Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Uñas contra el acero del máuser.

Miguel Briante.
Uñas contra el acero del máuser.
 
—Como a las siete ya había pasado el teniente con la camioneta y se fueron a buscar las minas —dijo Caminos, el Cordobés, que ya no paraba de hablar de
eso.
—A las siete —dije, por decir algo.
—O cloc —dijo, mirándome, la boca agrandada y los dientes desparejos, blancos.
Se había acostumbrado a decir eso. Se lo había escuchado a Raquel, un día de visita. Yo le había prometido a Raquel escaparme, esa noche, y le estaba diciendo
la hora. Más allá los ojos de Caminos se clavaban en su cuerpo. Después de cruzar la puerta, a los diez metros, antes de subir al coche ella se había dado
vuelta y lo había dicho, imitando las voces de las series norteamericanas.
—O cloc, che porteño —repetía Caminos—. A las siete o cloc.
El patio de tierra de la guardia era una mancha oscura, con el agujero de las brasas en el medio, como un pozo. Vigilábamos el asado, asomados a ese pozo,
y el fuego nos pegaba en las caras que el sol de febrero había hecho parejas, casi iguales. A las siete, pensé. Y fue como sentir de nuevo ese empujón,
ese golpe en el brazo; el rebote cauteloso, lento, de la rabia en el cuerpo. Esa voz, el día anterior, a las siete, apenas un susurro saltando treinta
centímetros, un susurro a la medida de la baldosa que nos separaba, tan justito, una rajadura rompiendo el borde cerca de mi pie derecho, y el cigarrillo
en el medio. El cigarrillo largo, recién encendido, en el suelo, cada vez más gris.
—¿Qué le pasa, soldado, no le gusta que le peguen?
Mi voz:
—No me pasa nada, voluntario Ramírez.
—Porque si no le gusta puede quejarse al comodoro, soldado.
Mi propia voz:
—Entendido, voluntario. ¿Me puedo retirar, voluntario?
—Marche, soldado.
Otra vez mi voz:
—Voy a marchar, voluntario.
Y mis tacos, las caras de los otros enfrentándome en silencio. Las caras de dos o tres porteños, las caras de los cordobeses, más tercas, menos moldeadas
por el sol de febrero y marzo, oscuras desde antes. Como la cara del cordobés Caminos que ahora, en el patio de la guardia, también se acordaba de algo
que había pasado el día anterior, a las siete, y todos lo mirábamos acordarse.
—Unas yeguas, se trajieron —decía— ,unas ancas así —decía—, una rubia y otra más morocha con el pelo hasta acá —decía.
—¿Estaban bien? —dijo Quinteros, un porteño.
Caminos pareció no oírlo. Desenvainó el sable bayoneta y pinchó un poco de carne. Lo dio vuelta; la grasa contra el carbón. Sonaron tres o cuatro gotas.
Un cordobés dijo.
—Tanto cuidar el asado, y se lo van a comer los zumbos.
—Yo siempre rasco un poquito de todo —dijo Caminos—, igual que anoche en el casino. Además dicen que esto en la punta tiene como un veneno, por la grasa
de la vaina.
—Entonces dale un pedazo a Laporta —dijo Quinteros.
La cara de Caminos se endureció; a la piel le daba el lento castigo del fuego y era blanda como la de todos; pero los huesos crecían, abajo. Prendí un
cigarrillo y pensé en Raquel; esperaría hasta quedarse dormida, tibia, nerviosa, en la pieza de la calle Medrano. Bastaba cruzar la tranquera del fondo,
avisar a los del puesto número tres que iba a volver a las cinco, que no me dieran el alto. Cruzar el campo, esperar el colectivo en la autopista. Di una
pitada larga, sin soplar el fósforo. Vino el viento y el frío volvió con la voz de Caminos.
—Mirai al porteño —dijo—, tai pensativo. Esa mina te dio algo, che.
Quinteros me sacó el cigarrillo. Pitó fuerte; dos bichos redondos, brillosos, se clavaron en el vidrio de sus lentes. Habló como para ayudarme.
—¿Así que el teniente Laporta te la dio, Cordobés?
Los ojos de Caminos se corrieron de golpe a la derecha, volvieron a recorrernos a todos, quedaron fijos en Quinteros como si hubiera sido el mismo teniente.
—Ya las paga —dijo—. El suficial me preguntó en qué se había ido tanta cosa, anoche. Y el comodoro se va a enterar. Por las minas —dijo, y me miró— ¿viste,
porteño?
Quinteros me alcanzó el cigarrillo.
—Qué saben estos negros —murmuró.
—Hablá bajo —le dije a Caminos—, que hoy está de turno. Y decime, a qué hora empezó la joda, che.
—No sé bien, porque yo estaba de guardia. Me llevaron porque no había otro del casino. De no, eligen un porteño, que son más vivos, dicen los ofiches.
Más cabritas, digo yo.
Un cordobés me sacó el pucho de las manos. El viento volvió, rasante, y pareció clavarse en las brasas, que nos incendiaron las caras. Caminos explicaba
que si no lo hubieran sacado de la guardia no estaría ahí esa noche.
—Justo hoy, que es sábado.
—No te quejés, Unquillo —dijo el que pitaba—, a lo menos le viste el culo a una mina, y encima comiste bien.
—Así, eran —dijo Caminos, describiendo un círculo con las manos—, y eso de la comida también. Ayer noche no comíamos ni los cordobeses. Así que vos, porteño,
habrás largado los chanchos.
Me miraron.
—No sé —dije—, anoche no comí.
—Arrastresé.
Lo miró fijo, despacio. Tenía una cara lisita, que se adelgazaba hacia abajo, donde crecía una pelusa rubia, nueva. Él estaba firme; jadeaba, apretaba
las palmas de las manos contra las piernas. Oía su propia respiración, por encima del susurro de los otros, por encima del choque de doscientas cucharas
contra el plato, por encima del ruido de doscientas bocas. Todos miraban de costado, seguían el movimiento de su pecho, acompañaban el ritmo del soldado
Aldazábal con el ritmo de sus cucharas. Cuando había entrado, saltando, en cuclillas y saltando con las manos en la nuca, habían marcado sus saltos. Algunos
se reían.
—Arrastrarse carajo —decía la voz.
Y el ruido era su propio cuerpo, chocando en el suelo. Ahora le veía los borceguíes, a dos centímetros de sus ojos. Respiró hondo; sintió la tierra del
piso entrando lenta por nariz, como un humo.
Vio moverse el pie derecho, levantarse apenas, y alcanzó a esquivar la patada en el hombro. El pie le rozó el brazo y al mismo tiempo sintió un dolor agudo,
sintió la pata de una mesa incrustándose en su brazo izquierdo. Abrió los labios y los apoyó en el piso, apretándolos hasta que el jadeo se confundió con
ese fresco sucio de las baldosas.
—Arrastrarse con el voluntario Molina —gritaba el voluntario Ramírez.
Aldazábal lo sentía, de atrás. Golpeaba la suela de sus borceguíes con alguno de sus pies, cada vez más fuerte. Alzó la vista sin sacar los labios del
piso; en la puerta del comedor, a quince metros, reconoció los botines lustrosos de Molina. Empezó a arrastrarse, despacio. En la otra punta del comedor
gritaba Molina.
—Pero mire cómo se arrastra el soldadito. Pero dónde se cree que está el soldadito, ¿en un liceo de señoritas? —afinando la voz y después gritando—: Conmigo
arrastrarse marche, carajo.
Aldazábal clavó los codos en el piso y miró hacia atrás. Ramírez, encima de él, miraba a Molina, sonriendo. Tenía los dientes sucios, desparejos; el uniforme
verde le quedaba grande, parecía un globo mal inflado. Empezó a mover los codos, a oír el ruido de sus propios borceguíes rayando las baldosas; un pucho
aplastado le rozó la cara. Molina se había acercado y escupía el piso, medio metro adelante. Por encima del murmullo del comedor —allá, muy arriba, donde
estaba también ese olor agrio de la sopa, las caras borrosas— se oía el ruido de la garganta de Molina y el chasquido, seco.
—Ahí está —decía Ramírez, sobre su espalda casi, mientras pateaba sus borceguíes—, que el soldadito limpie eso.
—Bien limpio, carajo —dijo Molina, y afectaba la voz—, como el piso de una facultad.
Se oyeron dos chasquidos, un poco más lejos.
Sin mirar las manchas, a las que se acercaba despacio, Aldazábal empezó a moverse. Mira por debajo de las mesas, calculando los puntos distantes. Un montón
de tierra, un poco de comida volcada.
Mientras sentía el primer contacto de su pecho con esa humedad pegajosa que su cuerpo iba alisando, borrando del piso, oyó la voz de Ramírez, que ya estaba
cerca de Molina, delante de él, en la punta de la primera mesa.
—Ahora vamos a hacer un concurso —decía—. El que escupa menos se queda sin salida mañana —y le tocaba el hombro al primero de la fila—. Sentados, nomás,
sentados. Se dan vuelta y escupen. Empiece usted.
Aldazábal cerró los ojos. Antes había medido el largo del comedor, había contado las veces que tendría que hacer ese largo, ida y vuelta en cada mesa,
en zig-zag. Oyó el primer chasquido en el piso. Clavó los codos, aplastó la cara y empezó a arrastrarse más lentamente que antes, para darle tiempo a los
demás soldados, a los doscientos chasquidos en el piso que iba a tener que escuchar.
—Te salvaste porque llegó el capitán —dijo Lindón, un riojano.
—De la última mesa —dije—. Che, Córdoba, una seca es una seca. No te fumes todo el pucho.
—Tomá —dijo Caminos—. ¿Qué te pasa? La mina no te trajo cigarros hoy.
Eran las once, tal vez las doce. La oscuridad nos aplastaba los hombros; nos mirábamos en las brasas, como en un espejo. Caminos y otros más se hamacaban
en un banco. En ese mismo banco habíamos estado juntos —Raquel y yo— unas horas antes, a unos metros de la guardia. Había sido como siempre: los silencios
que estirábamos, mirándonos, para no gastar demasiado pronto la tarde; las manos juntas, los nervios de sentirnos mirados, vigilados, cada vez que un cabo
detenía la vista en Raquel, en las piernas de Raquel. Cuando se fue, el sol se enfriaba en su pelo rubio. La noche, esta noche que ahora nos invadía, crepitando
en el fuego, había empezado cuando el bulto de su cuerpo llegaba a la autopista, lejos.
—No —decía Caminos—, si es como yo digo. A lo primero te traen todo por lástima. Después se acostumbran, se visten, andan por la calle dele moverse —movía
las manos abiertas en círculo—, piensan mi cocoito está haciendo la concrición, mi cocoito que se encule, pero yo…
—Callate —dije—, ¿vos qué sabes de las minas, payuca? Meta torear y torear y después venís a que te escriba las cartas.
Por encima del fuego, me miró. La luz le daba en los labios húmedos, apretados; los huesos volvían a endurecérsele, a tensarse, como saliendo por su cuenta
de la sombra que manchaba su cara. La cabeza le nacía de los hombros, clavada de un golpe en el cuerpo.
—Allá —dijo, y cantaba como todos los cordobeses, como el voluntario Ramírez— por lo menos son nuevitas. Frescas. Acá son todas viejas, como anoche. A
mí no me gusta la carne cocida. Me gusta cocinármela yo.
Había sacado un cigarrillo arrugado, de alguna parte. Lo prendió con una brasa, que sostenía tranquilamente en las manos.
—Y por lo de las cartas ya podei callarte, le voy a pedir a otro.
—A un porteño, ¿no, Cogote? —le pregunté—, y eso que les tenés rabia.
—A Carnelutti, que es bien cordobés y estudia en la de Medicina.
—Por eso —dije—, es como si fuera porteño.. Es rubio y hasta va a la facultad.
Se oyeron voces en el puesto número uno, a veinte metros. El soldado de guardia se presentaba al oficial de turno. Oímos, clarita, la voz de Laporta, preguntándole
la consigna.
—Ahí está tu amigo —dijo Quinteros—. Pero contá, che Córdoba, cómo siguió lo de ayer.
Caminos nos miró fija, duramente. Sus manos hacían girar el cigarro; una linterna chiquita en los dedos. Cuando no pitaba la luz se perdía, gris. Miró
a los demás, como si no hablara para nosotros.
—Se me para nomás de contarlo. Comieron en la pieza del teniente y cuando se fueron los demás se metieron en el comedor.
—El otro…
—Era el capitán Saravia. Se le caía la baba cuando la rubia le puso las ancas encima.
Bastaba llegar a la ruta y esperar el colectivo. En un rato Ezeiza quedaría atrás. En Liniers las luces se adelantarían con la tibieza de Raquel, esperando
casi al final de la calle Rivadavia. Tendría los ojos pesados pero ya no dormiría. Podría estar dos horas con ella si se animaba a salir. Al próximo cambio
de guardia, avisarles a los de la tranquera.
Se lo dijo a Quinteros, mientras Caminos hablaba.
—¿Y si te llaman —dijo—, si salta algún tapón o hay un cortocircuito?
—Me juego.
—O si viene Ramírez —agregó—. Dije que no venía, pero. Si lo dejaban adentro, me iba a buscar.
—Che, Caminos —dice—, ¿cuál cargó con la mejor?
—Ese culiao de Laporta. A los dos minutos estaban en bolas y empezaron soldao de acá y soldao de ayá.
—Vos —dijo Quinteros— andarías tropezándote con los calzones —me miró—. No sabía que los milicos se sabían divertir a lo bacán.
—Con negras —dije.
Raquel podía estar bostezando, nerviosa; tal vez miraba el reloj. Sus piernas lisas. En la guardia el viento se arrugaba, se hacía áspero; nada más que
las brasas, crujiendo, y el ruido de Caminos, siempre hablando.
—Oílo al negro —dijo Quinteros—, está como para llevarlo a la facultad.
—A Filosofía, a ver las lolas de primer año —dije—. Che negro, ¿sabés lo que es una lolita, vos?
Caminos no escuchaba. Ahora se estaba acordando de Laporta, con la mujer encima. Se le crispaban los dedos; la rabia iba subiéndole por la piel oscura
mientras enumeraba las botellas de whisky, los grititos, los discos que le hacían poner para que las mujeres bailaran sobre las mesas, vistiéndose y desnudándose.
Laporta le había ordenado el firme, en una de ésas. Él ya no sabía para dónde agarrar, porque también había probado el whisky en la cocina. Tambaleando,
se cuadró. Laporta se le había acercado, y llamó a una de las mujeres. Descalza —nada más que con los calzones—, la mina se acercó y el teniente dijo que
lo tanteara.
—Tantealo —dijo—. Si está al palo, negro, no salís hasta marzo.
Él se esquivó. Laporta le ordenó abrirse el uniforme. Se lo abrió la mujer, despacio. Cuando la rubia llegó a tocarlo él se tiró para atrás.
—Y le dije que no me gustaban las viejas, que las dejaba para ellos.
Fue cuando Laporta le pegó.
—En plena cara, el culiao. Y le dije a la mano: quietita, porque se me iba sola al sable.
Tiró unas maderas al fuego. Nos miró a todos.
—Pero ya las paga. Le dije al suficial y dijo que el comodoro lo va a arreglar.
Me paré. El campo ni se veía; a dos kilómetros, por la autopista, de vez en cuando cruzaba una luz. Aquella grande podía ser la de un colectivo; iba para
el aeropuerto y no tardaría en volver. Pregunté si alguno tenía un capote de guardia que pareciese nuevo, de salida. Me estiraron uno. Me acerqué a Caminos.
Le puse una mano en el hombro.
—Vos sos muy machito, negro —le dije—. Así cualquiera se las arregla. Alcahueteando a todos nos iría bien.
Alguien, tal vez Lindón, desde lo oscuro, me miró.
Aldazábal, arrastrándose, escuchó el «atencioiooooón» y los tacos del capitán en la puerta ya lejana del comedor. Iba a pararse, pero el borceguí de Ramírez,
en su espalda, volvió a empujarlo contra el piso pegajoso, contra su propio overall empapado en esa frialdad viscosa que también sentía en el cuello, en
las manos. Por medio metro más —hasta que los pasos del capitán se alejaron hacia el detall— siguió limpiando la saliva de los otros. Ramírez le ordenó
algo.
—Parate, porteño —le ordenó.
Lo enfrentó, tratando de limpiarse los ojos.
—Firme —dijo Ramírez, mirándolo de punta a punta—. Ahora está bien sucio. Vaya, dígale que yo lo hice arrestar. Vaya.
Tratando de borrar la mueca de asco que le deformaba la boca, Aldazábal se fijó en Ramírez. Diecisiete, pensó, dieciocho años. La pelusa rubia, tierna,
asomando en la cara. Tenés miedo, cordobesito de mierda.
—A quién, voluntario —preguntó—, a quién quiere que le cuente.
—Firme, carajo —dijo Ramírez—. Cuéntele al que quiera. A cualquiera que me pueda bajar la caña. Al comodoro si quiere.
Los que estaban más cerca escuchaban. Era como un círculo de silencio; el movimiento de los tenedores se veía más allá, casi lejano. Aldazábal se pasó
la mano por la cara, apenas tocándosela, sin limpiarse.
—O al capitán —dijo.
—Sí —dijo Ramírez, y su voz era otra vez un susurro saltando la distancia justa entre los dos—, a Martínez.
Aldazábal alzó la voz:
—Al señor jefe de compañía, el capitán Martínez, querrá usted decir, voluntario.
Las manos de Ramírez se abrieron y cerraron, dos veces. Una lámpara se duplicaba, perdida, en sus ojos. Golpeó dos veces el sable bayoneta, que sonó seco,
en la pierna. El suboficial de semana había entrado al comedor; Aldazábal vio su figura en el vidrio de una ventana. Debía estar mirándolos.. Ramírez lo
agarró del hombro.
—Salto de rana —gritó—, salto de rana mar con el voluntario Molina.
Aldazábal se dio vuelta y quedó agachado. En una punta el cabo; en la otra, Molina. Empezó a saltar, lento.
—Carrera mar-cuerpo a tierra —gritó Ramírez.
El cabo lo miraba. Aldazábal se paró y caminó hasta Molina.
—Dije cuerpo a tierra, soldado —gritaba Ramírez detrás de él.
Aldazábal siguió caminando. El cabo entró hacia el detall. Ramírez se había acercado.
—No oye lo que dije, soldado. Cuerpo a tierra, dije. O piensa ir a contarle al capitán que le hice ensuciar la ropita.
Ahora Aldazábal estaba entre los dos voluntarios. Los demás habían dejado de comer. Todos escuchaban.
—No, voluntario —dijo en voz bien alta—; yo no necesito contarle a nadie. Yo me las aguanto solo.
La risa de Molina. Ramírez con la cara encendida, el cuerpo tenso.. Tenía los platos de Aldazábal en las manos.
—Conmigo —dijo, y salió a la galería.
El viento golpeó la cara de Aldazábal, aplastó la humedad de la ropa contra su piel. Seguía a Ramírez. Llegaron frente a los soldados que no tenían platos,
y esperaban turno para comer. Ramírez lo miró.
—Salto de rana.
Aldazábal se agachó desganadamente. Sentía el jadeo subiéndole otra vez a la boca. Saltaba sobre la punta de sus pies rítmica, pausadamente. Ramírez enfrentó
a los otros y mostró los platos de Aldazábal envueltos en la servilleta.
—A ver —dijo—, uno que no haiga comido.
—Haya —dijo Aldazábal.
Ramírez de dio vuelta, como luz.
—¿Qué dijo?
Aldazábal sonrió, contando sus saltos.
Ramírez temblaba. Trataba de hablar y era como si se le atrancaran los labios.
—Pero —tartamudeó, al fin—, pero usté, usté, soldado, ¿va a corregir a un superior?
Aldazábal había dejado de saltar. Seguía agachado; un calor raro, agradable, subía por sus piernas dobladas.
—De ningún modo, voluntario. Pero precisamente por eso, porque es un superior, debe hablar bien. Si no, estos cordobeses brutos cómo van a aprender a hablar.
Ramírez pateó el piso, una vez sola. Aldazábal sentía el viento en la cara; veía el campo y sabía que le iba a ordenar carrera hacia ese lado.. El pie
izquierdo de Ramírez empezaba a levantarse y se preparó para esquivar la patada. Llegó la voz del cabo: Ramírez se cuadró. El saludo, violento, le hizo
caer el birrete. Desde ahí escuchó la orden del cabo: ese soldado, al detall.
—Entendido, suboficial de semana —dijo Ramírez.
—La verdad —dijo Aldazábal, mientras se iba—, la verdad. A estos negros de afuera hay que enseñarles a hablar.
Y todavía se estaba escuchando cuando tuvo que cuadrarse ante el capitán.
—¿Qué le pasa, soldado? —dijo Martínez, haciendo señas de que los demás, incluido el cabo, salieran del detall.
—Nada, señor —dijo Aldazábal.
Y se corrió para atrás: la luz del escritorio le dio en la cara sucia, en la ropa pegajosa, y dijo:
—Saliva, señor.
Antes de que el capitán terminara de preguntar qué tenía en la ropa, en la cara, encajando esas dos palabras como una cuña, entre la pregunta y las palabras
que el capitán dijo enseguida, universitario soldado Aldazábal, no uno de esos negros brutos soldado Aldazábal, el mismo cabo se extrañó y me dijo soldado
Aldazábal, le daban órdenes y usted no las cumplía —con las charreteras brillantes y los pasos cortos y firmes recorriendo el detall—, si no supiera que
hay algún problema yo mismo lo milongueaba hasta matarlo, raro usted tan correcto, soldado Aldazábal —qué problema tiene con los voluntarios, descanso.
Aldazábal estiró el pie izquierdo, dejó las manos flojas. Y el capitán se iba poniendo rígido, la cara parecía tallada a martillazos por la luz que rebotaba
en los botones dorados, en las alas desplegadas con el escudo en el medio, mientras Aldazábal se detenía en los salivazos del comedor, aclarando que él
sabía que tenía que obedecer, pero que
—Que le contara a quién —dijo Martínez.
Estaba firme; su sombra iba por el piso, subía desde la cintura por la pared, como un recorte de cartón doblado.
—No sé, señor. Me dijo eso. Que ahora que estaba bien sucio le contara a usted o al comodoro. Me dijo: vaya a contarle a Martínez, si se le da la gana.
—Sí —le dije a Quinteros—, lo llamó. Y cuando salió del detall estaba hecho una furia. Olvidate de las salidas por un tiempo, me dijo. Que él se iba a
encargar.
—Macanas —dijo Quinteros—, Martínez sabe tratar a estos negros. Vos viste que son los peores, cuanto más bajo el grado. Los oficiales son otra cosa. Ahí
tenés a Martínez, cualquiera se da cuenta de que es un tipo bien.
—Por lo menos no dice «haiga» —me reí—. Los suboficiales son la resaca. Qué querés con tipos que empiezan una carrera sabiendo que nunca van a pasar de
subalternos y que cualquier alférez de veintidós años los puede joder. Caminábamos hacia la tranquera. Le había tocado el puesto a él, y como el cabo de
guardia no estaba lo mandaban solo para el relevo, sin las ceremonias de siempre. Hasta ese momento no me había preguntado quién sería el cabo de guardia.
Cuando Quinteros estaba de enfermero de turno —y su turno coincidía con el mío, de electricista— dormíamos en la sala destinada a los enfermos, casi siempre
vacía después del primer mes. Lejos del ruido de la cuadra, de las corridas al baño y al pie de la cama, de los saltos de rana y los cuerpo a tierra antes
de acostarse —a veces había que volver al baño, allá en la cuadra, aun después del silencio; entonces éramos doscientos tipos saltando en un rectángulo
de seis por tres, amontonados, pisándonos cada vez que tocábamos el piso, cayendo uno sobre otro en cada cuerpo a tierra, doscientos muñecos que movidos
por una voz caían y se levantaban, sudando, oliendo y jadeando hasta que los espejos se empañaban del todo, y alguno, el cabo o los voluntarios, escribía
las siglas de la compañía, escribía C.I.P.R.A. en los espejos y había que saltar de nuevo, tirarse y hacer salto de rana y jadear hasta que las letras
no se distinguieran más, borrar las letras, empañar los espejos una vez y otra vez—, lejos de eso, hablábamos. A veces, hasta tarde. De la facultad, de
coches, de mujeres. Ahora la noche se había amansado alrededor; quieta, llegaba como un eco desde los árboles y desde el campo. Parecía un sacrilegio hablar
de esas cosas —el capitán, el negro—; mejor hablarle de Raquel, o irme. Me abroché el capote.
—Qué me decís del negro Caminos —dije—, está loco con lo de anoche. Le relumbran los ojitos al pajuerano. Hoy me volvió con lo de siempre; que lo lleve
conmigo y le presente
—Algunas amigas tuyas —se reía—. Ya me veo al negro en La Biela, ¿con qué cara lo llevas?
Imaginé la escena.
—O en cualquier lugar más o menos —dije.
El colectivo estaría saliendo del aeropuerto. La luz cálida, íntima, de los colectivos vacíos a la una de la mañana; la ciudad, al rato, Raquel. Revisé
los botones del capote; los pantalones tapaban bien los borceguíes. Estaba por decir que me iba cuando oímos ruido entre los árboles —ya habíamos llegado
a la tranquera— y Quinteros dio el alto. Ahí nomás, estaba el reflector. Lo encendí: tres cabezas salieron disparadas hacia atrás, enormes contra los eucaliptos.
La luz destrozaba las caras, las diluía como una lluvia. Pero la voz eludía la luz, la cruzaba, áspera y clara. Conocida.
—Se te acabó —había dicho Quinteros, por lo bajo, antes de dar por segunda vez el alto.
—Cabo de guardia, rondín, soldado —cantaba Ramírez, allá atrás.
Aldazábal se despertó con la mano de Quinteros en el hombro. Preguntó si ya eran las siete.
—Las cuatro.
—A que es el negro —dijo Aldazábal.
—Te llama, dice que vayas a ver la luz del puesto número uno.
Salieron juntos. La noche parecía un brazo apretado, muy fuerte, contra ellos; violenta y fría y tramposa, con el verano escondido muy abajo, olvidado.
Una luz, en la autopista, se perdía tras el bulto de la confitería El Mangrullo, emergía de nuevo hacia el aeropuerto. El viento, una chapa de acero, de
frente; los borceguíes, un redoble en el asfalto. Lejos, relinchó uno de los caballos del Mangrullo; lo miraron levantarse, neblinoso, informe en ese socavón
del campo donde ya alentaba cierta claridad. Daban ganas de gritar fuerte, o de orinar en silencio, por el solo gusto de sentir algo caliente, vivo.
—Un mate —pensó Aldazábal en voz alta—, una taza de café.
—El negro —dijo Quinteros—, pedíselo a él.
Quinteros buscaba un cigarrillo.
—Anoche de nuevo —dijo— gran festichola en el casino. Terminó hace un rato. Esta vez fue el comodoro el que le hizo pierna a Laporta.
—¿Y el negro? Y Caminos, ¿se enteró?
Quinteros no encontraba el cigarrillo.
—Seguro, le tocó dos veces, cuando entraron y cuando salieron. Puesto tres.
Aldazábal oyó sus propios pasos, alejándolo de Quinteros. Oyó el chasquido del fósforo, a su espalda; se tanteó los bolsillos y puteó despacio, como si
pitara; dejó salir el vapor de su boca, con los labios apretados.
Se acercaba al puesto uno. Más allá, en el dos, Caminos le daba el alto a alguien. Se lo dieron a él.
—Electricista —dijo.
—Entendido, señor —dijo Caminos—, cincuenta metros más allá.
Ramírez lo esperaba en la casilla a oscuras. Se le veían los ojos fijos como buscando algo en Aldazábal, en su ropa. Una excusa, pensó Aldazábal, y se
miró las botamangas del overall que colgaban sobre los borceguíes..
—A ver, ingeniero, si arregla de una vez esta luz —dijo Ramírez.
—Entendido, voluntario —dijo Aldazábal.
—Cuerpo a tierra —gritó el teniente Laporta, cincuenta metros más allá.
Y Aldazábal prendió la linterna, en el puesto dos el máuser de Caminos se estrelló contra el piso; el teniente volvió a gritar, Aldazábal descubrió que
el cortocircuito lo había provocado Ramírez con un destornillador, el máuser de Caminos volvió a chocar allá lejos. Trabajó sosteniendo la linterna entre
el mentón y el pecho, mientras el negro lo miraba. De vez en cuando se le caía una herramienta y desde abajo podía ver los ojos del voluntario fijos en
él, esperando cualquier cosa. También llegaba la voz de Laporta, azuzando a Caminos, allá en el dos, y por los ruidos él sabía que Caminos estaba saltando,
encorvado, dolorido, mirando al teniente de la misma manera en que él debiera estar mirando al voluntario Ramírez, con los ojos brillantes de rabia, sin
sentir el dolor, mirar a ese negro de mierda demostrándole que no tengo miedo, haciéndole recordar lo de ayer, lo del capitán, las dos semanas adentro
que se va a tragar por joderme, mientras veía venirse el amanecer, afuera, y sus dedos dejaban de agarrotarse, empezaban a trabajar automáticamente con
los cables, la voz del teniente Laporta, los borceguíes del cordobés Caminos se acercaban, la luz se acercaba, ponía la caja en los tapones, el negro decía
que podía ir saliendo y una vez afuera le ordenaba salto de rana mar.
Lo miró. Ramírez, el voluntario, se reía. Aldazábal se agachó despacio, como el día anterior.
Está bien —dijo Ramírez—, no vaya a ser que vaya a contar.
—Saltá, negro de mierda —decía Laporta.
Y por un momento él, el soldado Aldazábal, y el otro, el voluntario Ramírez, se quedaron mirando al teniente y al soldado, ya bien de cerca. El cordobés
miraba al teniente, de abajo hacia arriba. Se estaría fijando en los zapatos perfectamente lustrados, en la cartuchera reluciente, en la cara joven recién
afeitada, mientras se acordaba del día anterior, en el casino, y él, Aldazábal, sabía cómo iba la rabia creciendo en el cuerpo de Caminos, amontonándose,
rebotando en sus huesos hasta morderle la cara.
Lo vieron pararse, mientras el teniente se echaba a un lado. Lo vieron mirarlo de frente, despacio, como si lo golpeara con golpes muy cortos, una y otra
vez. El teniente estaba quieto pero era como si saltara, como si rebotara en el piso a las órdenes inaudibles de Caminos. Por fin, vieron al teniente darse
vuelta, mirar una vez más al negro, girar la cabeza, caminar sin prisa hacia la guardia. Y en el silencio se oían los tacos del teniente y el jadeo del
cordobés parado, con los ojos volviendo lentamente a su cauce y los pies apisonando lentamente la tierra para que la sangre corriera con normalidad y las
manos desarmando suavemente el apretón contra el fusil —el apretón, la presión esa, tan cerca—, el dedo índice separándose despacio del arco del gatillo,
despacio, costosamente, como si las uñas se hubiesen clavado en el acero del máuser.
El voluntario Ramírez encendió un cigarrillo. De la tierra subía un humo tranquilo, empezaban los primeros ruidos. Ramírez dejó caer el cigarrillo recién
prendido al piso, justo en la mitad de los treinta centímetros que los separaban. Lo miró a la cara.
—¿Qué espera, soldado Aldazábal? —dijo.
Caminos se iba despacio, hacia su puesto, con la cabeza enterrada más que nunca en los hombros, el fusil colgando de su hombro por la correa. Su cuerpo
cabía entero entre las piernas de Ramírez, cuando yo me agaché.
 
 
Uñas contra el acero del máuser.
Miguel Briante.