Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Tierra de olvido.

Francisco Coloane.
Tierra de olvido.
 
A medida que penetrábamos tierra adentro, el paisaje se iba haciendo cada vez más sombrío e inquietante. La sordidez de algunos pasos destemplaba el ánimo
y hasta los caballos paraban las orejas, atemorizados de algo que no se veía, pero que estaba allí tan vivo como la roca desnuda.
Nuestro sendero bordeaba a veces el abismo, y ante la visión del río, fragoroso, corriendo allá abajo en lo profundo, hombre y bestia quedábamos suspendidos
unos instantes, tratando de recostarnos contra la pared de piedra que nos empujaba con su grávida fuerza hacia el vértigo. Entonces no éramos nada; sólo
nos parábamos un poco más en los estribos, nos aferrábamos a las riendas, y el caballo, por sí solo, salía tranqueando con impávida firmeza sobre la árida
roca.
En un recodo en que se hinchó el pecho del monte, vimos por última vez el mar. Y fue como si hubiéramos perdido algo…, algo que nunca más volveríamos a
recuperar.
Ahora comprendíamos la desapacible inquietud que nos embargaba a medida que nos internábamos en ese desolado paisaje. El mar, aunque celoso y violento
cuando se está en medio de él, desde esa lejanía era un compañero inmenso, un manso llano de paz, cuya vista infundía quietud, y, sobre todo, esa vaga
e indefinible sensación de la esperanza.
Hay paisajes, como instantes de la vida, que no se borran jamás de la mente; vuelven siempre a traspasarnos desde adentro, cada vez con mayor intensidad.
Este en que dimos la última mirada al mar es uno de ellos; allí volvimos la cabeza para no perder la postrera visión de esa esperanza y entrar de lleno
en aquella tierra de olvido.
Nuestra ruta, paralela al Baker, se interrumpió de pronto por un corte a pique, y a nuestra asombrada vista se extendió un grandioso valle, cuyos pastizales,
partidos por el viento encajonado, semejaban la fina felpa de una nutria hendida por el soplo del experto. Era un tajo inmenso dejado por un ventisquero
en el corazón de la montaña, uno de esos ríos de hielo milenario, desaparecido, cuyo lecho de légamo hacía la fertilidad de esa pradera.
Tuvimos que abandonar la dirección paralela al río y doblar hacia el sur, bordeando este otro río seco, en busca de una bajada. Sólo al cabo de algunas
horas el espinazo cordillerano empezó a inclinarse y pudimos avistar el fondo del valle que se perdía como una garganta profunda en la montaña. Un oído
sin luz nos permitió columbrar apenas dos cosas que aumentaron nuestra curiosidad: el valle terminaba y daba comienzo a un paredón de hielo que se encajaba
como una cuña montaña adentro; y abajo, a nuestros pies, junto a un boscaje de robles enanos y aparragados en la cumbre del primer promontorio que descendía
en el valle, se divisaba una casucha oxidada, pequeña y obscura, como algo aventado y detenido insólitamente en la más olvidada grieta de la tierra.
Bajamos, y empezamos a penetrar en el llano, cuyo alto pastizal nos llegaba hasta los estribos. Mas volvió a sobrecogernos la torva soledad de aquel lugar,
cuya visión desde las cumbres había sido por algunos momentos un oasis de descanso para nuestros ojos. El pasto crecía abundante y tupido como una sementera;
pero ni un pájaro, ni un huemul, ni un bicho en la tierra, interrumpía ese silencio, a través del cual sólo vagaba de vez en cuando el zumbido de la brisa
encajonada.
Recordábamos haber visto algo semejante en el hueco dejado por un ventisquero gigantesco en la bahía de Yendegaia, en el canal Beagle; pero ahí el hombre
había llevado el rumor de la vida y doce mil ovejas apacentaban en las llanadas que llegaban también hasta los vestigios del hielo milenario.
Anduvimos en dirección a la casucha. El silencio se hacía cada vez más letal y sólo de tarde en tarde la serpentina ululante del viento se rasgaba en las
oquedades del valle; después, nuevamente ese silencio…, hasta que…
Un aullido plañidero nos partió como un rayo los nervios y los caballos saltaron despavoridos. Casi perdimos los estribos; a fuerza de rienda y espuela
los doblegamos, pero siendo, como es, el animal que más se espanta con lo desconocido, sus narices latían, sus ojos relampagueaban y sus patas se estremecían
con un temblor que jamás tuvieron frente a la incertidumbre del abismo.
Palmeteándoles en la tabla del cuello logramos aquietarlos; pero no había transcurrido un minuto cuando se dejó oír de nuevo el aullido, esta vez menos
penetrante y agudo, como el balido de un lobo enfermo o herido. Bastaron unos riendazos para contener a los caballos de nuevo.
Detuvimos la marcha y esperamos. El silencio pesaba como el plomo del cielo.
Mas, en el momento en que íbamos a proseguir el camino, abriéndose paso entre el pastizal, surgió un extraño animal: era un perro de aguas con algo de
lebrel; pero un lebrel de cara chata, con los belfos como de un lobo y de abundante lana en los flancos, tiesa y larga, igual que la de la foca peluda.
Era una mezcla rara y repugnante, como la de las hienas, de patas delanteras tan altas que parecían arrastrar el cuerpo cuando andaba. Surgió muy cerca
de mí, y antes de que pudiera abalanzarse sobre la cabalgadura, preparé mi carabina y apunté, pero al instante Clifton, mi compañero de viaje, tomó el
caño de la winchester y me lo desvió. En ese momento mismo apareció también un hombre de entre el pastizal, y tomando al perro, llamémoslo así, de una
oreja, se puso junto a él.
Clifton se acercó y le habló algo que no pude entender. El hombre respondió con una voz gutural ininteligible, y señaló el fondo del valle, como indicándonos
el camino.
Avanzamos, con él a la retaguardia y siempre con el perro agarrado de la oreja, hasta el borde del cerro en cuya cumbre estaba la casucha; pero no nos
dejó llegar hasta ella; poniéndose frente a nosotros profirió, con su voz gutural, otra vez algo, y como amenazando con el perro indicó nuevamente el contrafuerte
cercano.
Seguimos la dirección que nos señaló mientras él nos espiaba desde el faldeo. Cuando nos perdimos en el valle el aullido escalofriante del perro se dejó
de nuevo oír, pero el extraño animal llego solo hasta las cercanías de nosotros, pues en el momento en que parecía alcanzarnos otro aullido gutural brotó
del hombre, y el perro, levantándose en dos patas, dio un amenazante rodeo junto a las ancas de los caballos, levantó el hocico, emitió su balido ululante
y volvió hacia donde estaba su amo.
Al cabo de un rato, cuando empezábamos a ascender por el contrafuerte, se dejó oír otro ulular menos agudo pero más profundo; así también nos estremecimos,
hondamente, pero el hombre y la bestia habían quedado muy atrás; era el viento el que bajaba silbando por el sombrío cañadón.
Luego, detrás de nosotros, empezaron a repechar las primeras sombras de la noche, y poco a poco todo se fue poniendo obscuro y apretado como un solo corazón;
como el pétreo corazón de esa naturaleza desintegrando hasta la última brizna humana en su milenaria desolación.
Clifton, a cuya pequeña estancia en el interior del Baker nos dirigíamos, nunca se adelantaba a explicar o señalar nada. Dejaba que las cosas se explicaran
por sí solas, y sólo cuando no ocurría así, intervenía enseñando lo que sabía del lago, del animal, del monte que ya habíamos dejado atrás. No sé si esto
lo hacía por sabiduría o temperamento; el caso es que, de esa manera, uno aprendía las cosas mejor y no las olvidaba tan fácilmente.
Cuando trasmontamos el primer contrafuerte del valle y llegamos a un extenso faldeo en que empezaba la selva de robles aparragados, se hizo tan negra la
noche que decidimos pernoctar.
Con su baquía cordillerana, Clifton encendió una buena fogata, y nos dispusimos a merendar el charqui que llevábamos a los tientos.
En el momento en que preparábamos nuestros respectivos tarros «choqueros» me dijo de sopetón:
—¿A qué atribuye usted el estado de ese hombre que encontramos en el valle?
Clifton siempre hablaba acortando caminos, como si uno ya hubiera desarrollado la mitad de la conversación y no le quedaran más que las conclusiones.
—¡A una desintegración producida por la naturaleza! —respondí, tratando de ser preciso, pero al darme cuenta de que había resultado pedante, alcancé a
agregar, a manera de excusa—: ¡Una vez estuve tres días sobre unas rocas, y cuando pasaron a recogerme, casi gateaba ya como una jaiba!
—También he experimentado eso que usted llama «desintegración» continuó Clifton, pronunciando esa palabra como si masticara una estopa insípida. La naturaleza
primero lo «desintegra» a uno, y luego lo «integra» a ella como uno de sus elementos. En la primera etapa parece que se fuera a desaparecer, algunos perecen,
y en la segunda se renace con un nuevo vigor; así tal vez selecciona y destruye lo que más le conviene. Aquello ocurrió en mis mocedades, en una ocasión
en que estuve tres años solo en un puesto ovejero de la Tierra del Fuego, cerca del lago Fagnano. Fue algo así como si hubiera dejado de ser yo mismo.
Comencé por perder el hábito de leer; los asuntos de los libros me parecían vanos, insignificantes, y prefería al pensamiento más profundo de Platón el
rumor de una hoja. En seguida dejé de reflexionar y casi de pensar. Estaba anonadado. Era cruel. Luego me di cuenta de que los pensamientos que se habían
alejado de mi mente estaban siendo reemplazados por otros, y empecé a resurgir, pero a través de una transformación fundamental de esas facultades. Con
ello, las cosas empezaron a adquirir cierto valor misterioso; por ejemplo, un musgo ya no era para mí sólo una hierba verdinegra que crecía sobre la corteza
terrestre, sino algo de más valor que me acompañaba en la vida, como mi perro y mi caballo. Desde el vago terror que empezaron a producirme las sombras
de la noche, hasta la alegría de la alborada, que sólo había presentido en el canto de los pájaros, todo estaba allí, en la naturaleza, ante la cual me
faltaban ojos, sentidos, mente, para ver, escuchar y reflexionar.
Tuve que irme de aquel lugar y hacer un esfuerzo supremo para volver a abrir un libro y encender dentro de mí esa luz que sólo surge en el interior de
las cuatro paredes de la casa. ¡Cómo pudiéramos llevar la civilización a la naturaleza y la naturaleza a la civilización! ¡Ah…, no sabe usted lo que significa
encontrarse con una estufa caliente dentro de cuatro paredes en medio de estas Soledades!
Nos conocíamos con Clifton desde nuestra infancia en Punta Arenas; habíamos trabajado juntos en una estancia del oriente fueguino, y como su vida era su
charla: tomaba repentinamente el sendero más inesperado y no sabía ni él mismo a dónde iba a parar; además de esa peculiaridad de hablar como si lo que
él sabía lo tuviese que saber también todo el mundo. Por eso tuve que pararlo, un poco en seco y llevado al tema que parecía haber olvidado.
—¿Y lo del hombre del valle y su extraño perro?
—¡Ah…, lo que le aconteció al viejo Vidal es algo más que una «desintegración»! —prosiguió, mascando con cierta ironía la para mí también ahora cada vez
más fofa palabra—. Lo del perro no me lo explico. Hay en el museo salesiano de Punta Arenas un caballo reconstituido que tiene la piel exactamente igual
que la de un guanaco, es un verdadero «caballo-guanaco»; pero no me parece posible que pueda haber una cruza entre una foca y un perro…, de la que se pudiera
creer que salió ese engendro. ¡Así como el lago Fagnano me cambió a mí hasta el modo de pensar, bien pudiera ser que esta naturaleza, donde parece haber
cambiado hasta Dios, haya transformado generaciones de perros hasta sacar ese producto de extraño pedigree! A propósito de esto, recuerdo haber encontrado
en una isla del canal Moraleda una manada de ratones que se echaban al agua para mariscar y pescar, y se enroscaban de la cola en los árboles para poder
cazar los pájaros. La cola habíaseles desarrollado extraordinariamente y las patas las tenían como «champallas». ¿Cómo llegaron esos ratones allí? ¡Nadie
lo sabe; así como nadie sabe la forma en que llegaron los indios yaganes al Beagle! ¡Si éstos fueron arrojados, como se dice, en una canoa desde la Oceanía
hasta el cabo de Hornos, bien pudieron aquéllos haber venido hasta la isla inhospitalaria del Moraleda en un cajón parafinero arrojado desde el Corcovado
por algún naufragio! Por lo demás, hay hombres de ciencia que atestiguan que el lobo, el elefante, el leopardo, el dungungo o vaca marinos son descendientes
de sus congéneres de tierra adentro, que se «desintegraron» y «reintegraron» al mar. No es raro que por ese olvidado vallé galopen también los caballos
marinos, que más de alguno dice haber visto entre la espuma de las olas. No se olvide usted, además, que en esta tierra puede haber de todo, ya que más
de una expedición alemana ha pasado Baker adentro en busca del plesiosaurio que pudiera existir aquí aún.
Vi que Clifton había olvidado completamente el tema de la conversación, y que en el vasto campo de su mente habían surgido innumerables senderos por los
cuales parecía lanzarse gozoso en busca de otros y otros más, que brotaban de un tallo inagotable como las ramas en el bosque. De ese bosque en que estaba
a punto de sumergirse lo hice salir de nuevo con otro empellón esta vez un tanto impertinente.
—¡Está muy bien —le dije—, pero usted se ha olvidado de explicarme el caso del hombre que encontramos en el valle!
«—¡Ah!…, el viejo Vidal… —prosiguió Clifton—, fue un hombre que trabajó durante muchos años en la Patagonia, con la ambición de llegar a ser alguna vez
libre y poblar tierras propias; pero, como usted bien lo sabe, no hay en todo el extremo austral de Chile una lonja de tierra buena que no esté ocupada
por las grandes sociedades ganaderas. Vidal oyó hablar de un valle encontrado por unos cortadores de cipreses en el interior del río Baker, y, después
de reconocerlo, invirtió los ahorros ganados en esos años de esfuerzo en ovejas e instalaciones para una pequeña estancia de ocho a diez mil animales.
»Con grandes sacrificios logró traer la primera majada para iniciar la explotación. El pasto era abundante. Le fue bien. Trajo a su mujer, a sus cuatro
hijos y, con los seis o siete peones y ovejeros, formó una pequeña colonia cuyas casas de techo rojo parecían cajas de fósforos nadando en medio del pasto
del extenso valle.
»Fue lo que se llama la “tierra de promisión”. Sacaba la lana a lomo de mula por el interior del Baker, y de allí la llevaba al Aysén o a Comodoro Rivadavia.
Entre sus proyectos estaba el de aprovechar el ciprés de la orilla norte del río para construir grandes lanchones con los que sacaría sus productos al
canal Messier, por donde surcan los barcos que pasan desde el estrecho de Magallanes hacia el golfo de Penas.
»No alcanzó a construir sus lanchones de ciprés. Si los hubiera construido, tal vez no estaría ahora allí convertido en lo que está.
»Lo que sucedió fue que un año el sol reverberó como nunca ocurre en estas regiones, a tal punto que las nieves se derritieron hasta las costras eternas
de la edad glacial.
»Vidal regresaba del interior del Baker, adonde había ido a dejar una parte de su cosecha de lana, cuando llegó al borde del valle y encontró el espectáculo
más desolador: ¡Todo había sido arrasado! El pasto estaba tendido, y sobre él yacían tirados por aquí y por allá los cadáveres de su mujer, de sus hijos,
de algunos de sus ovejeros y peones, ya putrefactos y comidos por una bandada de cóndores que se había enseñoreado en el valle. Las casas habían sido arrancadas
desde sus cimientos y desgajadas igual que si hubieran sido las cajas de fósforos que semejaban desde la distancia. La mayor parte de las ovejas habían
desaparecido, y las restantes, junto con los perros y caballares, estaban también tendidas allí atestiguando la magnitud de la catástrofe».
Clifton avivó la fogata con un tizón y se quedó un rato mirando en silencio los aleteos del fuego, que con su danza de luces y de sombras encogía y agrandaba
él corazón del robledal.
«Los arrieros que lo acompañaban dicen que perdió inmediatamente el habla —prosiguió Clifton—; pero yo pude hablar con él algún tiempo después, y, aunque
tartamudeaba, logré entenderle claramente lo que me relató. Ahora parece haber perdido totalmente el lenguaje, y, como usted vio, hasta la memoria, pues
hoy no me ha reconocido. Turbada su razón o no, el caso es que ha sido imposible sacarlo del valle, donde con los restos de algunas planchas de zinc construyó
ese rancho oxidado que se divisa desde la altura, y vive, no se sabe cómo ni de qué, rondando como una sombra los contornos, acompañado sólo de ese extraño
perro de aguas.
»¿Quedó este hombre clavado allí por el puñal de la desgracia en espera de sus últimos días? ¿Es el amor de su mujer muerta, de sus hijos, o de su hacienda
desaparecida, lo que lo ha amarrado definitivamente en el valle?
»¡Nada sabemos de lo que ocurre a veces en las almas golpeadas por la fatalidad! —prosiguió Clifton—. ¡Y no me extraña la actitud de Vidal, cuando he visito
a un pescador llevar en las tardes su comida al mar y arrojarla entre las olas, en el mismo lugar en que un día le fuera arrebatada su mujer! ¡Todas las
tardes aquel hombre esperaba un rato antes de echar la comida al agua, como si tuviera la esperanza de verla aparecer aún; luego, con renovada ilusión,
tiraba los trozos de pan al mar y vertía el tiesto, a cucharadas, cual si realmente estuviera dándole de comer a la boca amada!».
Clifton volvió a atizar la hoguera y se quedó abstraído.. El reflejo de las llamas subía por sus ojos verdes como una corriente de aguas encendidas, que
a veces se volvían obscuras, empañadas por el paso de alguna sombra.. Respeté su silencio, pero se hizo tan largo que temí hubiera dado término a la narración.
¿Creería Clifton, en su peculiar manera de ser, que yo daba por sabida la causa de la destrucción de la estancia de Vidal? No aguanté más e interrumpí
su abstracción.
—¿Y cuál fue la causa de lo ocurrido en el antiguo lecho del ventisquero?, —le pregunté.
—¡Ah!… —exclamó Clifton. Y como viera que no volvía del todo en sí, agregué:
—¿Una salida de mar, acaso?
—No. El mar está muy lejos de aquí.
—No se olvide —le dije— que en Ultima Esperanza el mar horada la cordillera de los Andes hasta la cercanía de la pampa patagónica.
—Sí —me respondió—, pero el seno de Ultima Esperanza es de una formación muy distinta, tal vez del mismo origen que la que hizo que el estrecho de Magallanes
tajeara la cola de América y atravesara la cordillera andina hasta el mismo océano Atlántico. Aquí, el caso del Baker es un hecho insignificante comparado
con esos colosales fenómenos prehistóricos.
»Lo que aconteció en el lecho de este ventisquero fue debido a una inundación que, de tarde en tarde, en forma extraña y caprichosa, azota el valle. Pueden
pasar cuatro años o más sin que nada ocurra; pero el día menos pensado una ola de agua sube por él y lo cubre hasta varios metros de altura; luego desciende,
y si en la subida no logró arrasarlo todo, lo hace en la bajada, pues la corriente vertiginosa se va, con el mismo ímpetu con que llegó por la boca del
valle, y desciende casi al mismo nivel de las aguas del río.
»Yo me he explicado el fenómeno observando lo que ocurre en algunos afluentes del lado norte del Baker. Allí, cuando los inviernos son malos y los veranos
benignos, se producen aluviones y rodados, con desprendimientos de árboles gigantescos, robles y cipreses que se atascan en las gargantas por donde corren
esos ríos, formando de esta manera grandes represas que un buen día rompen el taco que las contienen y se desbordan furiosamente, haciendo subir el nivel
de las aguas. Como el Baker también corre entre gargantas y acantilados profundos, estas aguas van a inundar con gran violencia todos los valles y boquetes
que encuentran debajo de su nivel.
»Esto fue lo que sucedió con el lecho del antiguo ventisquero. El afluente que baja al Baker en sus cercanías acumuló durante mucho tiempo el material
para sus represas; algún deshielo extraordinario aumentó el poder de las aguas, y un día cualquiera irrumpieron arrasándolo todo».
—¿Nadie ha vuelto a intentar la ocupación del valle? —pregunté.
—Nadie —respondió Clifton, y concluyó—: Desde el estrecho de Magallanes hasta el golfo de Penas, entre los innumerables canales y fiordos, hay muchas hermosas
praderas como ésta, y nadie sabe por qué están abandonadas. ¡Son tierras de olvido!
 
 
Tierra de olvido.
Francisco Coloane.