Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Servicio de noche.

Arturo Barea.
Servicio de noche.
 
Este es un episodio histórico. Lo he visto. Lo conocen todos los corresponsales de guerra extranjeros que estaban en Madrid en noviembre de 1936. Lo único
que no es exacto es el nombre de la heroína. No me atrevo. Podría, a sabiendas, causar un perjuicio el día que el servicio telefónico de España, vuelva
a ser regido por sus directores americanos que abandonaron la Telefónica de Madrid, pocos días después de estos bombardeos.
Lo primero que llama la atención es un zumbido y la caída de una chapita que parece una ventana que se abre. Tras la ventana, asoma un número. Constantemente,
en esta fachada llena de ventanitas cerradas, se abre una y se asoma el vecino, —o número correspondiente—, y con su zumbido, parece llamar a la portera.
Instantáneamente, se enciende abajo, en lo que podíamos llamar el patio, un redondelito de luz roja entre dos grandes hileras de redondelillos puestos
al pie de la fachada. Entonces unos dedos ágiles, cogen una de las columnitas que hay, también en dos hileras, en el patio y la introducen en un agujerito
que existe bajo cada ventana. La columnita se prolonga en un cable de su mismo grueso de color marrón.
Técnicamente, el edificio, se llama «un cuadro telefónico»; las columnitas «jacks» o «clavijas». La ventanita que se abre, es una llamada telefónica que
pide el contacto de jack para seguir su curso. Pero, a mí, un cuadro telefónico, me ha producido siempre el efecto de una casa de vecinos, a los cuales
se suministra el agua, por mangas, desde el patio. Cuando han llenado sus cacharros, la portera retira la manga.
Lolita, es la encargada del llamado «cuadro internacional» de la Telefónica en Madrid. Francamente, yo no podría llamarla la portera, sino la chica de
la portera. Es una figurilla delgada que, con vestido y todo, llega a pesar 44 kilos. Una cara finita, llena de ojos vivos oscuros y de músculos pequeñitos
que la animan con todos los matices propios de un sistema nervioso enorme, encerrado en un cuerpo diminuto. Las manos son pequeñas y frágiles, pero revolotean
con viveza de ratón sobre el tablero.
En París la conocen bien, aunque sólo de oídas. Su voz, un poco metálica, sabe de charlar con las compañeras de París en ratos de ocio y de disputar a
gritos, cuando surge el error en la comunicación. La conocen también los mejores reporteros del mundo. Algunas veces, la han llevado una caja de bombones.
Otras veces, la han chillado violentamente en inglés o en francés. Los bombones se los ha comido. Las broncas las ha resuelto en un torrente de frases
madrileñas que, afortunadamente, no han comprendido nunca los corresponsales extranjeros.
Si le preguntáis a Lolita si tiene miedo, os mirará muy serenamente, abrirá los ojos con asombro y os contestará:
—Pues claro que le tengo. Pero, me lo aguanto.
Y esto es rigurosamente, verdad:
Lolita estaba la noche del 19 de noviembre de 1936, sentada ante el cuadro internacional, —entonces situado en el piso quinto de la Telefónica—, estableciendo
una comunicación telefónica para el corresponsal de la International News, —la agencia de Hearst—, en París. Miraba su relojito de pulsera. Pocos minutos
después, terminaría su hora de servicio y sería relevada. Tenía ya ganas de ello. Eran casi las dos de la madrugada, y el servicio de prensa y el oficial
desde las diez de la noche a esta hora es el más intenso. Poco tiempo tardaría en meterse en la cama. Allí al lado tenía la alcoba, una alcoba colectiva,
donde las muchachas del servicio de noche han dormido durante el sitio de Madrid, para evitar que anduvieran solas por las calles bombardeadas, oscuras
y desiertas a las horas de relevo.
En los pasillos del piso, comenzó el murmullo y el pataleo de las chicas que entraban al servicio y que surgían de la alcoba, una a una, lamentando —nunca
mejor empleada la frase— dejar la cama caliente a otro. Iban al ropero, recogían de los armarios de acero individuales su bata negra y su casco de auriculares.
Se redibujaban el corazoncito de los labios, borroso del sueño. Algunas llegaban a lavarse la cara. Como los gatos, mojaban una punta de la toalla y se
restregaban. Distraídamente leían un cartel en lápiz azul firmado por Camila, la gobernante: «Atrancar las cañerías, con pelos o similares (sic) es digno
sólo de fascistas».
Las chicas uniformadas de negro, los pelos húmedos alisados y los ojos ya despiertos, se entrecruzaban en el pequeño hall del piso, con las chicas que
seguían saliendo de la alcoba, con sus pelos alborotados, la cara de sueño y sus trajes propios, en todos los cortes y en todos los colores.
Las telefonistas entrantes se aproximaban a la mesa de la compañera saliente, enchufaban su casco al borde del tablero y comenzaban su labor. El relevo
de Lolita, había ocupado la silla de ésta. Siguió tratando de establecer la comunicación con París. Lolita recogía del tablero sus cosas nimias: un lápiz,
un bloc, la barrita de los labios, el bolsillo. Se separó de la mesa.
En aquel momento, estalló la alarma. Las sirenas, montadas sobre motocicletas, atravesaban a toda velocidad la Gran Vía. Las explosiones de éstas, se unían
al zumbido ululante de aquéllas. Como fondo el ruido pesado de los trimotores junkers sobre la ciudad.
La muchacha entrante, se desprendió rápidamente de sus auriculares; abandonó la silla y salió corriendo. Se abrió una de las ventanitas:
París.
Lolita, bajaba ya la escalera estrechísima, donde iban arracimándose los empleados de todos los pisos.
La escalera era una sierpe ondulante de gentes que bajaban lo más deprisa posible, pero sin atropellarse. Un rosario de exclamaciones de ira. En las puertas
de los pisos, se empujaban las muchachas con chillidos de miedo. Lanzas de luz atravesaban la oscuridad total. Se entrecruzaban en el aire los destellos.
Caían sobre las paredes los manchones redondos de luz. Surgían caras fuertemente iluminadas por un foco incidental. A veces quedaba uno deslumbrado y,
perdía totalmente la visión, cegado por la luz que le miraba a uno. Explosiones muy cercanas al edificio, hacían vibrar su armadura gigante de acero y
sus paredes ligeras de cemento. El zumbido de los motores se infiltraba por los muros. Llenaba todos los espacios. Se encontraba uno sumergido en un torrente
de ruido, como en un torrente de agua.
Lolita, al volver uno de los descansillos, vio en un tramo superior la cara, fugazmente iluminada de su relevo. Una cara desorbitada por el miedo. Preguntó
a gritos:
—¿Ha contestado París?
—Sí, pero no he puesto el «jack».
—¿Y el corresponsal?
—Espera arriba.
Como un gato rabioso, a manotazos, a empujones, subió Lolita los dos pisos, luchando contra la corriente humana. Atravesó corriendo la sala de periodistas,
donde en efecto, esperaba solo el corresponsal. Escribía rápido algo así: «En estos momentos se desata sobre Madrid el bombardeo aéreo más violento…».
—Un momentito. Le pongo enseguida —le gritó Lolita al pasar.
Entró en la sala de aparatos, inmensa, iluminada sólo por luces azules de socorro. Se precipitó sobre el cuadro internacional. La ventanita de París seguía
abierta y su zumbido tenue gritaba pidiendo el contacto. Lolita enchufó la clavija; se cerró la ventanita. Quedó allí, sola en la inmensa sala, con los
auriculares puestos, controlando la conferencia.
Fuera, seguía el zumbido de los aviones. Las explosiones se multiplicaban sobre el centro de Madrid. Los junkers, van y vienen, suben y bajan. Parece que
envuelven la Telefónica. Saltan las ventanas en cachos. Entran oleadas de humo acre que invaden, lentas, la sala. Se interrumpe la conferencia con París.
Lolita estalló en gritos de llamada a la Central parisina, gritos estridentes, con los ojos llenos de lágrimas. Apretaba con sus manos los auriculares
puestos.
Pensaba que era preciso que el mundo supiera en el acto lo que pasaba en Madrid.
Temblaba de miedo.
Se reanudó la conferencia con la «internacional News Service».
 
 
Servicio de noche.
Arturo Barea.