Texto publicado por SUEÑOS;

Un cuento. (para qué no te hagan el cuento):

Bienvenidos.
-..-
cuentos.
reino unido.
EL COMETA HALLEY, EL Cow-BOY Y Lord DORRINGTON

Edgar Wallace

Lord Dorrington era de edad mediana. No mostraba ningún síntoma de decrepitud mental, y el alienista que en cierta ocasión fue invitado a cenar con su señoría -la invitación procedía de parientes ansiosos que temían que, a menos que el pobrecillo fuera sometido a su tutela, acabaría disipando la fortuna de la familia Dorrington- redactó un informe tan halagüeño acerca de la salud de Dorrington que la cuestión del pago de las cincuenta libras correspondientes a sus honorarios fue seriamente debatida. Según el parecer de un selecto consejo compuesto por los beneficiarios del testamento de Dorrington, el psiquiatra en cuestión no había cumplido con su deber. Le aplicaron el poco respetuoso calificativo de «doctor loco», y dictaminaron que su informe sobre la cordura de Dorrington era una decisoria prueba a favor de la teoría, generalmente aceptada, de que todos los psiquiatras acaban, tarde o temprano, por perder el juicio.
Sus temores acerca de la salud mental de lord Dorrington eran comprensibles. Era éste un entusiasta buscador de la luz, un rastreador de espíritus, un perseverante indagador de los misterios de la taumaturgia, de la teurgia y de la electrobiología, y una especie de iniciado al shamanismo . Creía en la realidad de lo improbable.
Hemos de puntualizar que, en muchos sentidos, era un hombre práctico. Tuvo una vez un mayordomo que descuidaba horriblemente la vajilla de plata. La excusa, no falta de ingenio, dada por el sirviente, según la cual también él era aficionado a los estudios ocultos, habiendo llegado incluso a iniciarse en la práctica de la demonología, fue recibida fríamente. Al decir del mayordomo, la vajilla era limpiada cada día, pero por la noche se presentaba un pequeño diablo que plantaba sus sucias zarpas sobre la misma, manchando la totalidad de su brillante superficie.
-Es un pequeño diablo llamado Erbert, milord -dijo el mayordomo patéticamente-, que me maldijo cuando nací.
-Has estado leyendo cuentos de hadas alemanes -repuso lord Dorrington con fría altivez-, y tus imprudentes excusas me obligan a negarte el desempeño del personaje que reclamas.
Era de todo punto absurdo e inconcebible que un diablo, por pequeño que fuese, condescendiera a relacionarse con un simple mayordomo, y a lord Dorrington le indignó, muy justificadamente, la arrogación de su sirviente.
Dorrington era un hombre rico y pragmático. El cinturón Dorrington era la octava maravilla del mundo, como os diría cualquier guía del castillo. Había sido regalado por un rey inglés a una dama que fue la fundadora de la familia. Medía quince centímetros de ancho y estaba recamado de diamantes (no de los grandes, sino de los muy vendibles). La cámara acorazada de Dorrington era la más sólida de Inglaterra, pues eran muchos los que codiciaban aquellas gemas, cuyo valor rondaba las ochenta mil libras.
Lord Dorrington, como digo, era muy práctico en tales menesteres, y allí donde más de un hombre menos imaginativo se hubiera conformado con amuletos, su señoría, aunque estudioso de los amuletos, prendía su fe a las puertas de acero y a las cerraduras Chubb.
Ocuparía excesivo espacio hacer una exposición mínimamente detallada de la serie de tentativas de robo perpetradas en la cámara blindada del Castillo Dorrington.
Podría citarse a la despensera que se presentó con informes falsos de una prestigiosa agencia de servicio doméstico, cuyo baúl contenía taladros de diamante y un hacha; o a cierto lacayo, dechado de afabilidad y cortesía, poseedor de un equipo de robo de no menos de cien libras. Hubo también un ayuda de cámara suizo cuya conducta fue de lo más satisfactoria hasta que una triste noche fue sorprendido caminando sigilosamente, en calcetines, en dirección de la cámara acorazada. Su explicación de que, como entendido en pintura, deseaba hacer un estudio ininterrumpido del Ribera el Españoleto que su señoría poseía en la galería oriental, no fue aceptada por un escéptico tribunal, que amablemente señaló el hecho de que las llaves maestras encontradas en su posesión no corroboraban su declaración. Podría citar muchos otros casos.
Fueran cuales fueren las opiniones que sus parientes pudieran tener sobre el equilibrio mental de lord Dorrington, me es grato afirmar que la perspicacia y la inteligencia de éste gozaban de la más alta estima en los círculos criminales de élite.
-No es que sea tan maravillosamente listo -dijo Billy el Chaval (también conocido como Willie el Seseras)-, pues, a pesar de todos sus timbres y alarmas, tres hombres trabajando juntos podrían abrir la cámara. Lo peliagudo del caso es cómo meter allí a más de un hombre.
Sus compañeros de crimen -estaban cenando en el Figgioli, en Conduit Street, vestidos de tiros largos- asintieron con la cabeza.
-Me han dicho -comunicó Augustus (nadie conocía su apellido)- que una gente de Nueva York está pensando en...
-Déjales que piensen -interrumpió Billy despectivamente-. Si nosotros no somos capaces de hacer el trabajo, tampoco ellos lo son.
Había cierta justificación para tal arrogancia, pues Billy el Chaval era un maestro en su arte, y uno observa, no sin ardor nacional, que la antigua supremacía de Inglaterra en el campo del robo científico permanece indisputada.
He consignado la precedente conversación a fin de que podáis hacer una justa apreciación de las contradictorias cualidades de lord Dorrington, ya que cosa de un mes después adquiriría cierto relieve público, y todo retazo de información concerniente a su persona sería de interés. Gozaba también de algún relieve en el terreno de la biología, pero este dato carece de relación con la presente historia.
Probablemente recordaréis que el año de 1910 fue principalmente notable a causa de la visita del cometa Halley, y por el hecho de que el mundo pasó a través de la cola de nuestro celeste visitante. Ahora bien, a pesar de los lúcidos artículos firmados por los más eminentes astrónomos y expuestos en posición destacada en los más populares órganos de la opinión pública, probando más allá de toda duda que la cola del cometa Halley podría ser introducida, debidamente comprimida, en una maleta, había cientos de miles de personas que temblaban como azogadas al mero pensamiento del fenómeno que iba a sobrevenirles. Según observó quejumbrosamente un escrito seudocientífico, nadie había encerrado nunca la cola en una maleta, por lo que era ridículo afirmar que tal cosa pudiera realizarse sin arrugar dicha cola causándole daños irreparables. Pero la contribución más importante a la literatura sobre la materia fue una carta firmada «Dorrington» que apareció en The Times. Comenzaba: «Hay algo más que un aspecto material en el cometa que se nos acerca...» Y a continuación pasaba a ocuparse de los extraordinarios sucesos que habían coincidido con su aparición en años anteriores.
Por mi parte (concluía sobriamente lord Dorrington), anticipo que su visita tendrá notables resultados. Por vez primera en la historia de la humanidad disponemos del equipamiento científico necesario para registrar y transmitir simultáneamente desde los puntos más distantes del planeta las sensaciones experimentadas por las personas dotadas de percepción extrasensorial...
Hubo groseros y sórdidos escritores de Fleet Street que rompieron en carcajadas al leer esto; aún peor, escribieron párrafos y pequeños poemas de carácter satírico, provocando con su frivolidad la indignación general del mundo del ocultismo.
Pero no tardarían en quedar confundidos.
El cometa se fue aproximando, adquiriendo más y más brillo en medio de la noche, y, a medida que el soberbio espectáculo crecía en esplendor, el mundo entero se fue tomando el cometa cada vez más en serio.
El globo terráqueo entró en la cola del cometa el dieciocho de mayo, y buen número de personas permanecieron en vela toda la noche, destruyendo cuanta parte de su correspondencia pudiera, de ser rescatada del naufragio del mundo, tender a hacerlas parecer ridículas.
Pero nada sucedió la noche del dieciocho, y el sol se alzó el día diecinueve del mismo modo que de costumbre.
El mundo se despertó tan activo como siempre, reanudando sus tareas. Las sirenas de las fábricas ulularon urgiendo al trabajo a millones de obreros, pulcras doncellas llamaron a innumerables puertas llevando té y tostadas con mantequilla, y las encargadas de la limpieza ejercieron su majestuoso reinado en la City.
A las siete y cuarto, el guardia Albert Parker, del cuerpo de policía de la City, entró pausadamente en el callejón de Wine Office Court, procedente de Shoe Lane. Dobló la esquina del callejón, entrando en una estrecha prolongación del mismo que desemboca en Fleet Street. A la izquierda se alza la blanca pared de ladrillos del almacén de papel del Daily Telegraph, y a la derecha la sórdida fachada del Club de la Prensa . Yaciendo entre el Club y la desembocadura del callejón se veía el cuerpo de un hombre. «Yaciendo» no es el término exacto, pues la figura, tumbada boca abajo, tenía los brazos y las piernas extendidos al modo de un águila que planea.
El guardia Parker aceleró el paso y se acercó a la postrada figura.
Estaba ésta vestida con las prendas más extraordinarias. Los pantalones eran de piel de oveja, con la lana por fuera; una camisa azul oscuro cubría su espalda, y en torno a su cuello había un pañuelo chillón de gran tamaño. Bajo los holgados pantalones calzaba botas altas, de las que sobresalían dos grandes espuelas plateadas que relucían al sol. A esto había que añadir un sombrero de ala ancha que yacía a alguna distancia de la figura, y un enorme revólver situado a un costado.
El guardia se arrodilló y palpó el rostro del caído; estaba muy caliente. Volvió el cuerpo boca arriba. El hombre respiraba regularmente y el corazón le latía con firme normalidad; parecía sumido en un profundo sueño.
El guardia Parker frunció el ceño y le olió el aliento. No, no estaba borracho. El policía lo sacudió por el hombro.
-¡Vamos, espabile! -dijo severamente-. No puede dormir aquí.
El hombre hizo una larga inspiración, suspiró y abrió los ojos, parpadeando a la luz. Miró fijamente al policía y el policía le miró fijamente a él. El desconocido tendría unos treinta años de edad; estaba sin afeitar y tenía el rostro cubierto por una fina capa de polvo blanco.
-¡Caramba! -exclamó, y se sentó rascándose la cabeza. Luego bostezó, se estiró y se levantó temblando ligeramente-. ¿Dónde está el demonio de mi caballo? -preguntó soñolientamente.
-Oiga, ¿qué es esto? ¿Una función de circo?
El desconocido clavó fríamente los ojos en el representante de la ley. Insistió:
-¿Se puede saber dónde está mi viejo penco?
De repente pareció darse cuenta de que algo había sucedido.
Miró con curiosidad a un lado y a otro del callejón. Permitió a sus ojos que vagasen a lo largo de los edificios; luego los volvió hacia el policía con expresión de alarma.
Se pasó la mano por la frente con aire de fatiga.
-Había salido a herrar un novillo -dijo con voz aletargada-, cuando esa maldita luz vino como encabritada por la pradera: era sin duda la cola de un cometa, y me golpeó con fuerza. ¿Dónde estoy? -preguntó de pronto.
-Está usted en la City de Londres, y voy a llevarlo a comisaría.
El extraño durmiente se tambaleó hacia atrás.
-¡Qué City ni qué calderas del infierno! -rugió-. Estoy en Colefax, Texas. -Y repitió-: ¿Dónde está mi caballo?
Cuatro policías, rápidamente convocados por un estridente silbato, empujaron al cow-boy (pues tal era, evidentemente), hasta la comisaría de Bridewell, y dos horas más tarde, bajo cargo de «ser una persona sospechosa», el hombre de las chaparreras de zalea fue conducido al Guildhall , a presencia del alderman .
Que refirió la misma historia, sólo que con mayor coherencia, de la «cola del cometa que venía haciendo cabriolas por las praderas de Colefax, Texas», queda evidenciado por el hecho de que al mediodía no había un solo cartel de periódicos que no proclamase la singular noticia. He aquí los titulares de uno de los diarios vespertinos más moderados:
SORPRENDENTE DESCUBRIMIENTO EN LA CITY
COWBOY ATRAPADO POR LA COLA DE UN COMETA, DEPOSITADO EN LONDRES
LA GENERALIDAD DE LOS ASTRÓNOMOS AFIRMA QUE ES IMPOSIBLE
Era la noticia bomba del día; más aún, era el acontecimiento más prodigioso del siglo. Los astrónomos se sulfuraban intentando demostrar que la cosa era imposible por completo. Sin embargo... pero permitidme citar The Evening Advertiser:
... Otro hecho extraordinario es que, cuando el hombre fue conducido a la comisaría de Bridewell, su rostro y su cabello estaban cubiertos por un polvillo blanco. El forense de la City, que fue llamado para que examinase al detenido, se tomó la molestia de extraer con un cepillo parte de este polvo y someterlo a análisis. Resultó ser una fina materia alcalina, tal como la que podría acumular alguien que cabalgase por las llanuras alcalinas que abundante en aquella parte del mundo de la que el hombre dice proceder. Además, cuando lo registraron, encontraron en su poder diez billetes de cinco dólares, un billete de cinco dólares mejicanos, alguna calderilla americana, y, lo más notable de todo, un recibo de hotel. Era por "dormir una noche" en Golden South Hotel, en una ciudad de Texas, y estaba fechado el 17 de mayo de 1910. Había también una cuenta de lavandería con la misma fecha, y unos cordones de cuero envueltos en un trozo de periódico americano al que le faltaba el título, pero cuya fecha, claramente legible, era el 18 de mayo.
Éste y otros testimonios del extraordinario carácter del visitante pueden encontrarse en el The Physical Magazine, si no son destruidos; pero mucho me temo que ese particular número de la mencionada publicación haya sido quemado.
No es ninguna exageración decir que Inglaterra no hablaba de otra cosa que del «hombre traído por el cometa», y que no había en el mundo una sola sociedad dedicada al estudio de los fenómenos paranormales que no se reuniese apresuradamente para recopilar datos sobre la notable migración.
La excitación había alcanzado su punto álgido cuando se hizo un nuevo descubrimiento, aún más sensacional.
Los particulares pueden darse en las palabras del Sussex Times:
En Eastergate ha tenido lugar un impresionante suceso que ha causado gran conmoción local. Parece ser que un grupo de caballos del establecimiento de entrenamiento del señor Alfred Knight pasaba por el camino que conduce a las lomas, cuando el caballo guía, "Master Hopmoon", se sobresaltó al ver la figura de un hombre que yacía a un lado del camino. No es en absoluto insólito encontrar vagabundos durmiendo a la intemperie en esta época del año, pero lo notable del caso presente es que la figura correspondía a un chino. El mozo regresó a medio galope a la parte de detrás de los caballos, donde cabalgaban el señor Knight y el jefe de establo, e informó a su patrón. El señor Knight se adelantó inmediatamente y, desmontando, examinó al caído. Al parecer, el chino estaba durmiendo. Vestía la indumentaria propia de su país, y el señor Knight comunicó a nuestro representante que el hombre pertenecía evidentemente a la clase obrera china.
Como era de esperar, el recién llegado no hablaba una palabra de inglés. Parecía aturdido y aterrado, y costó trabajo persuadirle a acompañar al señor Knight al cuartel de instrucción de Eastergate, donde se le procuró alojamiento provisional mientras se pasaba aviso a la policía. Mucho trabajo costó persuadirle a subir al tren en Barnham Junction, para acompañar a la policía hasta Arundel. El hombre, presa de lastimoso miedo, farfullaba y gesticulaba como si nunca hubiera visto un tren en su vida. Afortunadamente, en Arundel vive el reverendo J. Wiggs, que hasta hace poco ha ejercido como misionero en China y no ha tenido dificultad en conversar con el Celeste.
Esto era cuanto por el momento podía decir el Sussex Times. Fue a partir de aquella memorable conversación con el reverendo J. Wiggs cuando la historia del chino acrecentó su valor. Nadie en Inglaterra leyó aquella entrevista con mayor interés que lord Dorrington. La leyó en el Morning News, y acto seguido partió en tren para Londres, y desde allí para Arundel.
-Es completamente cierto, milord -dijo el reverendo J. Wiggs, algo sobrecogido por la singular experiencia del día precedente-. Lo vi tan pronto como llegó. Es un chino de la provincia de Yste-Yang; por lo que he podido entresacar, es barquero. Su historia es tan insólita que la cabeza me da vueltas cuando trato de comprenderla.
-¿Qué historia es ésa? -inquirió lord Dorrington, no desprevenido para la respuesta.
-Prácticamente coincide con la contada por el cow-boy que fue descubierto hace dos días, como tal vez sepa su señoría, en la City de Londres.
Lord Dorrington asintió con la cabeza.
-Dice -continuó el misionero- que, al fresco de la mañana, se encontraba caminando por un campo de arroz, en dirección al pueblo de Lung-tsi-lang, donde tenía una cita con un prestamista que deseaba casar a su hija. Había advertido, con temor, la aparición del cometa, y según caminaba se encontró ante la porción del firmamento donde la cola del cometa se mostraba vagamente. Según él, el cometa había perdido brillo, si es que aún conservaba alguno. Pero en el horizonte observó una curiosa luz. De acuerdo con sus palabras, era «un gran muro de polvo plateado» que iba creciendo en altura y se iba haciendo más y más brillante, hasta tal grado que el testigo, aterrado por la aparición y por el resplandor casi cegador de la visión, se detuvo cubriéndose el rostro con las manos. Oyó un silbante rugido y perdió el conocimiento. Lo siguiente que supo fue que se encontraba yaciendo sobre una blanda pendiente de hierba, y que un diablo extranjero estaba habiéndole en una lengua extraña.
Más tarde, Dorrington vio al chino, quien se mostró muy taciturno, no dando más señales de su temor de las que su imperturbabilidad natural permitía.
Lord Dorrington regresó a Londres para encontrarse con una pequeña multitud de reporteros que le esperaban en la estación Victoria para ser foco de innumerables cámaras y para responder a centenares de preguntas.
-No -dijo, sacudiendo la cabeza, en respuesta a una pregunta del enviado especial del Morning News-, no me encuentro en condiciones de emitir mis teorías acerca de los singulares sucesos de los últimos dos días. Tengo mis propias ideas sobre los mismos, pero no están suficientemente elaboradas para ser expuestas a la luz pública. Tengo proyectado llevar a ambos hombres al Castillo Dorrington y, valiéndome de un intérprete por lo que al chino concierne, recoger cuantos datos sean posibles antes que estas víctimas de los fenómenos astrales sean devueltas a sus hogares.
-¿Cree que estas traslaciones realizadas por el cometa se han producido en algún otro lugar? -inquirió el reportero.
-Así lo creo -respondió su señoría-. En el plazo de un día, o quizá de unas horas, tendremos nuevas manifestaciones del poder del cometa.
Los periódicos habían invertido para entonces su actitud de festivo escepticismo, y otorgaron a la declaración de lord Dorrington la dignidad de la letra impresa.
Su profecía, así como la historia de su cumplimiento, aparecieron una al lado de la otra, pues mientras su señoría permanecía en el centro de los entrevistadores de la prensa se produjo la tercera, y última que se sepa, de las extrañas migraciones.
La tercera fue aún más dramática en sus circunstancias que las anteriores.
Lord Dorrington había llegado a la estación Victoria a las diez de la noche del día veinte, que caía en sábado; mientras exponía sus consideraciones sobre los fenómenos que traían en vilo a toda Inglaterra, una curiosa escena estaba siendo representada en uno de los teatros londinenses.
Acababa de subir el telón para dar paso al segundo acto de Nuestra Señorita Gibbs, en el Gaiety, estando el escenario lleno de hermosas mujeres agrupadas pintorescamente, cuando de uno de los bastidores emergió una figura que provocó el estancamiento inmediato de la obra, dejando al mismo director de la orquesta petrificado con la batuta en alto.
La figura correspondía a un hombre de estatura mediana y enorme corpulencia. Vestía ropas de etiqueta, manchadas y polvorientas. La pechera de su camisa, en la que relucía un brillante descomunal, estaba arrugada y mugrienta, y a medida que se aproximaba anadeando por el escenario, frotándose los ojos y bostezando, el inmaculado conjunto de coristas se replegó hacia ambos lados.
Miró en derredor con desconcertado ceño, y luego dirigió una pregunta al actor más próximo a él.
-Oiga -dijo en castellano-, ¿quiere decirme, en nombre del cielo, dónde estoy?
El actor, que no entendía ni una palabra de español, sacudió negativamente la cabeza y dirigió una mirada suplicante hacia los bastidores. El telón fue bajado en medio de algún revuelo.
Aquél era, desde luego, el tercer visitante.
José Sebastián López, que así es como dijo llamarse, era mejicano y se encontraba pasando unas vacaciones en España. Su historia, registrada con la pulcra letra de lord Dorrington, no es la menos interesante de las apuntadas en el memorial sobre los hombres alcanzados por el cometa:
Soy [dice este documento] natural de Méjico, aunque por el momento no puedo decirle de qué parte de Méjico, pues parece que he perdido la memoria. Llegué a Madrid la noche del día dieciséis, y me alojé en el Hotel de París, en la Puerta del Sol.
El día diecisiete, creo, aunque no puedo afirmarlo con certeza, me entrevisté con un hombre para tratar algún negocio. Quién era, o cuál era la naturaleza de su negocio, lo he olvidado, pero probablemente cuando mi cabeza esté menos nublada recordaré el asunto. El día siguiente lo dediqué a pasear por Madrid. Tengo la vaga impresión de que fui al museo del Prado, y que pasé allí algún tiempo admirando a los viejos maestros españoles. Sé que por la tarde me vestí para cenar, y, como la temperatura era benigna, salí sin mi abrigo, dirigiéndome al Casino. Abandoné el mismo siendo ya bastante tarde. Debía de ser por la madrugada, pero ya se veían numerosos viandantes y estaban abiertas la mayoría de las cafeterías. Subí a mi habitación y me senté ¡unto a la ventana abierta, fumando un cigarro. Fue entonces cuando, por encima de los edificios, hacia la parte occidental de la Puerta del Sol, advertí una extraña luz blanca en el cielo semejante a una columna de fuego que crecía visiblemente en grosor según la miraba. Se hizo más y más voluminosa, y yo me pellizqué, pensando que debía de estar soñando. Me quedé paralizado, con la boca abierta, y la luz fue aumentando su radiación hasta llegar a envolverme. No experimenté calor alguno, sólo una extraña sensación de ingravidez, como si me fuera posible saltar a la calle a través de la ventana sin hacerme daño alguno... y eso es cuanto recuerdo. Cuando me desperté me encontré en un edificio extraño. Había sobre mi cabeza una claraboya abierta, a través de la cual yo debía de haber caído. Supe que me encontraba en un teatro, pues el telón estaba levantado, y los asientos estaban todos revestidos de holanda, pero nada de esto encendió mi curiosidad. Todo lo que yo quería era dormir; dormir, dormir... Salvé trepando el foso de la orquesta y comencé a errar por el escenario en busca de algún lugar donde tumbarme, pues me encontraba como borracho de sueño.
Lord Dorrington se negó firmemente a recibir periodistas, aunque algunos de los más competentes viajaron hasta High Dorrington para averiguar sus opiniones.
-Lo único que puedo decir es esto -dijo su señoría a una selecta delegación, cuya insistencia les había asegurado una breve entrevista-. Tengo, como ustedes saben, a los tres hombres aquí en el Castillo Dorrington. Con la ayuda de unos intérpretes estamos recopilando y comparando cuanto dicen acerca de su migración. Puedo adelantarles que sus relatos concuerdan en todos los respectos, y que la relación completa de mis investigaciones será publicada muy en breve. El cow-boy parece ser, de los tres, quien posee un recuerdo más vívido de lo sucedido, y estoy seguro de que, por fin, contamos con una manifestación de un misterio oculto que convencerá a los más escépticos.
Dicho esto, su señoría acompañó a los periodistas hasta la puerta de la sala, para volver a sus raras investigaciones.
No disponemos, desafortunadamente, de los pormenores de esa indagación, aunque fuentes autorizadas aseguran que llenó montones de folios. Podemos suponer que un cow-boy irritado, un chino incoherente pero impertérrito y un caballero mejicano de lo más locuaz permanecieron sufridamente sentados mientras lord Dorrington, con la fría persistencia del entusiasta, les extraía los particulares de sus diversas sensaciones.
Fue la noche de la visita de los periodistas cuando se registró la cuarta y más inexplicable de las correrías del cometa. Los tres hombres, después de un largo interrogatorio, se habían retirado a sus dormitorios individuales, y lord Dorrington permanecía solo en su estudio, revisando las notas que había hecho.
Absorto en su labor, perdió cuidado del tiempo, y el tiempo, totalmente libre de la tutela de lord Dorrington, avanzó despiadadamente.
Habiendo alzado la vista en un patético esfuerzo por encontrar un sinónimo de «extraordinario» y de «destacable», su señoría observó, estupefacto, que las manecillas del reloj indicaban las dos y media.
Recogió sus papeles, los guardó bajo llave en su escritorio, encendió su vela de retirarse a dormir, y apagó la luz de su estudio. Luego avanzó por el corredor hacia la gran escalera que conducía a sus aposentos.
De pronto, cuando se encontraba a mitad del ancho corredor, refulgió una blanca y cegadora llamarada que se echó sobre él. Al tiempo que retrocedía tambaleándose, algo le golpeó en la cabeza, y cayó al suelo como un leño.
Dicen algunos que quedó inconsciente, pero otros aseguran que fue un miedo cerval lo que mantuvo a su señoría tendido en el suelo del corredor hasta que un criado madrugador lo descubrió y le ayudó a regresar al estudio.
Su primera reacción -y aquí reveló su espíritu de auténtico científico- fue mandar buscar a los tres hombres para comparar las sensaciones de él con las de ellos.
No hubo respuesta a las llamadas de los criados de lord Dorrington. Un examen de las habitaciones condujo al descubrimiento de que los hombres habían desaparecido. Sus camas estaban sin deshacer; no había señales de su presencia.
Lord Dorrington permaneció un rato ante la puerta del cuarto del cow-boy, con una compresa de agua extendida por la cabeza, sumido en profundos pensamientos. El tremendo carácter del nuevo fenómeno le impresionaba incluso a él.
Volvió a su estudio, y envió treinta y seis telegramas a treinta y seis diferentes periódicos, pero el mensaje era el mismo en todos los casos:
Tres visitantes astrales transmigrados. Yo mismo he experimentado el poder del cometa. Envíen reportero.-DORRINGTON.
Mucho antes de que a los periodistas les fuera posible responder a la invitación, un individuo alto, pulcramente afeitado, de cejas espesas, subió con paso alado hasta el portalón del alcázar de Dorrington y exigió imperiosamente ver a su señoría.
Hablaba con fuerte acento americano, y cuando fue conducido a presencia de lord Dorrington, asintió secamente con la cabeza.
-Ha venido usted -comenzó su señoría- para preguntar por los hombres...
-Uno era chino -interrumpió el recién llegado bruscamente-, otro español y el tercero de mi país. ¿Estoy en lo cierto?
-Así es -afirmó lord Dorrington gravemente-, pero un fenómeno que...
-Nada de fenómenos -dijo el brusco desconocido-. Son Los Tres de Denver; los demonios más listos que jamás hayan atracado un banco. ¿Dónde están?
-Han desaparecido -contestó su señoría, traspasando al otro con la mirada.
-¡Desaparecidos! -rugió el visitante-. ¡Infierno humeante! ¡Desaparecidos! Escuche -prosiguió rápidamente-, soy Torken, de la Pinkerton . Tengo una orden de detención extendida contra los tres; son ladrones de bancos. Llevamos un año detrás de ellos. Son la gente que suplantó a la delegación china el pasado otoño, largándose con las joyas del embajador británico.
-¿Joyas? -repitió su señoría desmayadamente.
-Joyas -afirmó el vigoroso americano.
Lord Dorrington, soportado por el brazo del detective, se dirigió a la cámara acorazada más sólida de Inglaterra.
Exteriormente parecía que nada anormal había ocurrido. Pero cuando su señoría hubo insertado la llave encontró innecesaria la operación, pues la cerradura estaba abierta y el cinturón Dorrington había desaparecido.

FIN

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gentileza (changuito):