Texto publicado por Urria Gorria

Nota: esta publicación fue revisada por su autor hace un año.

la madre de Mariano Osorno #cuento de Claudia Piñeiro ( #Argentina 1960)

Tiempo aproximado de lectura: 13 minutos.

Claudia Piñeiro
La madre de Mariano Osorno

“¡¡¡Goooooooooooool!!!”, gritó Rodrigo después de clavar la número cinco en el ángulo izquierdo, y salió corriendo a buscar a sus compañeros para el abrazo. Pero no llegó, apenas empezó la corrida lo bajó un puntapié que lo alcanzó desde atrás y fue a dar justo al medio de su pantorrilla. Rodrigo cayó al piso y aunque se partía de dolor, giró sobre la espalda para ver quién había sido el hijo de puta. Y eso le gritó a Mariano Osorno, que lo miraba desde arriba con las manos en jarra, quejándose de que el pase había sido para él y que le había robado un gol que era suyo. “¡Hijo de puta!”, gritó Rodrigo. “¡Hijo de puta!” Y estaba por decir hijo de puta una vez más cuando Mariano se fue sobre él furibundo y a las trompadas: “¡Mi mamá no es puta, mi mamá no es puta!”. Lo de “mi mamá no es puta” a Rodrigo lo confundió. ¿Qué tenía que ver la madre de Mariano Osorno en todo esto? Por eso, por la confusión, le costó defenderse y la primera piña le dio de lleno en medio de la cara. La paliza no fue tan dura como habría podido serlo porque enseguida vinieron sus compañeros a separarlos y un instante después estaba ahí Ayala, el entrenador del equipo, poniendo su pesado cuerpo entre los dos para que uno no llegara a tocar al otro. “Pero viejo, esto es fútbol, no boxeo. Las manos se las guardan, acá las cosas se arreglan metiendo goles, ¿me explico?”, dijo Ayala con contundencia. “¡Me pateó la gamba!”, gritó Rodrigo. “¡Todos los partidos me dice hijo de puta!”, respondió Mariano Osorno. En cuanto logró que se quedaran quietos, y aunque quedaban como tres minutos para que terminara el segundo tiempo, Ayala dio por finalizado el partido con el objetivo de evitar más golpes. Y enseguida empezó a darles un sermón, a ellos dos pero también al resto del equipo, al que hizo sentar en semicírculo frente al banco de suplentes. Ayala les habló del fair play, de la violencia que “arrasa los estamentos de esta sociedad”, de que “somos todos compañeros” y “esto es un amistoso, muchachos”, de que venimos a competir pero también a divertirnos “sanamente”. Sin embargo y a pesar de sus esfuerzos, en el medio del sermón Mariano Osorno se paró, agarró su bicicleta y se fue. Al rato Ayala dio la orden de retirada para el resto: “Vayan, que sus viejas los deben estar esperando con la pastasciutta”. Y aunque ni Rodrigo ni sus amigos sabían qué era la pastasciutta empezaron a guardar los botines y las canilleras, y se fueron para sus casas. “Nos vemos el martes en el entrenamiento”, gritó Ayala desde el banco vacío. Pero los chicos del equipo sub12 ya estaban atravesando el bar y el ruido de los socios compartiendo la típica picada “Club Moreno” del domingo al mediodía impidió que lo escucharan.
El episodio del puntapié y las trompadas posteriores habría caído en el olvido si no hubiera sido porque el martes siguiente, a la hora del entrenamiento, el padre de Mariano Osorno estaba parado, de traje y corbata, en la cancha del fondo. Tenía la cara apretada y se acomodaba el nudo de la corbata mientras daba unos pasos a un lado y al otro. A Ayala no le llamó la atención, no sabía quién era ese hombre pero no tenía dudas de que era el padre de un chico del equipo. Cada tanto aparecía alguno después del trabajo a mirar cómo jugaba su hijo. Le pasaba en el club y en todos los sitios en los que había trabajado como entrenador de niños y jóvenes. A él no le parecía mal que vinieran a acompañar a sus hijos, a ver cómo jugaban, pero le molestaba cuando le preguntaban: “¿Te parece que mi pibe tiene futuro, Ayala?”. Y entonces él tenía que mentir o buscar una salida elegante, porque quién sabe si alguien tiene futuro o no. A él mismo le habían pronosticado un futuro en la primera división de algún club grande y había terminado entrenando inferiores de clubes de barrio. Los pataduras, estaba claro, no iban a hacer carrera futbolística, así que sus padres ni se atrevían a preguntar. El problema no eran ellos sino los que jugaban “lindo”. Jugar lindo no alcanza. No importaba en qué club estuviera trabajando, con frecuencia aparecían padres que se equivocaban, que les ponían mucha presión a sus hijos y al entrenador. Eso a Ayala lo sacaba de las casillas. Respondía siempre lo mismo, “Yo la bola de cristal no la tengo, si no sería millonario y no estaría entrenando un equipo de inferiores amateur, ¿me explico?”. Y de eso, de ver si su hijo tenía futuro o no, creía que se trataba la presencia del padre trajeado en la cancha del fondo antes del entrenamiento del martes.
Pero no. Cuando Rodrigo llegó con un par de amigos, el padre de Mariano Osorno se le fue al humo. “Escuchame, pendejo, no te vuelvas a meter con mi mujer porque la próxima vez yo te mato a trompadas, ¿me escuchaste? Te mato a trompadas”, dijo, y mientras lo decía la cara se le ponía roja y la tensión en las manos, que movía como garras en el aire, mostraba que, si fuera por él, lo agarraba a trompadas ahí mismo, sin esperar una próxima vez.
Ayala vio el episodio de lejos sin entender qué pasaba. Primero pensó que el hombre podía ser el padre de Rodrigo, que había venido a zarandearlo por alguna macana, pero la cara de los otros chicos y su propio instinto le hicieron dudar, así que se acercó tan pronto como pudo. Para cuando alcanzó al grupo, el padre de Mariano Osorno ya se había ido. Los chicos trataron de explicarle. “Le dijo que lo va a matar a trompadas, profesor, que lo va a matar a trompadas”, repetían con esas palabras y con otras parecidas. “¿Pero quién es?”, le preguntó Ayala a Rodrigo. “No sé, yo no lo conozco, me dijo algo de la mujer”. “¿Qué mujer?”, insistió el entrenador cada vez más desconcertado. “Es el padre de Mariano Osorno”, aclaró uno de los chicos, compañero de Mariano, porque ellos eran los únicos dos del equipo que iban al colegio nuevo, el que habían abierto hacía unos pocos años del otro lado de la avenida, en el que se inscribían los que recién se mudaban al barrio y no conseguían vacante en el colegio al que iban todos. Los chicos y el mismo Ayala giraron la cabeza buscando a Mariano. Pero Mariano todavía no había llegado. “¿Y qué pasó con la mujer?”, preguntó Ayala. “Nada, si yo ni la conozco. Yo le dije hijo de puta al hijo cuando me pateó el otro día, a la madre no le dije nada”. “Aaaaah”, dijo Ayala, que por fin entendía. “Pero qué gente más sensible, así se hace difícil”. Movió la cabeza a un lado y al otro con la mano en el mentón, como buscando una solución. “Vos quedate tranquilo, pibe, yo ya entendí, a lo mejor son extranjeros, qué sé yo, hay gente así, que es medio sensible con las palabras”, dijo en el momento en que Mariano Osorno entraba con su bicicleta y se instalaba en la cancha sin detenerse en el grupo, como si supiera que estaban hablando de él. “Yo después le voy a dar una charla técnica al equipo y va a quedar todo clarito, quedate tranquilo.” “¡Pero le dijo que lo va a matar a trompadas, Ayala!”, volvió a la carga uno de los chicos. “Bueno, bueno, a la cancha”, dijo el entrenador, y dio la charla por terminada.
El entrenamiento transcurrió sin mayores inconvenientes. Ayala se ocupó de que las posiciones de Rodrigo y Mariano fueran lo suficientemente distantes como para que no se tocaran ni con la mirada. Al terminar les dijo que se pusieran los buzos para no tomar frío mientras tenían “una charlita técnica que están necesitando como el agua, muchachos”. Ayala empezó siendo abstracto, hablando de que las palabras a veces dicen lo que no dicen, que uno entiende una cosa y el otro le quiso decir otra, que hay metáforas, cosas que pueden malinterpretarse. Y después se fue un poco por las ramas abusando de todos los lugares comunes que le venían a la cabeza: que a las palabras se las lleva el viento, que él es un hombre de palabra, que no hay que empeñar la palabra, y que palabra va, palabra viene, a veces uno termina metido en un quilombo. Habló y habló pero lo cierto era que los chicos tenían cara de no entender qué les estaba tratando de decir. Entonces Ayala se cansó y optó por ser más directo, lo miró a Mariano Osorno y arrancó con otra estrategia. “Por ejemplo, cuando uno dice que alguien es un boludo, ¿uno está diciendo que tiene los testículos grandes?”, preguntó, y dejó la pregunta en el aire para que alguno de los chicos la contestara. Pero ninguno parecía animarse. “¿Y? ¿Boludo es boludo?”, insistió y dibujó con las manos dos bolas grandes. “¿Qué es un boludo?”, preguntó al límite de su paciencia. “Un nabo”, contestó uno. “Un idiota”, sumó otro. “Eso, muy bien”, se entusiasmó Ayala, “un nabo, un idiota, un pelotudo, digámoslo con todas las letras, pero no un tipo con testículos grandes. Si los testículos, un poco más, un poco menos, son todos iguales”. Los chicos asintieron. “Bueno, entonces, pibes, cuando uno dice hijo de puta”, y acá Ayala no dejó la pregunta en el aire sino que la respondió él mismo de inmediato para evitar idas y vueltas que pudieran embarrar la cancha, “uno no se está refiriendo a la madre de nadie sino al hijo, ¿me explico?”, preguntó y miró a Mariano Osorno. “La madre es intocable, está intacta, cuando uno dice hijo de puta está diciendo que el otro es una porquería, una mierda, un reverendo sorete; entonces, no hay que ofenderse, porque nadie está hablando de la madre de nadie.” Y como para cerrar y quedarse tranquilo insistió: “Se entendió, ¿no?”. Algunos pocos chicos dijeron tibiamente que sí. Entonces Ayala fue por un sí más rotundo. “¿Se entendió o no se entendió?” Y esta vez el sí fue general pero no dejó de ser tibio. “La puta madre”, dijo Ayala bajito sin intención de que lo escucharan, como si no hubiera podido evitarlo. “¡Me tiran un sí como si estuvieran gritando goooooool! Vamos otra vez. ¿Se entendió?” “Síííííí”, gritaron por fin los chicos, que se querían ir de una vez a sus casas y así lo consiguieron. Todos menos Rodrigo, a quien Ayala le dijo que esperara un instante, que le quería comentar algo.
Ayala se sentó en el banco y le pidió a Rodrigo que lo hiciera a su lado. “Lindos botines, pibe”, le dijo al chico, que tenía la vista clavada en ellos. “Mirá, entre nosotros, este chico es un naboletti, y el padre es un naboletti al cuadrado. Nadie con dos dedos de frente cree que cuando uno dice hijo de puta le está diciendo puta a la vieja. ¡Si uno no se mete con la vieja de nadie! Pero bueno, las cosas a veces son así, hay gente rara, hay gente sensible, como te dije, que no entiende, que está en otra frecuencia, ¿me explico?” Rodrigo asintió aunque a esa altura no estaba muy seguro de entender nada. “Mirá, yo te quiero pedir un favor personal. Vos, ahora, cuando vas a tu casa, no le digas a tu viejo que te vino a encarar este padre tan... confundido, ¿sabés? Yo al tipo no lo conozco, creo que son nuevos en el barrio, pero lo conozco a tu viejo de cuando jugábamos al fútbol juntos. Tu viejo es un calentón, lo va a cruzar mal, y esto va a terminar como el culo, con perdón de la palabra. ¿Me explico?” Rodrigo lo miró y no dijo nada, aunque el pedido lo puso en un problema. Él lo único que quería era irse a su casa para contarle a su papá. Pero se lo estaba pidiendo Ayala, que para colmo agregó: “Tu viejo lo va a cruzar mal y a mí me van dar una patada en el tujes, pibe. Vos quedate tranqui que yo me ocupo de este tema, a vos no te toca un pelo nadie, sobre mi cadáver que no te toca un pelo nadie. Pero a tu viejo dejémoslo afuera, ¿de acuerdo?”. Y Rodrigo dijo sí, qué otra cosa podía decir. Ayala le dio unas palmaditas en la rodilla. “Buen chico, nos vemos el jueves. Buen chico.”
Esa noche, en la cena, Rodrigo no le dijo nada a su padre, como le había prometido a Ayala. Pero uno de sus compañeros sí se lo dijo al suyo, y éste se lo dijo al día siguiente al padre de Rodrigo, que consiguió el teléfono del padre de Mariano Osorno y lo citó en el bar del club ese mismo jueves antes del entrenamiento. Los dos hombres se sentaron en una mesa junto a la ventana. Rodrigo y sus amigos estaban sentados en una mesa al fondo con el padre del chico que había dado la voz de alarma y que vino “por las dudas”. Ayala se acodó en la barra y pidió una gaseosa, aunque hubiera dado lo que fuera por tomar una cerveza. Todos controlaban, a su manera, que los padres en cuestión no se fueran a las manos. Y escuchaban de a ratos, cuando la discusión subía de tono. “¿Vos querés que te haga una denuncia por amenazas a un menor de edad?”, se le escuchó decir al padre de Rodrigo. Y al rato: “¿Vos sabés el quilombo que se te puede armar por decirle a un pibe de once años que lo vas a matar a trompadas?”. El padre de Osorno dijo algo que sólo ellos dos pudieron escuchar y luego más firme: “¡Me sacaron de contexto!”. “¡Qué me sacaron de contexto ni me sacaron de contexto!”, gritó el padre de Rodrigo, “no hay contexto para ‘te voy a matar a trompadas’”. “No quise decir exactamente eso. Lo que pido es que no se vuelva a meter con mi mujer”, trató de defenderse Osorno padre. “Pero qué mujer, ni qué mujer, macho, ¿vos nunca le dijiste hijo de puta a nadie?” “No.” “Peor para vos, se ve que no jugás al fútbol.” “Mirá, yo no le voy a pegar a nadie, yo soy un tipo pacífico...” “Vos no le vas a pegar a nadie porque si no terminás preso...” “No, no, tal vez fue una frase poco feliz, yo sólo quería que quedara claro que a mí y a mis hijos no nos gusta que se metan con su madre...” “Pero otra vez lo mismo, ¿qué madre?, son cosas que se dicen en la cancha, ¿a la cancha tampoco vas?” “Sí, pero no le digo a nadie hijo de puta.” “Bueno, me cansé”, dijo por fin el padre de Rodrigo, “vos decí o no digas lo que quieras, y yo te digo a vos dos cosas: una, te volvés a acercar a mi hijo y te denuncio, te denuncio por amenazas a un menor y andá a explicarle al juez que te sacaron de contexto; y la otra cosa, tratá de explicarle a tu chico qué significa hijo de puta porque el mío no se lo va a decir más, de eso me ocupo yo, pero en la vida se lo van a decir muchas veces y tu hijo va a sufrir al pedo si no lo entiende”. Y con esa frase el padre de Rodrigo dio por finalizada la conversación, se paró, dejó unos billetes sobre la mesa para pagar el café que se tomó, miró hacia la mesa donde estaba su hijo, le guiñó un ojo y se fue. Al poco rato salió detrás de él el padre que había venido de soporte, y un poco después el de Mariano Osorno, con el traje arrugado y la cabeza gacha. Entonces Ayala se bajó del taburete y gritó a la mesa del fondo: “Vamos, chicos, a entrenar, que ya perdimos como diez minutos”. Y el equipo se fue para la cancha del fondo a jugar a la pelota de una vez.
El partido del domingo estuvo bien, aburrido, pocos goles, pero los sub12 del Club Moreno ganaron y eso los alejó definitivamente del descenso. Al terminar, Ayala dio una charla de arenga: “Si jugamos así, hasta la punta no nos para nadie”. No era cierto, habían tenido suerte, no habían jugado bien sino que el adversario había venido a la cancha con los suplentes porque reservaban a los titulares para un partido interprovincial que les importaba más. Pero a veces la ilusión de ser bueno ayuda. Los chicos pusieron los botines en sus botineros, se cambiaron la camiseta transpirada por una seca para no enfriarse como les exigía Ayala y se fueron camino a sus casas, no por la pastasciutta sino cada uno a lo suyo.
Todos menos Rodrigo. Cuando dio la vuelta a la esquina lo esperaba una sorpresa, una mujer que se le plantó delante de la bicicleta y le dijo: “Vos sos Rodrigo, ¿no?”. Rodrigo tambaleó, pero logró bajar un pie del pedal y apoyarse con la bicicleta de lado. “Yo soy la mamá de Mariano. Sabés quién es Mariano Osorno, ¿no?” “Sí”, dijo Rodrigo, y recién entonces pudo mirarla. La mujer era rubia, con un largo pelo ondulado que le caía en cascada sobre los hombros. Estaba pintada con exageración. Calzaba zapatos de un taco altísimo, a pesar de que vestía un short de jean muy corto y apretado, con el botón de la cintura desabrochado y el cierre unos centímetros bajo que le dejaba ver el ombligo. Llevaba puesta una musculosa blanca, ceñida al cuerpo, con un escote por el que se precipitaban sus pechos enormes y duros como una pelota de fútbol recién inflada. El algodón de mala calidad dejaba que se marcaran los pezones que apuntaban directo a los ojos de Rodrigo. “Yo soy una mamá, ¿sabés? Una mamá como cualquier otra”. Rodrigo asintió como un autómata, aunque su propia madre no se parecía en nada a la madre de Mariano Osorno. Le corrió un frío por la espalda y entre las piernas le caminaban esas hormigas que le hacían levantar el pito algunas mañanas. Ella se agachó a juntar la mochila que había dejado en el piso y al hacerlo sus pechos rozaron el brazo con el que Rodrigo sostenía el botinero. “Una mamá como cualquier otra”, dijo, y después de que se cargó la mochila al hombro se acomodó el corpiño sin disimulo. “Quería que lo supieras.” Rodrigo se estiró la camiseta para tapar su sexo duro. “Cuando quieras vení a tomar la leche a casa, Mariano se va a poner contento”, dijo la mujer, y por fin se fue. Él quiso subir a la bicicleta otra vez pero, después de dos intentos dolorosos y sin resultado, le pareció imprudente. Así que se fue a su casa caminando, arrastrando la bicicleta junto con los botines.

Nota:

Tambien se puede leer el cuento titulado 2 valijas, del mismo libro de cuentos de Claudia Piñeiro que se titula"quien no", y que dura 13 minutos y medio en:
https://www.blindworlds.com/publicacion/129358

Y tambien se puede descargar y escuchar el audiocuento de Claudia Piñeiro titulado:
El abuelo Martin
https://www.blindworlds.com/publicacion/136726

"Salsa Carina"
https://www.blindworlds.com/publicacion/137053