Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Las botas.

Arturo Barea.
Las botas.
 
Seguía el laberinto de la trinchera con un gran cuidado para evitar los charcos diminutos que la humedad formaba en algunos rincones. Miraba al suelo receloso
y a sus pies con verdadero deleite. En uno de los recovecos del camino se cruzó con un camarada.
—¿Vas de estreno, Paquillo? —le preguntó, señalando sus botas nuevas relucientes de grasa.
—Chico, tenía unas ganas de ellas… No sé qué ventolera le ha dado al comisario que me llama hoy y me dice, muy chulo: «Tú, pruébate un par, aunque a ti
te hacen falta unos zepelines y no sé si te servirá alguno de ésos hechos para personas». Bueno, para saltarle al cuello o mentarle a la madre. Si no fuera
mirando que todos somos camaradas y que al fin y al cabo tenía las botas… Ya sabes que no me puede ver, pero en esta ocasión se ha portado.
Llevado de su entusiasmo hubiera seguido hablando del tema. Pero su interlocutor tenía prisa y hubo de continuar su camino para salir a la superficie en
la esquina de una de aquellas calles limítrofes de Madrid que morían donde nacían las trincheras. Estaba lejos del centro, pero no importaba. En aquel
instante era feliz.
Recordaba que una vez, antes de la guerra, compró unas botas de boxcalf, tan blandas que parecían un guante. Tenían un piso de goma que amortiguaba la
dureza del suelo contra los callos de las plantas de sus pies. El corte oprimía suavemente sus dedos y sus meñiques estuvieron durante meses libres del
martirio de aquellos otros callos diminutos que se habían asentado en ellos y no había forma de desarraigar. No pudo jamás encontrar botas iguales a aquéllas.
Sus pies eran deformes, casi planos. Cuando ya de puro viejas quiso sustituir las botas únicas por otras semejantes, la moda había cambiado. No se llevaba
ya la horma norteamericana, sino que se había vuelto a la horma española, estrecha y puntiaguda.
Nunca pudo formarse una idea de lo que era Norteamérica. Pero a través de aquellos zapatos de punta ancha y redonda que le hicieron feliz y de aquellos
rumores que corrían por la trinchera, de que el Gobierno Norteamericano enviaba armas y aviones al Gobierno de España, nació en él una corriente de cariño
a un país del que sólo sabía que hablaban inglés, tenían casas de cuarenta pisos y había que embarcarse durante días para llegar allí.
Su única preocupación era sus pies y la ametralladora. A ésta última la odiaba. Parecía una maldición, pero era un hecho real: cada vez que había de mover
la máquina para trasladarla de sitio, era seguro que una de las patas del trípode vendría a golpear el callo de su pie derecho. Cuando tanteaba en la oscuridad
de la noche, en el parapeto, y se sentaba en el sillín para consumir su turno de guardia, más tarde o más temprano, su pie venía a chocar violentamente
con una de aquellas malditas patas de acero y precisamente en el callo. Su pie izquierdo era más inteligente o la máquina no le tenía tanta rabia. Pocas
veces había chocado con ella. Pero en cambio era un barómetro. La variación más mínima de humedad del ambiente le producía un dolor agudo.
Tenía miedo a los dos: a sus callos y a la máquina. Los tenía miedo conjunta e individualmente. Parecía que se ponían de acuerdo, para martirizarle. Individualmente
sus pies comenzaban a hacerle sufrir en los momentos menos esperados. La máquina exigía derroche de valor cuando había que sentarse en el sillín a campo
descubierto para disparar. Pero, en fin, el miedo a la máquina era menor que el miedo a los callos. Una era la guerra, y era cuestión de suerte. Los otros
eran unos verdugos que le martirizaban desde niño.
Hoy sus sensaciones eran optimistas. Repasaba todos estos detalles en la memoria, pero ¡andaba tan a gusto! Es verdad que las botas eran grandes, pero
esto era lo que él necesitaba, que el pie pudiera moverse libremente. Si acaso, un poco de roce en el talón, que no era nada.
Pasó una tarde espléndida. Recorrió Madrid, tomó café, cerveza, vino, chicoleó con las muchachas que encontró al paso. Visitó a su antigua patrona, pellizcó
un pecho a la criada, y se puso de acuerdo con ella para salir juntos el próximo día de permiso.
Y regresó, militarmente puntual. A las ocho entraba de puesto en el parapeto. Tropezó con la máquina, como siempre, pero esta vez la máquina fracasó. Pegó
contra el borde ancho y grueso de suela y allí murió el golpe. En su reacción contra aquella mala bestia, se atrevió a darla una patada en el nudo de aquellas
malditas tres patas que tanto le habían hecho sufrir.
Se sentó vigilante y comenzaron a transcurrir los minutos tejiendo sombras fuera del parapeto. Entonces comenzaron sus pies a vivir su vida propia. Era
una simple sensación de calor; pero esto no era extraño. Había andado mucho. Después fue un picorcillo tenue que subió de intensidad hasta convertirse
en dolor agudo como una quemadura. Las botas eran pequeñas para los pies hinchados y calenturientos. Por si era poco, sus talones comenzaban a arder bajo
los efectos de sendas rozaduras que hasta ahora no dieron fe de vida.
En la oscuridad, le parecía ver agigantarse sus pies, crecer, subir a lo largo de sus piernas, agarrarse a su estómago, escalar su cabeza. Todo él estaba
febril y sudoroso.
A la puerta del refugio asomó el cabo.
—Preparados.
—¿Eh?
—Ya sabes. Cuando el capitán dispare la pistola, saltas con la máquina detrás del árbol —señalaba un árbol negro a diez metros de la trinchera— y cubres
a los camaradas.
Quedó tenso, en la noche, esperando la señal. Se descalzaría de buena gana, pero si en aquel momento sonaba el tiro, no podría salir. Esperó impaciente
hasta que resonó el disparo.
De la serpiente que formaba la trinchera, surgió otra serpiente humana que avanzó entre disparos y explosiones, gritos y blasfemias. Ya estaba allí al
abrigo del árbol, disparando sin cesar. El «Pinta», un camarada de Vallecas, alimentaba la boca insaciable de la máquina.
Paró el fuego. Los camaradas habían llegado a la trinchera enemiga, y entonces comenzó a tirar de sus botas y de sus calcetines, rabiosamente. Sus pies
al aire libre de la noche, al contacto de la humedad fría de la hierba, parecían respirar a pleno pulmón. Apoyó el pie derecho sobre la máquina y la sensación
helada del acero le produjo un choque brusco, seguido de un bienestar inefable. El «Pinta» dobló la cabeza sobre el pecho y rodó a su lado. Pero fue incapaz
de reaccionar ante el camarada muerto. ¡Disfrutaba tan intensamente el consuelo de sus pies libres y helados, afianzados en aquel maldito trípode que ahora
era el mejor remedio!
Fracasó el ataque. Volvían los hombres restantes, disparando sin cesar para cubrirse en la retirada. Y él abrió el abanico de su máquina, sus pies bien
afianzados en las patas de acero. Disparaba con placer, fundidos todos en un conjunto —la máquina y él, y sus pies con él y la máquina—. Salvó a muchos
de la muerte con la cortina intensa de plomo que colocó entre sus hermanos y el enemigo.
Se retiró el último y recibió las felicitaciones del jefe del Sector, muy serio, muy cuadrado, desnudos sus pies, el par de botas en la mano.
En la Ciudad Universitaria, podéis encontrar un miliciano descalzo de pie y pierna, tumbado en su chabola, apoyando sus plantas desnudas sobre los miembros
de acero de una Hotchkiss. Sus compañeros creen que está un poco loco. En una repisa de la pared de tierra hay dos botas magníficas. Una guarda una botella
de vino, otra unos trozos de pan, un paquete de tabaco, dos botones, un carrete de hilo negro y un peine.
Llevan tanto tiempo allí las botas que a su alrededor crecen unos finos tallos de hierba, que contornean la línea de sus suelas, ancha y gorda..
 
 
Arturo Barea.