: las ocho menos cinco. A esta hora, lo dejo todo. Aplaudo con ganas durante un buen
rato. Vuelvo al dormitorio y, rosario y libro en mano, rezo fervientemente pidiendo a Louis que interceda ante el Padre, por todos esos enfermos que sufren,
familiares que temen por sus vidas, personal sanitario que aun a riesgo de contagiarse, no cesa en su labor incansable para curarlos.

Termino mis oraciones; ceno cualquier cosa, y me meto en la cama con un libro escrito en braille que ya he leído cien veces, pero leeré otras tantas. Una
paz interior, un sosiego como jamás he sentido antes, me invade por completo. Y ahora, más que nunca, comprendo cuánto significa el sistema de lectoescritura
para mí. Gracias a él, que siempre está a nuestro lado en los momentos que más lo necesitamos, me siento acompañada por los amigos, profesores, familiares
y personajes de los libros a través de la lectura.

Y poco a poco, me voy quedando dormida. Espero gozar de dulces sueños.

2         ARQUITECTURA CEREBRAL

María Luisa Bishop Salami

Lee en silencio, como de costumbre, los largos dedos deslizándose por la hoja, pálidos reporteros de una historia grabada en relieve. Y ella no dice nada.
Únicamente lo observa, quieta y muda y absorta desde el otro lado de la habitación.

—No has despegado los labios en lo que vamos de hora —dice él, sobresaltándola, moviendo la página y pasando a la nueva cara de la izquierda—. Un récord
para ti. ¿Ocurre algo?

Su voz es un timbre grave, sereno y teñido de… ¿diversión, quizá?

—Pensamientos —farfulla. Y se apresura a esconderse detrás de la portada de su propio tomo de tinta e ilustraciones, para ocultar su falta, su rubor.

Gesto absurdo, por supuesto. Él no ve, no, pero nota el sonrojo en su voz. Y la sonrisita presumida que curva sus labios lo deja bien claro. Rebulle en
el asiento, azorada.

—Vamos, suéltalo ya.

Sus ojos emergen finalmente por encima del borde del volumen, dos nerviosas colegialas vestidas de gris plata.

—¿Qué se siente? Quiero decir, ¿cómo es no… no…?

—¿Ver? —completa él. Resopla―. Explícame tú cómo son los colores. ¡Bah! las palabras son insuficientes.

Ella cierra la revista de golpe, arrancando un gemido de la mesa al inclinar su cuerpo y volcar en el gesto toda la vehemencia de su curiosidad.

—¡Inténtalo! —pide—. El conocimiento es poder —esgrime—, y apoyo e integración.

El sonido de su grueso volumen al cerrarse suena como un gong irrevocable. Pero no es eso lo que le hace jadear. Sino el siguiente gesto de él al incorporarse,
llevándose las manos a los laterales de la camiseta, tirando de ella hacia arriba, pasándose la blanca prenda por los hombros y por la cabeza de rizos
negros.

Se acerca, decidido, sin ver las agrandadas pupilas grises que aprecian sus movimientos fluidos y controlados, que admiran su torso desnudo, sus anchos
hombros. Sintiendo, aun así, el deseo voraz que las consume ante el espectáculo de abdominales marcados y vello en el pecho y pectorales tonificados y
piel mulata.

Unas pupilas grises que quedan ciegas instantes después, cuando él coloca la camiseta sobre su cara y anuda los faldones de la prenda en la parte trasera
de su rubia cabeza.

—Si el conocimiento es poder —arrulla, un tono juguetón en la voz—, la ceguera es tener al mundo en tus manos. Ven.

Sitúa una mano en su cintura y otra sobre su antebrazo, ofreciendo su propio cuerpo como ancla sólida y firme en ese nuevo mar de tinieblas. Luego le guía
por la sala con seguridad y paciencia y cuidado, sin vacilar el paso y sin dejarla tropezar.

Él le presenta a sus manos los bordes romos de la mesa, la áspera ranura de las baldosas del suelo, el contacto duro y acartonado de su novela descartada.
De presentación a explicación, guía sus manos por los mapas en relieve que cuelgan de una pared, entrena a sus dedos a diferenciar el solitario punto de
la «a» y la corta fila de tres puntos de la «l» que abunda en el galimatías de bultos del rescatado tomo en braille, adiestra a sus yemas a distinguir
el signo de número que indica los gramos en una caja de medicamento.

―¡Pero si ni siquiera forman las letras que se supone que representan! ―constata, decepcionada.

―Verás, se llama «braille», no «letras en relieve».

―¿Pero por qué es tan importante? ―se decide finalmente a preguntar–. Coleccionas libros digitales y estás enganchado a muchos audiolibros. ¿Por qué vuelves
al braille?

―Porque no saber braille es no saber leer ―condena él sin miramientos―. Oh, sí, puedo sumergirme en la historia de un audiolibro, seguir la trama de un
libro desde el ordenador con un lector de pantalla, pero eso no es leer por mis propios medios, no es adiestrar a mis neuronas. Que siempre lean para uno
es cómodo, mucho, pero no ayuda a cimentar la arquitectura cerebral del cogote.

―¿Arquitectura cerebral del cogote? ―bufa―. ¡Hablo de la importancia que le das a este alfabeto en concreto!

―¡Es lo mismo! ―afirma él, categórico, serio y rotundo―. El cerebro, nuestro cerebro, está en constante crecimiento, no en vano es un órgano en permanente
evolución. Y estamos obligados a ejercitarlo eficazmente, regularmente. Leer no es una habilidad innata, sino una capacidad que desarrollamos y que se
almacena En el módulo cerebral dedicado a la lectura. Un aprendizaje bajo el cual el cerebro se doblega y moldea.

―¿Y cómo encaja el braille en ese panorama cerebral?

―Generalmente se asocia el braille con la lectura de un libro, pero va más allá. Las matemáticas, la geografía, el alfabeto escrito de un idioma nuevo
o materno… ¿cómo puedes desarrollar del todo tus competencias neurológicas en esas materias, si tu cerebro, físicamente, no se ha moldeado para dar cabida
a su base principal, a la técnica escrita que enseña todo eso?

―Hemisferio izquierdo ―reconoce ella―. El área cerebral donde se desarrolla el aprendizaje de la lectura.

―¡Sí, exacto! Para mí, para los ciegos, el braille es la clave a esa conexión neurológica, ¿entiendes? La llave que muchos descartan, creyendo que ya no
la necesitan ante tanta accesibilidad digital. Menospreciando un derecho, el de no ser analfabetos. Provocando que la actividad neuronal en esa área cerebral
disminuya, e impidiendo a su cerebro formarse en ese sentido, y no por ser ciego…

―Sino por ser un ciego analfabeto, uno que no ha aprendido, cerebralmente, a leer ―asiente ella, entendiendo el punto―. Arquitectura cerebral, ya veo.

Leen en silencio, juntos, ahora. Él se zambulle entre los puntos, ella bracea entre los espacios en blanco. Una palpa las letras, otro recoge las palabras.
Ella explora el montón de granos que arañan sus palmas, sorprendiéndose una vez más de que esos bultos escondan significado, escenas, historia.

Así, instruida por el braille y la ceguera, descubre nuevos brillos a un mundo antes apagado, acomodado en la costumbre. Colores ciegos, luces frescas,
tintes renovados, tonalidad profunda. El toque increíble de lo que ya nunca será aburrido.

3         BRAILLE PARA COMPARTIR

Lidia Raquel Fernández Fernández

Aunque ocurrió hace más de 30 años, este tierno recuerdo viene a mi memoria con asiduidad.

Hablamos de la década de los 80. Un tiempo en el que las tecnologías comenzaban a despuntar y cada día aparecía alguna nueva innovación que deslumbraba
a la población.

Todos estábamos interesados por las noticias que surgían a diario. Hay que reconocer que los avances eran tan vertiginosos como fascinantes. Sobre todo,
para quienes carecemos de visión o la tienen limitada.

Nuestra manera de escribir, leer y acceder al mundo exterior había sido siempre a través de nuestro querido medio de lectoescritura tradicional pero maravilloso.
El braille. Y, sin embargo, parecía que las cosas iban a cambiar definitivamente y la vuelta atrás sería imposible.

Recuerdo que al principio me resultó desconcertante. La educación conservadora y tradicional que había recibido me impedía valorar los cambios de manera
positiva. El miedo a lo desconocido retrasaba mi percepción de la realidad. ¿Cómo afrontar tan nueva situación? ¿Sería capaz de aprender sin quedarme atrás?

Mi braille era mi lengua materna. Mi mundo conocido y protector. ¡Tantas lecturas hechas a través de su dulce tacto desde que puedo recordar!

Pero entre toda esa incertidumbre llegó él. Era mi segundo hijo. Nada presagiaba que sus ojos no podrían percibir la luz, pero así fue.

Cómo podría describir lo que sentí cuando lo supe. Pero tras la primera impresión llega la toma de conciencia y el momento de asumir los hechos.

El tiempo iba pasando. Los días se sucedían unos a otros, y mi hijo iba descubriendo la vida que le rodeaba a través de sus manitas. Explorando texturas,
relieves, objetos, etc. Aprendiendo a distinguir tamaños, formas, temperaturas…

Y llegó su primer año escolar. En ese momento apareció no solo el protagonista de esta historia, sino de su vida también. Nuestro braille fue su enlace
con el mundo.

Aún me parece oír su vocecita tocando la combinación de puntitos que le resultaban una confusión irresoluble. Sus manitas curiosas exploraban, primero
con miedo y algo de vacilación que iba convirtiéndose gradualmente en seguridad.

«¿Qué letra es esta, mamá?», me preguntaba a cada instante. A veces podía sentir su frustración cuando confundía la «e» con la «i», o la «f» con la «d».
«¡Son iguales!», decía algo enfadado. Pero el tiempo continuaba su curso y él aprendía cada vez más.

En su primera fiesta de fin de curso cada niño se disfrazó de una letra del abecedario. Él era la «u», y cuando le dieron la noticia se sintió feliz. Regresó
del colegio a la hora de la comida con una ilusión sin precedentes, contándonos la historia de su disfraz.

«Soy la “u” porque soy único», decía encantado. Esa unicidad le hacía feliz. A diferencia del resto, él tendría su letra representada con dos símbolos.
En tinta y en braille. Otra vez ese maravilloso sistema le había proporcionado una felicidad inusitada. A él y a toda la familia. ¡Qué contento se sintió
el día de la fiesta, vistiendo su camiseta blanca con su letrita representada de dos maneras! Su dicha se acrecentó más si cabe cuando le preguntaban por
qué esa signografía doble. Esos dos puntitos juntos con otro en frente que los miraba.

Los años pasaban dulcemente, y sin renunciar a las innovaciones tecnológicas actuales, siguió su estrecha relación con el amigo braille. La lectura de
letras individuales se convirtió en palabras, y estas en frases que conformaban textos.

Su hermano, que es mayor y sin problemas de visión, empezó a sentir curiosidad por tan misteriosa forma de dibujar letras. Cada noche, antes de dormir
leíamos un cuento que les hiciera soñar.

Aunque la variedad de lecturas infantiles en braille no era tan abundante como actualmente, siempre teníamos algo nuevo que compartir. Primero era yo quien
leía para los dos, y conforme fueron adquiriendo más habilidad lo hacían ellos alternando los días.

Mis sentimientos de satisfacción crecían gradualmente cuando les observaba compartir sus historias en el mismo plano. Otra virtud de nuestro sistema amigo.
A veces leían el mismo libro, intercambiando ojos y manos.

El tiempo transcurría y las tareas escolares se iban complicando y aumentando. Cada tarde mi hijo se enfrentaba a ellas, no exentas de dificultades, pero
con la ilusión de aprender algo nuevo.

Un día de tantos, después de la jornada habitual de trabajo, me sorprendió verles más concentrados de lo habitual. Tuve que llamarles dos veces para cenar,
y cuando aparecieron oí a mi hijo mayor cómo leía en braille algunas letras que su hermano le había enseñado. Aquella comunión alfabética me emocionó hasta
las lágrimas. Sobre todo, porque era algo querido y no impuesto.

A veces recordamos el episodio, y mi hijo aún es capaz de verbalizar los puntos del alfabeto braille con el que su hermano empezó a abrirse camino en la
vida.

Por eso entre otras cosas, querido braille, seré tu deudora eterna. No solo eres el pilar que sustenta mi vida sin luz, sino que le fuiste dando la salida
a uno de mis dos grandes amores. Eres merecedor de todo mi respeto porque sigues formando parte esencial de mi vida. El instrumento de comunicación más
preciado que me permite acceder al mundo exterior con facilidad. Mis ojos, mi nexo con el entorno…

En definitiva: mi libertad.

4         EL ESPACIO QUE OCUPA EL BRAILLE

Francisco Javier Estrada Martínez

Cierro la última caja sin decidir todavía cuál será su destino y la apilo junto a las otras. La pared está cubierta por ellas. La habitación rezuma el
aroma relajante de los libros nuevos. He cuidado muy bien todas esas hojas llenas de puntos, como todo lo que tengo. Las miro, quieta como un clavo. Una
lágrima se me escurre por la mejilla.

—¿Has terminado?

—Casi.

Mi chico me da un apretón cariñoso en el hombro. Sonrío. Se va. Pronto viviremos juntos. El estómago se me encoge de las ganas. Llevamos esperándolo mucho
tiempo. Lo que aún no tengo claro es si ellos vendrán conmigo. Ocupan demasiado. Hemos hecho limpieza y tirado muchas cosas, pero…

No veo nada casi desde siempre. Lo único que recuerdo son los tulipanes rojos del jardín de mi abuela, a orillas del Danubio. Es mi color preferido. El
resto del mundo ha entrado en mí a través de las manos, los oídos y la nariz. He aprendido gracias al braille. Él me hizo compañía cuando mis padres se
marcharon a España en busca de una oportunidad. ME quedé con mi hermana pequeña. Una niña cuidando de otra. Ella intentó enseñarme las letras en tinta
cuando empezó a ir al colegio, pero siempre me parecieron difíciles y esquivas. A pesar de que todos los libros que pasaban por mis dedos estaban desgastados,
le cogí mucho cariño a esos diminutos puntitos.

Cuando nos reunimos de nuevo en Madrid, ya adolescente, pude tener por fin mis propios libros. Ya no eran prestados. Recién impresos, el relieve perfecto.
Eran diferentes. Hablaban en otro idioma. Pero era como tener un viejo amigo en un lugar repleto de desconocidos. Gracias a ellos pude terminar el instituto
y la universidad, y aprender todo un nuevo idioma, hasta el punto de llegar a enseñárselo a otros.

Justo cuando esa aventura acababa, lo conocí a él. Tampoco veía, aunque pudo hacerlo bastante más tiempo que yo. Él sí recuerda muchas cosas. Él todavía
parece que ve cuando te mira. Eso me cuentan mi madre y mi hermana.

Eso sí, no ha conocido tan bien como yo a mi viejo amigo el braille. Apenas sabe distinguir unas letras de otras, y lee tan rápido como un chiquillo de
parvulario que está aprendiendo. A cambio, todavía escribe a ciegas con algo de ayuda. Es capaz de explicarme cosas que ha visto y espero que vuelva a
ver.

La oscuridad le llegó recién entrado en la universidad. Una mala época para aprender otras cosas. Tuvo que confiar en sus oídos y en los ordenadores. Tanto
confió, que ahora es ingeniero. Ya no mendiga un poco de ayuda electrónica. Somete a las máquinas para hacernos la vida más sencilla a los dos.

Él no tiene el mismo problema. Los audiolibros no ocupan más espacio que el de un fino CD. Eso si no están guardados directamente como un archivo entre
un millón en el disco duro. A veces ni siquiera los utiliza. Confía en la voz servicial de Alexa para que le lea en voz alta lo que otros siempre han podido
leer.

Nuestra nueva casa tendrá trastero. Ya me he deshecho de muchos de ellos. Sin embargo, ni así puedo llevármelos todos. Es lo malo del braille. Ocupa demasiado.
En una habitación. En mi vida. Por eso no puedo simplemente tirarlos. Todavía huelen a nuevo. Todavía recreo mis manos al deslizarlas sobre las hojas perforadas.
Sería como matar a mi más viejo amigo. Yo no soy una asesina. No puedo.

Matarlo no, pero… Las personas van y vienen a lo largo del tiempo. Tenía amigos que ya no lo son; otros que lo siguen siendo, y algunos nuevos. No he olvidado
a ninguno de ellos. Siempre serán parte de mí. Quizás sí que pueda dejarlos ir. Que llenen la vida de alguien más que pueda cuidarlos. Quizás pueda… o
quizás no. Todavía tengo unos días para decidirlo.

5         MI CÓDIGO MÁGICO

Cristina Landete Prieto

Código QR que lleva al video de YouTube "Mi código mágico", de Cristina Landete Prieto.  

Hola, me llamo Cristina y esta es mi historia de un lenguaje mágico llamado braille.

Con tres años, yo veía que los adultos y otros niños, cogían algo llamado libros y contaban historias. Yo también quería enterarme de esas historias sin
que me nadie me ayudase, pero... ¿cómo?

Mi profe Belén me dijo:

―Tranquila, yo te voy a enseñar un código que inventó un señor llamado Louis Braille para que personas como tú, con baja visón o ceguera total, podáis
leer esas historias sin ayuda.

Yo apenas hablaba, pero mi cara era todo un poema. ¿Qué dice Belén? ¿Código braille? ¿Louis Braille? ¿Personas ciegas pudiendo leer nuestras historias...?
¡Sería imposible! Si aquellos libros parecían estar vacíos de letras.

Un buen día, Belén me llevó un cartón de 6 huevos... ¿pero… qué quería que hiciese con él…? A esta mujer no se le ocurre nada bueno. Cuál fue mi sorpresa
cuando me dijo que íbamos a hacer un juego porque me iba a enseñar un lenguaje secreto.

Belén me lo puso encima de la mesa y me dijo:

―Esto es una cajita que tiene seis casitas. La tenemos que poner siempre de pie, no vale tumbarla. Ahora tenemos que aprender qué número tiene cada casita.
El 1, el 2, el 3, el 4, el 5 y el 6. Siempre tiene que ir en este orden. Te voy a ir colocando la mano encima de cada una de ellas.

Luego hicimos juegos colocando pelotitas de ping-pong, primero solo una en el cajetín uno, luego en el dos, en el tres y así sucesivamente. Luego hicimos
combinaciones con más de una bolita.

¡¡Qué divertido!! Resulta que esa cajita se llama «signo generador», y dice Belén que más adelante me servirá para poder leer mis magníficas historias.

Al mismo tiempo, me presentó a un gran amigo que me acompañaba en todos mis juegos: Braillín. Él tenía en su barriguita, casi casi, las bolitas de ping-pong
de la huevera, y yo, apretando y sacando, podía aprender también la posición y combinaciones de los 6 puntitos.

Y después de mucho practicar, empezamos con un juego nuevo superdivertido. Tenía que meter unos pinchitos en una tablilla con los mismos 6 agujeritos que
ya conocía. Ese día descubrí que con mis deditos podía notar la diferencia entre unos agujeritos sin nada y otros en los que yo metía mis pinchitos. Belén
me dejó un cuento de esos... de los vacíos de palabras, y ooh ¡sorpresa!, había en él puntitos ordenados que identificaba perfectamente.

Ordenado como en mi huevera, redonditos como en Braillín, una letra al lado de otra como en la tablilla... y mil palabras podía formar.

Recuerdo los primeros cuentos braille con texturas, aquellos títulos fantásticos: Grabatruenos, Pataraña, Liapesadillas.

Se había hecho la magia. Mis libros tenían palabras. Aquellas invisibles a mis ojos pero que existían.

A la vez, comencé a utilizar una máquina gris, muy pesada, llamada Perkins, que me permitía escribir todos aquellos puntos, aunque al principio, como mis
manos eran muy chiquitinas, me costaba pulsarlas un poco.

Después llegó a casa una segunda máquina Perkins más bonita, de color rojo, que como mi profe Belén decía era de «Agatha Ruiz de la Prada», ¡¡¡esa sí me
gustaba!!!

Ahora también estoy utilizando la línea braille, que me instaló Luis, nuestro tiflo, y gracias a ella, los profes del cole pueden ver en el ordenador en
el momento todo lo que hago.

Y así fue como comencé a leer mis cuentos, a estudiar en el cole, y mañana… mañana no lo sé. Mañana será otra historia.

Pero hasta entonces gracias a Louis Braille, a Belén y a todo el equipo ONCE por permitirme y enseñarme a leer mis propias historias.

Ah, y ¡menuda suerte tienen los niños más pequeños que yo! Ahora hay materiales más bonicos. He podido ver que tienen el método Braitico, con un montón
de texturas, números en relieve, una preciosa mariposa llamada Maripoints que hace el papel de Braillín, Braicar, un montón de cuentos y hasta una aplicación
para el ordenador o para la tableta digitalizadora.

Pero yo… yo siempre me acordaré de mi huevera. Y por supuesto escribiendo rápidamente con mi super línea braille y navegando por internet.