Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Hechos de un buen ciudadano (parte 1)

Claudia Hernández.
Hechos de un buen ciudadano (parte 1).

Había un cadáver cuando llegué. En la cocina. De mujer. Lacerado. Y estaba
fresco: aún era mineral el olor de la sangre que le quedaba. El rostro me
era desconocido, pero el cuerpo me recordaba al de mi madre por las rodillas
huesudas y tan sobresalientes como si no le pertenecieran, como si se las
hubiera prestado otra mujer mucho más alta y más flaca que ella.
Ninguna de las cerraduras había sido forzada. Tampoco había un arma por
ningún sitio. Nada había que me diera pistas sobre el asesino, que había
limpiado hasta las manchas de sangre en el piso. Ni una sola gota dejó.. He
visto muchos asesinados en mi vida, pero nunca uno con un trabajo tan
impecable como el que le habían practicado a la muchacha, que tenía cara de
llamarse Lívida, tal vez por el guiño de lamento que se le había quedado
atascado en los labios amoratados.
Como cualquier buen ciudadano habría hecho, no esperé a que apareciera
mensaje alguno en la radio o en la televisión, sino que hice imprimir uno en
el periódico que decía:
Busco dueño de cadáver de muchacha joven
de carnes rollizas, rodillas saltonas y
cara de llamarse Lívida.
Fue abandonada en mi cocina, muy cerca de
la refrigeradora, herida y casi vacía de sangre.
Información al 271-0122.
Cuatro personas llamaron. El primero —un hombre cuya voz aguda me hizo
imaginar de inmediato que tendría las manos muy finas—buscaba un cadáver
fresco de hombre: a su familia le habían matado un miembro al que debían dar
entierro para poder vivir sin cargos de conciencia. Sabía que yo anunciaba
una mujer, pero tenía la esperanza de que los causantes de la muerte de su
pariente hubieran decidido también dejar el cuerpo en algún lugar de mi
casa, aunque no fuera junto a la refrigeradora. Yo, que sabía que no tenía
un solo cadáver más en casa, prometí que lo llamaría si por casualidad
llegaban a depositármelo o si podía ayudarlo de alguna otra manera. Me lo
agradeció de corazón y me deseó un buen día.
Luego telefoneó una mujer que trabajaba —a juzgar por los ruidos que se
adivinaban tras su voz—en una oficina pública. Quería felicitarme. "Ya no
hay ciudadanos como usted", me dijo. No quiso darme su nombre. Colgó cuando
insistí en conocerlo para saber a quién agradecer.
La tercera llamada fue de un hombre de voz grave que no hablaba por
iniciativa propia, sino de parte de la oficina donde trabajaba. Deseaba
saber si había yo tomado medidas de salubridad para evitar contagios en el
vecindario. Quedó en enviarme —para que llenara y firmara— una forma en la
que me hacía responsable si acaso se desencadenaba una epidemia de muertos
en los alrededores.
La cuarta me conmovió. Se trataba de una pareja de adultos mayores que
buscaba a su hija —una muchacha llamada Lívida—, que tenía las
características de la que yo ofrecía en mi anuncio, pero debía estar viva,
no muerta, y con los labios purpúreos, no violáceos.
Después de una semana sin que alguien más la reclamara, creí prudente,
aunque no quería, llevarla a la oficina de salud para que se hicieran cargo
de ella, pues comenzaba a oler mal pese a mis cuidados y a mis baños con
bálsamo y sal de cocina. Se me ocurrió entonces que podía llamar a la pareja
y convencerlos de que se trataba de su hija, pero descarté la idea porque me
pareció que sería cruel hacerles perder la fe en que su Lívida estuviera
respirando aún. Decidí mejor ofrecérselo al hombre de la voz aguda, quien
aún no había encontrado el cadáver de su pariente ni lograba tranquilizar a
su familia.
Cuando lo tuve al teléfono, le sugerí que aceptara el cadáver que estaba en
mi cocina y lo presentara a los suyos —en un ataúd sellado— como el del
pariente que habían perdido, así haríamos dos favores: le daríamos entierro
a esa niña y calmaríamos a los parientes de él. Aceptó encantado y llegó a
recogerlo unas pocas horas después.
Lo reconocí de inmediato por la mirilla, no por el rostro de doliente
esperanzado, sino por las manos, que eran tan finas como decía su voz. Abrí.
Nos saludamos con un apretón de manos y sin sonrisas, como hacen los viejos
desconocidos. Luego de que le di el pésame, me comentó que era yo mucho más
alto de lo que había imaginado. No quise continuar con la conversación para
evitarle la incómoda situación de tener que decirme que no sabía cómo
agradecerme. Sabía que estaba ansioso y que tenía prisa, así que lo conduje
a la cocina para entregarle a la muchacha.
Juntos la introdujimos en el ataúd que había él llevado y que llenamos con
objetos varios de mi casa para que pesara lo que pesaría el muerto de él si
lo hubiera encontrado. Al final, me pidió discreción. Yo
se la juré, como cualquier buen ciudadano habría hecho, y le ayudé a cargar
el ataúd hasta el automóvil de la funeraria, que nos esperaba fuera.

Hechos de un buen ciudadano (parte 1).
Claudia Hernández.