Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Mujeres en tierra de hombres: Argentina.

Desde la oficina de Rodolfo Casamiquela en el Instituto de la Patagonia
en Puerto Madryn se podía ver todo el mar del Golfo Nuevo. Barcos de
gran calado, caminantes que desafiaban el frío. Casamiquela -etnólogo y
etnógrafo- era una especie de prócer de la Patagonia, no hay libro sobre
la región que no cite algunos de sus trescientos trabajos de investigación.
-Nací en Jacobaci y empecé muy joven, a los diez y seis. En mi pueblo me
llamaban "el loco de las piedras" y ninguno auguraba un buen futuro para
mi. Ya era grande cuando decidí estudiar lengua mapuche, recién entonces
descubrí que muchos de mis compañeros de escuela la hablaban y nunca lo
había sabido.
Casamiquela habló con pasión de los tehuelches y tal vez porque decidió
tener una mirada optimista de la historia, sostenía que los pueblos no
se extinguen.
-La sangre india se va disolviendo en la sangre de los dominantes. En
muchas caras rubias que usted va a encontrar no sospechará que hay
sangre tehuelche.
Le preocupaba trabajar un proyecto cultural que recuperara la identidad
patagónica perdida en un nuevo poblamiento de sanjuaninos, cordobeses y
catamarqueños que llegaban por las ventajas económicas, pero no se
arraigaban en la Patagonia. La educación era lo único que podía llevar a
las personas a sentirse dueñas y así corregir el sentimiento y la
conducta de ajenidad. Opinaba que el gobierno debía encarar este
problema con seriedad si pretendía revertir la decadencia.
-El pionero quemaba las naves. Llegó a buscar su futuro, pero a
diferencia de los que llegaron después los pioneros se proponían hacer
de la Patagonia lo más grande del mundo. Ellos se sentían además dueños
de ese futuro. Necesitamos esa clase de gente.
Volví caminando por la playa. En un invierno como ése, hacía 127 años,
habían llegado ahí mismo los primeros pioneros en Chubut. Como otros
después, llegaron de países lejanos a esa pampa inhóspita sin que nadie
les hubiera enseñado cómo hacer para sobrevivir. Debieron sentir mucho
miedo frente a lo desconocido y seguramente se aferraron a su pasado en
busca de alguna seguridad frente a la incertidumbre. Pero debieron
recurrir a toda su energía e imaginación para afrontar las situaciones
nuevas que se les presentaban.
Me fuí de Madryn sin poder ver las ballenas. Todavía faltaban unos meses
para su llegada. La ciudad estaba llena de dibujos alusivos a las
ballenas. Una cola inmensa de cemento negro al finalizar una avenida que
da al mar las rememora. Me contaron que son tan mansas y amigables que
uno puede tocarlas con las manos.
En Comodoro Rivadavia dormí sin saberlo en el mismo lugar donde había
funcionado uno de los prostíbulos más famosos de la década del 40. Era
el llamado "Chico" y lo regenteaba una mujer llamada Mariné.
Transformado en un hotel, se conservaba igual que hacía cincuenta años
atrás. El "Grande" que quedaba a la vuelta, por la calle Rawson, había
sido demolido y en su lugar se había construído un hotel alojamiento
llamado "Venus". En este último a principio de los cuarenta había
trabajado como prostituta una uruguaya alias "la Coca" que en la
siguiente década controló ese negocio desde Comodoro hasta Tierra del Fuego.
El ómnibus que me llevó a Comodoro Rivadavia llegó pasada la medianoche.
El viaje había sido una línea recta, monótona y plana hasta que grandes
ondulaciones en el terreno y luces potentes salpicadas en la oscuridad
anunciaron que estábamos por llegar a la ciudad del petróleo. Nunca
antes había estado allí. Las calles tenían pendientes marcadas y un
cerro enorme se recortaba en el cielo como sombra amenazante. Supuse que
era el "Chenke" llamado así por el cementerio indio que había en la
cima. La terminal quedó vacía en segundos, no se veía a nadie por la
calle y no tenía la menor idea de dónde encontrar un lugar donde dormir.
-El hotel donde van los choferes, queda muy cerca. -Me dijo la empleada
de la empresa de transportes y anotó la dirección.
Caminé cinco o seis cuadras hasta un edificio viejo que tenía un cartel
con luces mortecinas, preguntándome quién diablos me mandaba a andar por
esos lugares. Adentro era peor: un salón de tres por tres y en la pared
del fondo una abertura pequeña en forma de rectángulo y una puerta. Un
hombre viejo de aspecto cansado apareció detrás de la abertura, tomó mis
datos personales y me llevó hasta la habitación. El piso era de madera y
se hundía al pisarlo. La habitación era chiquita, con una cama doble que
la ocupaba casi por entero. En el baño se entraba de costado. La
alfombra tenía un color indescriptible, había una ventana diminuta que
daba a un patio oscuro y cerrado. Por suerte las sábanas tenían intactas
las rayas del planchado. Decidí desechar las frazadas y taparme con el
abrigo que llevaba. Intenté dormir pero no pude, todos los sonidos del
resto de las habitaciones se escuchaban como si no hubiera habido
paredes o puertas.
Con la luz del día la ciudad era de color marrón. Dejó de ser
amenazadora, pero no me pareció cálida. En Comodoro no había árboles,
sólo una plaza los tenía. Caminé hacia allí siguiendo la costa y
encontré varias estatuas que homenajeaban a los combatientes de
Malvinas. Eran groseras como la guerra misma. Detrás, el mar y barcos
enormes casi al alcance de la mano.
Pascual Saiz vivía en un antiguo vagón de ferrocarril en la plaza.. Era
su cuidador. Me habían dicho que conservaba un escrito de su abuela
sobre su viaje desde España a la Patagonia escrito en verso.
Hermenegilda Escajera había nacido en Santander, era maestra y estaba
casada con Francisco Saiz. Sus versos comenzaban: En la plaza de mi
pueblo los hombres hablaban de un viaje muy largo... El matrimonio se
había embarcado en Francia para poblar la zona de Comodoro Rivadavia. En
la popa del barco lloré a gritos a mi madre, comenzaba otro poema.
Desde Buenos Aires viajaron en tren hasta Dorrego donde se encontraron
con unos primos. Allí compraron hacienda menor y también carretas.. Antes
de partir hubo una gran fiesta con música de acordeón. Junto a varias
familias fueron hacia el sur. En Río Negro, los sorprendieron las
grandes inundaciones de 1899. Hermenegilda apunta en sus versos que sólo
la iglesia se había salvado de las aguas. El viaje fue largo y en camino
antes de llegar al río Chubut nació su hija Isabel. Allí vieron por
primera vez a los indios. Sobre ellos escribió: No era tan fiero el león
como lo pintan.
Finalmente llegaron a las tierras de Malaespina, un lugar de cañadones y
aguas surgentes, demasiado frío en invierno: la hacienda no lo soportó y
murió. Decidieron ir hacia la costa, hasta Puerto Visser: Camino de
Puerto Visser sembrado de pedregrullos/ donde la naturaleza no nos
brinda más que yuyos, /camino de Salamanca de tortuosos cañadones/
siento frío al recordar tus inviernos llovedores.
Desde el vagón de ferrocarril de la plaza se veían las costas del Golfo
San Jorge. Pascual me señaló dónde estaba ubicado Puerto Visser: -¿Ve
ese cerro? Se llama Salamanca, detrás está Puerto Visser. El Salamanca
es para nosotros como la paloma de Picaso para los españoles.
A ese lugar llegaron desde Sudáfrica, a partir de 1902, los primeros
colonos boers que huían de la dominación inglesa. Allí, Hermenegilda se
sintió cobijada por el mar al que llamaba "el alegre sardinero", porque
le recordaba el Cantábrico.
-Pienso que mi abuela murió, antes que mi abuelo, de tanto trabajar:
cosía a mano la ropa para siete hijos, atendía a su marido, cocinaba y
trabajaba en los corrales, esquilaba carneros. Digo esto, pero no piense
que somos tristes. Los patagónicos no somos tristes, somos distintos.
En Pascual no se podía negar su ascendencia española, debía de ser el
retrato de sus abuelos, pero por sus venas corría sangre india. Su madre
era hija de Toro, un arreador de mulas -que como los primeros españoles
vivió en una cueva cercana a Comodoro que llevaba su apellido: "cueva de
Toro"- y de una mujer que según la partida de nacimiento era
desconocida. Esa madre desconocida era india.
Hermenegilda finaliza sus versos pidiendo que sus hijos y nietos sean
buenos patriotas, tal vez por eso Pascual fue uno de los primeros en
rescatar y lavar los pingüinos manchados con petróleo.
Antes de partir de Comodoro decidí ir a conocer el edificio de los
"baños públicos" donde funcionaba el museo local. Subí por una de las
calles que corría paralela al Chenke, la montaña que domina la ciudad y
que cuando llueve se deshace tiñendo aún más de marrón esa ciudad.
Blanquita trabajaba en el museo y antes de eso en mil cosas distintas.
Su marido había sido extra en la película La Patagonia Rebelde.
-Nosotros le hicimos una huelga a Bayer -comentó con una sonrisa. El
marido de Blanca era un hombre enorme, morocho, que usaba la cabeza casi
rapada. Y aunque nadie lo creería al verlo, tenía sangre boer. Era
bisnieto de un sudafricano blanco que había sido un famoso coronel en la
guerra de los boers contra los ingleses: Luckie Lauw. Este personaje,
muy respetado y admirado por su puntería, logró matar a unos bandidos
que habían asesinado a un colono boer. Como en las películas del oeste
norteamericano, el Coronel lo había logrado con el viejo truco de dejar
el sombrero sobre unos arbustos. El museo guardaba las fotos
periodísticas de ese hecho ocurrido en el cerro Chenke en 1907. Algunos
pensaban que se trataba de los últimos bandidos de la banda de Butch
Cassidy.
Dominga Almada, la madre de Blanquita, contaba los hechos
dramatizándolos. Había llegado a la Patagonia con unas amigas a
principios de los cuarenta a bordo del "El Asturiano".
-En ese entonces no había muelle y nos bajaron con un guinche dentro de
un cajón. Estaba tan enojada que lloré -dijo riéndose. -Acá vimos de
todo. De recién llegada fui con mis amigas a una confitería a tomar el
vermouth y entraron los "far west". Sacaron los revólveres y les tiraron
a las botellas. Nos quedamos quietitas pensando que algo malo nos podía
pasar. Pero esos hombres dijeron al dueño que pusiera precio a lo roto
que ellos lo iban a pagar. Y así lo hicieron. Aquí había mucha plata y
no había ley -terminó.
La madre de Blanquita había sido amiga de muchas de las mujeres que
trabajaban en el prostíbulo de Mariné.
-También había otro, "El Grande", lo regenteaba una francesa chiquitita
que se había hecho un vestido con hilos de oro. Una vez un cliente se lo
quemó con una vela, porque siempre daba mal el vuelto. Dos amigas que
trabajaron con Mariné se casaron bien. Una, con un militar; la otra, una
turca que tenía el pelo por la cintura, se casó con uno que tenía
acciones en la empresa de aviones. Las dos se fueron con sus maridos a
otras ciudades. Por la gente, ¿vio? Acá vinieron mujeres profesionales y
chicas muy pobres que ayudaban a sus familias. Las cambiaban
permanentemente de lugar en especial con Río Gallegos. La Rosita, una
chilena ¡pobrecita!, la mató de un tiro mientras dormía un ricachón que
tenía estancias por acá que nunca había trabajado. Después fue senador
en el 73. Todo porque él se enteró que ella estaba juntando plata para
volverse a Chile. Cuando la encontraron, el perrito que tenía estaba
acurrucado al lado suyo. Zulema, otra de las chicas de Mariné, murió
cuando se cayó de un cerro y el pico de una piedra le rompió el hígado.
Todas las chicas juntaron plata para mandarla en un coche fúnebre a
Buenos Aires. ¿Usted sabe lo que eso costaba?
Dominga admiraba a Solari, el militar que en los cuarenta había estado
al frente del gobierno cuando Comodoro había sido convertida en
gobernación militar. Cuentan de él que solía disfrazarse de paisano para
sorprender a los militares que jugaban pócker por plata. También hacía
trabajar a los vagos. Así logró desmontar un cerro que había donde
después se construyó el Comando. En ese tiempo había muchos cafishos que
usaban la melena larga y tacos en los zapatos. Solari les hacía rapar la
mitad de la cabeza y les cortaba uno de los tacos. Así los hacía caminar
por la calle San Martín y después los mandaba a trabajar. Por eso los
cafishos no salían a la calle sin llevar una escalera y un tarro de
pintura para aparentar que estaban trabajando. También impuso un
riguroso control sanitario en los prostíbulos, tanto de las mujeres como
de los hombres que asistían, los que debían someterse a un análisis de
orina.
-Mariné solía guardar la suya o pedir la de las chicas -contaba sin
poder contener las carcajadas-, pero el médico se daba cuenta. Por la
temperatura ¿vio?, pero a veces lo dejaba pasar. Acá hubo tanta plata
que vinieron a parar todos los tránsfugas que había sueltos. Una vez un
alemán, gerente de Astra, me dijo: "Comodoro es el cementerio de los
vivos y el paraíso de los fracasados".