Texto publicado por Urria Gorria

Nota: esta publicación fue revisada por su autor hace 2 años.

Mumu #cuento de Ivan Turgueniev ( #Rusia 1818 - 1883)

Tiempo aproximado de lectura: 47 minutos.

Mumú
[Cuento - Texto completo.]
Iván Turguéniev

En una de las calles periféricas de Moscú había en otro tiempo una casa gris con columnas blancas, entresuelo y balcón algo torcido, en la que vivía una viuda atendida por numerosa servidumbre. Sus hijos habían entrado en la administración de Petersburgo y sus hijas se habían casado; la señora apenas salía de casa y pasaba en completa soledad los últimos años de su triste y sombría vejez. Sus días de luz, más bien grises y desapacibles, habían pasado hacía tiempo; pero la tarde de su vida era más negra que la noche.
De sus numerosos domésticos el más notable era el portero Guerásim, hombre de talla gigantesca, complexión hercúlea y sordomudo de nacimiento. La señora lo había sacado de la aldea, donde vivía solo en una pequeña isba separado de sus vecinos, y donde estaba considerado el más laborioso de sus tributarios. Dotado de una fuerza excepcional, trabajaba por cuatro y despachaba con soltura las faenas; daba gusto verlo cuando araba un campo; con las enormes palmas apoyadas en el arado, se diría que él solo, sin la ayuda de su caballejo, abría el blando seno de la tierra; cuando, en torno al día de san Pedro, manejaba vigorosamente la guadaña, parecía que iba a segar a ras de tierra un bosquecillo de jóvenes abedules; y cuando, armado de un enorme mayal, trillaba el cereal sin tregua ni desmayo, los músculos oblongos y duros de sus hombros se levantaban y bajaban como una palanca. Su inquebrantable mutismo confería a su infatigable labor un aire de solemne gravedad. Era un mujik¹ excelente, y de no haber sido por su desgracia, cualquier muchacha lo habría aceptado de buen grado por marido… Pero un buen día lo llevaron a Moscú, le compraron unas botas, le confeccionaron un caftán para el verano y un abrigo de piel de cordero para el invierno, le pusieron en la mano una escoba y una pala, y lo nombraron portero.
En un principio no le gustó nada su nueva vida. Desde la infancia estaba acostumbrado a las labores del campo y a la aldea. Apartado por su desdicha del trato con los hombres, el mudo creció robusto como un árbol en tierra fértil… Trasplantado a la ciudad, se sentía desorientado, acosado por la perplejidad y la nostalgia, como un toro joven y fuerte al que de pronto sacan del pastizal donde la jugosa hierba le llega hasta el vientre, lo meten en un vagón de ferrocarril y lo llevan Dios sabe dónde en medio de un estrépito ensordecedor, nubes de humo, chispas y oleadas de vapor. En comparación con las duras faenas del campo, las obligaciones del nuevo cargo le parecían un juego; en media hora lo tenía todo hecho. Entonces se quedaba plantado en medio del patio, mirando con la boca abierta a los transeúntes, como si esperara que le aclarasen el enigma de su situación; o de pronto se retiraba a algún rincón y, arrojando la pala y la escoba, se tumbaba en el suelo boca abajo y pasaba horas enteras inmóvil, como una bestia en una trampa.
No obstante, el hombre se acostumbra a todo y Guerásim acabó habituándose a la vida en la ciudad. Sus escasas tareas se reducían a mantener limpio el patio, transportar dos veces al día un barril de agua, cortar y llevar leña a la cocina y a la casa, impedir el paso a las personas extrañas y vigilar por la noche. Hay que reconocer que cumplía a conciencia su cometido: en el patio no se veían astillas ni barreduras; si en la época del deshielo el extenuado caballejo confiado a sus cuidados se atascaba con el barril del agua en algún atolladero, Guerásim empujaba con el hombro y sacaba del barrizal no solo el carro, sino también el rocín; si se ponía a cortar leña, el hacha vibraba como un cristal y por todas partes saltaban virutas y tueros; y, en cuanto a las personas extrañas, desde que una noche sorprendió a dos ladrones y golpeó la frente del uno contra la del otro, haciendo casi innecesario llevarlos a la policía, se ganó el respeto de todo el barrio; hasta de día, ya no solo los rateros, sino cualquier persona desconocida que acertara a pasar por allí, al ver al terrible portero, se alejaba gesticulando y vociferando, como si Guerásim pudiera oír sus gritos.
Con el resto de la servidumbre mantenía buenas relaciones, aunque no podían calificarse de amistosas, pues le tenían miedo. Guerásim los consideraba de los suyos. Comprendía los gestos que le dirigían y ejecutaba a la perfección las órdenes que le transmitían, pero también conocía sus derechos, y nadie habría osado ocupar su lugar a la mesa. En general, Guerásim era un hombre grave y circunspecto, al que le gustaba que todo estuviera en orden; ni los gallos se atrevían a pelearse en su presencia, ¡ay de ellos si se les ocurría! Los agarraba al punto por las patas, les daba unas diez vueltas en el aire y los lanzaba cada uno en una dirección. Por el patio de la señora también deambulaban algunos gansos, pero, como es bien sabido, los gansos son aves serias y juiciosas; Guerásim los respetaba, los cuidaba y les daba de comer. Él mismo tenía aspecto de ganso respetable.
Le habían asignado un cuartucho que había encima de la cocina, que él arregló a su gusto: con planchas de roble construyó un lecho levantado sobre cuatro vigas, una verdadera cama de paladín, que no se habría doblado ni bajo un peso de cien puds; bajo la cama colocó un cofre enorme; en un rincón dispuso una mesa no menos maciza, flanqueada de una silla baja de tres patas, tan pesada que a veces el propio Guerásim la levantaba, la dejaba caer y sonreía. Cerraba el cuartucho con un candado negro cuya forma recordaba una rosca de pan; Guerásim llevaba siempre la llave en el cinto, pues no le gustaba que nadie entrara en su habitación.
Así transcurrió un año, a cuyo término se produjo un pequeño acontecimiento en la vida de Guerásim.
La vieja señora de la casa seguía en todo las antiguas costumbres y mantenía una numerosa servidumbre, compuesta no solo de lavanderas, costureras, carpinteros, sastres y modistas, sino incluso de un talabartero que también desempeñaba las funciones de veterinario, se ocupaba de los criados enfermos y hacía las veces de médico de cabecera de la señora, y, por último, de un zapatero llamado Kapitón Klímov, un borracho empedernido. Klímov se consideraba un hombre instruido y de buenos modales, desaprovechado y no estimado en toda su valía, condenado a vivir desocupado en un rincón de Moscú; si bebía, declaraba él mismo sopesando cada palabra y golpeándose el pecho con la mano, lo hacía para ahogar las penas. Un día en que la señora hablaba con su mayordomo Gavrila, hombre que, a juzgar por sus ojillos amarillentos y su nariz de pato, estaba predestinado a mandar, aquella se aquejó de las malas costumbres de Kapitón, al que la víspera habían encontrado en plena calle en un estado lamentable.
–¿Qué te parece si lo casáramos, Gavrila? –dijo de pronto–. Tal vez sentaría la cabeza.
–¡Por qué no! Claro que podemos –respondió Gavrila–, y le vendría muy bien.
–Sí, pero ¿quién querrá casarse con él?
–Claro… En cualquier caso, se hará como quiera la señora. Después de todo, él nos es muy útil. No podemos abandonarlo.
–Creo que Tatiana le gusta.
Gavrila estuvo a punto de poner una objeción, pero se mordió la lengua.
–¡Sí…! Que se case con Tatiana –decidió la señora, aspirando con placer un poco de rapé–, ¿lo oyes?
–A sus órdenes –respondió Gavrila y se retiró.
De vuelta en su habitación (situada en un pabellón y ocupada casi en su totalidad por cofres con remaches de hierro), lo primero que hizo Gavrila fue echar a su mujer, luego se sentó junto a la ventana y se quedó meditabundo. Por lo visto, la decisión inesperada de la señora lo había sorprendido. Finalmente se puso en pie y mandó llamar a Kapitón, que se presentó al poco rato… Pero antes de dar cuenta a los lectores de su conversación, no estará de más relatar en pocas palabras quién era esa Tatiana con la que debía casarse Kapitón y por qué la orden de la señora había desconcertado al mayordomo.
Tatiana era una de las lavanderas de las que hemos hablado más arriba (aunque por su habilidad y conocimientos en la materia solo se le confiaba la ropa blanca), contaba unos veintiocho años y era una mujer menuda, delgada, rubia, con lunares en la mejilla izquierda, señal de una vida desdichada según las creencias de los rusos… En realidad, no podía jactarse de su buena fortuna. Desde la primera juventud solo había recibido malos tratos; trabajaba por dos, sin recibir nunca la menor caricia; le daban ropa gastada y recibía una paga insignificante; tenía algunos tíos, aunque era como no tener a nadie: uno de ellos, viejo intendente, había sido enviado de vuelta al campo por su incapacidad; los otros eran campesinos: eso era todo. En otro tiempo había pasado por una muchacha bella, pero esa belleza no había tardado en marchitarse. Su comportamiento era de lo más sumiso o, mejor dicho, asustadizo; en lo concerniente a su propia persona mostraba una indiferencia absoluta, y por los otros sentía un miedo cerval; su única preocupación era terminar el trabajo a tiempo; nunca hablaba con nadie y la simple mención de la señora bastaba para hacerla temblar, aunque esta apenas se había fijado en ella.
Cuando trajeron a Guerásim de la aldea, por poco se desmayó de espanto al ver su enorme figura; trataba por todos los medios de no encontrarse con él y si por ventura tenía que pasar a su lado cuando se dirigía con premura al lavadero, entrecerraba los ojos. En un principio Guerásim no le prestó atención especial; luego empezó a sonreír cuando la veía, más tarde se acostumbró a seguirla con la mirada y acabó por no quitarle los ojos de encima. Se había enamorado de ella. ¡Solo Dios sabe si fue por la dulzura de su expresión o por la timidez de sus ademanes! En una ocasión en que la muchacha atravesaba el patio llevando cuidadosamente en la punta de los dedos una camisola almidonada de la señora, sintió que alguien le tiraba fuertemente del codo; se dio la vuelta y lanzó un grito: a su lado estaba Guerásim. Con una sonrisa estúpida y un mugido afectuoso, le ofrecía un gallo de pan de jengibre con adornos de oropel en la cola y en las alas. Tatiana hizo intención de rechazarlo, pero él se lo puso a la fuerza en la mano, sacudió la cabeza y se alejó, volviéndose para dirigirle otro mugido amistoso.
Desde ese día no la dejó tranquila: en cualquier lugar al que fuese aparecía él, le sonreía, mugía, movía las manos, sacaba de pronto una cinta y se la tendía, o bien barría el lugar por el que ella se aprestaba a pasar. La pobre muchacha no sabía cómo comportarse ni qué hacer. Pronto toda la casa se enteró de las ocurrencias del portero mudo; sobre Tatiana llovieron burlas, sarcasmos y comentarios hirientes. No obstante, nadie se atrevía a mofarse de Guerásim, pues no le gustaban las bromas; cuando él estaba presente, también a ella la dejaban en paz. Le gustara o no, la muchacha se encontraba bajo su protección. Como todos los sordomudos, Guerásim era muy perspicaz y se daba perfecta cuenta cuando se reían de uno de los dos. Un día, durante la comida, la encargada de la ropa blanca, superiora de Tatiana, se ensañó con ella de tal modo que la pobre no sabía adónde dirigir los ojos y, toda confundida, parecía a punto de echarse a llorar. De pronto Guerásim se levantó, extendió su enorme manaza, la puso sobre la cabeza de la encargada y la miró a la cara con tan intensa furia que esta pegó la nariz a la mesa. Todos se callaron. Guerásim volvió a coger la cuchara y siguió comiendo su sopa de col. “Este maldito mudo es un demonio”, murmuraron en voz baja los presentes, mientras la encargada se ponía de pie y se dirigía a las dependencias de las sirvientas.
En otra ocasión, al advertir que Kapitón, el mismo Kapitón del que acabamos de ocuparnos, prodigaba galanterías a Tatiana, Guerásim lo llamó con el dedo, lo condujo a la cochera y, cogiendo por un extremo una lanza de carro que había en un rincón, lo amenazó con pocos pero elocuentes gestos. Desde entonces nadie se atrevió a molestarla. Y no le costó nada a Guerásim. Es cierto que la encargada de la ropa blanca se desmayó nada más llegar a las dependencias de las criadas y se condujo con tanta astucia que ese mismo día llegó a conocimiento de la señora el grosero proceder de Guerásim; pero la extravagante anciana se limitó a reír y, para gran despecho de la mujer, la obligó a relatarle varias veces cómo el portero la había forzado a doblar la cabeza con su ruda mano; al día siguiente envió a Guerásim un rublo de gratificación. Apreciaba la fidelidad y fortaleza de su guardián. Guerásim le tenía mucho miedo, pero de todos modos confiaba en su benevolencia y se disponía a solicitarle permiso para casarse con Tatiana. Solo esperaba disponer del nuevo caftán que el mayordomo le había prometido para presentarse ante la señora decorosamente vestido. Y, justo en ese momento, a la señora se le ocurría casar a Tatiana con Kapitón.
El lector comprenderá ahora la inquietud del mayordomo cuando oyó aquella proposición. “Es evidente que la señora aprecia a Guerásim”, pensaba, sentado junto a la ventana (Gavrila lo sabía perfectamente, por eso él mismo lo trataba con deferencia), “pero de todos modos es mudo; no es necesario informar a la señora de que Guerásim corteja a Tatiana. A fin de cuentas, para ser justos, ¿qué clase de marido sería? Por otro lado, en cuanto llegue a oídos de ese ogro, que Dios me perdone, que Tatiana se casa con Kapitón, es capaz de destrozar toda la casa. Con él no hay modo de entenderse. A ver quién hace entrar en razón a ese demonio, el Señor me perdone… ¡Así es…!”
La aparición de Kapitón interrumpió el hilo de sus reflexiones. El atolondrado zapatero entró en la habitación, se llevó las manos a la espalda y, apoyándose con desenfado en un saliente de la pared que había junto a la puerta, cruzó la pierna derecha sobre la izquierda y sacudió la cabeza como diciendo: “¡Aquí estoy! ¿Qué se le ofrece?”.
Gavrila lo miró, al tiempo que tamborileaba en el marco de la ventana. Kapitón apenas entrecerró un poco los ojos empañados, pero no los bajó; hasta esbozó una leve sonrisa y se pasó la mano por los cabellos blanquecinos, que se encresparon en todas direcciones. Parecía pensar: “Sí, soy yo. ¿Qué estás mirando?”.
–Buen pájaro estás hecho –dijo el mayordomo y de nuevo guardó silencio–. ¡Buen pájaro, no cabe duda!
Por toda respuesta Kapitón se encogió de hombros. “¿Acaso eres tú mejor?”, se dijo.
–Mírate, mírate te digo –continuó Gavrila en tono de reproche–. ¡Vaya pinta tienes!
Kapitón dirigió una tranquila mirada a su chaqueta deslustrada y raída, a sus pantalones remendados; examinó con atención sus botas agujereadas, en especial la derecha, cuya punta apoyaba como un petimetre, y de nuevo clavó los ojos en el mayordomo.
–¿Qué tiene de malo?
–¿Qué tiene de malo? –repitió Gavrila–. ¿Y me lo preguntas? Pareces un demonio, el Señor me perdone; eso es lo que pareces.
Kapitón empezó a hacer guiños sin parar. “Regáñeme cuanto quiera, Gavrila Andréich”, pensó de nuevo para sus adentros.
–Has vuelto a emborracharte –siguió Gavrila–. ¡Otra vez! ¿Eh? Responde.
–Como tengo tan mala salud, me veo obligado a recurrir a las bebidas alcohólicas –exclamó Kapitón.
–¡Mala salud…! No te han dado suficientes palos, eso es lo que te pasa; te enviaron a San Petersburgo de aprendiz… Ya veo que has aprendido mucho. No te ganas ni el pan que comes.
–A ese respecto, el único juez que reconozco, Gavrila Andréich, es Dios nuestro Señor. Solo Él sabe la clase de hombre que soy y si merezco o no el pan que como. Y en cuanto a la borrachera, debo decirle que el culpable no soy yo, sino un compañero que me tentó, me engatusó y luego se marchó, mientras yo…
–¡Mientras tú te quedabas tirado en medio de la calle! ¡Ah, solo sabes empinar el codo! Pero no se trata de eso ahora –continuó el mayordomo–, sino de lo siguiente: la señora… la señora… –prosiguió después de una pausa– quiere que te cases. ¿Lo oyes? Piensa que una vez casado sentarás la cabeza. ¿Lo entiendes?
–¡Claro que lo entiendo!
–Ya. Si de mi dependiera, te ibas a enterar de lo que es bueno. Pero eso es cosa de la señora. Entonces, ¿estás de acuerdo?
Kapitón sonrió.
–Al hombre le conviene casarse, Gavrila Andréich; por mi parte, lo haré con mucho gusto.
–Está bien –replicó Gavrila, al tiempo que pensaba: “No hay duda de que este hombre sabe expresarse”–. Pero no estoy seguro –prosiguió en voz alta– de que la novia que te han buscado te convenga.
–Perdone mi curiosidad, ¿de quién se trata…?
–De Tatiana.
–¿Tatiana?
Kapitón abrió los ojos como platos y se apartó de la pared.
–¿Por qué te has sobresaltado? ¿Acaso no te gusta?
–¡Cómo no va a gustarme, Gavrila Andréich! Es una buena muchacha, hacendosa y sumisa… Pero usted mismo sabe que ese ogro, ese monstruo de las estepas, está enamorado de ella…
–Lo sé, amigo, lo sé perfectamente –lo interrumpió con enfado el mayordomo–, pero…
–¡Hágase cargo, Gavrila Andréich! Me matará, como hay Dios que me matará, me aplastará como una mosca. Menudas manos tiene. ¿Se ha fijado usted en sus manos? Iguales que las de Minin y Pozharski.² ¡Como está sordo, no oye los golpes que propina! Maneja los puños como un hombre que los agitara en sueños. Y no hay modo de calmarlo. Como usted sabe muy bien, Gavrila Andréich, está sordo, y además es tonto absoluto. Es un animal, una bestia, Gavrila Andréich, o algo incluso peor… un zoquete. ¿Qué he hecho para merecer sus porrazos? Claro que no soy ni la sombra de lo que era: he aguantado muchas cosas, he pasado las de Caín y estoy más descascarillado que una vieja cacerola; no obstante, a pesar de todo, soy un ser humano, no una vil cacerola.
–Lo sé, lo sé, no hace falta que me des tantos detalles…
–¡Dios mío! –continuó el acalorado zapatero–, ¿cuándo acabarán mis infortunios? ¿Cuándo, Señor? ¡Soy un desdichado, un desdichado sin remisión! ¿Cuándo se ha visto una suerte como la mía? En mis años mozos me pegaba mi amo, un alemán; en la mejor época de mi vida me pegaba mi propio hermano, y, ahora, a la edad adulta, fíjese a lo que he llegado.
–¡Ah, cabeza hueca! –dijo Gavrila–. ¿Vas a dejar de quejarte de una vez?
–¡Y qué quiere que haga, Gavrila Andréich! No son los golpes lo que temo. Si me castigan entre cuatro paredes y me tratan con consideración en público, seguiré siendo una persona; pero que ese tipo se permita…
–Bueno, basta. Vete ya –lo interrumpió Gavrila con impaciencia. Kapitón dio media vuelta y se marchó cabizbajo–. Supongamos que no estuviera él por medio –le gritó el mayordomo–, ¿estarías de acuerdo?
–En ese caso, daría mi consentimiento –declaró Kapitón, alejándose.
Ni siquiera en los momentos más críticos el zapatero perdía su facundia.
El mayordomo dio varias vueltas por la habitación.
–Ahora tenemos que llamar a Tatiana –decidió por fin. Al cabo de unos instantes Tatiana entró en la habitación sin apenas hacer ruido y se detuvo en el umbral.
–¿Qué desea, Gavrila Andréich? –preguntó en voz baja. El mayordomo la miró fijamente.
–Oye, Tatiana –exclamó–, ¿quieres casarte? La señora te ha buscado un novio.
–Como usted diga, Gavrila Andréich. ¿Y de quién se trata? –añadió con indecisión.
–De Kapitón, el zapatero.
–Como ordenen.
–No cabe duda de que es un hombre un tanto irresponsable. Pero la señora tiene confianza en ti.
–A sus órdenes.
–El único problema es que ese sordo, Guerásim, anda detrás de ti. ¿Cómo has conseguido hechizar a semejante oso? Esa bestia es capaz de matarte…
–Me matará, Gavrila Andréich, sin duda que me matará.
–Bueno… ya lo veremos. Hay que ver con qué seguridad lo dices: “Me matará”. ¿Es que tiene derecho a matarte? Juzga tú misma.
–No sé si lo tiene o no, Gavrila Andréich.
–¡Qué mujer! Que yo sepa, no le has prometido nada…
–¿Qué quiere decir?
El mayordomo guardó silencio y pensó: “¡Qué criatura tan inocente!”.
–Bueno, está bien –añadió–, ya volveremos a hablar del asunto; ahora, márchate, Tatiana; ya veo que eres muy obediente.
Tatiana se dio la vuelta, se apoyó levemente en el marco de la puerta y salió.
“Es posible que mañana la señora se haya olvidado de la boda”, pensó el mayordomo. “Además, ¿por qué preocuparse? Meteremos en cintura a ese bribón. Informaremos del asunto a la policía…”
–¡Ustina Fiódorovna! –gritó con rudeza a su mujer–. A ver si traes de una vez el samovar, querida…
Tatiana apenas salió del lavadero ese día. Primero se echó a llorar, luego se enjugó las lágrimas y retomó su labor. En cuanto a Kapitón, estuvo hasta la noche en la taberna con un amigo de aspecto sombrío, contándole con todo lujo de detalles que en San Petersburgo había servido a un señor muy distinguido, observador de las buenas costumbres, pero que tenía un pequeño defecto: empinaba mucho el codo y perseguía a las mujeres de toda suerte y condición… El compañero de aire sombrío se contentaba con introducir algún monosílabo; pero, cuando Kapitón le anunció finalmente que, como consecuencia de un desdichado incidente, al día siguiente tendría que suicidarse, el compañero señaló que era hora de irse a dormir. Y los dos amigos se separaron en silencio y con sequedad.
Sin embargo, la esperanza del mayordomo no se cumplió. La señora se había encariñado tanto de su proyecto de matrimonio que se pasó toda la noche hablando de él con una de sus damas de compañía, encargada exclusivamente de entretenerla en caso de insomnio y que, en consecuencia, se veía obligada a dormir de día, como el cochero nocturno. Después del té, cuando Gavrila compareció ante ella para pasar revista a diferentes cuestiones, su primera pregunta fue cómo iba el asunto de la boda. Como es natural, el mayordomo respondió que todo marchaba a las mil maravillas y que ese mismo día Kapitón iría a presentarle sus respetos. La señora se sentía algo indispuesta, así que no se ocupó mucho tiempo de los asuntos de la casa. El mayordomo regresó a su habitación y convocó un consejo. El asunto, ni que decir tiene, exigía un examen detallado. Tatiana, por supuesto, no puso la menor objeción; pero Kapitón declaró ante toda la concurrencia que solo tenía una cabeza, no dos ni tres… Guerásim paseó por sus compañeros una mirada rápida y severa, sin apartarse de los escalones de las dependencias de las criadas, como si adivinara que se estaba tramando algo contra él.
Los reunidos (entre los que se encontraba un viejo camarero, apodado el tío Cola, a quien todos acudían con respeto en busca de consejo, a pesar de que solo decía: “así es; sin duda; sí, sí”) resolvieron ante todo, por la propia seguridad de Kapitón, encerrarlo en el cuarto de la máquina potabilizadora. Luego tuvo lugar una larga deliberación. Evidentemente, lo más fácil era recurrir a la fuerza; pero armarían jaleo, la señora se molestaría y Dios sabe lo que podía pasar. ¡Una desgracia! ¿Qué hacer? Después de mucho pensar, tomaron una decisión. Habían observado en repetidas ocasiones que Guerásim no soportaba a los borrachos… Cuando estaba en el portal, volvía la cabeza con disgusto cada vez que un hombre achispado pasaba junto a él con paso vacilante y la visera de la gorra sobre la oreja. Decidieron instruir a Tatiana para que se fingiera borracha y pasara junto a Guerásim tambaleándose y trompicándose. La pobre muchacha tardó mucho tiempo en dar su consentimiento, pero al final la convencieron; además, ella misma se daba cuenta de que no había otro modo de librarse de su adorador. Tatiana salió. Sacaron a Kapitón de su cuartucho: no en vano, el asunto también le concernía. Guerásim estaba sentado en un mogote junto a la cancela y hurgaba en la tierra con una pala… Los criados lo contemplaban desde todos los rincones y desde todas las ventanas, levantando ligeramente las cortinas…
La argucia salió a pedir de boca. En cuanto Guerásim vio a Tatiana, su primera reacción, como siempre, fue sacudir la cabeza y emitir un amistoso mugido; luego la contempló de cerca, soltó la pala, dio un respingo, se aproximó a ella, acercó su cara a la de la joven… Llena de terror, Tatiana se tambaleó aún más y cerró los ojos… Él la cogió del brazo, la arrastró por todo el patio y, entrando con ella en la habitación donde se había reunido el consejo, la lanzó directamente sobre Kapitón. Tatiana estaba más muerta que viva… Guerásim se quedó mirándola, hizo un gesto de desprecio con la mano, esbozó una amarga sonrisa y se encaminó con ruidosos pasos a su cuartucho, de donde no salió en veinticuatro horas. El postillón Antipka contó más tarde que había visto a través de una rendija de la puerta cómo Guerásim, sentado en la cama y con la mano apoyada en la mejilla, cantaba, es decir, gemía suave y acompasadamente, se balanceaba, cerraba los ojos y sacudía la cabeza, como los cocheros o los sirgadores cuando entonan sus melancólicos cantos. Antipka sintió miedo y se apartó de la rendija. Al día siguiente, cuando Guerásim salió de su cuartucho, no se advertía en él ningún cambio especial. Solo parecía algo más sombrío que de costumbre, y no prestó la menor atención ni a Tatiana ni a Kapitón. Esa misma tarde ambos fueron a ver a la señora con un ganso debajo del brazo y al cabo de una semana se casaron. El día de la boda Guerásim no modificó lo más mínimo su conducta; tan solo volvió del río sin agua, pues por el camino se le había roto el barril; y por la noche, en la cuadra, se puso a limpiar y restregar con tanto celo a su caballo que este se estremecía como una brizna en el viento y doblaba las patas bajo sus puños de hierro.
Todo eso sucedió en primavera. Pasó un año. En ese tiempo Kapitón se entregó de lleno a la bebida. Finalmente, considerándolo un hombre inútil para cualquier actividad, lo montaron en un carro y lo enviaron en compañía de su mujer a una aldea lejana. El día de la partida al principio se hacía el fanfarrón y afirmaba que en cualquier lugar al que lo mandaran, aunque fuera a esa región quimérica donde las mujeres, después de hacer la colada, cuelgan su pala en el mismo cielo, se abriría camino; pero luego perdió el ánimo, empezó a lamentarse de que lo obligaran a vivir entre personas incultas y al final cayó en tal estado de postración que ni siquiera le alcanzaron las fuerzas para ponerse la gorra; un alma caritativa se la encasquetó en la frente, colocó la visera en su lugar y le dio una palmada. Cuando todo estaba dispuesto para la marcha y los mujiks, con las riendas en la mano, solo esperaban que los presentes se encomendaran a Dios, Guerásim salió de su cuartucho, se acercó a Tatiana y le regaló como recuerdo un pañuelo rojo de algodón que había comprado para ella un año antes. Tatiana, que hasta ese momento había soportado con enorme resignación todos los contratiempos de su vida, en esta ocasión no pudo contenerse, estalló en un mar de lágrimas y, sentada en el carro, besó tres veces a Guerásim, como hacen los cristianos. Este quería acompañarla hasta la salida de la ciudad y se puso a caminar a un lado del carro, pero al llegar a Krimski Brod se detuvo de pronto, sacudió la mano con desaliento y siguió andando a lo largo del río.
Caía la tarde. Caminaba lentamente, contemplando el agua. De pronto le pareció que una criatura viva se debatía en el fango, junto a la ribera. Se agachó y vio un cachorro blanco con manchas negras que, a pesar de todos sus esfuerzos, no podía ganar la orilla; se agitaba, se escurría y su cuerpo menudo y mojado se veía sacudido por temblores. Guerásim se quedó mirando al desdichado perrito, lo cogió con una mano, se lo metió en el pecho y regresó a grandes zancadas a la casa. Nada más entrar en su cuartucho, depositó el perro en la cama y lo cubrió con su pesado abrigo; luego fue corriendo a la cuadra a por un haz de paja y a continuación trajo de la cocina una taza de leche. Al regresar, retiró con cuidado el abrigo, extendió la paja y puso la leche en la cama. El desdichado perrito no tenía más de tres semanas y hacía poco que había abierto los ojos, uno de los cuales hasta parecía algo mayor que el otro; no sabía beber de la taza y no paraba de temblar y de hacer guiños. Con mucho cuidado, Guerásim le cogió la cabeza con dos dedos y le metió el hocico en la leche. De pronto, el perrito empezó a beber con avidez, resoplando, temblando, atragantándose. Guerásim no apartaba de él la mirada y de repente se echó a reír… Se ocupó de él toda la noche; lo acostó y lo secó; por último, acabó quedándose dormido a su lado, con un sueño apacible y sereno.
Pocas madres cuidan con tanta diligencia de su pequeño como Guerásim de su protegida. (El perro resultó ser una perrita.) Al principio pareció muy débil, delgaducha y fea, pero poco a poco fue recuperándose y restableciéndose, y al cabo de unos ocho meses, gracias a los cuidados incesantes de su salvador, se convirtió en una bella perrita de raza española, de largas orejas, rabo peludo en forma de tubo y grandes ojos expresivos. Le cogió mucho cariño a Guerásim, del que no se separaba ni un paso: lo seguía a todas partes, moviendo la cola. Sabiendo, como todos los mudos, que sus mugidos atraían la atención de los demás, Guerásim le dio el nombre de Mumú. Todos en la casa le tomaron afecto y la llamaron también Mumú. Era muy inteligente y cariñosa con cualquiera, pero solo sentía verdadero afecto por Guerásim, que a su vez la quería con locura; no obstante, ya fuera por temor o por celos, no podía soportar que otros la acariciasen.
Mumú lo despertaba todas las mañanas; tirándole del faldón del abrigo, le llevaba por la brida el viejo caballo, con el que vivía en buena armonía, le acompañaba al río con aire de importancia, vigilaba su pala y su escoba, y no permitía que nadie entrara en su cuartucho. Guerásim había practicado una abertura en la puerta para que la perrita pudiera pasar, y se diría que esta solo en ese lugar se sentía en su propio hogar; por eso, en cuanto traspasaba el umbral, saltaba alegremente a la cama. No dormía en toda la noche, pero no ladraba sin motivo, como esos perros estúpidos que, sentados sobre las patas traseras, el hocico levantado y los ojos entornados, le ladran a las estrellas por simple aburrimiento, por lo común tres veces seguidas. ¡No! La aguda vocecilla de Mumú solo resonaba en los casos graves: cuando un extraño se acercaba mucho a la valla o en algún lugar se oía un ruido o rumor sospechoso… En suma, era una guardiana perfecta. A decir verdad, además de ella había en el patio un viejo perro de color pajizo con manchas pardas, que respondía al nombre de Volchok, pero siempre estaba encadenado, incluso de noche, y su avanzada edad no le permitía exigir ninguna libertad; acurrucado en su cuchitril, rara vez emitía un ladrido ronco, apenas audible, que interrumpía enseguida, como si él mismo se diera cuenta de su completa inutilidad. Mumú no penetraba nunca en la casa señorial y cuando Guerásim llevaba leña a las habitaciones, siempre se quedaba rezagada y lo esperaba con impaciencia en las escaleras, aguzando las orejas y volviendo la cabeza a un lado y a otro en cuanto percibía el menor ruido detrás de la puerta.
Así transcurrió otro año. Guerásim seguía desempeñando las funciones de portero y se sentía muy satisfecho de su suerte, cuando de pronto se produjo un acontecimiento inesperado… Un hermoso día de verano la señora daba vueltas por el salón rodeada de sus damas de compañía. Estaba contenta, reía y bromeaba; las damas también reían y bromeaban, aunque no sentían una especial alegría: en la casa no eran muy apreciados esos periodos de buen humor; en primer lugar, porque en tales momentos la señora exigía de todo el mundo una jovialidad inmediata y total y se enfadaba si alguna cara no resplandecía de satisfacción; y en segundo, porque esos arrebatos duraban poco y por lo común dejaban paso a un humor sombrío y lúgubre. Ese día se había levantado de buen ánimo; al echar las cartas (siempre echaba las cartas por la mañana), le habían salido cuatro sotas, señal de que sus deseos iban a cumplirse; el té le pareció de un sabor exquisito, lo que le valió a la camarera unas palabras de elogio y una gratificación de diez cópecs. Con una dulce sonrisa en los arrugados labios la señora paseaba por el salón. En una de esas idas y venidas se acercó a la ventana, que daba a un jardincillo, en cuyo centro, bajo un rosal, Mumú roía con aplicación un hueso. La señora la vio.
–¡Dios mío! –exclamó de pronto–. ¿Qué perro es ese?
La pobre dama a la que se dirigió la señora se quedó desconcertada, presa de esa angustiosa inquietud del subalterno que no sabe cómo interpretar el pensamiento de su amo.
–No lo sé –murmuró–, me parece que es del mudo…
–¡Dios mío! –la interrumpió la señora–, ¡pero si es un perrito encantador! Que lo traigan aquí enseguida. ¿Hace mucho tiempo que lo tiene? ¿Cómo es posible que no lo haya visto hasta ahora? Que lo traigan.
La dama de compañía se dirigió al punto al vestíbulo.
–¡Stepán, Stepán! –gritó–. Vete enseguida a buscar a Mumú. Está en el jardincillo.
–¡Ah, se llama Mumú! –exclamó la señora–. Es un nombre muy bonito.
–¡Ya lo creo! –convino la dama de compañía–. ¡Date prisa, Stepán!
Stepán, un muchacho robusto que desempeñaba las funciones de lacayo, se dirigió a toda prisa al jardín y trató de coger a Mumú, pero la perrita se escurrió con facilidad entre sus dedos y, levantando el rabo, echó a todo correr en dirección a la cocina, donde en ese momento se encontraba Guerásim, limpiando y adecentando el barril, al que daba vueltas entre los brazos como si fuera un tambor de juguete. Stepán siguió a la perra y de nuevo trató de cogerla junto a los pies de su amo, pero el ágil animal no se dejaba agarrar por una mano extraña, saltaba y se escabullía. Guerásim contemplaba la escena divertido; finalmente, Stepán se levantó despechado y con gestos apresurados trató de explicarle que la señora exigía que le llevaran a la perra. Guerásim, algo sorprendido, llamó a Mumú, la levantó del suelo y se la entregó a Stepán, quien la llevó al salón y la depositó en el parqué. La señora se puso a llamarla con voz cariñosa, pero Mumú, que nunca había visto habitaciones tan espléndidas, se asustó mucho y quiso lanzarse sobre la puerta; no obstante, empujada por el servicial Stepán, se acurrucó temblando contra la pared.
–Mumú, Mumú, ven conmigo, ven con la señora –decía el ama–, acércate, tonta, no temas…
–Vamos, Mumú, acércate a la señora –repetían las damas de compañía–, acércate.
Pero Mumú miraba con desconfianza a su alrededor y no se movía de su sitio.
–Tráiganle algo de comer –dijo la señora–. ¡Qué tonta es! No quiere acercarse a la señora. ¿De qué tiene miedo?
–Todavía no está acostumbrada –comentó con voz tímida y melosa una de las damas de compañía.
Stepán trajo un platito de leche, lo puso delante de Mumú, pero esta ni siquiera lo olisqueó y siguió temblando y mirando a un lado y a otro como antes.
–¡Ah, qué boba eres! –exclamó la señora, acercándose a ella; se inclinó e hizo intención de acariciarla, pero Mumú volvió convulsivamente la cabeza y enseñó los dientes. La señora se apresuró a retirar la mano…
Hubo un momento de silencio. Mumú lanzó un débil gruñido, como si se lamentara y pidiera perdón… La señora se apartó y frunció el ceño. El brusco movimiento del animal la había asustado.
–¡Ah! –gritaron al unísono todas las damas de compañía–. ¿La ha mordido? ¡Dios no lo quiera! –Mumú no había mordido a nadie en su vida–. ¡Ay, ay!
–Llévensela de aquí –dijo con voz demudada la anciana–. ¡Maldita perra! ¡Qué mal genio tiene!
Y, volviéndose lentamente, se dirigió a su despacho. Las damas de compañía intercambiaron tímidas miradas y se aprestaron a seguirla, pero la señora se detuvo, las contempló con frialdad y exclamó:
–¿Qué hacen? No las he llamado –y desapareció.
En respuesta a los gestos imperiosos que le dedicaban las damas de compañía, Stepán cogió a Mumú, la sacó de allí a toda prisa y la depositó a los pies de Guerásim; al cabo de media hora reinaba ya en la casa un profundo silencio y la vieja señora estaba sentada en su sofá, con un aspecto más sombrío que una nube de tormenta.
¡Qué naderías bastan a veces para soliviantar el ánimo de una persona!
La señora estuvo de mal humor toda la jornada; no conversó con nadie, no jugó a las cartas y por la noche fue incapaz de conciliar el sueño. Se figuraba que el agua de colonia que le habían traído no era la misma que usaba habitualmente, que la almohada olía a jabón, y ordenó a la encargada de la ropa blanca que oliera todas las sábanas y las fundas; en una palabra, estaba muy agitada y acalorada. A la mañana siguiente mandó llamar a Gavrila una hora antes de lo acostumbrado.
–Dime, por favor –empezó en cuanto este, no sin cierta aprensión, franqueó el umbral de su despacho–, ¿qué perro se ha pasado ladrando toda la noche? ¡No me ha dejado dormir!
–¿Un perro? No sé… Como no sea la perra del mudo –exclamó con voz nada firme.
–Desconozco si es del mudo o de otro, solo sé que no me ha dejado pegar ojo. La verdad es que no comprendo qué hacen aquí tantos perros. Dime: ¿acaso no tenemos ya un perro guardián?
–Pues claro, el viejo Volchok.
–Entonces, ¿qué necesidad tenemos de otro perro? No hace más que alborotar. Decididamente en esta casa falta alguien que ponga orden. Eso es lo que pasa. ¿Y para qué quiere el mudo un perro? ¿Quién le ha dado permiso para tener un perro en mi patio? Ayer me acerqué a la ventana y vi a su perro echado en mi jardincillo, arrastrando y royendo no sé qué porquería, justo donde he plantado los rosales… –la señora guardó silencio –. Que hoy mismo desaparezca de aquí… ¿me oyes?
–Así se hará.
–Hoy mismo. Y ahora, retírate. Ya te llamaré más tarde para que me informes de todas las novedades.
Gavrila salió. Al atravesar el salón, el mayordomo, velando por el buen orden, trasladó la campanilla de una mesa a otra; en la sala, se sonó la nariz de pato tratando de no hacer ruido y salió al vestíbulo, donde Stepán dormía sobre un cofre, en esa posición en que suele representarse a los muertos en los cuadros de batallas, con los pies desnudos estirados convulsivamente debajo de la levita que hacía las veces de manta. El mayordomo lo despertó y le dio una orden en voz baja, a la que Stepán respondió con un sonido que tenía algo de bostezo y de carcajada. Mientras el mayordomo se alejaba, Stepán se incorporó, se puso el caftán y las botas, salió de la casa y se detuvo en las escaleras. No habían pasado ni cinco minutos cuando apareció Guerásim con un enorme haz de leña a la espalda, acompañado de su inseparable Mumú. (La señora había dado órdenes de que caldearan su dormitorio y su despacho incluso en verano.) Guerásim se puso de costado, empujó la puerta con el hombro y desapareció en el interior de la casa con su carga. Entretanto, Mumú, como de costumbre, se quedó fuera esperándolo. Entonces Stepán, aprovechando la ocasión propicia, se lanzó de improviso sobre la perra, como un halcón sobre un pollo, la inmovilizó apretándola con el pecho contra el suelo, la apretó en sus brazos y, sin ponerse siquiera la gorra, salió corriendo con ella, tomó el primer coche de alquiler que acertó a pasar por el lugar y se dirigió a toda prisa a Ojotni Riad, donde se apresuró a vender la perra por cincuenta cópecs, con la condición expresa de que la tuvieran atada al menos ocho días. Regresó sin pérdida de tiempo, pero antes de llegar, descendió del coche, bordeó la casa, se internó en el callejón trasero y se introdujo en el patio saltando la valla; temía encontrarse con Guerásim si entraba por el portón.
No obstante, su precaución era inútil: Guerásim ya no estaba allí. Al salir de los aposentos, había echado en falta a Mumú; no recordaba una sola vez en que no la hubiera encontrado en la entrada al regresar; se puso a correr de un lado para otro, buscándola por todas partes, llamándola a su manera… Se precipitó en su cuartucho, entró en el henil, salió a la calle… fue de aquí para allá… ¡Había desaparecido! Se dirigió a los criados, les preguntó por ella con signos en los que vibraba la desesperación, poniendo la mano a unos centímetros del suelo, dibujando su figura con los dedos… Unos desconocían dónde estaba Mumú y se limitaban a negar con la cabeza; otros sabían lo que había pasado con ella y por toda respuesta se reían; el mayordomo, por su parte, adoptó un aire muy serio y se puso a gritar a los cocheros. Entonces Guerásim salió corriendo del patio.
Ya oscurecía cuando regresó. Por su aspecto agotado, sus andares inciertos y su ropa polvorienta podía adivinarse que había recorrido medio Moscú. Se detuvo delante de las ventanas de la señora, dirigió una mirada a las escaleras en que se habían reunido seis o siete criados, se dio la vuelta y mugió una vez más: “¡Mumú!”. Pero esta no le respondió. Guerásim se alejó. Todos lo seguían con la vista, pero nadie sonrió ni pronunció palabra… A la mañana siguiente el curioso postillón Antipka contó en la cocina que el mudo se había pasado la noche entera gimiendo.
Guerásim no apareció en todo el día, para gran disgusto del cochero Potap, que tuvo que ir por agua en su lugar. La señora preguntó a Gavrila si había cumplido su mandato y este respondió afirmativamente. A la mañana siguiente Guerásim salió de su cuartucho y retomó su trabajo. Fue a comer con sus compañeros y después se retiró sin saludar a nadie. Su rostro, ya de por si inexpresivo, como el de todos los sordomudos, parecía totalmente petrificado. Después del almuerzo volvió a ausentarse del patio, pero al poco rato regresó y sin más preámbulos se dirigió al henil. Cayó la noche, serena, iluminada por la luz de la luna. Tumbado en el heno, Guerásim se revolvía inquieto y lanzaba profundos suspiros; de pronto sintió como si le tirasen del faldón del abrigo; se estremeció, pero no levantó la cabeza e incluso frunció el ceño; al poco rato volvió a percibir un tirón, más fuerte aún que el primero; pegó un salto y… reconoció a Mumú, que daba vueltas a su alrededor con un cabo de cuerda en el cuello. Un prolongado grito de alegría se escapó de su pecho mudo; cogió a Mumú y la apretó en sus brazos; en un momento la perra le lamió la nariz, los ojos, el bigote y la barba… Guerásim se quedó pensativo, luego salió del henil con mucho cuidado, miró a su alrededor y, tras convencerse de que nadie lo veía, ganó sin contratiempos su cuartucho. Había adivinado que la perra no se había escapado, sino que probablemente se la habían llevado cumpliendo órdenes de la señora; los criados le habían indicado por señas que le había enseñado los dientes; en consecuencia, decidió tomar medidas preventivas.
Lo primero que hizo fue darle unos trozos de pan, acariciarla y acostarla, luego se pasó toda la noche pensando en el mejor modo de esconderla. Finalmente, tomó la decisión de tenerla encerrada todo el día en el cuartucho, de ir a verla de vez en cuando y soltarla solo por la noche. Con su viejo abrigo tapó la abertura de la puerta sin dejar un resquicio y en cuanto empezó a amanecer salió al patio como si no pasara nada, conservando incluso (¡qué argucia tan inocente!) el aspecto triste de la víspera. Al pobre sordo no se le pasó por la cabeza que los ladridos de Mumú acabarían traicionándola: en realidad todos los habitantes de la casa no tardaron en enterarse de que la perra del mudo había vuelto y de que este la tenía encerrada en su cuartucho, pero, ya fuera por compasión hacia los dos, o quizá en parte por miedo a él, hicieron como si no estuvieran al tanto de su secreto. Solo el mayordomo se rascó la nuca y se dijo con un gesto destemplado de la mano: “¡Que Dios lo ampare! ¡Quizá la señora no se entere!”.
En cualquier caso, el mudo nunca trabajó con tanto celo como ese día: limpió y raspó todo el patio, arrancó los hierbajos sin dejar ni uno, sacó con sus propias manos todos los postes de la cerca del jardín para asegurarse de su solidez y volvió a clavarlos; en una palabra, trajinó y se afanó de tal manera que hasta la señora se fijó en su diligencia. En el transcurso de la jornada Guerásim fue a ver un par de veces a escondidas a su reclusa y cuando cayó la noche se tumbó a su lado en el cuartucho, no en el henil, y hasta después de la una de la madrugada no la sacó al aire libre. Paseó con ella un buen rato por el patio y ya se disponía a regresar cuando de pronto, al otro lado de la valla, se oyó un ruido. Mumú levantó las orejas, gruñó, se acercó a la valla, olisqueó el suelo y empezó a lanzar penetrantes y estridentes ladridos: un borracho había pensado pasar allí la noche. En ese momento la señora acababa de quedarse dormida tras una prolongada “crisis nerviosa”; esas crisis siempre se producían después de una cena demasiado copiosa. Los inesperados ladridos la despertaron: el corazón se puso a latir con fuerza y luego pareció detenerse.
–¡Chicas, chicas! –gimió–. ¡Chicas!
Las asustadas damas de compañía se precipitaron en el dormitorio de la señora.
–¡Oh, oh, me muero! –exclamó esta, retorciéndose las manos con desesperación–. ¡Otra vez ese perro…! ¡Oh, que venga el doctor! Quieren matarme… ¡El perro, otra vez el perro! ¡Oh!
Y echó la cabeza hacia atrás, como dando a entender que se desmayaba.
Fueron corriendo a buscar al doctor, es decir, al médico de cabecera Jaritón, cuya ciencia se reducía a llevar botas de suela flexible, buscar con delicadeza el pulso, dormir catorce horas al día, suspirar el resto de la jornada y administrar una y otra vez a la señora gotas de lauroceraso. Jaritón acudió al momento, sahumó la habitación con plumas requemadas y, cuando la señora abrió los ojos, se aprestó a presentarle en una bandeja de plata una copa con las preciadas gotas. La señora las tomó, pero al poco rato volvió a quejarse con voz llorosa del perro, de Gavrila, de su suerte, de que era una pobre anciana abandonada, de que nadie se compadecía de ella, de que todos deseaban su muerte. Entretanto, la desdichada Mumú seguía ladrando, mientras Guerásim trataba de apartarla en vano de la valla.
–Otra vez… ¿Lo han oído? –balbució la señora y de nuevo puso los ojos en blanco.
El médico murmuró unas palabras a una de las damas de compañía, que se precipitó en el vestíbulo y sacudió a Stepán; este, a su vez, corrió a despertar a Gavrila, quien, dejándose llevar por un arrebato repentino, puso en pie a toda la casa.
Guerásim se volvió, vio luces parpadeantes y sombras en las ventanas y, presintiendo una desgracia, cogió a Mumú bajo el brazo, entró corriendo en su cuartucho y se encerró. Al cabo de unos instantes cinco criados trataban de forzar su puerta, pero no fueron capaces de vencer la resistencia del cerrojo. Gavrila se presentó en un estado de enorme agitación y ordenó que se quedaran allí de guardia hasta la mañana; luego se dirigió a las dependencias de las mujeres y, por mediación de Liubov Liubímovna, primera camarera, con cuyo concurso robaba y vendía té, azúcar y otros comestibles de la casa, mandó decir a la señora que el perro, por desgracia, había vuelto, pero que al día siguiente ya no estaría entre los vivos; asimismo rogaba a la señora que no se encolerizara y se tranquilizara. Es probable que la señora hubiera tardado en tranquilizarse, pero el médico, con las prisas, le había administrado cuarenta gotas en lugar de las doce habituales: las propiedades del lauroceraso surtieron efecto y un cuarto de hora más tarde la anciana se hundió en un sueño profundo y sereno; en cuanto a Guerásim, estaba tumbado en su cama, todo pálido, y apretaba con fuerza el hocico de Mumú.
A la mañana siguiente la señora se despertó muy tarde. Gavrila esperaba ese momento para ordenar el asalto definitivo al refugio de Guerásim, al tiempo que se preparaba para soportar una terrible tormenta. No obstante, esta no llegó a desencadenarse. Sin levantarse de la cama, la señora mandó llamar a su primera camarera.
–Liubov Liubímovna –empezó en voz baja y débil; a veces le gustaba presentarse como una pobre mártir, desamparada y sola; ni qué decir tiene que en tales casos de los criados se apoderaba una enorme confusión–, Liubov Liubímovna, ya ve en qué situación me encuentro; vaya a buscar a Gavrila Andréich, amiga mía, y hable con él. ¿Es posible que conceda más valor a una perra callejera que a la tranquilidad e incluso la vida de su señora? No quiero creerlo –añadió, con una expresión de profunda tristeza–; vaya a verlo, amiga mía, hágame ese favor, vaya a ver a Gavrila Andréich.
Liubov Liubímovna se encaminó a la habitación del mayordomo. No se sabe de qué estuvieron hablando, pero al cabo de un rato todos los criados atravesaron en tropel el patio en dirección al cuartucho de Guerásim; Gavrila iba delante, con la gorra en la mano, aunque no hacía viento; lo rodeaban lacayos y cocineros; el tío Cola miraba por la ventana y daba órdenes, es decir, agitaba los brazos; cerraban la comitiva unos cuantos muchachos, la mitad de ellos venidos de casas ajenas, que no paraban de saltar y de hacer muecas. En la estrecha escalera que conducía al cuartucho había un centinela; junto a la puerta montaban guardia otros dos hombres, armados con palos. Cuando aquel ejército ocupó toda la escalera, Gavrila se acercó a la puerta, dio un puñetazo y gritó:
–¡Abre!
Se oyó un ladrido apagado, pero no hubo respuesta.
–¡Te estoy diciendo que abras! –repitió.
–Gavrila Andréich –señaló Stepán desde abajo–, es sordo y por tanto no lo oye a usted.
Todos se echaron a reír.
–¿Y qué hacemos? –preguntó Gavrila desde arriba.
–Hay un agujero en la puerta –respondió Stepán–. Meta por él un palo y sacúdalo.
Gavrila se inclinó.
–Lo ha tapado con un abrigo.
–Empuje el abrigo hacia dentro.
De nuevo se oyó un ladrido apagado.
–Ella misma se delata –dijo uno de los asaltantes, y de nuevo estalló una risa general.
Gavrila se rascó detrás de la oreja.
–No, amigo –dijo por fin–, prefiero que empujes tú el abrigo.
–¡Como quiera!
Y Stepán trepó hasta arriba, cogió el palo, empujó el abrigo hacia dentro y agitó el palo en la abertura, al tiempo que decía:
–¡Sal, sal!
Aún seguía sacudiendo el palo cuando de pronto la puerta del cuartucho se abrió bruscamente. Toda la servidumbre bajó rodando las escaleras, con Gavrila a la cabeza. El tío Cola cerró la ventana.
–Bueno, bueno –gritó Gavrila desde el patio–, ¡cuidado con lo que haces, te lo advierto!
Guerásim seguía inmóvil en el umbral. La muchedumbre se reunió en el nacimiento de la escalera. Guerásim, apoyando levemente las manos en la cintura, miraba desde arriba a todos esos tipejos vestidos con caftanes alemanes; con su roja camisa de campesino parecía un gigante. Gavrila avanzó un paso y dijo:
–No te atrevas a faltarme al respeto, amigo. Y empezó a explicarle mediante signos que la señora exigía terminantemente que se deshiciera de la perra sin más dilación; y que si no obedecía, se atuviera a las consecuencias.
Guerásim clavó en él los ojos, señaló a la perra, hizo un gesto con la mano junto al cuello de Mumú, como si estuviera apretando un nudo, y dirigió al mayordomo una mirada inquisitiva.
–Sí, sí –contestó este, asintiendo con la cabeza–. Sin falta.
Guerásim bajó los ojos, luego se estremeció, volvió a señalar a Mumú, que no se apartaba de su lado, agitando inocentemente la cola y levantando las orejas llena de curiosidad, repitió el signo de estrangulamiento alrededor del cuello de la perra y se propinó un fuerte golpe en el pecho, como dando a entender que él mismo se encargaría de la ejecución de Mumú.
–Tratas de engañarnos –objetó Gavrila, ayudándose de gestos.
Guerásim lo miró, esbozó una sonrisa despectiva, volvió a golpearse el pecho y cerró de un portazo. Todos se miraron en silencio.
–¿Qué significa esto? –exclamó Gavrila–. ¿Se ha encerrado?
–Déjelo, Gavrila Andréich –dijo Stepán–. Hará lo que ha prometido. Él es así… Siempre cumple lo que promete. En ese sentido, no es como nosotros. Hay que decir las cosas como son. Sí.
–Sí –repitieron todos, sacudiendo la cabeza–. Así es.
El tío Cola abrió la ventana y también dijo:
–Sí.
–Bueno, ya veremos –comentó Gavrila–; en cualquier caso, habrá que seguir vigilando. ¡Eh, Yeroshka! –añadió, dirigiéndose a un hombre pálido, con una casaca amarilla de nanquín, que se daba el título de jardinero–, ¿no tienes nada que hacer? Coge un palo, quédate aquí sentado y, en cuanto suceda algo, ve corriendo a avisarme.
Yeroshka cogió un palo y se sentó en el último peldaño de la escalera. Mientras la muchedumbre se dispersaba, a excepción de algunos curiosos y de unos cuantos muchachos, Gavrila volvió a la casa y, por mediación de Liubov Liubímovna, informó a la señora que sus órdenes se habían cumplido; no obstante, por si acaso, envió al postillón en busca de un agente de policía. La señora hizo un nudo en su pañuelo, lo mojó en agua de colonia, lo olió, se frotó las sienes, tomó una taza de té y, aún bajo el efecto de las gotas de lauroceraso, volvió a quedarse dormida.
Una hora después de todo ese ajetreo, se abrió la puerta del cuartucho y apareció Guerásim. Vestía el catfán de los días de fiesta y llevaba a Mumú atada con una cuerda. Yeroshka se echó a un lado y lo dejó pasar. Guerásim se dirigió al portón. Los muchachos y todos cuantos se hallaban en el patio lo siguieron con la mirada sin decir palabra. Él ni siquiera volvió la cabeza y no se puso la gorra hasta que salió a la calle. Gavrila envió tras él a ese mismo Yeroshka, quien lo vio entrar en una taberna con el perro y se quedó esperando delante de la puerta.
En la taberna conocían a Guerásim y comprendían sus señales. Pidió sopa de col con carne y se sentó, apoyando los codos en la mesa. Mumú estaba a un lado de la silla y lo miraba tranquilamente con sus ojillos expresivos. Su pelaje resplandecía: era evidente que la habían cepillado hacía poco. Una vez que le sirvieron, Guerásim echó en la sopa unas migas de pan, partió la carne en trozos pequeños y puso el plato en el suelo. Mumú se aprestó a comer con su delicadeza habitual, rozando apenas el caldo con el hocico. Su amo pasó largo rato contemplándola; de pronto, dos gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas: una cayó en la abultada frente de la perra y la otra en la sopa. Guerásim ocultó el rostro en las manos. Mumú se comió la mitad del plato y se apartó relamiéndose. Guerásim se puso en pie, pagó y salió, acompañado de la mirada algo sorprendida del camarero. Nada más verlo, Yeroshka se ocultó detrás de la esquina y, en cuanto pasó a su lado, se dispuso a seguirlo.
Guerásim andaba sin prisas, sin soltar en ningún momento a Mumú. Al llegar a la esquina de la calle, se detuvo indeciso, y al poco rato se dirigió con rápido paso a Krimski Brod. Por el camino entró en el patio de una casa que estaban ampliando y salió con dos ladrillos debajo del brazo. Al llegar a Krimski Brod siguió la orilla del río hasta llegar a un lugar en el que había dos barcas amarradas a una estaca (ya las había visto antes) y saltó a una de ellas con Mumú. Un viejo cojo salió de una cabaña levantada en el borde de un huerto y se puso a dar gritos, pero Guerásim se limitó a sacudir la cabeza, y se puso a remar con tanta fuerza que, a pesar de ir contracorriente, en un instante se encontró a unos cien sazhens de distancia. El viejo se quedó un buen rato en la orilla, se rascó la espalda primero con la mano derecha y luego con la izquierda, y a continuación regresó renqueando a su cabaña.
Guerásim siguió remando. Pronto quedaron atrás las casas de Moscú y en ambas orillas surgieron prados, huertos, campos, bosques e isbas. Llegaban olores de aldea. El mudo dejó los remos, inclinó la cabeza sobre Mumú, que estaba sentada ante él en un banco seco –pues el fondo estaba cubierto de agua– y se quedó inmóvil unos instantes, cruzando los poderosos brazos sobre el lomo de la perra, mientras la corriente iba arrastrando poco a poco la barca de vuelta a la ciudad. Por fin Guerásim se incorporó y con una expresión de rabia enfermiza se apresuró a atar los ladrillos a la cuerda, hizo un lazo y se lo pasó a Mumú por el cuello, levantó a la perra por encima de las aguas y la contempló por última vez… Ella lo miraba con confianza, sin temor, meneando apenas el rabo. Guerásim volvió la cabeza, entornó los ojos y abrió las manos… No oyó nada, ni el breve gruñido que emitió Mumú, ni el clamor del agua; para él el día más fragoroso era más silencioso y calmo que para nosotros la noche más serena. Cuando volvió a abrir los ojos, las pequeñas olas se sucedían veloces en el río, como persiguiéndose unas a otras, y batían los dos costados de la barca, lo mismo que antes; solo en la lejanía, detrás de él, se desplazaban hacia la orilla grandes círculos.
En cuanto Yeroshka perdió de vista a Guerásim, regresó a la casa e informó de cuanto había observado.
–No cabe duda –comentó Stepán–, va a ahogarla. No hay por qué preocuparse. Cuando promete algo…
Nadie vio a Guerásim durante el resto la jornada. No comió en casa. Cayó la tarde. Todos se reunieron para cenar, excepto él.
–¡Qué estrafalario es ese Guerásim! –exclamó una gruesa lavandera–. ¡Mira que holgazanear de ese modo por una perra! ¡Lo que hay que ver!
–Guerásim ha estado aquí –apuntó de pronto Stepán, rebañando la papilla con la cuchara.
–¿Cómo? ¿Cuándo?
–Hará unas dos horas. Así es. Me encontré con él en el portón; salía nuevamente del patio y se dirigía a algún sitio. Quise preguntarle por la perra, pero, por lo visto, no estaba de buen humor. Hasta me dio un empujón; probablemente solo quería que me apartara, que lo dejara en paz, pero me propinó tal empellón en el espinazo que casi me tumba –y con una débil sonrisa Stepán se encogió de hombros y se rascó la nuca–. Sí –añadió–, tiene una mano que es una bendición, no puede negarse.
Todos se rieron de Stepán y, cuando acabaron de cenar, se fueron a dormir.
Entretanto, en ese mismo momento, por la carretera de T. caminaba con pasos rápidos y sin detenerse una especie de gigante con un saco a la espalda y un palo largo en la mano. Era Guerásim. Se dirigía a toda prisa, sin volver la cabeza, a su casa, a su aldea, a su tierra natal. Tras ahogar a la pobre Mumú, fue corriendo a su cuartucho, metió varios enseres en una vieja manta, hizo un hato, se lo echó al hombro y se marchó. Se había fijado atentamente en el camino cuando lo llevaron a Moscú; la aldea de la que lo había sacado la señora estaba solo a veinticinco verstas de la carretera. Caminaba con un ardor inquebrantable, con una determinación desesperada y al mismo tiempo alegre. Avanzaba con el pecho descubierto, mirando con avidez y obstinación el camino. Apretaba el paso, como si su vieja madre lo esperara en la aldea natal, como si lo hubiera llamado a su lado después de larga peregrinación por tierras ajenas y entre gentes extrañas… Acababa de caer la noche, una noche de verano serena y tibia; a un lado, allí donde acababa de ponerse el sol, un último reflejo confería un toque de púrpura al cielo blancuzco, mientras en el otro se espesaba ya la penumbra azulada y gris. La noche avanzaba desde allí. En torno, las codornices piaban a centenares, los rascones se llamaban sin descanso… Guerásim no podía oírlos, como tampoco el delicado susurro nocturno de los árboles que dejaba atrás con sus recias zancadas, pero percibía el conocido olor del centeno, que maduraba en los campos cubiertos de sombra; sentía cómo el viento, que volaba a su encuentro –el viento de su tierra natal–, le acariciaba con delicadeza el rostro, jugaba con su cabello y con su barba; veía ante él el blanquecino camino, derecho como una flecha, el cielo tachonado de incontables estrellas, que alumbraban su marcha, y caminaba vigoroso y audaz como un león, de tal manera que cuando el sol naciente empezó a iluminar con sus rayos rojizos a ese enfurecido titán le separaban ya de Moscú treinta y cinco verstas…
Al cabo de dos días llegó a su casa, a su isba, para gran sorpresa de la mujer de un soldado a la que habían instalado allí. Se santiguó delante de los iconos e inmediatamente fue a ver al jefe de la aldea, que en un principio se quedó desconcertado; pero como la siega acababa de empezar y Guerásim era un trabajador excelente, le dieron una guadaña y Guerásim se puso a segar como en los viejos tiempos, y lo hizo con tanto celo que sus compañeros se quedaron con la boca abierta al ver el vigor con que cortaba y amontonaba el heno.
En Moscú, los criados echaron de menos a Guerásim al día siguiente de su fuga. Entraron en su cuartucho, lo revolvieron todo y a continuación fueron a dar parte a Gavrila, que también visitó el lugar, echó un vistazo, se encogió de hombros y llegó a la conclusión de que el mudo había huido o bien se había ahogado con la estúpida perra. Comunicó la desaparición a la policía e informó a la señora, que se encolerizó, vertió un mar de lágrimas, ordenó que lo buscaran costara lo que costase, afirmó que nunca había mandado que mataran a la perra y echó tal rapapolvo a Gavrila que este se pasó todo el día sacudiendo la cabeza y murmurando: “¡Bueno!”, hasta que el tío Cola le hizo entrar en razón, diciéndole: “¡Bueno, bueno!”.
Por fin llegaron noticias de la aldea comunicando la llegada de Guerásim. La señora se tranquilizó un poco; su primera reacción fue ordenar que lo trajeran inmediatamente de vuelta a Moscú, pero al cabo de un tiempo declaró que no tenía ninguna necesidad de un individuo tan ingrato. Por lo demás, la anciana murió poco después de ese incidente, y sus herederos no se ocuparon en absoluto de Guerásim; incluso decidieron enviar a trabajar al campo a los restantes criados de su madre.
Guerásim, pobre y sin tierras, aún vive en su isba solitaria; sigue siendo el mismo hombre robusto y vigoroso, trabaja por cuatro como antes y conserva ese aire grave y circunspecto. Pero sus vecinos han advertido que, desde su vuelta de Moscú, ha dejado de tratar a las mujeres, ni siquiera las mira, y que no quiere perros en su casa. “Por lo demás” comentan los campesinos, “es una suerte que no tenga necesidad de mujer. ¿Y qué falta le hace un perro? ¡Ningún ladrón se acercará a su puerta ni por todo el oro del mundo!” Hasta tal punto se han extendido los rumores sobre la fuerza hercúlea del mudo.

FIN

Nota:
tambien se puede leer el cuento de Turgueniev

Un sueño (tiempo aproximado de lectura: 32 minutos).
https://www.blindworlds.com/publicacion/71440

y tambien se puede descargar o escuchar el audiocuento "agua roja" y leer la biografia de Ivan Turgueniev en:
https://www.blindworlds.com/publicacion/71440