Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

El sargento Ángel.

Arturo Barea.
El sargento Ángel.
 
Uno de los enérgicos tirones de la aguja partió el hilo rojo.. Del ojo de la aguja cuelgan dos puntas fláccidas y otras dos han caído sobre la camisa.
—Pues, señor, ¿cómo se las arreglarán los sastres para coser?
Nalguitas, sentado frente a él, comenzó a cantar bajito un fandanguillo minero:
Se me rompió la caena.
Y yo le dije al compañero…
—Sí, señor; la caena. Fíjate —dijo Ángel, y mostraba el carrete con una etiqueta que decía: «La Cadena. Trade Mark. 50 yardas» alrededor de 1111 círculo
encerrando una cadena de ancla—. Bueno —agregó—. Supongo que será lo mismo coserse el galón que pegarlo.
Del macuto extrajo un tubo de pasta para pegar, como un gusano pisado. La boquilla estaba taponada por cristalizaciones amontonadas formando un pedrusco
resinoso. Pero a través de la envoltura de estallo chorreaban hilitos pegajosos. Con aquello untó cuidadosamente el reverso de la estrella roja de cinco
puntas y la tirita de galón, que servirían para mostrar a los ojos del mundo que Ángel era sargento desde aquel punto y hora. Se endosó la camisa y se
contempló orgullosamente las insignias sobre su corazón. Una de las puntas de la estrella y una extremidad del galón ya comenzaban a despegarse. Rápidamente.
Ángel puso encima su mano derecha y en esta postura, su mano sobre su corazón, le surgió la idea.
Se metió la guerrera, volvió a colocar su mano en la misma posición, llevó su izquierda atrás, se irguió y le encasquetó a Nalguitas:
—Fíjate: Napoleón.
En verdad: bajito y un poco tripudo, con su cara llena rebosando socarronería, su calva luciente y su gesto de orgullo, era una caricatura del Corso. De
esta guisa se encaminó a la chabola del capitán.
—A sus órdenes, mi capitán.
—Hola, sargento Ángel —le contestó el oficial, recalcando la novedad de los galones—, ¿qué hay?
—Pues eso, los galones. Y yo he pensado que hay que mojarlos, con que si tú quieres —cambió al tuteo de viejos amigos—, me das un volante y me voy a Madrid.
—Bueno, hombre, te lo daré, pero a ver cómo vienes esta noche.
—Yo, ya sabes que soy muy serio. No bebo. Únicamente si me convidan porque no me gusta despreciar.
Escribía el capitán el pase y Ángel se inclinó hacia él:
—Oye, agrega ahí al Nalguitas y así no me aburro. Además el chico lleva más de un mes sin salir de aquí. Y esta tarde nos casamos por lo civil.
Ángel y el Nalguitas tomaron el camino de Madrid desde Carabanchel. Frente a la derruida plaza de toros de Vista Alegre, el Nalguitas irguió su flaca figura
y citó a un toro imaginario, para poner un par de banderillas en el vacío.
—¡Eh, toro! —y tras unos saltitos sobre los pies, se arrancó en una carrera en línea sesgada, para detenerse y quebrar los brazos estirados, el cuerpo
rígido, y rematar la suerte en un violento descenso de las manos que figuraban llevar los rehiletes.
—¡Olé! —comentó Ángel—. Ni Joselito las ponía así.
—Y que lo digas. Soy muy grande. El día que se acabe esto, me vas a ver con más billetes que Romanones antes de la guerra. Y a ti te hago mi apoderado,
tú que entiendes de números.
El Nalguitas era un torerillo en ciernes cuando estalló la guerra.. Había toreado en los pueblos y sabía de viajar en los topes del tren y mantenerse de
los racimos de uvas y de los melones cogidos al borde de las carreteras. Sabía de los palos de los guardias. Y una vez un toro tocado ya cien veces en
fiestas pueblerinas, le había roto la carne y le había depositado en el Hospital General dos meses. Tenía una nalga corcusida y su manía de enseñar la
«gloriosa» cicatriz a todo el mundo, había hecho que algunos guasones le llamaran «culo al aire». Pero al final, el apodo cristalizó en «Nalguitas» y con
él se quedó. Le gustaba y soñaba con verse en grandes letras rojas, en los carteles de la puerta de la plaza de toros de Madrid.
Iba contando a Ángel por enésima vez:
—Ese día, el día que yo toree en Madrid, salgo en hombros o en camilla.
—Eso, si no te sacude antes aquí un morterazo que te hace polvo —comentó Ángel.
Habían atravesado la zona destruida y llegaban a las primeras casas habitadas. Gentes miserables aferradas a las casuchas limítrofes al río Manzanares,
que no abandonaban su hogar a pesar de que caían diariamente los obuses y las balas perdidas.
—¿Tú, no habrás oído misa, verdad? Pues, mira: allí hay una «ermita».
Cruzaron y entraron juntos en un tabernucho humilde.
—Tú, danos gasolina para la cuesta.
Se bebieron dos vasos de «matarratas», un aguardiente infernal, que su única buena calidad era la cantidad de agua que le habían agregado. Y se enfrentaron
con la cuesta empinada de la calle de Toledo. Iban directamente a casa de Ángel; el sargento quería mudarse.
La calle de Jesús y María, en Madrid, es una calle viejísima que arranca de la plaza del Progreso. Las dos primeras casas, que hacen esquina, se sienten
pertenecientes al centro de Madrid y sus portales se abren a la plaza; sus inquilinos son «señores». Los números siguientes son casas de vecindario muy
viejas en las cuales viven pequeños comerciantes, empleados y obreros calificados. Hasta allí la calle está empedrada de bloques de pórfido formando cuadros
regulares. Pero, de la mitad abajo, cambia bruscamente; el empedrado es de canto rodado, agudo, que se clava en los pies. Las casas cuentan dos y trescientos
años y son pequeñas, sucias, destartaladas, con alguna ventana raquítica y algún balcón más moderno colgado a su fachada como un pegote. En estas casas
pululan prostitutas de las más bajas y los cincuenta metros escasos de calle que constituyen esta zona son un mercado permanente.
Las mujeres se ofrecen en el quicio de las puertas y paseando el reducido trozo de calle. Acuden a este zoco de carne humana los mercaderes más heterogéneos:
soldados de cara pueblerina, viejos rijosos, borrachos y chulos pobres que van a la caza de las menguadas pesetas de la venta y a ver si por casualidad
cae un «payo» que lleve billetes. Hay broncas día y noche. La única autoridad respetada es el sereno, un gallego elefantino que no atiende a razones, sino
que simplemente pone en función su estaca de tres dedos de grueso. Cuando hay bronca, exclama desde el lejano extremo de la calle: «¡Voy!», y echa a andar
con paso lento, arrancando chispitas de luz a las piedras con la contera del garrote. Cuando llega, la riña se ha diluido en las sombras.
Dos o tres de estas viejas casas están ocupadas por obreros humildes. Los dueños no quisieron alquilarlas para prostíbulos y los inquilinos encontraron
la ventaja del precio, reducido por la vecindad indeseable. En una de estas casas vive Ángel.
Al fondo del portal está el cuarto, que es una vivienda cuadrada a nivel de la calle, dividida en cuatro habitaciones, cuya única ventilación es una ventana
abierta al patio de la casa, un patio infecto y húmedo. La casa, abandonada hace meses, está fría y el olor del moho se expande por las mezquinas piezas.
Ángel comienza a desnudarse rápidamente y a endosarse en lugar del uniforme sucio de la trinchera un terno oscuro cuidadosamente conservado para estas
ocasiones.. El Nalguitas le mira envidiosamente. No es que Ángel parezca un señorito —más bien un tendero en traje de domingo— sino que Nalguitas piensa
que no tiene más ropa que lo puesto, ni más casa que la trinchera; y esto siempre da un poco de envidia y de amargura.
—¡Eh! ¿Qué te parece? Todavía se puede presumir. Vas tú a ver cómo nos divertimos hoy. Hay «chatarra» y humor. —Y contemplándose en el espejo, con su calva
y su tripa, agrega risueño—: No te amusties, hombre. Fíjate, parezco tu padre. Hoy seré yo el papá que viene a ver al chico que está en el frente y nos
vamos a buscar dos gachís, una para papá y otra para el niño..
—Si sirve una servidora para papá, me adhiero.
Por la puerta entreabierta asoma una mujer ya madura, frescachona y fuerte, que extiende una risa amplia tras la pregunta. Cuello robusto, pechos exuberantes
y grupa ancha y carnosa; los brazos redondos, pero demasiado gruesos, rematados por manos algo hombrunas.
—¡Anda, mi capricho!; pasa chica… A sus órdenes, mi comandante. Aquí el Nalguitas, mi hijo. Y menda, el sargento Ángel García.
—Con las ganas que tenía de pescarte, ladrón —dice la mujer, echándole los brazos al cuello y besándole ruidosamente. Volviéndose rápida al Nalguitas—:
No te estés con esta cara de pasmao. ¿Te ha dado envidia? Pues no te apures tú, hijito, que yo te buscaré una chavala de esas de olé y verás qué vamos
a liar hoy, papá, mamá y los hijitos.
—Andando —dice Ángel—. ¿Se olvida algo?
Ya todos fuera, con la mano en la llave de la puerta, lanza una ojeada al interior del cuarto. Se queda suspenso. Allí, enfrente, mirándole con sus ojos
abiertos, está el retrato de Lucila. Del estómago le sube un nudo a la garganta.
—Pero, chico, ¿es que te ha dado un aire? —La Rosa ha vuelto desde la puerta del portal.
—Ya voy. Es que se me olvidaba una cosa. —Y Ángel cierra ruidosamente, haciendo girar con ira la llave en la cerradura.
En la calle, la Rosa desarrolla el plan del día.
—Lo primerito que vamos a hacer es irnos ahí, al Progreso, y tomaremos unas cañas. Hoy es día de cerveza. Vosotros me esperáis un momento que vaya yo a
avisar a mi amiguita para este. Luego nos vamos a comer a un sitio que yo me sé, y después se va cada uno con su cada una a dormir la siesta o lo que pida
el cuerpo. Porque lo que es yo —dice mirando gachonamente a Ángel— no la pienso dormir ni le voy a dejar a este ladrón, que tiene una deuda con una servidora
hace pero que muchos meses.
Se ha agarrado al brazo de Ángel con toda una fuerza de posesión y anda garbosa contorneando sus robusteces. Un chulín tiene que echarse fuera de la acera
para dejar a Rosa. La contempla de espalda y comenta:
—¡Y luego dicen que Madrid está sin carne!
El café es un pasillo al largo del cual está el mostrador. Al fondo desemboca en un patio cubierto de cristales, en el cual se sienta una concurrencia
ruidosa. En la mesita estrecha de mármol falsificado se han completado las dos parejas. El Nalguitas ha recibido el don de una muchacha alegre, desgarrada
en su charla y bastante bien formada, sobre la cual el torerillo vuelca el ansia de su abstinencia de la trinchera. Comienza a contarle sus sueños de astro
taurino y a la vez deja accionar las manos bajo el mármol. La Rosa suelta el chorro de su verborrea sobre Ángel, recostada sobre él, en roce sus carnes
con el cuerpo del hombre que la escucha distraído, bebiendo caña tras caña. Tiene una mano colocada sobre uno de los rotundos muslos; pero esta mano está
inmóvil.
Se le ha metido en el cerebro el retrato de Lucila con su triste mirada de reproche y no puede echarlo de allí. Bajo su mano inactiva siente vibrar la
carne de Rosa —¡maldita sea!—… Ella, su mujercita, salió de Madrid el 6 de julio para ir a la boda de su hermana allá en un pueblecito de la provincia
de Burgos —en territorio rebelde— y nunca más ha vuelto a saber de ella. La Rosa le gusta, y sobre todo tiene hambre de mujer después de aquellos meses
en los que no se ha decidido a faltar al recuerdo, aunque las ganas han apretado a veces. Que le dejen de mujeres. Él quiere a su mujer, la suya. Y sobre
todo saber si está viva o muerta. Por otro lado, no puede quedar mal con esta mujer que se le ofrece tan ampliamente y que sabe está encaprichada de él
hace mucho tiempo. Tiene la boca seca y apura otro vaso casi maquinalmente. La cerveza cuanto más se bebe más sed da.
—Pero bueno; ¿es que te han dado cañazo? Porque parece que estás atontao —exclama la Rosa—. ¡Ea!, no se bebe más cerveza. Además, que la cerveza tiene
sus efectos que yo me sé y quiero que esta tarde quedes como un hombrecito.
Su mirada en una huida de la Rosa se clava al suelo. Lentamente se va infiltrando en su conciencia lo que ocurre bajo el tablero de la mesa: los pies del
Nalguitas en su deambular bajo la mesa, buscando el contacto con los de la suya, han encontrado un pie de la Rosa. Los zapatos de la trinchera le aprisionan
cariñosamente, y Rosa, claro, deja hacer, creyendo que es él, Ángel. Le divierte el error y abre la boca para bromear sobre ello. Pero la idea luminosa
cruza su cerebro. Allí está la ocasión de quitarse a Rosa de encima:
Ángel se levanta airado:
—Pero bueno; ¿os habéis creído que yo soy un idiota? —dice, encarándose con la Rosa y el Nalguitas, que abre los ojos de asombro—. Si os gustáis, os vais
a la cama y en paz. Porque yo no estoy dispuesto a hacer el cornudo. Claro es —le escupe rabiosamente a la Rosa— que, a ti siempre te han tirao más los
chulines como ese que las personas decentes.
El Nalguitas se levanta a su vez pálido y un poco convulso el labio inferior.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Yo nada. Que no me chupo el dedo. Esta, mucha coba fina, y tú sobándola los pies bajo la mesa y mirándola las tetas que pareces un cabrito hambriento.
—¿Eso de cabrito no será indirecta?
—Ni indirecta ni na. Ahí os quedáis y que se diviertan mucho, la mamá y el niño, que al sargento Ángel lo que le sobran son mujeres.
Sale muy erguido del café, sin volver la cabeza. Allí queda la Rosa mirando al Nalguitas sombríamente.
—¿De manera que eres tú el que me estaba parcheando? Y yo me he creído que era él. ¡Mira la mosquita muerta! Pero a la Rosa ningún flamenco le estropea
un día.
Y la cara del pobre Nalguitas se convierte de pálida en roja bajo una estruendosa bofetada. Estalla la bronca entre los dos y los regocijados espectadores
tienen que hacer esfuerzos desesperados para separarlos. Toda la ira de Rosa ha volcado sobre Nalguitas, que no vuelve de su asombro y sólo sabe exclamar:
—¡Mi madre, la que hemos armao!
Ángel va solo por la calle, monologueando y sonriéndose al recuerdo de la estratagema para escapar. En cuanto a la protesta del sexo chasqueado, él sabe
cómo acallarlo. Unos cuantos vasos de vino y en paz. Este remedio ya lo ha empleado otras veces. Y fiel a su principio, penetra en la primera taberna…
A media tarde se presenta un sargento Ángel, que no es ni Ángel ni sargento, en el despacho de don Rafael. Tiene una borrachera que le hace la lengua estropajosa,
y anda como si estuviera sobre la cubierta de un barco. Don Rafael es un amigo íntimo, el único en quien Ángel llene confianza. Ocupa un cargo oficial
y a través de este cargo ha intentado obtener noticias de la mujer de Ángel, vía París. Siempre que Ángel baja a Madrid con permiso, visita a don Rafael
con la esperanza vaga de una buena nueva.
A sus órdenes. Aquí se presenta el sargento Ángel; Angelillo, el de «Jesús y María». ¡Sí, señor! Muy hombre y muy macho. El que diga lo contrario, miente.
Y si no me he querido acostar con la Rosa, es porque no me ha dao la gana. Que se acueste con su padre. Mi cuerpecito, este cuerpecito para la mía. Para
mi Lucila cuando vuelva. Y se acabo. ¿Se debe algo?
Nada, hombre, nada.
¡Ah! Bueno, creía. Total porque yo esté un poquito bebido no creo que sea para tanto. La culpa la tienen las mujeres.
—Pero bueno, hombre, ¿cómo te has emborrachado así?
A usted se le puede contar todo. Verá usted. Ayer me hicieron sargento. Sí, señor, sargento a Angelito. Con que esta mañana le digo al capitán: tú, dame
un vale que me voy a Madrid, que me pide el cuerpo juerga. Llego a casa, me mudo y va y entra una gachí vecina, que para qué le voy a contar a usted, una
tía de una vez; para hincharse. Le gusto yo hace un rato largo y viene y me dice: tú y yo, hoy, matrimonio. ¡Maldita sea! Todos tan contentos, voy a cerrar
la puerta de casa, y me encuentro a Lucila que me está mirando desde el retrato aquel del comedor, con unos ojos muy tristes, así como diciéndome: ¿Ya
no te acuerdas de mí?
»Total que se me ha puesto negro el día. Me he desembarazado de mi vecina como he podido. Ha tenido gracia, ¡sabe! Y después, pues a dar vueltas por Madrid
con el humor muy negro y las tabernas abiertas. Lo que pasa. ¿Qué hace un hombre solo sin tener nada que hacer en todo el día y pensando en la suya, que
vaya usted a saber dónde estará? Pues que he bebido un poquito más de la cuenta.
Don Rafael saca solemnemente una carta del cajón de su mesa y la: coloca bajo los ojos de Ángel. El borracho se lee el plieguecillo de un tirón y rompe
a llorar; silenciosamente primero, con hipos y con sollozos después. Don Rafael le deja y prepara una taza de café puro en una maquinilla eléctrica. La
pone delante del hombre y este la lleva a la boca inconscientemente. Se abrasa las entrañas y la quemadura le hace reaccionar. Los ojos llorosos, la cara,
mitad risa, mitad llanto, endereza la cabeza:
—¡Podía usted decir que el café era exprés!
Con las sombras de la tarde, el sargento Ángel sube la cuesta empinada de la carretera de Carabanchel, la primera carta de su Lucila en el bolsillo. Sube
cantando a voz en gritos:
Te quiero porque te quiero
y porque me da la gana,
porque me sale de dentro
de los reaños del alma.
En la trinchera encuentra al Nalguitas que tiene el aspecto de un gato rabioso; Ángel, feliz, le golpea alegremente las espaldas:
—Qué, chico, ¿cómo acabó aquello?
—¿Que cómo acabó? ¡Tu madre! ¿Y me lo preguntas? La bofetada que me ha largado a mí la Rosa no te la perdono. Porque has de saber tú que yo no me he metido
con ella. —Agriamente relató la trifulca en el bar. Ángel escuchaba muy serio y cuando acabó la historia el Nalguitas, le cogió del brazo y le dijo: «¡Vente!».
Le condujo a la chabola que era su habitación en la trinchera, y allí, frente a frente los dos hombres, iluminados por una vela humeante, el sargento Ángel
se puso serio, muy serio, y dijo al Nalguitas:
—Cuádrese.
El Nalguitas, asustado, se puso en actitud de firmes y respondió con las palabras de ritual:
—A sus órdenes, mi sargento.
—¿Usted sabe que a los superiores se les debe obediencia absoluta?
—Sí, señor.
—Pues bien, ahora mismo le va usted a pegar una bofetada al sargento Ángel García. ¡Pero fuerte!
Y en paz.
Fuera, sonaban intermitentes los disparos. Ángel, del brazo del Nalguitas, contempló la trinchera enemiga filosóficamente:
—Si esto se arreglara también a bofetadas…
 
 
El sargento Ángel.
Arturo Barea.