Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Golfo de penas.

Francisco Coloane.
Golfo de Penas.
 
A través de grandes mares arboladas, llevábamos dos días en medio del golfo de Penas luchando contra un temporal del noroeste. Era esa mar gruesa, pesada,
que como montañas de agua queda bailando después de la tempestad; la mar de ese golfo que poco tiempo atrás había hecho registrar a la escuadra norteamericana
el temporal más grande soportado en sus últimos cuarenta años de navegación por todas las latitudes del globo.
Entre ola y ola nuestro barco se recostaba como un animal herido en busca de una salida a través de ese horizonte cerrado de lomos movedizos y sombríos.
—¡Agárrate, viejo! —dijo un marinero, haciendo rechinar sus dientes y contrayendo la cara como si un doloroso atoro le anudara las entrañas. El barco,
cual si lo hubiera escuchado, crujió al borde de una rolada de cuarenta y cinco grados, y fue subiendo quejosamente sobre el lomo de otra ola, semirrecostado,
pero ya libre de la vuelta de campana o de la ida por ojo.
La cerrazón de agua era completa. Arriba, el cielo no era más que otra ola suspendida sobre nuestras cabezas, de cuya comba se descargaba una lluvia tupida
y mortificante.
De pronto, emergiendo de la cerrazón, apareció sobre el lomo de una ola una sombra más espesa; otra ola la ocultó; y una tercera la levantó de nuevo, mostrándonos
el más insólito encuentro que pueda ocurrir en estos mares abiertos: un bote con cinco hombres.
Raro encuentro, porque por ese golfo sólo se aventuran buques de gran tonelaje. El nuestro, con sus trece millas de máquina, hacía más de veinticuatro
horas que estaba luchando por atravesarlo de sur a norte, y una cascara de nuez, como ese bote minúsculo, no podía tener la esperanza de hacerlo con ese
tiempo en menos de una semana hasta el faro San Pedro, primeros peñones de tierra firme que se hallan al sur del temido golfo.
En medio de los ruidos del temporal, la campana de las máquinas resonó como un corazón que golpeara sus paredes de metal y el barco fue disminuyendo su
andar.
Era un bote de ciprés, rústico, ancho, de gruesas cuadernas que mostraban su pulpa sonrosada de tanto relavarse con el agua del mar y de la lluvia. Los
cuatro bogadores remaban vigorosamente, medio parados, afirmando un pie en el banco y el otro en el empalletado, y mirando con extraña fijeza al mar, especialmente
en la caída de la ola, cuando la falda de agua resbalaba vertiginosamente hacia el abismo. El patrón, aferrado a la caña del timón, iba también de pie,
y con una mano ayudaba al remero de popa con un envión del cuerpo, con el que parecía darles fuerza a todos, que, como un solo hombre, seguían el compás
de su impulso. De tarde en tarde algún lomaje labrado escondía al bote, y, entonces, semejaban estar bogando suspendidos en el mar por un extraño milagro.
Cuando estuvo a la cuadra, le lanzaron un cabo amarrado a un escandallo, que el remero de proa ató con vuelta corrediza a un eslabón apernado en su barco.
La cercanía se hacía cada vez más peligrosa. Las olas subían y bajaban desacompasadamente al buque y al bote, de tal manera que, en cualquier momento,
podría estrellarse el esquife haciéndose pedazos contra los costados de fierro del barco. Una escalerilla de cuerdas fue lanzada por la borda y, cuando
la cresta de una ola levantó el bote hasta los pescantes mismos del puente, en la bajada, de un salto, el patrón se agarró a la escalera y trepó por ella
con la agilidad de un gato. Puso pie en cubierta, y como una exhalación ascendió por las escaleras hasta el puente de mando.
Arriba, patrón y capitán se encerraron en la cabina. Estábamos a la expectativa. Los remeros manteníanse alejados a prudente distancia con su cascara de
nuez; el barco encajaba la proa entre las olas y la levantaba como una cabeza cansada, sacudiéndola de espumas. El contramaestre y los marineros estaban
listos con la maniobra para izar el bote a bordo en cuanto el capitán diese la orden.
Los minutos se alargaban. ¿A qué tanta demora para salvar un bote en medio del océano?
La expectación se aminoró cuando vimos salir al patrón de la cabina. Hizo un gesto molesto con la mano y bajó de nuevo las escaleras con su misma agilidad
de gato. Pero la orden de izar a los náufragos no se oyó. Nuestro asombro, entonces, aumentó.
Pasó a mi lado, me enfrentó con una mirada fría y enérgica. Quise hablar, pero la mirada me detuvo. El hombre iba empapado; llevaba el cuerpo cubierto
por un pantalón de lana burda y un grueso jersey; la cabeza y los pies desnudos; el rostro, relavado como el ciprés de su bote por la intemperie, y en
todo su ser una agilidad desafiante, con la que parecía esconderse apenas del castigo implacable de la tempestad.
Cruzó de nuevo como una exhalación, saltó, por la borda, se aferró en la escalerilla, y, aprovechando un balanceo, estuvo de un brinco agarrado de nuevo
a la caña de su timón.
—¡Largaaa! —gritó, y el proel desató el cabo, lanzándolo al aire con un gesto de desembarazo y de desprecio. Los remeros bogaron vigorosamente, y el bote
se perdió detrás de una montaña de agua. Otra lo levantó en su cumbre y después se esfumó como había venido, como una sombra más oscura tragada por la
cerrazón.
En el barco, la única orden que se oyó fue la de la campana de las máquinas, que aumentó el andar. Los marineros estaban estupefactos, como esperando algo
aún, con las manos vacías. El contramaestre recogía el cabo y el escandallo con lentitud, desabrido, como si recogiera todo el desprecio del mar.
—¿Por qué no los llevamos? —pregunté más tarde al capitán.
—No quiso el patrón que los lleváramos en calidad de náufragos —me contestó, añadiendo—: Cuando le pedí que me dijera la razón, repuso:
«—¡Somos loberos de la isla de Lemuy y vamos a los canales magallánicos en busca de pieles! ¡No somos náufragos!
»—¿No saben que la autoridad marítima prohibe salir de cierto límite con una embarcación menor? ¿Piensan, acaso, atravesar el golfo con esa cascara?
»—¡No es una embarcación menor, es un bote de cinco bogas y todos los años en esta época acostumbramos atravesar con él el golfo! ¡Lo único que le pedimos
es que nos lleve y nos deje un poco más cerca de la costa; nada más!
»—Si los llevo debo entregarlos a las autoridades de la capitanía del puerto de su jurisdicción.
»—¡No, allí nos registrarán como náufragos…, y eso… ni vivos ni muertos! ¡No somos náufragos, capitán!
»—Entonces, no los llevo.
»—¡Bien, capitán!».
Y haciendo un gesto con la mano, el patrón había dado por terminada la entrevista.
Sin poderme contener, proferí:
—¡Así como los dejó peleando con la muerte aquí en medio de este infierno de aguas, pudo haberles dado una chance dejándolos más cerca de la costa! ¿Quién
le iba a aplicar el reglamento en estas alturas?
—¡Era un testarudo ese patrón! —me replicó el capitán, y mirándome de reojo, agregó—: ¡Si me ruega un poco lo habría llevado!
Afuera, la cerrazón se apretaba cada vez más sobre el golfo de Penas.
 
 
Golfo de Penas.
Francisco Coloane.