Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

El silencio es mortal.

Lloyd Biggle, Jr.
El silencio es mortal.
 
Era una crisis intergaláctica, con choques fronterizos entre la Federación y el amenazante Imperio Haarviano llenando el espacio con restos chamuscados
y amenazando estallar en una guerra total. El Departamento de Guerra de la Federación señaló el planeta crítico, y solicitó permiso para actuar. Los políticos
se negaron. Y mientras los almirantes rabiaban enojadamente y los políticos alborotaban sin ningún objetivo, la Inteligencia Espacial empezó a trabajar
con su eficiencia normalmente tranquila.
La Inteligencia Espacial envió sus agentes, uno a la vez, en dos y en tres, especialistas y no especialistas, jóvenes intrépidos y astutos veteranos, profesionales
y aficionados bien cualificados. Y uno a la vez, y por dos y tres, desaparecieron sin dejar rastro. La Inteligencia Espacial perdió diecisiete hombres
en dos meses, y entonces llamaron a Bran Hilford.
—Tendrá que convertirse en un nativo —le dijeron—. Será necesario un poco de cirugía.
Hilford sonrió alegremente. En sus cuarenta años con la Inteligencia Espacial, su cuerpo había sido cambiado más veces de las que podía recordar. Sus orejas,
nariz y boca habían sido alteradas una y otra vez. Su cabeza había tenido forma de huevo, de balón y de cuadrado. Los iris de sus ojos habían sido teñidos
en una docena de colores diferentes. Veterano de misiones en doscientos mundos, sabía que cualquier cosa era común al menos bajo un sol.
—Adelante —dijo—, y hacedme pedazos.
Lo hicieron.
Durante la curiosa convalecencia que siguió, la perplejidad de Hilford acerca de su nueva misión aumentó. Trató de que le dieran detalles y no consiguió
nada.
—Nadie de aquí está cualificado para indoctrinarle —le dijeron—. Ha de llegar un experto, el cual se lo llevará. Le informará tanto como pueda en el espacio.
No será suficiente, y probablemente le matarán a usted, pero hay una crisis…
Hilford se encogió de hombros pacientemente. Descansaba con sus manos y cabeza envueltos en vendajes. Solamente podía oír con un comunicador sujeto firmemente
contra su cabeza, el volumen del mismo puesto en lo que parecía ser un nivel como para romper los tímpanos. Sus manos tenían un tacto peculiar que no sabía
a qué obedecía. Debido a que no tenía nada que hacer, esperaba sin decir nada, y eventualmente llegó el día en que sus vendajes podían ser quitados.
Hilford se sentó rígidamente en el borde de su cama, sus manos extendidas frente a él. Una bonita y joven enfermera retiró hábilmente la vendas de sus
manos. Una segunda enfermera, no tan bonita, le lanzaba curiosas miradas mientras desenvolvía los metros de vendas de su cabeza. El doctor permanecía cerca,
su cara redonda arrugada de ansiedad. Hilford vio moverse sus labios y no oyó nada.
Había presumido confiadamente que su oído mejoraría al quitarle las vendas. No ocurrió así. El silencio lo envolvía y lo sofocaba. Un par de tijeras quirúrgicas
se deslizaron de unos dedos nerviosos, y cayeron con un impacto silencioso. El doctor, moviéndose alrededor aprehensivamente, volcó una silla, y los ojos
de Hilford la siguieron mientras esta caía silenciosamente. Hilford tosió, y dejó que la palabra «¡Maldición!» explotara en sus labios. Tampoco oyó nada.
El último de los vendajes fue quitado, y las enfermeras retrocedieron. El doctor saltó hacia adelante, cogió con firmeza la cabeza de Hilford y la estudió
críticamente. Hilford esperó sumiso, sintiendo los expertos dedos del doctor examinar su cabeza y sus propias manos cogidas para un examen rápido. Súbitamente
el doctor se apartó, sonriendo. Las enfermeras sonrieron. Los tres permanecieron juntos, sus labios moviéndose excitadamente, sus manos gesticulando. Hilford
movió sus manos, como para apartar a un lado el vacío silencioso que lo rodeaba.
Sus manos. Mano izquierda; pulgar y cinco dedos. Mano derecha; pulgar y cinco dedos. Examinó con asombro los dedos extra y trató de moverlos, sorprendiéndose
de su rígida respuesta.
Una enfermera puso un espejo frente a él. El reflejo le devolvió la mirada: su cara, pero no su cara. «¡Maldición!», gritó, y su voz cayó en la nada. Su
cara se extendía lisa desde la punta de su barbilla hasta el tirante domo de su cabeza calva. Sus orejas habían desaparecido. Hilford saltó sobre sus pies
y avanzó furiosamente. El doctor dejó caer sus brazos y se quedó desamparado frente a él, su rosada cara mostrando regocijo. Las enfermeras estallaron
en risas que hicieron temblar sus cuerpos. Hilford las observó, esforzándose contra el silencioso impacto de su risa, y finalmente se desplomó abatido
en su cama.
Ernst Wilkes, el Jefe del Sector de Inteligencia, introdujo su abultada figura en la habitación, deteniéndose por un momento a mirar a Hilford, e hizo
un gesto para que se retiraran el doctor y las enfermeras. Tiró un comunicador hacia Hilford, y probó cuidadosamente una silla antes de que pusiera su
peso sobre la misma.
—¿Dónde están mis orejas? —pidió Hilford.
—Congeladas —la jadeante voz de Wilkes sonó débilmente, a lo lejos—. Las tendrá otra vez cuando termine esta misión. Si la termina. Es decir, si las quiere
otra vez: pesará un kilogramo menos sin esos flaps atmosféricos y tal vez encuentre… Acabo de llegar. Siento que no estuviera cuando usted llegó. ¿Sabe
algo sobre Kamm?
—El planeta silencioso —dijo Hilford—. ¿Por eso he perdido mis orejas?
—Correcto. El sentido del oído está atrofiado en todas las formas de vida. Incluso han perdido los vestigios externos de cualquier aparato auditivo.
Hilford buscó en su memoria.
—Kamm… Nunca he estado en ese sector. Los nativos tienen alguna clase de culto religioso raro, ¿no? ¿Reptiles?
—Aves. Desearía poder decir algo sobre ello, pero no puedo. No hay demasiados expertos sobre Kamm, y acabamos de perder a algunos de nuestros mejores hombres.
Conseguirá tanta información como el tiempo lo permita en la nave. Zorrel acaba de llegar y ha de volver con usted. Ahora está esperando. ¿Listo para irse?
—Tan listo como nunca pueda estar.
Wilkes gruñó, y luchó para ponerse en pie.
—Tendrá seis meses de vacaciones cuando termine con esto —dijo—. Pero probablemente lo matarán.
En el espaciopuerto, Wilkes presentó a Hilford a Mark Zorrel, un joven con manos de seis dedos y sin orejas.
—Cuidará de usted hasta que lleguen a Kamm. El mayor problema será el idioma. Procurará que lo aprenda, y algunas cosas más si hay tiempo. Una vez llegados,
usted deberá hacerse cargo de todo. Zorrel actuará como su asistente.
Hilford agitó el comunicador suavemente y lo acercó a su cabeza.
—Dígamelo otra vez. ¿Quién cuidará de qué?
—Oh, demonio —dijo Wilkes—. Tenemos una base en una luna de Kamm: allí le darán sus órdenes. Ahora pueden embarcar, y suerte. —Se retiró como si fuera
un pato caminando.
—¡Tenga cuidado con mis orejas! —le gritó Hilford. Se volvió hacia Zorrel—: Empecemos.
Zorrel sacudió su cabeza y sonrió. Puso sus manos frente a Hilford, y los doce dedos se movieron rápidamente. Finalmente habló, con los tonos duros y sin
expresión de una voz sin utilizar.
 
Aterrizaron en Kamm por la noche, en una pradera cercana al mar, y la aurora los encontró andando por un camino costero retorcido y agreste. Andaban al
lado de un tosco carro de madera de un vendedor ambulante, arrastrado por un animal como un buey, peludo y estúpido, que Hilford llamaba un buey porque
no conocía el equivalente verbal en el idioma de signos de Kamm. Llevaban pantalones abombados y capas cortas, con colores tan chillones que las manos
de Hilford habían quedado paralizadas para comentar sobre ellos cuando los vio la primera vez. Llevaban los sombreros chatos que eran el emblema kammiano
de su profesión.
Eran buhoneros, una de las dos clases de Kamm —aparte la nobleza y los mercaderes ricos— que podían viajar libremente. Los marineros eran la otra clase,
pero un agente de Inteligencia disfrazado como un marinero sufría de ciertos impedimentos: llamaría demasiado la atención si se adentraba hacia el interior.
Tan pronto como hubo suficiente luz para que pudieran verse las manos, empezaron a hablar.
—Maldita civilización bárbara —señaló Hilford—, donde uno no puede hablar en la oscuridad.
Encontró que el lenguaje por señas era la cosa peor con que había topado en todas sus misiones de Inteligencia. Tenía gramática, incluso una incómoda sintaxis
rígida. Algunas palabras —nombres, lugares, maquinaria importante— tenían una simple seña o gesto. Otras eran literalmente deletreadas. Hilford se confundía
a cada momento debido a que tenía que estar pensando en equivalentes verbales de lo que estaba hablando.
¿Y cómo debería llamar a esta Provincia? La Provincia Llana, de acuerdo con los gestos kammianos; pero era un terreno ondulado, incluso montañoso más hacia
el interior. ¿Y cómo debería llamar a su gobernante? El signo para el gobernante lo interpretó como «Duque», y el segundo y sexto dedos erectos en su mano
derecha hacían del gobernador de la Provincia Llana el Duque Dos Dedos.. Era un tanto retorcido, pero era la única manera de poder entender las cosas.
La joven cara de Zorrel, atractiva a pesar de su falta de orejas, presentaba el ceño fruncido. Sus manos se movieron lentamente, con gesto sarcástico.
—Aún está hablando con un terrible acento extranjero.. No doble de esa manera su sexto dedo. Eso coloca la conversación en ámbito familiar, y es un insulto
de rango cuando habla con un extraño.
—Me preguntaba si estas señas podían haberse derivado de un lenguaje hablado —dijo Hilford estirando el dedo ofensor.
—Los eruditos han estado discutiendo sobre eso durante años —dijeron las manos de Zorrel impetuosamente—. Por mi, pueden continuar discutiendo.
Hilford hacía ejercitar sus dedos cuidadosamente. El pensamiento de que podía ser descubierto por algo tan insignificante como un dedo doblado, por el
que cualquier campesino kammiano podría descubrirlo instantáneamente como un extranjero, era sumamente perturbador. Tendría que dejar que Zorrel lo hiciera
todo por algunos días, hasta que tuviera más experiencia en las costumbres de Kamm. Tendría que quedarse en segundo término… y mantener sus manos cerradas.
—Volvamos a la geografía —señalaron los dedos de Zorrel—. Dígame las capitales de las doce provincias. Y cuidado con ese acento.
Hablaron animadamente, revisando nombres y lugares.
A mediodía llegaron a lo alto de una colina y pudieron ver la gran y próspera ciudad de 00. Era un día de mercado, y la mitad de su población de diez mil
habitantes parecía agruparse en el mercado que se extendía a lo largo del puerto. Las observaciones de Zorrel se transformaron abruptamente en la vívida
palabrería de los buhoneros cuando encontraron a los primeros paseantes y se introdujeron en el mercado.
Pusieron el carro en un lugar destinado al efecto al final de una larga fila de carros de vendedores, y Zorrel, con un guiño y un ademán, empezó a mostrar
su mercancía a la gente que se había acercado para ver lo que traía el nuevo carro. Hilford se quedó cerca, apretó más su sombrero escarlata de buhonero
contra su cabeza calva, y luchó heroicamente para no quedarse boquiabierto ante la escena que se extendía frente a él.
Se hallaba rodeado por un tumulto de colores. Dibujos iridiscentes y atrevidos ornamentaban las hinchadas faldas de cada mujer y contrastaban con los ricos
y oscuros tonos de los corpiños sueltos. El atavío de los hombres, desde los largos y abombados pantalones hasta las capas cortas, era una estampida de
bandas irregulares, formando un laberinto de líneas vívidas y multicolores. Los chiquillos seguían a sus padres perezosamente, como divertidas miniaturas
de los adultos.
Cada hombre llevaba el brillante y coloreado sombrero que su profesión. Las mujeres de 00 no llevaban sombrero, pero su largo y fluyente cabello era un
asombroso arco iris agitándose suavemente en el aire del mar. Hilford se recordó a sí mismo, por centésima vez, que no debía quedarse mirando, y miró otra
vez, preguntándose si las mujeres se teñían individualmente cada cabello.
Los carros de los vendedores, los puestos del mercado, las rectangulares velas que se veían sobre las barcazas en el puerto al lado del mercado, las casas
y tiendas de 00 que podían verse en la distancia, incluso el adoquinado de las calles, todo era un tumulto de colores, algunos chillones y alegres, otros
como piezas maestras en un exquisito contraste de sombras.
Las caras de la gente eran solemnes, casi taciturnas, en medio de los alegres contornos. Hilford las contempló durante largo rato antes de que se diera
cuenta de la respuesta, y luego vio la explicación en cada gesto, en cada compra vacilante, en cada cara pálida. Esta gente se hallaba asustada. Incluso
los niños tenían temor.
Lo más pavoroso era el silencio. Hilford se dio cuenta de que se estaba esforzando en oír el rumor de la multitud, los gritos, los murmullos de la conversación,
y no oía nada. Los zapatos de madera se movían sin ruido sobre los adoquines. Los músicos ambulantes, personajes comunes en los mercados de varios mundos
no se hallaban presentes. En su lugar había unos andrajosos malabaristas que manipulaban discos giratorios de colores haciéndoles formar dibujos exóticos
para la contemplación de pequeños grupos de gente que contemplaba atentamente, pero no aplaudía.
Kamm, el planeta silencioso. El silencio se cernía pesadamente sobre Hilford. Le parecía tan fantástico mientras contemplaba las multitudes que se movían
lentamente, los charlatanes que removían su mercancía, un carro de mano que pasaba a su lado sin un simple quejido o chasquido, los insectos que zumbaban
en terrible silencio sobre un montón de moluscos, que sintió deseos de gritar.
Pero sabía que el sonido caería de sus labios sin ser oído.
La visión de una capa negra puso en alerta a Hilford. Soldado y policía eran uno y lo mismo en Kamm, y sus trajes negros y sombreros negros los distinguían
en forma penetrante entre la población brillantemente vestida. Este Capa-Negra pasó a su lado lentamente, giró de pronto para contemplarlo con curiosidad,
y se detuvo a poca distancia con sus ojos fijos atentamente sobre Hilford.
«Bien, veamos —se dijo Hilford—. Un buhonero que en un día de mercado está boquiabierto mirando a su alrededor en vez de vender no se está comportando
normalmente, y este tipo lo ha visto con una sola mirada. ¡Tal vez sea un planeta primitivo, pero la policía no es estúpida!».
Miró a Zorrel, que estaba trabajando con entusiasmo aunque sin mucho éxito para vender unas figuritas de madera del odioso Pájaro Sagrado de Kamm a los
paseantes. Hilford vio que Zorrel se había dado cuenta, guiñó un ojo, y se movió a fin de perderse entre el gentío. Se había dado cuenta de la mirada de
aviso de Zorrel.
«Más vale que no trate de hacerme el vendedor —musitó—. Pero no hay nada malo en que vaya a mirar los artículos de mis competidores. Todos los buhoneros
hacen eso».
Se desplazó con la multitud, rodeando en un enorme círculo el mercado, y empezó a caminar hacia el centro. El sol se hallaba alto sobre su cabeza, y unas
punzadas de hambre lo llevaron a la acción. Se detuvo a comprar algunos pasteles y, después de cierta vacilación, se quedó con cierta cantidad de algas.
Era una de las penalidades de su profesión: si simulaba ser un nativo tenía que comer, y aparentemente disfrutar, de la comida nativa. Poniéndose sus compras
bajo un brazo, caminó hacia el centro del mercado donde el fabuloso Pájaro Sagrado de Kamm se cernía como si estuviera vivo en lo alto de una columna de
nueve metros.
Era de metal o de piedra, aunque Hilford no lo pudo decidir ya que estaba pintado con deslumbrantes colores. Era el ave de presa más maligna que Hilford
hubiera visto en doscientos mundos. Sus alas abiertas tendrían tres metros de punta a punta, sus ojos brillaban perversamente, sus espolones como cuchillos
estaban listos para agarrar y destrozar, y el enorme y puntiagudo pico se hallaba eternamente alzado para atacar.
Hilford lo contempló y se estremeció. Según decía la leyenda, estos pájaros habían sido los dueños de Kamm. Según la leyenda, aún existían en algún lugar
del único continente de Kamm. Pero los agentes de la Inteligencia Espacial no habían visto nunca ninguno. La opresiva sombra del pájaro parecía simbólica,
en este mercado de la Provincia Llana, donde sus habitantes vivían en un terror mudo y de brillantes colores.
Mirando hacia atrás, Hilford vio otra vez al Capa-Negra, esta vez moviéndose con determinación hacia él. Hilford se abrió paso con dificultad a través
de la multitud, y trató de caminar más rápido.
«Es este sombrero de buhonero —se dijo a sí mismo—. Pueden ver a un buhonero desde una milla lejos. —Pero había su compensación. También podía ver a un
Capa-Negra desde una buena distancia. Continuó abriéndose paso hacia adelante, y cuando miró hacia atrás vio que el Capa-Negra había interrumpido la persecución
y estaba parado en posición de respetuosa atención. Al mismo tiempo, la multitud empezó a apartarse alarmada.
Una lujosa y llamativa carroza se movía lentamente a través del mercado, arrastrada por dos de las criaturas parecidas a bueyes. Detrás se tambaleaba un
hombre de Kamm, su cuerpo desnudo pintado horriblemente, y detrás de él un grupo de policías con capas negras, balanceando solemnemente sus sables.
Hilford tuvo que apartarse con el resto de la muchedumbre y apartar humildemente sus ojos, pero tuvo tiempo de examinar la escena ante él y fotografiar
mentalmente a los ocupantes de la carroza.
Uno de ellos era el notable Duque Dos Dedos, reclinado en resplandecientes ropas negras y manteniendo su hinchada y diabólica cara mirando desdeñosamente
al frente. La apariencia del otro ocupante asombró a Hilford y lo arriesgó a echar otro vistazo al carruaje. Era un hombre grande, de aspecto rudo y vestido
con un traje nativo, pero que tenía un atributo físico que lo situaba inequívocamente como un extranjero en el planeta Kamm: tenía orejas.
La policía ató a su víctima a la columna, y pasaron ordenadamente en fila por su lado, cada hombre azotándolo con su sable. La víctima se retorció en silenciosa
agonía mientras la sangre brotaba de una multitud de cortes en su espalda. El Duque Dos Dedos y su compañero observaron impasiblemente, pero los ciudadanos
comenzaron a desaparecer cautelosamente. El mercado empezó a vaciarse e Hilford pudo ver grupos de gente moviéndose por las estrechas calles de 00, hacia
su hogar.
Hilford continuó, y un vistazo por encima de su hombro le mostró que el Capa-Negra lo estaba siguiendo otra vez. Sus manos parecían estar señalando algo.
¿Estaba ordenando a Hilford que se detuviese? Otros Capas-Negras estaban apareciendo en el mercado, preguntando a los ciudadanos, preguntando a los vendedores,
examinando con sospecha a cada uno. Hilford se dirigió hacia el lado más alejado del mercado, a lo largo del puerto, donde parecía haber menos Capas-Negras.
Un kammiano que se hallaba directamente frente a él se tambaleó repentinamente, girando sobre sí mismo, y se cogió el brazo, con el dolor mezclándose con
el asombro en su cara. Un rojo oscuro empezó a borrar los alegres colores de la manga de su camisa, y un brillante dardo emplumado sobresalía de su brazo.
Con reflejos altamente entrenados para estar alerta, Hilford estaba corriendo antes de que su cerebro hubiera asimilado completamente lo que estaba ocurriendo.
El sombrero púrpura de un hombre cayó al suelo frente a él, con un dardo clavado en el mismo. Hilford corrió encogido a fin de presentar un blanco más
pequeño y pensó enfurecidamente: «¡Los muy perros! ¡Disparar entre el gentío del mercado donde hay mujeres y niños!».
Los dardos estaban silbando a su alrededor desde varias direcciones cuando llegó a la última línea de los carros de los buhoneros. Los buhoneros se quedaron
atónitos por un momento y se agacharon frenéticamente a fin de resguardarse. Un dardo se clavó en la capa de Hilford mientras se deslizaba entre dos carros.
Saltó una baja pared de piedra y se encontró en un estrecho muelle, vacío excepto por alguna barraca destinada a almacenes. Era un lugar sin salida, una
trampa natural. No había ningún sitio que le permitiera ocultarse.
Hilford no vaciló. Se agachó entre las sombras de una barraca, cruzó el muelle en tres zancadas, saltó a la cubierta de un barco y se arrastró rápidamente
detrás de la chata cabina.
Arrancó el dardo de su capa y lo tiró por la borda. Del forro de su capa extrajo un sombrero verde de marino. Ocultó rápidamente el sombrero de buhonero
en la capa. En su huida había perdido el paquete de algas en algún sitio, pero aún tenía los pasteles. Se instaló en un banco en la popa del barco, un
pedazo de pastel en cada mano, y masticó lentamente mientras observaba cómo las olas de la bahía se dirigían hacia él.
El barco era evidentemente un pesquero, y el hedor era insoportable. El silencio le deshacía los nervios. Cuando vinieran —estaba seguro de que vendrían—
no habría pisadas de aviso, ningún grito de interrogación. ¿Debería estar de cara a la orilla y contestar a las preguntas desde esta distancia? Decidió
confiar en la audacia, inocencia confiada e indignación.
Estaba reclinado hacia atrás, con un pie apoyado en una barandilla baja de madera, completamente relajado, cuando unas rudas manos lo cogieron y lo alzaron.
Hilford reaccionó instantáneamente, con un furor que no era simulado. Giró y acometió contra el Capa-Negra, haciéndolo retroceder. Entonces, reconociendo
aparentemente el atavío por primera vez, se detuvo y se quedó en posición desafiante.
—¿Dónde está el buhonero?
Hilford lo miró en forma insultante, y habló tan bien como se lo permitían los pasteles que tenía asidos en sus manos.
—¿Un buhonero embarcado?
El Capa-Negra controló su enojo con dificultad.
—¿Has visto a un buhonero?
—Allí —dijo Hilford, señalando hacia el mercado— he visto un millar. Aquí no hay ninguno.
El Capa-Negra se giró y se dirigió hacia la pequeña cabina. Un instante después salió de la misma, apresurándose en su marcha sin mirar otra vez a Hilford.
Éste volvió al banco, se reclinó reposadamente y mordisqueó los pasteles. Estaba hambriento.
Durante dos horas los Capas-Negras estuvieron recorriendo el muelle. Hilford los miró varias veces de soslayo, preocupadamente. ¿Qué es lo que había ido
mal? Se parecía a un kammiano, y creía que había actuado como un kammiano; y sin embargo, una mirada y el Capa-Negra lo había perseguido. No era un buen
augurio para su misión.
Murmuró una ferviente plegaria de agradecimiento para Zorrel. El sombrero extra había sido idea de Zorrel. La figurita del Sagrado Pájaro Kammiano que
Hilford llevaba colgando del cuello era también una idea de Zorrel. Escondido en su pico entreabierto había una pistola paralizante en miniatura. Estaba
claro que Zorrel era un buen agente joven que podía cuidarse a sí mismo.. Y además conocía Kamm.
Los Capa-Negras estaban aún vigilando el muelle distribuidos en intervalos a lo largo del mismo cuando Hilford abandonó el barco. No quería correr el riesgo
de tener que explicar su presencia a algún marino que subiera al mismo, y quería asegurarse de que Zorrel estuviera a salvo. Si el joven agente había sido
hecho prisionero, tal vez procedería a actuar bajo su propia iniciativa y entonces quedarían separados.
Hilford evitó los Capas-Negras, intercambió el tradicional saludo de pulgares cruzados con un marino que encontró, y retornó al mercado a través de una
abertura en la pared de piedra. Caminó a través de las primeras filas de los carros de los vendedores, miró a su alrededor con presteza, y se giró a fin
de aparecer interesado en un montón de dagas ornamentales de madera.
En el mercado había más Capas-Negras que civiles, y a nueve metros de Hilford se hallaban rodeando el carro de Zorrel, mientras Zorrel en persona era llevado
prisionero entre sus protestas. Mirando de soslayo. Hilford vio que los Capas-Negras ataban el buey al carro y lo hacían marchar tras Zorrel. Con ellos,
escondido en el carro, desaparecía el transmisor que era el único sistema de comunicación de Hilford con la Base de Inteligencia Espacial situada en la
mayor luna de Kamm.
Volvió su espalda al suplicante buhonero, y caminó hacia el muelle. Diez horas después de su llegada estaba solo e indefenso en el más extraordinario de
todos los mundos. Permanecer vivo era un asunto secundario. Tenía una misión y casi no sabía cómo empezarla. Se sentó al borde del muelle, a unos seis
metros de un Capa-Negra impasible, colgó sus pies sobre el agua y empezó a pensar un plan de acción.
El problema que tenía la Federación con Kamm era bien sencillo: se hallaba atrapada en su propia ética. Ningún mundo había sido coaccionado para asociarse
a la Federación o para comerciar con ella. Cuando las primeras naves de la Federación aterrizaron en Kamm fueron recibidas fríamente e invitadas a irse.
Lo hicieron al momento.
La Federación continuó enviando naves periódicamente, y eventualmente estableció una tenue relación comercial. Después de ciento setenta y cinco años,
las relaciones continuaban siendo tenues. La Federación enviaba una nave comercial cada mes, con un pequeño cargamento de mercancías lujosas para los ricos
y los nobles. La Federación recibía a cambio una variedad de baratijas hechas a mano que eran rápidamente arrojadas al espacio… Se consideraba que este
gesto de amistad justificaba el gasto.
Mientras tanto la Federación había avanzado más allá de Kamm, dándose de cabeza con el expansivo Imperio Haarviano. Súbitamente se encontró cara a cara
con un poderoso enemigo, y amenazada dentro de sus fronteras por un mundo hostil e independiente situado estratégicamente. Si el Imperio Haarviano formaba
una alianza con Kamm, los resultados podían ser agudamente embarazosos, incluso tal vez desastrosos.
Kamm era un mundo primitivo, militarmente débil, y la solución obvia era una rápida conquista sin escrúpulos. Pero la misma estructura de la Federación
descansaba sobre una aversión a la fuerza. El tiempo tal vez podría haber resuelto el dilema, pero la Federación no tenía tiempo ahora.
Seis meses antes, Kamm había cometido un acto deliberado de violencia brutal. Una comisión comercial de la Federación, que efectuaba una visita de cortesía
a los nobles más poderosos de Kamm, no había vuelto a la nave. La siguiente mañana los miembros de la comisión fueron encontrados en las calles de 00,
asesinados horrendamente.
—Desgraciadamente —había dicho el Duque Dos Dedos— esos bandidos serán…
Pero la Federación hizo caso omiso de los bandidos. Los hombres asesinados no habían sido robados, y su muerte solamente podía haber sido ocasionada por
un avanzado tipo de arma completamente desconocida en la Federación. Los cinco miembros de la comisión habían muerto simultáneamente, y debido a la misma
causa: una severa hemorragia craneal, con profuso desangramiento por nariz, boca y orejas. No había ningún signo de heridas externas. Un cuidadoso examen
patológico descartó los venenos y bacterias. Y el uso de un arma desconocida señalaba directamente al Imperio Haarviano.
La Federación estableció una base en la mayor luna de Kamm, para la Inteligencia Espacial y la Flota 654. Se estableció una pantalla de detección alrededor
del planeta, y la flota empezó a registrar un alarmante número de naves de reconocimiento Haarvianas. La Inteligencia Espacial siempre había tenido unos
pocos agentes en Kamm, para propósitos de entrenamiento y estudios. Se ordenó a estos agentes ir a la Provincia Llana, y desaparecieron prontamente. La
Inteligencia Espacial envió más agentes, y los perdió.
El único continente de Kamm estaba dividido en doce provincias, y en teoría los doce gobernantes eran iguales. Pero en realidad, un duque dominaba completamente
a los otros a través de su control sobre la fuerza policíaca del planeta. Su poder era derivado evidentemente de la religión de Kamm, puesto que tenía
el título de Guardián del Pájaro, y la policía —o soldados— del Pájaro juraban lealtad no al hombre sino al título.
El Guardián del Pájaro era escogido, así lo creía la Inteligencia Espacial, en alguna clase de sorteo. El ganador mantenía ese honor por un período aproximado
de cinco años, determinados por la complicada influencia recíproca de las tres lunas de Kamm, y al final de ese tiempo, en un lugar y momento mantenidos
en secreto, los duques se reunían para escoger al nuevo Guardián del Pájaro.
El constante desplazamiento del punto focal del poder había mantenido la paz en Kamm durante centurias, y preservado la independencia de las doce provincias.
En toda la historia escrita de Kamm ningún duque había servido dos términos consecutivos como Guardián del Pájaro, hasta que el Duque Dos Dedos recibió
el suyo quince años antes. Ahora estaba finalizando su tercer mandato consecutivo, y la opinión ofrecida por la Inteligencia Espacial no era más que un
reflejo de lo obvio. Si el Guardián del Pájaro era realmente escogido por sorteo, el Duque Dos Dedos tenía un sistema.
De los doce duques, solamente el Duque Dos Dedos era abiertamente hostil a la Federación. Se sospechaba que era él quien estaba negociando con el Imperio
Haarviano. Era en su Provincia Llana donde la comisión comercial había sido asesinada y donde habían desaparecido inexplicablemente los mejores agentes
que la Inteligencia Espacial había enviado. Y como Guardián del Pájaro podía dominar a los otros duques, y obligarlos a oponerse a la Federación.
Ésta era la base de las órdenes que la Inteligencia Espacial había dado a Bran Hilford. Encontrar cuándo y dónde se reunían los duques para escoger al
siguiente Guardián del Pájaro. Averiguar cómo se hacía la elección. Si era posible, tratar de que la elección no recayera sobre el Duque Dos Dedos por
cuarta vez consecutiva. Y por encima de todo investigar sobre el arma secreta que el Imperio Haarviano había dado a Kamm.
—Es el arma lo que nos preocupa —había dicho a Hilford el almirante Lantz. Tenía profundas arrugas de preocupación en su cara—. Kamm no nos daría ningún
problema con solamente sus propios recursos. Podríamos aislarlo, y dejar que los diplomáticos arreglaran las cosas. Pero no nos atrevemos a esperar. Haarn
puede dar esa arma a Kamm solamente para ver si tenemos alguna defensa contra ella. Si no encontramos una solución rápidamente, tendremos que atacar a
Kamm.
—Eso podría ser desastroso —dijo Hilford.
—Probablemente el gobierno sería derribado —admitió el almirante—, y eso clasificaría a la Federación como un agresor militante, lo cual es algo que hemos
evitado durante centurias. Pero no tenemos otra elección. Esa arma debe basarse en un principio de ondas electrónicas, y su alcance pudiera medirse en
años-luz. Podría exterminar la población entera de un planeta. Podría matar a cada hombre de una flota entera antes de que nuestras naves pudieran llegar
a la distancia de ataque. No nos atrevemos a dejar que los Haarvianos piensen que tememos esa arma. Sabemos que el próximo Guardián del Pájaro será elegido
pronto. Le doy a usted treinta días solamente. Si no puede facilitarnos las respuestas que queremos en ese tiempo, tendremos que arriesgarnos y atacar,
y esperar que la sorpresa exceda las ventajas de esa arma.
—Haré todo lo que pueda —dijo Hilford.
—¿Sabe usted que nuestros agentes han ido desapareciendo?
—Sí —dijo Hilford—; lo sé.
El almirante afirmó con la cabeza y dijo solemnemente, en un tono de voz que indicaba claramente que no esperaba volver a ver a Hilford:
—Buena suerte.
Hilford estaba sentado observando como las olas cruzaban a través del puerto, y se preguntaba qué era lo que había ido mal. En el mercado, un Capa-Negra
lo había mirado una sola vez y lo había reconocido como un extranjero. Estaba seguro de eso. Pero luego, en el barco pesquero, habían creído que era un
marino de Kamm: ciertamente, el cambiar su sombrero no había hecho la diferencia.
Y Zorrel… Zorrel había tenido dos años de experiencia en las áreas rurales de Kamm, y era un brillante agente. Y lo habían cogido como un novato en su
primer día en 00.
Alzando repentinamente la cabeza, Hilford vio que, bordeando con poca destreza la amplia bahía hacia el muelle, se acercaba un barco. Lo contempló ociosamente,
con la intención de hacerse con algunos términos marineros, y luego perdió interés. Cuando lo miró otra vez el barco estaba a unos cinco metros del muelle,
y su capitán estaba sobre la pequeña cabina gesticulando violentamente hacia él:
—¡Atención, asqueroso cavador de mierda! ¡Ponte en pie, haragán, depravado hijo de un buey pando! ¡Presta ayuda!
Asombrado, Hilford se puso en pie. Un marino de cubierta volteó diestramente y tiró una gruesa cuerda hacia Hilford. Éste se agachó para evitarla, tropezó
y cayó de espaldas sobre el fangoso empedrado. Momentáneamente aturdido, se quedó tendido con la pesada cuerda sobre su pecho. Dos marinos que pasaban
cogieron la cuerda y halaron vigorosamente. Otros se les unieron y el barco fue acercado lentamente hacia el muelle.
Hilford se enderezó, sacudió su cabeza confusamente y empezó a irse, caminando en forma incierta. El capitán del barco se volvió, dio un largo salto desde
la cabina al muelle, cogió a Hilford por los hombros y le hizo dar la vuelta. El hombre era mucho más alto que Hilford, enorme, musculoso y de cara rojiza,
y sus manos temblaban de rabia mientras hacía señas bajo la nariz de Hilford.
—¡Cavador de mierda! ¡Asqueroso cavador de mierda! ¿Desde cuándo un marino se niega a prestar ayuda? No creas que no voy a denunciarte. Te tendré cavando
antes de que tu barco se haga a la vela. —Echó una larga y dura mirada a Hilford—. No te he visto antes de ahora. Eres demasiado viejo para ser un aprendiz.
De todas maneras, ¿quién eres? Déjame ver tus papeles.
Hilford trató de aparentar indignación y lo hizo bastante mal.
—¿Quién te crees que eres tú?
—¿Quién me creo que soy yo? ¡Cómo, asqueroso cavador de mierda! Yo te enseñaré…
Sus manos se cerraron sobre el cuello de Hilford como tenazas. Los marinos se estaban congregando alrededor de ellos, y los ojos de Hilford vieron confusamente
como llegaban corriendo una multitud de Capas-Negras.
Las manos se relajaron repentinamente. El capitán se apartó y se quedó con las manos silenciosas, mirando casi respetuosamente. Otra mano cogió firmemente
a Hilford por un brazo, le hizo dar la vuelta y lo condujo a lo largo del muelle. Miró al hombre que estaba a su lado, esperando ver la ominosa capa negra,
y en su lugar vio un destello de color y el puntiagudo sombrero verde de un capitán de mar. Frente a ellos, dos Capas-Negras se detuvieron y mantuvieron
respetuosamente la distancia.
Hilford se dejó llevar mansamente hasta el final del muelle, a bordo de un gran barco y al interior de la cabina. El capitán cerró la puerta, señaló una
silla, y se sentó al lado de una mesa. Vertió un burbujeante líquido en dos vasos, y empujó uno hacia Hilford.
Sus manos hablaron bruscamente.
—Yo soy el capitán Puño. ¿Su nombre?
Era un hombre delgado, de aspecto casi frágil, pequeño para un kammiano; pero Hilford percibió la dureza que se ocultaba bajo su débil forma y lo respetó.
Su cara bronceada era calma y confiada, sus ojos negros alertas y penetrantes. Era una cara honesta, pensó Hilford. Este capitán era más inteligente que
marrullero. Podría mostrarse superior a un hombre pero no engañarlo. Obviamente era alguien importante, y allí en el muelle había salvado a Hilford. Pero
¿por qué? Hilford levantó su vaso para ganar tiempo.
Los dedos del capitán se movieron lentamente.
—Comprendo que su nombre real no tendría ningún significado en Kamm, pero seguramente la Federación le ha dado un nombre kammiano. Procede usted de la
Federación, ¿no es verdad?
Hilford se atragantó, tosió dentro del vaso y se le cayó. Éste se rompió, y el licor formó un reluciente charco sobre la mesa. El capitán Puño cogió un
trapo sin darle importancia, lo limpió, y se sentó otra vez mirando curiosamente a Hilford.
Hilford hizo de su comentario una débil pregunta:
—¿Federación?
El capitán sonrió:
—Mi último viaje a 00. Hará unos sesenta días, sesenta y cinco. La Madre Luna estaba llena. —Hizo una pausa para llenar otro vaso para Hilford—. Una noche
encontré a un hombre en la orilla. Llevaba un sombrero de buhonero y tenía cinco dardos en su cuerpo. Estaba muerto.
—Descríbalo —dijo Hilford.
—Era un hombre pequeño, de edad media. Su cabello era rojizo, como mucha gente de la Provincia Redonda. Parecía ser un nativo de Kamm. Sus manos tenían
seis dedos. Pero cuando examinamos su cuerpo, tratando de identificarlo, encontramos que sus pies sólo tenían cinco dedos.
Hilford afirmó pensativamente. Seis dedos en las manos, seis dedos en los pies. Naturalmente. La Inteligencia Espacial había sido descuidada sobre este
punto, lo que no era normal. Pero aun así, los Capas-Negras no tenían visión de rayos-X. No eran los dedos de sus pies los que le habían descubierto.
—¿Era un amigo? —preguntó el capitán.
Hilford tomó una rápida decisión que no era tal. Tenía que confiar en aquel hombre.
—No —respondió—. Pero lo conocía.
El capitán expresó su comprensión:
—La siguiente noche, los Capas-Negras estaban persiguiendo a otro hombre, en las afueras de 00, a lo largo de la costa. Lo atraparon en la playa y fue
herido, pero corrió hacia el agua y nadó adentrándose en el mar. Fuimos con dos de mis hombres en un pequeño bote, y lo encontramos vivo. Lo llevé a casa
de la esposa que tengo en 00. Y encontré que él también tenía seis dedos en cada mano, pero solamente cinco dedos en cada pie. Se confió a mí, y por él
aprendí sobre la Federación.
—La Federación —dijo Hilford— ha estado en contacto con Kamm durante casi doscientos años. Ha habido una nave comercial cada mes…
—Aprendí sobre la Federación por el buhonero que rescaté en el mar. Los grandes duques no honran a los habitantes de Kamm con conocimientos peligrosos.
La Liga ha tratado durante largo tiempo de conocer sobre las naves del cielo, sin ningún resultado, hasta que encontré al buhonero.
—¿Qué le ocurrió al buhonero?
—Lo dejé en 00 con mi esposa. No hizo caso de mis consejos y se fue al mercado. Nunca volvió.
—La Federación ha enviado varios hombres a la Provincia Llana en los últimos seis meses. Todos han desaparecido.
—Desde luego —dijo el capitán.
Hilford no comprendió el sentido de la afirmación del capitán.
—Eran buenos hombres, hombres tan acostumbrados a vivir en mundos extraños como usted está acostumbrado a viajar por el mar. Fueron cuidadosamente adiestrados
en el idioma y costumbres de Kamm. Y aún así desaparecieron. ¿Por qué?
—Imaginé quién era usted —dijo el capitán— debido a que llevaba un sombrero de marino sin saber las costumbres de los mismos. Una vez en el interior de
esta cabina estuve seguro. Si caminara usted por el mercado, lo arrestaría el primer Capa-Negra que pasara por su lado.
—¿Por qué?
El capitán se vertió otro vaso de bebida y lo bebió rápidamente. Miró a Hilford en forma divertida, pero sus manos se movieron casi pidiendo excusas.
—Por su olor —dijo.
Hilford se reclinó y trató de controlar su asombro. Kamm, el planeta silencioso. Kamm, donde los nativos habían perdido su oído y adquirido en su lugar
sentidos supersensitivos de vista y olfato. Algunas de las manifestaciones eran obvias: el pasmoso uso del color, este capitán que encontraba natural salir
a la mar en la oscuridad para encontrar un nadador solitario, incluso —si no hubiera sido un estúpido al pasarlo por alto— el increíble número de vendedores
de perfumes en el mercado.
Súbitamente comprendió lo milagroso de su huida. Ni siquiera la nariz de un kammiano podía competir con los olores que se mezclaban a lo largo del muelle:
pescado fresco y podrido, una variedad de alimentos importados, acres montones de algas secándose. En el barco pesquero, el sentido del olfato del Capa-Negra
había sido completamente inutilizado y se había visto reducido simplemente a buscar a un buhonero.
Y la súbita desaparición de los otros agentes de Inteligencia… una vez invadían la plaza del mercado de 00, era solamente una cuestión de tiempo antes
de que los Capas-Negras notaran el distintivo olor de los extraños. Tal vez ya era familiar para ellos por los hombres de las misiones comerciales. Y una
vez se daban cuenta, tan sólo tenían que pasearse husmeando cuidadosamente. Los agentes, con su poco desarrollado sentido del olfato, no podían tener ni
idea de cómo se estaban traicionando a sí mismos. ¡No era extraño que la Inteligencia Espacial hubiera estado perdiendo agentes!
—Sé —señaló el capitán— que la Federación no quiere nada que no vaya a ser bueno para el pueblo de Kamm. Por ello me comprometo con usted a darle toda
la ayuda posible de la Liga.
—¿La Liga?
—La Liga de Navegantes, de la cual soy asimismo capitán.
—Necesitaré de su asistencia —dijo Hilford.
Efectuaron la tradicional fórmula de pacto, cogiéndose las manos y entrechocando los antebrazos.
—Ahora —dijo el capitán— le llevaré a casa. Por si acaso, llevará un cesto de pescado podrido. No debe ser usted descuidado como el buhonero que saqué
del mar.
El capitán no vivía en la misma 00, sino en un pequeño pueblecito de navegantes situado en la costa, a una corta distancia al este de la metrópolis. Hilford
llevaba un cesto de pescado que estaba tan podrido como había prometido el capitán. Las manos de éste hablaban sin cesar mientras caminaban y Hilford tenía
que fijarse para comprenderlo en la creciente oscuridad.
—La Liga —dijo el capitán— es independiente de cualquier duque. El Duque Dos Dedos no nos aprecia más de lo que nosotros le apreciamos a él. Hace años,
cuando fue elegido por primera vez Guardián del Pájaro, trató de dominar a la Liga. La Liga lo desafió y él arrestó a todos los navegantes que estaban
en 00 —sonrió y sus blancos dientes brillaron desdeñosamente—. Duró sesenta días. Ningún barco más llegó a la Provincia Llana. El duque colocó a sus Capas-Negras
en los barcos de la Liga y les ordenó ser marineros. La mayor parte de ellos se perdieron en la primera tormenta. Finalmente el duque pagó a la Liga el
valor de los barcos y una compensación por el insulto a los navegantes. Desde entonces no ha molestado a la Liga, y aunque no nos inclinamos ante él evitamos
darle cualquier motivo de enfado.
Hilford asintió.
—No debe usted mover la cabeza —dijo el capitán mirándole fijamente—, sino su mano… así.
Hilford repitió el gesto y el capitán sonrió afirmativamente.
—Haremos de usted un buen kammiano. Ni el mismo Duque Dos Dedos podrá distinguirlo de un nativo de la Provincia Llana… ¡siempre que continúe llevando el
pescado!
Hilford no lo encontró divertido. Sabía que existían ocasiones en las que un cesto de pescado podía ser un impedimento decidido para un agente de la Inteligencia
Espacial.
En la modesta pero brillantemente pintada casa del capitán, Hilford se unió a éste y a su esposa para la comida del atardecer. La etiqueta kammiana, con
mucha sabiduría, prohibía la conversación mientras las manos tenían mejores cosas que hacer, por lo que comieron sin cruzar una palabra. Tan pronto como
hubieron terminado, la esposa limpió la mesa y desapareció discretamente. El capitán se quedó sentado mirando a la mesa, mascando ausentemente un trozo
de alga. Hilford se sintió cansado repentinamente. Había estado bajo una tensión mental y sometido a una constante actividad durante las últimas dieciocho
horas. Agitó resueltamente la cabeza y se enderezó. Había tenido una endiablada buena suerte, pero no había conseguido nada provechoso.
El capitán lo observó y se hizo eco de su pensamiento:
—Hay mucho que hacer. Algunos notables de la Liga vienen hacia aquí: todos los que están en el puerto. Llegarán en seguida.
—Su ayuda será bienvenida —dijo Hilford.
El capitán comenzó a preparar las cosas. Trajo sillas hasta que la pequeña habitación estuvo completamente llena. Del brazo de cada una colgó una lamparilla
de aceite y la encendió. La luz era enfocada a través de un agujero de forma que cayese sobre las manos de la persona que ocupaba la silla: era un sistema
kammiano para permitir la conversación nocturna.
En la mente de Hilford se comenzaron a formar planes. El carro era lo más importante. Debía encontrarlo y volver a posesionarse del transmisor. Entonces
podría hacer saber a la Base que todavía estaba operando y pedir una prórroga de la fecha límite. Con la ayuda de la Liga, tal vez hasta tuviera éxito…
si tan sólo tuviera el tiempo suficiente.
Se despertó de repente, al recobrar el equilibrio tras una cabezada. La habitación estaba llena de personas, todas sentadas en atenta calma, esperando
pacientemente a que despertase. Sintió una momentánea consternación por haberse quedado dormido. Se giró a fin de excusarse hacia su anfitrión, pero el
capitán comenzó su presentación como si nada hubiera pasado.
—Nuestro huésped es uno de los hombres que envían las naves desde el cielo. Se llaman a sí mismos la Federación. Hablamos de esto en nuestra última reunión.
Este hombre está aquí para ayudar al pueblo de Kamm. La Liga le dará toda la ayuda que le sea posible, y todos nosotros cuidaremos de él con nuestras vidas.
Todas las miradas convergieron hacia Hilford.
—Hay un buhonero —dijo lentamente—, que ha sido apresado hoy en el mercado por los Capas-Negras. Era mi ayudante. Debo saber qué es lo que han hecho con
él. También necesito saber lo que han hecho con su carro.
—Nos enteraremos de todo lo que podamos —replicó el capitán.
—El carro es importante. Necesito tenerlo.
El capitán paseó su vista por la habitación y sus manos formaron un nombre kammiano. Un joven en la últimas sillas se levantó y extinguió su lámpara.
—He comprendido —señaló; luego dio media vuelta y salió de la estancia.
—Vi a un hombre hoy en el carruaje del duque —dijo Hilford—. No era de este planeta.
—El hombre con agujeros en la cabeza —dijo el capitán—. La maldad se encuentra con la maldad en el carruaje del duque.
—¿Sabe alguien de dónde viene?
El círculo de manos permaneció inerte.
—Dos hombres así han sido vistos con el duque —dijo finalmente el capitán—. No sabemos nada más que eso.
—Hace seis meses —dijo Hilford— hombres de la Federación visitaron al Duque Dos Dedos. Su visita era un gesto de amistad que se renueva cada año. A la
siguiente mañana los hombres fueron encontrados asesinados en las calles de 00.
—Es la forma de actuar del duque —dijo simplemente el capitán.
—Cualquier cosa que se pudiera saber sobre este crimen sería de valor.
Siguió la mirada del capitán mientras ésta recorría la sala. Ninguna mano se movió. Los dedos del capitán formaron otro nombre y un navegante apagó su
lámpara y salió. La atención se concentró de nuevo en Hilford.
—Hay asuntos de los que debo ocuparme en persona —dijo Hilford—. ¿Qué es lo que podría hacerse para que oliese como un kammiano? No puedo llevar pescado
a todas las partes donde vaya.
No hubo respuesta.
—¿Sería apropiado que llevase un perfume que cubriese mi olor?
En los rostros de los navegantes aparecieron sonrisas.
—Un hombre no usa perfume —dijo rudamente el capitán—. Y sin embargo… hay un perfumista en 00. Es un buen hombre. Tal vez pudiera hacer un perfume que
eliminase su olor y nada más. Quizás mañana…
—¿Por qué no esta noche?
—Sería peligroso para el perfumista. Nosotros los navegantes podemos frecuentar las tabernas por la noche y deambular sin ser molestados. Es lo que se
espera de nosotros. Pero los ciudadanos de 00 deben encontrarse en sus casas dos horas después de la puesta del sol. Puede significar la muerte para ellos
si los Capas-Negras los hallan en las calles.
—Entonces conviertan al perfumista en un navegante —dijo Hilford.
Le miraron con asombro en sus caras, y hubo un movimiento confuso de pies arrastrados y protestas efectuadas con las manos.
—No comprendo —dijo el capitán—. Es un perfumista…
Hilford trasteó en el forro de su capa y se colocó su sombrero escarlata de buhonero.
—Miren: soy un buhonero.
El rostro del capitán presentaba una expresión de asombro.
—¡Naturalmente! —dijo. Después envió a un joven marino con un sombrero extra de navegante escondido bajo la capa.
—¿Cuándo será escogido el próximo Guardián del Pájaro? —preguntó Hilford.
—Tan sólo lo saben los duques —fue la respuesta.
—¿Dónde se efectúa la elección?
—En algún sitio de las montañas según se dice. Tan sólo lo saben los duques. Y quizás también los Capas-Negras más fieles.
—¿Asisten todos los duques?
—Sí. Los duques del Sur viajan por mar hasta 00 y los del Norte van, también por mar, hasta la Provincia Triangular. Dónde se reúnen es algo que tan sólo
saben los duques.
Hilford repasó rápidamente su geografía. La cadena montañosa corría a lo largo del centro del estrecho y alargado continente de Kamm. Así que los duques
navegaban por los mares del norte o del sur hasta el centro del continente y desde allí viajaban hacia el interior para encontrarse en las montañas. No
debía ser difícil para ellos el conservar el secreto de su punto de reunión. El comercio kammiano se efectuaba por mar. En el interior había pocos caminos
y probablemente era muy poca la gente que alguna vez se atrevía a cruzar las montañas.
Hilford se sentía animado. Esto era más que todo lo que la Inteligencia Espacial había logrado saber en los anteriores doscientos años.
—Nuestro objetivo es la liberación del pueblo de Kamm —dijo lentamente—, pero debe efectuarse poco a poco. Deseamos evitar toda violencia. El primer paso
debe ser el lograr la elección de otro duque como Guardián del Pájaro.
El capitán hizo un gesto amargo.
—Esto es imposible.
—Nosotros, los de la Federación, nos encontramos a menudo con que hemos de realizar lo imposible.
—Es imposible —dijo de nuevo el capitán—. El hermano menor del duque es el Sumo Sacerdote del Pájaro.
La respuesta de Hilford fue innecesaria y fútilmente vocal.
—¡Ah! —exclamó. Así que ésta era la base del sistema usado por el duque para falsear la elección.
Un marino se inclinó hacia adelante. Era el musculoso y congestionado capitán que casi había ahogado a Hilford aquella tarde.
—Levo anclas mañana con dirección a la Provincia Redonda —dijo—. Cuando vuelva traeré al Duque Un Pulgar a 00.
—¿Viene a tomar parte en la elección de un nuevo Guardián del Pájaro?
—El Duque Un Pulgar no visita la Provincia Llana por amistad hacia su duque.
—¿Es el Duque amigo de la Liga?
—No de una forma oficial. Pero los navegantes son bien recibidos en la Provincia Redonda.
—¿Sería posible que yo tuviese una conversación con el Duque Un Pulgar?
—Podrían hacerse arreglos para conseguirlo.
Se abrió la puerta y entró el perfumista; era un hombre alto y cimbreante que se veía ridículo con un sombrero de navegante demasiado grande para él. Llevaba
una pesada caja y, evidentemente, estaba al corriente de la situación. Observó a los presentes, husmeó y se dirigió directamente a Hilford. Husmeó de nuevo
y contorsionó su cara con asco. Su largo rostro tenía una expresión de pena casi cómica.
Depositó la caja, y sus delicados dedos se movieron concisa y elegantemente. Debía tener, pensó Hilford, un bello acento kammiano.
—Puede que sea difícil —dijo—, pero trabajaré en ello.
—Hágalo en la habitación de al lado —dijo el capitán.
La puerta se abrió y un marino penetró violentamente, con sus dedos moviéndose con frenesí.
—¡Vienen los Capas-Negras!
El capitán apartó la silla de Hilford, se arrodilló con un cuchillo en la mano y hurgó con él hasta descubrir un pequeño cuadrado en el suelo. Hizo una
seña a Hilford:
—¡Rápido!
Hilford descendió. El espacio situado debajo del suelo era poco profundo y su cabeza y hombros sobresalían.
—¿El perfumista? —preguntó.
—¡Rápido!
Se encogió y la trampilla se cerró por encima suyo. La oscuridad era absoluta. Ni tan sólo un destello de luz se filtraba por arriba. Se inclinó hacia
adelante hasta que sus dedos tocaron tierra húmeda. Se hallaba en una concavidad de unos tres pasos por lado. En un lado había una caja y se sentó sobre
ella. Comenzó la espera.
En un planeta normal habría oído a la policía efectuando una entrada ruidosa, escuchado sus preguntas intimidatorias, y se habría hecho una idea de cómo
estaban yendo las cosas. En Kamm no oía nada. Y cuando se abriese la trampa no podría saber si ello significaba la seguridad o el cautiverio.
Pero era un agente de Inteligencia veterano, y no perdía sus energías en preocuparse sobre una situación que no podía controlar. Así que se relajó en la
oscuridad, apoyó la espalda contra la húmeda pared de su escondrijo y, en la espera, se adormiló.
Cuando se despertó, la luz caía débilmente a través de la trampa abierta y el capitán lo estaba sacudiendo. Salió afuera, cerraron la trampa y se sentaron
de nuevo. Los navegantes se hallaban en calma, como si nada hubiera ocurrido.
El capitán Puño parecía preocupado.
—No me gusta esto. Hacía años que no se veían tantos Capas-Negras en nuestro pueblo. Me interrogaron sobre el marino que traje a casa conmigo.
—Lo cual significa…
—Lo cual significa que un navegante o un miembro de su familia está a sueldo de los Capas-Negras. Debemos proceder con cautela. Para mañana ya habrán comparado
sus informes con los Capas-Negras que estaban en los muelles hoy. Querrán saber qué es lo que hice con el marino que se comportaba tan torpemente.
—¿Qué les dijo acerca del marino que trajo a casa?
—No traje a ningún marino a casa —dijo el capitán—. Traje al perfumista. Naturalmente, en la oscuridad algún tonto pudo haber confundido el color de su
sombrero. —Sonrió maquiavélicamente—. El perfumista está en conferencia con la Liga sobre cierto perfume que desea exportar. Será mi huésped hasta mañana.
Y mañana muy temprano el marino torpe se embarcará en un buque con destino a la Provincia Redonda. Un Capa-Negra, que lo reconocerá, lo verá subir a bordo…
nos ocuparemos de eso. Ya no oiremos hablar más de este asunto.
—Todo está bien preparado —dijo Hilford.
El perfumista salió de la habitación contigua y roció a Hilford en sitios dispares con un líquido incoloro e irritante. Los navegantes reunidos husmearon
cuidadosamente, y el capitán Puño dio el veredicto.
—No —dijo—. Ha mezclado usted un aroma infernal con otro. No oculta nada. —Se volvió rápidamente hacia Hilford—. Perdóneme, pero…
—No se preocupe —dijo Hilford.
El perfumista se alejó tristemente.
—Es difícil —señalaron sus delicados dedos—. Pero trabajaré en ello.
Hilford explicó cuidadosamente a los navegantes el punto de vista de la Federación, y se dio cuenta de que estaban vagamente desilusionados. Tal vez habían
esperado una asistencia armada contra el Duque Dos Dedos, y tenían que conformarse con un tipo de revolución más sutil.
Otras cuatro veces entró de puntillas el perfumista para probar una mezcla, y encajó cuatro nuevas derrotas. La reunión duró hasta el amanecer. Después,
Hilford desayunó copiosamente y partió.
Se dirigió al muelle rodeado estrechamente por una docena de marinos. Varios de ellos llevaban cestos que estaban impregnados del olor del pescado del
día anterior. El capitán de cara congestionada hizo que Hilford se colocara a bordo de su nave a plena vista de los paseantes, alejándose luego. Pocos
minutos después regresó, enfrascado en una animada conversación con un Capa-Negra. Éste siguió su camino, riéndose a carcajadas.
—Le pregunté —dijo el capitán a Hilford—, si recordaba el ridículo que hizo usted ayer. Lo recordaba. Le dije que ustedes los norteños son todos unos zoquetes,
pero que para cuando esté usted de vuelta de la Provincia Redonda o habrá muerto o será un marino. No me sorprendería que saltase por la borda antes de
regresar con el barco.
Le dio tal palmada en la espalda que casi lo hizo saltar por encima de la barandilla.
Muy lejos de la costa, cuando ya no eran visibles desde ella, Hilford pasó a un pequeño bote pesquero. El bote volvió tras el anochecer, y lo desembarcó
cerca del pueblecito de pescadores. El capitán Puño se encontró con él en la playa y lo guió hasta una choza vecina.
—Los Capas-Negras han estado dos veces hoy en el pueblo —dijo—. No me gusta. Me temo que este lugar no será seguro para usted. Lo he arreglado todo para
que se oculte en 00.
—Confío plenamente en sus decisiones —dijo Hilford.
—La segunda vez que estuvieron allí descubrieron la trampa en el suelo. Naturalmente no encontraron nada, pero ello indica con seguridad que tengo a un
traidor en la Liga. Fui personalmente a quejarme al capitán de los Capas-Negras. Me expresó sus más sinceras excusas. Estamos en tiempos inquietos, me
dijo, y la policía no toma ninguna acción que no sea necesaria. Le dije que si los navegantes siguen siendo molestados trasladaré la sede de la Liga a
otra provincia y haré que los marinos estén alejados de 00 hasta que los tiempos sean menos inquietos. Sospechan algo y no saben con seguridad lo que es.
—¿Ha sabido algo sobre mi amigo el buhonero?
—Nada. Continuaremos investigando, pero me temo que ya nunca más lo volverá a ver. Seguramente se lo han llevado.
—¿Llevado? ¿Dónde?
—A las montañas. Ningún prisionero se escapa de las montañas.
—¿Qué es lo que les ocurre?
—El Duque Dos Dedos está reviviendo las antiguas costumbres. Nadie lo sabe seguro pero nos lo tememos. En tiempos pasados, los duques sanguinarios usaban
animales. El Duque Dos Dedos usa hombres.
Hilford estaba anonadado. ¿Sacrificios humanos?
Los ojos del capitán Puño centellearon:
—He reverenciado al Pájaro Sagrado durante toda mi vida, tal como debe hacer un hombre de Kamm. Pero una deidad que pide la vida de un hombre no es una
deidad, es un demonio. Ahora, vamos a 00.
Hilford estaba instalado en una posada, vecina a la vivienda de su amigo el perfumista. Su alojamiento era una habitación secreta en el tercer y último
piso. Sus dimensiones eran de dos metros por uno y medio, y sus pasos la midieron más de una docena de veces el primer día. Entró, un paño de pared se
cerró tras él, y se encontró al mismo tiempo oculto y encerrado.
El capitán Puño lo visitaba a diario y en dos ocasiones le trajo noticias. Un testigo había visto a dos Capas-Negras del duque arrojando los cadáveres
de los miembros de la misión comercial desde unos carros a la callejuela en que habían sido encontrados en la mañana siguiente. Por otra parte, se había
visto a un grupo de prisioneros partir hacia las montañas. Probablemente Zorrel se encontraba entre ellos… si es que no estaba muerto ya.
Pasaron los días. Una vez los Capas-Negras registraron la posada. No encontraron nada, pero hicieron aumentar la inquietud de Hilford y el capitán no ocultó
su preocupación sobre la existencia de un traidor en su organización.
—No es uno de mis oficiales —dijo—. Sea quien sea sospecha que me encuentro con usted en la posada, pero no conoce la existencia de la habitación secreta.
Cuando averigüe quién es, servirá de pasto a los peces.
El perfumista enviaba regularmente nuevas mezclas para que Hilford las probase. Y cada vez un marino husmeaba cuidadosamente e informaba a Hilford de que
todavía continuaba oliendo detestablemente.
Los días pasaban, y al quinto de su permanencia en la posada Hilford decidió que no podía esperar más. Volvió a recordar el asunto del carro de Zorrel.
El capitán no había descubierto nada. No había ninguna indicación de que los agentes del duque lo hubieran destruido. Así que se suponía que había pasado
a formar parte de las propiedades del duque.
—Debo encontrar ese carro —dijo Hilford—. Necesitaré tan sólo dos minutos para sacar el equipo oculto. Es imprescindible que lo consiga.
Aquella tarde hubo una apretada reunión en la cámara secreta de Hilford, en la que se organizó una expedición. Los carros y carromatos del duque estaban
situados en una pradera cercana a su amurallada residencia. Había dos centinelas rondando el área, teniendo constantemente bajo su vista el perímetro.
Los centinelas eran más pura fórmula que necesidad. Ningún residente de 00 se atrevería a robarle al Duque Dos Dedos.
—Me ocuparé de los centinelas —dijo Hilford—. Tan sólo necesito llegar a quince pasos de ellos.
—Ningún centinela Capa-Negra permitiría que un marino se le acercase tanto —dijo el capitán—. Le clavarían tres dardos antes de que llegase a veinte pasos.
—No seré un marino —dijo Hilford vivazmente—. Seré otro Capa-Negra.
Los navegantes lo miraron boquiabiertos por la admiración. Claramente, esos hombres de la Federación eran unos tipos brillantes.
Hilford creía que los planes del capitán eran extremadamente complejos, pero fueron silenciadas sus protestas. La expedición partió a la noche siguiente,
tan pronto como hubo oscurecido, llevando capas negras y sombreros obtenidos del sastre oficial del duque. Había marinos estacionados a intervalos desde
el bosque cercano a la residencia del duque hasta el mercado en el otro lado de 00. Y, en éste, se encontraban otros dispuestos a iniciar un violento incendio
si es que se necesitaba una diversión. Un fuego en 00 era un asunto grave y tendría prioridad sobre el robo de cualquier carro.
Hilford salió de las sombras del bosque y caminó hacia el centinela, dándole el saludo de los Capas-Negras. A unos diez pasos le disparó un rayo concentrado
de su pistola paralizadora, y el centinela se desplomó inerte en el suelo. Lo arrastraron hacia las sombras y un marino ataviado con una capa negra tomó
su lugar. Rápidamente, hicieron lo mismo con el otro centinela. Navegantes provistos de capas negras se estacionaron a intervalos entre los carros, y uno
de ellos acompañó a Hilford, no para ayudarle, sino para vigilar y avisarle si surgían complicaciones. En Kamm no existían los gritos de aviso.
Hilford volvió su atención hacia los carros y se asombró por su número. Había docenas de ellos, alineados en filas ordenadas. ¿Tenía el Duque Dos Dedos
la pasión del coleccionismo de carros de bueyes? No, lo más posible era que éstos estuvieran destinados a servir como transportes militares. ¡El Duque
estaba planeando la conquista de Kamm!
Pasó rápidamente de un carro a otro. Algunos de ellos podía desecharlos con una simple mirada, pero muchos eran del mismo tipo que el de Zorrel y tenía
que buscar en el interior la doble pared que ocultaba el transmisor.
Se movía tan rápido como le era posible y su escolta le pisaba los talones, señalándole que se apresurase cada vez que Hilford lo miraba. Llegaron al final
de la primera larga fila y comenzaron con la segunda, cuando de repente el escolta asió el brazo de Hilford. Corrieron juntos, zigzagueando entre los carros,
y, a la débil luz de las tres lunas de Kamm, Hilford vio oleadas de Capas-Negras corriendo hacia ellos desde todas las direcciones. Mientras corría, se
maldijo a sí mismo por haber permitido unas preparaciones tan complicadas. Demasiados navegantes habían tenido noticias de la incursión, y el traidor en
la Liga había actuado de nuevo.
Hilford reguló su pistola paralizante poniéndola a potencia media y puso fuera de combate a grupos enteros de Capas-Negras. Se lanzaron a través de la
brecha creada en el círculo que los rodeaba y corrieron hacia el bosque. En la débil luz Hilford no podía diferenciar entre amigo y enemigo, pero evidentemente
el marino sí que podía. Dirigía la atención de Hilford hacia algunas sombras que saltaban hacia ellos, apartándole de otras. Al usar su arma en largas
distancias no podía conseguir otro efecto más que atontar momentáneamente a sus perseguidores, pero cualquier segundo ganado era precioso.
Los marinos disfrazados con capas negras les adelantaron en su carrera hacia el bosque, y Hilford se mantuvo donde estaba para luchar en una acción dilatoria.
—Faltan dos —señaló su escolta—. No podemos esperar.
Los dardos silbaban a su alrededor. Hilford apuntó su arma mientras corría y disparó de nuevo hacia sus perseguidores. Un dardo se le clavó en el brazo
pero casi no se dio cuenta. En la dirección de 00 altas llamas se alzaban en el aire, y los Capas-Negras que los perseguían no parecían darse cuenta de
ellas. Hilford se preguntó si la diversión no llegaba demasiado tarde. Habían alcanzado justamente los primeros árboles cuando un dardo golpeó a Hilford
en plena espalda. Tropezó, dándose de cabeza contra un árbol, y perdió el conocimiento.
Al recobrar el conocimiento y abrir los ojos, vio a un Capa-Negra inclinado sobre él. Cerró los ojos rápidamente y casi sin fuerzas alzó la mano hasta
tocarse el cuello. No le habían quitado el Pájaro Sagrado. Todavía tenía su pistola paralizadora, lo que significaba que aún tenía una posibilidad de escapar.
Pero se sentía terriblemente débil. Necesitaría fuerzas.
Abrió los ojos de nuevo y vio que el Capa-Negra le estaba sonriendo. Era su marino de escolta. Se dio cuenta que yacía en el estrecho camastro de su apretujada
habitación secreta.
—Le trajimos —señaló el navegante—. Los Capas-Negras nos dejaron por el fuego.
Los dedos de Hilford se movieron con debilidad.
—Su capitán es un hombre inteligente.
—El capitán ha sido arrestado —dijo el marino—. Lo mismo que todos los demás oficiales. Todos los que pudieron encontrar los Capas-Negras. Ha estado usted
inconsciente durante seis horas.
—¿Y qué pasará ahora?
—Hemos dado al duque un día para soltar a los marinos. Si no lo hacen, abandonaremos 00 y ningún otro barco vendrá a la Provincia Llana.
—Eso ya no le importará al duque ahora —dijo Hilford—. Tiene traidores entre los navegantes y éstos entrenarán a hombres para que naveguen en barcos del
duque. El duque necesitará sus propios barcos para conquistar Kamm, porque sabe que la Liga no le ayudaría.
—Los hombres no aprenden a navegar los mares de Kamm en un día.
—El duque tiene mucho tiempo, o cree que lo tendrá si es que es de nuevo elegido como Guardián del Pájaro.
El marino parecía preocupado. Hilford se hallaba frenético por la misma causa. Se había iniciado un nuevo día y tan sólo le quedaban veintidós antes de
que la Federación atacase. No se atrevió a decirle esto al marino.. Si un traidor llevase la información del ataque al duque, los Haarvianos se enterarían
y lo que estaba planeando como una rápida conquista se convertiría en una sangrienta guerra total.
Se abandonó a su debilidad y, muy a su pesar, se durmió.
Cuando despertó, el capitán Puño estaba allí con un doctor. El rostro del capitán reflejaba una torva simpatía.
—Me apenó la noticia de sus heridas —dijo—. Fue noble por su parte el sacrificarse por los marinos, pero usted es el verdaderamente importante. Debería
haberse preocupado de salvarse a sí mismo.
—Me apenó la noticia de su detención —dijo Hilford—. Especialmente cuando yo era el responsable.
—Usted no era el responsable. El duque nunca ha estimado a la Liga, y se apresura a echarle las culpas de cualquiera de sus problemas.
—¿Han encontrado al traidor?
Los dedos del capitán formaron palabras desconocidas para Hilford, terribles blasfemias marineras.
—Lo encontraré. Y se perderá en el mar en su próximo viaje.
—Tal vez haya más de uno —sugirió Hilford.
—Es posible. El Duque Dos Dedos tiene una bolsa bien repleta. Pero no está todavía dispuesto a luchar contra la Liga. Tal vez más tarde sí, pero no ahora.
—Arriesgamos mucho sin obtener ningún beneficio —dijo Hilford—. Oí que habíamos perdido dos hombres.
—Fueron capturados. Llevaban capas negras, así que nada los identificaba como marinos. Pero también fueron liberados. Esto es algo que no entiendo.
—El duque es astuto. Le gustaría saber lo que estábamos buscando entre sus carros. Espera enterarse de ello; por esto soltó a todo el mundo, creyendo que
así lo intentaremos de nuevo. Pero no lo haremos.
—No se ha repuesto usted aún —dijo el capitán—. Ha perdido sangre y necesita descanso. Cuando se haya recuperado haremos nuevos planes.
—Sí —dijo Hilford—. Cuando me haya recuperado.
Veía acercarse sin tregua la fecha límite, día a día. Tan sólo quedaban ya veintiuno.
 
Hilford estuvo durante tres días bajo una fuerte fiebre, mientras el preocupado doctor kammiano lo cuidaba torpemente. El capitán lo visitaba a diario.
El perfumista llegaba con nuevas mezclas y Hilford se sometía indiferentemente a sus rociados. Nuevos fallos. Se dormía y se despertaba, y a veces había
alguien allí: el capitán, el perfumista, el doctor u otro marino. A veces estaba solo. No parecía importar.
Al cuarto día se despertó y halló a un extraño en la habitación. Un hombre bajo y gordo cuyo pelo rojizo llameante contrastaba con sus amplias vestiduras
negras. Observaba curiosamente a Hilford.
—Soy el Duque Un Pulgar —dijo. Hilford se agitó débilmente y luchó por sentarse.
—No —le dijeron los regordetes dedos del duque—. Necesita descanso. Tengo una gran admiración por un hombre que se enfrenta con lo imposible.
—No hay nada imposible —dijo Hilford.
El duque se inclinó respetuosamente.
—El capitán me ha informado de su deseo de encontrarse conmigo. ¿En qué puedo servirle?
—Desearía hacer de usted el próximo Guardián del Pájaro —dijo Hilford; e inmediatamente se dio cuenta de que esto sonaba a ridículo dicho por un hombre
enfermo, por un fugitivo inerme.
El duque contestó sin vacilar:
—Imposible.
—¿Acaso no tienen todos los duques una posibilidad similar?
El duque dudó.
—Sí, todos los duques tienen una posibilidad similar. El Duque Dos Dedos y su hermano, que es el Sumo Sacerdote del Pájaro, han efectuado ciertos cambios
en la forma en que se realiza la elección, pero los cambios no son nada nuevo. Los mismos procedimientos estaban en uso en el tiempo del abuelo de mi abuelo.
Así que todos los duques deberían tener una posibilidad idéntica. Pero será escogido el Duque Dos Dedos.
—¿Cómo se efectúa la elección?
—No puedo decírselo. Tan sólo los duques y los Sacerdotes del Pájaro tienen el privilegio de saberlo.
—¿Aprueba usted el entregar vidas humanas al Pájaro?
El duque palideció.
—¿Usted sabe eso? Pero… —se quedó pensativo—. Sé que han habido rumores. No, no lo apruebo. Es algo terrible. Es algo repugnante. Pero no puedo cambiarlo.
—¿Llevaría usted las cosas de distinta manera si fuera usted el Guardián del Pájaro?
—Hay muchas cosas que yo haría de distinta manera.
—¿No me dirá cómo se efectúa la elección? ¿Ni siquiera por Kamm?
—He prestado juramento. No puedo decirlo.
—¿Sabe usted que el Duque Dos Dedos planea dominar todo Kamm?
—Me lo he supuesto.
—¿Pero a pesar de eso sigue sin poder decirme cómo se efectúa la elección?
El duque no dijo nada, pero mantuvo firmemente la mirada de Hilford. No era, pensó Hilford, el hombre débil e irresoluto que había imaginado. Sería un
buen gobernante. Firme, pero honesto. La Federación podría tratar con un hombre así.
—¿Sabe usted que soy de la Federación? —preguntó.
—Sí. La Federación siempre ha sido justa en sus tratos con Kamm.
—¿Sabe usted que el Duque Dos Dedos tiene huéspedes del cielo que no son de la Federación?
Haciendo una mueca, el duque contestó a disgusto:
—Sí. Son hombres malignos. Compañeros adecuados para el Duque Dos Dedos.
—¿Le han dado armas al duque?
—No. Han rehusado darle armas al duque.
Sonrió ante la sorpresa de Hilford.
—Tengo mis propias fuentes de información —añadió.
—¿Sabe usted que los hombres de la misión comercial de la Federación fueron asesinados con alguna potente arma desconocida?
—Oí hablar de las muertes. No las comprendo, pero no creo que el Duque Dos Dedos tenga un arma así.
—Tal vez la usaran sus malignos huéspedes.
—Eso es posible. Sí, debió ocurrir eso.
Hilford se dio cuenta de que había llegado a un punto muerto. El duque era posiblemente el único hombre con el cual pudiera entrar en contacto capaz de
decirle todo lo que necesitaba saber. Y sin embargo, el duque había hecho un juramento y era un hombre que cumpliría con su palabra.
—El duque elegido es llamado el Guardián del Pájaro —dijo repentinamente Hilford—. ¿Por qué?
El duque le miró con curiosidad.
—Porque es el Guardián del Pájaro.
—¿Un Pájaro de verdad? ¿Un Pájaro vivo?
—Naturalmente.
—No sabía que tales Pájaros existiesen en realidad.
—Existen muchos de ellos. Se escoge uno al mismo tiempo que se elige al duque, y se pone bajo su cuidado por la duración de su cargo.
—Se pone bajo su cuidado —musitó Hilford—.. ¿Entonces es responsable del Pájaro? ¿Qué ocurriría si el duque fuera negligente?
El Duque Un Pulgar sonrió.
—Nunca será negligente. Siempre se trata de un Pájaro joven y sano, y el Guardián del Pájaro lo trata con un cariño exquisito. Lo protegería con su vida.
Si muriese, perdería inmediatamente su cargo y nunca más podría volver a ostentarlo.
—Comprendo. Y el Guardián del Pájaro controla a todos los Capas-Negras de Kamm.
—Sí. Pero tan sólo puede enviarlos a otra provincia cuando el duque de ésta lo requiera. Y los otros duques no pueden tener más hombres de armas que los
de su guardia personal, a menos que se los soliciten al Guardián del Pájaro. Mi guardia personal es muy numerosa, y habitualmente hay pocos Capas-Negras
en la Provincia Redonda.
Una buena situación para un Guardián del Pájaro ambicioso, pensó Hilford. Controlando a los Capas-Negras, tan sólo él entre todos los duques podía crear
un ejército permanente. Cuando su ejército fuera lo suficientemente grande, podía apoderarse de todo Kamm.
Pero debería tener para ello un ejército poderoso, ya que los otro once duques se unirían contra él en cuanto atacase a uno de ellos. Con los escasos recursos
de Kamm debía llevar largo tiempo el planear una conquista en gran escala. Llevaría más de un solo período de cinco años como Guardián del Pájaro.
Un sistema de sorteo que alternaba el poder de un duque a otro a intervalos regulares era un buen sistema. Pero una vez que un duque consiguiera amañar
la elección y lograse ser escogido durante varios períodos consecutivos, se alteraría todo el equilibrio de poderes del planeta. El Duque Dos Dedos estaba
terminando su tercer mandato. Un cuarto le permitiría conquistar Kamm.
—¿Cuándo será elegido el próximo Guardián del Pájaro? —preguntó de pronto Hilford.
—No puedo decírselo.
—Debe de ser dentro de poco, pues de lo contrario usted no estaría aquí.
Hilford luchó cansadamente y al final logró quedar sentado.
—Estaré presente cuando se efectúe la elección —dijo—. Haré de usted el próximo Guardián del Pájaro.
El duque tomó las manos de Hilford y entrechocaron los antebrazos..
—Es usted un hombre valiente. Desgraciadamente, eso es imposible. Significaría su muerte y sería una muerte terrible. —Abrió la puerta oculta y se volvió
antes de salir—. Su vida sería entregada a los Pájaros.
El perfumista había estado esperando respetuosamente a que el duque saliese. Atravesó la puerta tan solemne como siempre y le entregó a Hilford una botellita.
—Mezcla número treinta y uno —dijo tristemente.
—Me temo que su tarea es aún más imposible que la mía —dijo Hilford.
—Lo conseguiré. He triunfado en tareas peores. El mismo Duque Dos Dedos me dio una mucho peor y tuve éxito.
—¿Qué necesidad tenía el duque de un perfume?
—Deseaba un perfume que no les agradase a los Pájaros.
—¿A los Pájaros Sagrados? —Hilford se irguió atento.
—Sí. Son unos animales muy repugnantes. Trabajé durante semanas. Rociaba a un roedor con el perfume y lo colocaba en la jaula, pero ellos se lo comían.
Mi mezcla doscientas sesenta y tres fue un éxito. El roedor estaba perfectamente seguro con ellos… hasta que pasaba el efecto del perfume. Entonces lo
despedazaban. No era muy agradable el ver a esos Pájaros cada día.. Después, durante semanas, no pude dormir bien.
—¿Los vio en el palacio del duque?
—Sí.
—Creí que el Guardián del Pájaro tan sólo tenía uno de ellos.
—Ésos fueron traídos por el hermano del duque, que es Sacerdote de los Pájaros. Supongo que los sacerdotes deseaban algo para protegerse de los Pájaros,
y no los culpo por eso. No obstante, eso fue hace años, mucho antes de que el Duque Dos Dedos se convirtiese en Guardián del Pájaro. Tal vez lo usa él
mismo ahora que tiene un Pájaro en su palacio. Hace tan sólo un mes que le preparé otra dosis de la mezcla.
—Es usted la primera persona con la que haya hablado, aparte del Duque Un Pulgar, que ha visto a un Pájaro vivo.
—El Duque Dos Dedos me hizo jurar que mantendría el secreto. Usted es el primero al cual se lo he contado.
—Respetaré su confianza —dijo Hilford—. Y efectuaré la prueba usual con esta mezcla treinta y uno.
El perfumista sonrió pensativamente.
—Por si acaso comenzaré la mezcla treinta y dos.
El capitán Puño llegó al atardecer y se sentó durante largo rato con sus dedos en silencio, viéndosele cansado y preocupado.
—Tengo que dejarle —dijo finalmente—. Raras veces he permanecido en 00 por tanto tiempo, y los Capas-Negras empiezan a sospechar. Ahora me siguen a todas
partes. Así que me veo obligado a hacer un corto viaje. Volveré en diez días. Tal vez en menos, si los vientos me favorecen. Después nos ocuparemos bien
de usted, se lo prometo.
—Gracias —dijo Hilford. Nunca se había sentido tan desamparado. Estaba demasiado débil para abandonar su escondite y, aún si lo hiciese, el primer Capa-Negra
que pasase a su lado lo arrestaría. Y ya no podía fiarse completamente de la Liga.
—Lo veré tan pronto como regrese —dijo el capitán. Se levantó para irse, dio un paso hacia la puerta y de repente se volvió con brusquedad y se le quedó
mirando incrédulamente. Por dos veces levantó las manos para hablar, dejándolas caer luego inertes.
—¿Qué ocurre? —preguntó ansiosamente Hilford.
—Me acabo de dar cuenta. ¡Ya no lo huelo a usted!
—Mezcla treinta y uno —dijo contento Hilford—. ¡Dígale al perfumista que envíe un botellón!
Una vez se hubo marchado el capitán, Hilford hizo planes. Tendría que salir de 00. A pesar de toda la información que pudiera obtener en la capital sobre
el Duque Dos Dedos, no podría terminar su misión en ella y, si permanecía por más tiempo, el traidor en la Liga tal vez se enterase de su escondrijo.
Dejó tan sólo una nota de agradecimiento a los marinos y, llevando el botellón de perfume que le había entregado el jubiloso perfumista se deslizó fuera
de la posada, sumergiéndose en las oscuras calles de 00.
Usó su sombrero de navegante hasta que estuvo fuera de la ciudad. Una vez un Capa-Negra lo detuvo, pero en el mismo instante en que Hilford asía su pistola
paralizadora, el policía se fijó en su sombrero y lo dejó pasar con una seña. Fuera de 00, Hilford se cambió el sombrero por uno de buhonero y comenzó
a andar a lo largo del camino de carro, cubierto de hierba, que llevaba hacia el norte… hacia las montañas.
Se cansó rápidamente, pero mantuvo con tozudez un paso firme y se obligó a seguir adelante. El sol se alzó y lentamente añadió su calor a su debilidad
febril. Pronto, cada paso vacilante se convirtió en algo que necesitaba una profunda concentración.
Obligó a su cansado cuerpo a marchar hacia adelante hasta que, a media mañana, se derrumbó bajo una pequeña sombra en lo alto de una colina, con los edificios
de 00 todavía visibles en el horizonte hacia el sur. No podía continuar.
Hacia el norte vio un pequeño pueblecito formado por alegres casas separadas entre sí, un buhonero con un buey y un carro subiendo la colina en su dirección
y, neblinosas en la distancia, las montañas cubiertas de nieve. Se incorporó trabajosamente y detuvo al buhonero. En cinco minutos de laboriosas negociaciones
compró el buey, el carro y la mercancía, a un precio que aproximadamente era superior en diez veces a su valor. En el pueblo dispuso de la mitad de la
mercancía vendiéndosela a un astuto y viejo tendero con una pérdida ruinosa, llenando luego el carro con víveres. Una vez dejado atrás el pueblo, subió
al carro y se preparó un apretado lugar donde descansar.
Un latigazo en el trasero del buey lo hizo ponerse en marcha. Avanzó torpemente hacia adelante a lo largo del camino que había seguido hacía menos de una
hora, no pareciendo interesarle ni a donde iba ni de donde venía. Hilford observó ansiosamente para ver si seguía el camino sin necesidad de su vigilancia.
Cuando vio que lo hacía, se recostó y luchó contra la agonía que le producía en sus heridas el bamboleo del carro y los brincos producidos por el desigual
terreno. Finalmente triunfó su agotamiento y se durmió.
Cuando despertó ya era oscuro. El camino hacia el norte se extendía ante él a la débil luz lunar y el buey seguía caminando indiferente. Se bajó y caminó
al lado del animal durante un tiempo, tratando de ejercitar sus entumecidos músculos, pero el esfuerzo fue demasiado para él. Guió al buey fuera del camino,
llevándolo al refugio de unos árboles para descansar.
No sabía cuando los duques abandonarían 00, ni cuán rápido iba a ser su viaje. Su única esperanza estaba en alcanzar las montañas antes que ellos. Si pudiera
hacer eso, tal vez tuviese todavía una oportunidad.
Y el ataque se produciría dentro de dieciséis días.
Al día siguiente sufrió una recaída. Yació en el carro, ardiendo de fiebre, mientras el buey se movía pacientemente hacia adelante. El día se difuminó
hasta convertirse en noche y de nuevo en día, y perdió toda conciencia del tiempo. Tal vez el buey descansaba cuando se sentía cansado, o tal vez no. No
lo sabía.
Finalmente, fue capaz de salir del carro y caminar al lado del buey. Sabía que habían pasado cinco días, o pudiera ser que seis o siete. Caminaba y descansaba,
y su fortaleza iba en aumento. A la siguiente mañana, desde la ladera de una montaña, contemplaba la planicie que se extendía escasamente arbolada ante
él cuando vio una caravana, larga y abigarrada, que seguía su misma dirección: animales, carros, criados y las personas reales de los seis duques del sur.
Continuó su camino y su buey jadeó y se esforzó mientras tiraba del carro subiendo la inclinada pendiente de un puerto montañoso.
La cordillera de cónicas montañas de Kamm parecía ser de origen volcánico, y los picos del borde sur estaban dispuestos en forma irregular: tan pronto
encaramados unos sobre otros como muy aislados entre sí. El tosco camino de carro seguía su retorcida ruta a lo largo de altos árboles, atravesando entre
dos montañas sin apenas elevarse, y a continuación iniciaba una subida pronunciadísima en pocos centenares de metros para llegar al siguiente paso.
Hilford siguió hacia adelante, desdeñando comer o dormir hasta que el cansancio lo agotó nuevamente, y hasta que la piel del esforzado y sudoroso buey
colgó en pliegues. A la mañana del tercer día en las montañas llegó a un amplio y arbolado valle. Azotó furiosamente al buey, obligándole a iniciar un
trote tambaleante. Debía cruzar el valle antes de que la caravana de los duques saliese del paso. No debía ser visto.
Al anochecer había cruzado el valle y alcanzado el refugio que representaba el arbolado de la montaña opuesta. Descansó, y el buey se desplomó en su arnés.
Con seguridad no podía ir más lejos, pensó. Ahora debía esperar a que los duques le adelantasen para seguirlos luego.
La larga caravana descendió al valle a media tarde, lo cruzó, y plantó campo en el lado norte. Al caer la oscuridad, Hilford observó con satisfacción allá
abajo los brillantes fuegos. Todo había ido de acuerdo con sus planes. Por la mañana, los dejaría adelantarse y luego los seguiría. Pero no debía dormir
más de la cuenta.
Se despertó con la primera luz de la mañana dándole en el rostro, y se apresuró a mirar hacia el campamento. Había pocos signos de actividad. Volvió al
carro, comió y se relajó mientras el buey pastaba contento en los matorrales del bosque. A mediodía, los fuegos de los cocineros puntearon el campamento.
Los criados terminaron su comida y se retiraron a las tiendas. Los bueyes fueron trabados y dejados sueltos en los pastos. Los carros fueron dispuestos
ordenadamente alrededor del perímetro del campo. Evidentemente, los duques no tenían ninguna prisa.
Preocupado, Hilford se dio la vuelta y caminó hacia lo alto del puerto. Miró hacia abajo, al valle situado en el norte, y sorprendido vio otro campamento:
los bueyes, los carros, las tiendas abigarradas. De repente lo comprendió todo, y esta comprensión lo abatió. Aquél era el campamento de los duques del
norte. Tan sólo los duques podían entrar en el Templo del Pájaro, por lo que habían dejado a sus séquitos y continuado ellos solos, y los había perdido.
Su agotador viaje había sido en vano.
Pero todavía tenía algunos días, quizás cinco, y los duques no emprenderían por sí mismos un largo viaje. El Templo del Pájaro debía de estar a una jornada
a pie de los campamentos. Debía haber alguna clase de camino o sendero que llevase hasta él. El Templo debía de necesitar vituallas.
Un movimiento entre los árboles a su izquierda lo sobresaltó.. Se alzó bruscamente, echando mano a su pistola paralizadora, y vio que su buey se había
soltado y erraba buscando hojas escogidas que comer. Con una sonrisa, dio la vuelta y se introdujo entre los árboles. Era un buhonero que buscaba su buey
perdido.
Encontró el sendero cuando comenzaba a caer la oscuridad. Era un sinuoso camino que subía del valle. Rápidamente lo perdió en la oscuridad, pero sabía
la dirección aproximada que seguía, hacia arriba, así que siguió andando. Una hora más tarde vio un destello de luz en la ladera de la montaña, muy por
encima suyo.
Pero no halló nada: ni importante Templo de fachada brillantemente pintada, ni edificios, ni señales de que los humanos hubiesen pasado en aquella dirección.
Caminó en la oscuridad, notando el frío intenso del aire montañoso, sintiendo la debilidad que había sido incapaz de eliminar en su lucha sin descanso
por alcanzar las montañas.
Una nube ahogó el último débil brillo de la más pequeña de las lunas kammianas. Caminó más lentamente, tratando de ver lo que se hallaba frente a él. De
repente, su pie se encontró con la nada; luchó por no perder el equilibrio, lo perdió, y cayó hacia adelante.
Se abatió sobre una estructura metálica a unos tres metros bajo la superficie, y se encontró en un respiradero enrejado de un par de metros de diámetro.
Antes de que pudiese recuperar sus confundidos sentidos, notó un dolor en el brazo. Lo apartó, y se dio cuenta de que estaba en el centro de una jaula,
mientras los gigantescos y horriblemente coloreados Pájaros Sagrados de Kamm revoloteaban hambrientos a su alrededor. Los barrotes formaban una escalera
casi perfecta, así que se abalanzó hacia ellos para subir, pero fue rechazado por garras cortantes y picos aguzados. Experimentó un mareo, con una sensación
palpitante en la cabeza. Mientras estaba allí atontado vio en la débil luz, allá abajo, la figura cubierta por un capuchón negro de un Sacerdote del Pájaro
que lo observaba. Repentinamente, el sacerdote dio media vuelta y salió corriendo.
Era una pequeña habitación desnuda tallada en la roca. Tres sacerdotes encapuchados entraron, hicieron una pausa para husmear cuidadosamente a Hilford,
y luego se sentaron. Por su parte él también los husmeó y notó un poderoso e irritante olor que al mismo tiempo le parecía agradable y repulsivo. La situación
tenía algo de gracioso. Podría haber dicho:
—Caballeros, tenemos algo en común: frecuentamos el mismo perfumista.
Pero los ceñudos sacerdotes no habrían apreciado el chiste.
Estaba de pie ante ellos, tambaleándose débilmente, con la sangre fluyéndole de su brazo y tobillo, mientras les contaba su historia. El sacerdote de más
rango se inclinó hacia adelante cuando terminó, e Hilford creyó reconocer la nariz altanera y los rasgos crueles. Éste debía ser el hermano menor del Duque
Dos Dedos.
Movió lánguidamente los dedos, aburrido porque distrajesen su atención con un asunto tan nimio.
—Esta mañana fue encontrado un buey perdido —dijo—. Tu historia puede que sea verdadera. Si es así, lo siento. Has tenido el alto honor de ver a los Pájaros
Sagrados de Kamm. Has entrado en el Templo prohibido. Tu vida es propiedad de los Pájaros.
Los otros dos sacerdotes se llevaron a Hilford. Pasaron a través de un laberinto de corredores: rectos, curvados, ascendentes, descendentes, bifurcándose.
Pasaron a través de una puerta cerrada y de otra, y Hilford fue introducido de un empellón en una larga habitación que tan sólo era un amplio y desnudo
corredor. Tras él se cerraron silenciosamente unas rejas.
En el extremo opuesto había otras rejas y medio centenar de hombres de Kamm se encontraban allí, de pie, sentados o echados en el frío suelo de roca. El
corpachón de un hombre se agitaba sacudido por sus sollozos, la única evidencia de su llanto silencioso. La mirada de Hilford recorrió los rostros y, de
repente, halló uno que le era familiar: ¡Zorrel!
El joven agente caminó hacia él, sonriendo alegre. Se colocaron el uno junto al otro, para que sus dedos pudiesen hablar en privado.
—Ahora somos cinco —dijo Zorrel.
—¿Hay otros tres agentes aquí?
—Así se podría decir. Su moral no es exactamente buena: han sido maltratados, y han tenido la mala suerte de ver lo que les ocurrió a algunos otros agentes.
—Se detuvo de repente y palpó la manga empapada en sangre de Hilford.
—Mi introducción a los Pájaros —le dijo Hilford.
—Entonces no necesito explicárselo.
—Sobre los Pájaros no necesito explicación; en cambio, sí la quiero sobre este lugar.
—Venga —dijo Zorrel. Llevó a Hilford al extremo opuesto de la habitación y desde allí miraron, a través de las rejas, a una enorme arena circular cubierta.
A intervalos, alrededor de las paredes, había pares de aberturas enrejadas, del tamaño de un portalón: una al nivel del suelo, la otra directamente encima.
En el centro de la arena había una jaula lo suficientemente grande, pensó Hilford sombríamente, para contener a un hombre.
—Éste es el sistema mediante el cual se elige al Guardián del Pájaro y cómo son decididos otros asuntos importantes —dijo Zorrel—. Cada duque tiene su
propio palco real: las aberturas superiores. Hay doce de ellas. Cuando llega el gran momento, se llena la arena de Pájaros y se coloca a la víctima en
la jaula. Se abren las puertas inferiores y se sube la jaula hasta el techo. Todo lo que tiene que hacer la víctima es ir desde el centro de la arena hasta
una de las puertas inferiores antes de que los Pájaros la despedacen. Las primeras no llegan muy lejos, pero llega un momento en que los Pájaros han satisfecho
su hambre y pierden interés. Las víctimas llegan más y más lejos y, finalmente, una lo consigue. Según la puerta por la que escape, se elige al duque que
será el próximo Guardián del Pájaro. ¿No le parece un jueguecito agradable?
Hilford se estremeció. Había tenido bastante experiencia en lo que se refería a barbarie y violencia y sacrificio humano; pero tan sólo en las civilizaciones
más primitivas. Allí habría parecido natural. Aquí era simplemente horrible.
—Hace generaciones dejaron de usar personas, sustituyéndolas por animales —siguió Zorrel—. Pero el Duque Dos Dedos está reviviendo las antiguas costumbres.
Es agradable para la víctima que consigue triunfar. Recibe altos honores y hasta puede llegar a casarse con una hija del duque, si es que éste tiene alguna.
Para los que no consiguen triunfar ya no es tan agradable.
—¿Cuándo tendrá lugar la elección?
Zorrel se rió sardónicamente.
—En cualquier momento a partir de ahora. Nosotros… —con un gesto abarcó toda la habitación— somos las víctimas. Me pregunto si los Pájaros opinan que los
viejos son más duros de comer que los jóvenes. En tal caso usted tendría más posibilidades que un joven y tierno bocado como yo.
Hilford se quedó contemplando meditativamente la arena.
—No hay escape por esa parte —dijo Zorrel—, y ya sabe lo que hay por la otra: dos puertas cerradas y un par de pelotones de sacerdotes de guardia. Una
vez comiencen los festejos, estarán más interesados en observar lo que pasa en la arena que en nosotros. —Tocó con la mano su pistola paralizante—. Ése
sería un buen momento para apoderarse del lugar.
—Por mi parte, he obtenido bastante información —dijo Hilford—. Creo que ya casi me hago cargo totalmente de lo que ocurre. La pregunta es: ¿de qué nos
sirve eso?
—La pregunta es: ¿cómo salimos de aquí?
—Somos agentes de Inteligencia —dijo Hilford—. Tenemos una misión.
—De acuerdo… estoy con usted. Lo mejor es que no cuente demasiado con los otros. Y le diré una cosa —tocó de nuevo la pistola paralizante—: Si me ponen
en esa arena, los Pájaros lo van a sentir. Una carga completa mataría a un Pájaro.
—Eso no resolvería nada. Ni siquiera le salvaría la vida. Los sacerdotes le despedazarían si no lo hacían los Pájaros. La carga de su pistola no durará
siempre y la mía ya está casi agotada.
—¿Entonces qué hacemos?
—Quiero curiosear por los alrededores, y hablar con nuestros compañeros de infortunio.
Regresó hacia el interior de la habitación, pasó al lado de un hombre que estaba en un estado de coma producido por el terror, y se detuvo al lado de un
pequeño viejecillo marchito que le sonrió animosamente.
—No se descorazone —le dijo a Hilford—. Tal vez sea afortunado como yo.
—¿Afortunado en qué?
—Mi número no sale. He estado aquí durante cuatro años y todavía sigo. No llaman a mi número. La comida es buena, la habitación no está mal y no nos dan
mucho trabajo para hacer. No es una mala vida si a uno no le preocupa el ser traído aquí en rebaño los Días Sagrados y así.
Hilford señaló con el pulgar a la arena.
—¿Le gusta lo que ocurre allí?
—No dejo que me preocupe. Claro, me digo a mí mismo que podría ser yo el que estuviera allí pero no lo soy, y me moriré de viejo antes de que me llamen.
—Ha estado usted aquí durante cuatro años —dijo Hilford—. ¿Cuántas vidas ha visto entregar a los Pájaros?
—No sé. Quizás un par de centenares. Naturalmente, en los Días Sagrados tan sólo es uno el escogido. Nunca he visto una Elección. Dicen que se usan a muchos
de nosotros en una Elección.
Hilford siguió caminando. Encontró a los tres agentes de Inteligencia, habló con ellos brevemente y los dejó. Habían sido muy maltratados. Unas señales
en sus manos sugerían tortura. Se les había hecho pasar hambre y estaban tan débiles que casi no podían andar. Naturalmente, si es que podía, tendría que
sacarlos de allí. Pero no podía contar con su ayuda.
De repente, un olor familiar llamó su atención: amargo e irritante, mezcla de placentero y desagradable. Se volvió hacia él y vio a un delgado y bronceado
joven de un vigor físico indudable. Lo había visto en alguna parte, tal vez entre una multitud, en donde su rostro había sido uno de tantos.
Pero tan sólo un grupo de kammianos lograban esta condición física. Era un navegante, y estaba generosamente untado con el perfume especial de los Sacerdotes
del Pájaro.
—Es penetrante ese perfume que usa —dijo Hilford.
El marino lo miró ceñudamente y no dijo nada.
—La Liga estará contenta al saber quién es su traidor.
El marino se sobresaltó. Sonrió lentamente y dijo:
—Más pronto o más tarde tenían que cogerle. Y la Liga nunca sabrá de usted.
—Dele mis recuerdos al Duque Dos Dedos —dijo Hilford.
Se dio la vuelta y caminó de regreso al lado de Zorrel. Es raro, pensó, cuán repentinamente se desentraña un misterio. Sabía quién era el traidor de la
Liga, o al menos uno de ellos. Y también sabía cómo amañaba la elección el Duque Dos Dedos.
Se lo explicó a Zorrel, quien al principio se mostró incrédulo, pero que al fin hizo gala de una maestría refinada del lenguaje obsceno de Kamm.
—Entonces todo es una farsa —dijo—. Llaman a algunos números para darles un buen espectáculo a los otros duques y entonces envían a ese tipo. Y los Pájaros
ni le tocan. Y camina a través de la puerta del Duque Dos Dedos, y el espectáculo se termina.
—Hasta que pasen otros cinco años.
—Podríamos arreglar un accidente para ese navegante. Al menos la elección sería genuina.
—Demasiados testigos —dijo Hilford—. Y esto no mejoraría la situación. Todo lo que tendrían que hacer los sacerdotes es rociar a otro prisionero con el
aroma y enseñarle dónde está la puerta del Duque Dos Dedos.
—¿Entonces qué es lo que hacemos?
—Nada. He observado la puerta y tan sólo puede ser abierta por el otro lado. No hay forma de salir de aquí. Tendremos que esperar hasta que nos lleven
a otra parte.
—¿Y si tratan de hacernos servir de alimento de los Pájaros?
—Si se le ocurre alguna otra solución, dígamela.
Se sentaron, apoyándose contra la pared, y esperaron. Hilford miró de nuevo a la arena. Había respiraderos enrejados en el techo, pero aquél en que había
caído daba a otra habitación más pequeña. El lugar consistía en unas enormes cavernas naturales, decidió, modificadas por generaciones de sacerdotes para
que respondieran a sus necesidades. La religión de Kamm sería un fascinante tema para el estudio de cualquier joven etnólogo de la Federación… si es que
era lo suficientemente afortunado como para sobrevivir y transmitir los datos.
Se abrió una puerta y entraron los sacerdotes de negras vestiduras. Los prisioneros fueron alineados contra la pared y un joven sacerdote se movió a lo
largo de la línea pintando números rojos en sus frentes.
—La pintura se borra fácilmente —dijo—. Cualquier hombre que sea encontrado con la frente limpia será entregado inmediatamente a los Pájaros.
El sudor goteaba en numerosas frentes, pero Hilford se pudo dar cuenta de que nadie se lo enjugaba.
Hubo un movimiento en la arena. Un Pájaro picó directamente hacia la puerta enrejada que los separaba de ella, remontando luego su vuelo. Siguió un momento
de pánico al echarse los prisioneros hacia atrás, huyendo de la arena, mientras los sacerdotes, enfurecidos, trataban de restaurar el orden. Cuatro sacerdotes
entraron en la arena y caminaron tranquilamente hacia la jaula situada en su centro. El aire se llenó de repente con enormes alas batientes, mientras los
Pájaros descendían voraces para apartarse después. Los sacerdotes empujaron la jaula hacia la puerta en la que esperaban las víctimas. Estaba a punto de
celebrarse la Elección.
El mismo Sumo Sacerdote atravesó la habitación con un séquito de sacerdotes tras él. Se detuvo por un momento y estuvo mirando a la arena. Satisfecho en
apariencia de que todo estuviera en orden, se dio la vuelta y tomó una jarra metálica que le era entregada. La agitó hasta que un disco salió por una hendidura
en el fondo. Miró hacia abajo y señaló indiferentemente.
—Treinta y siete —dijo, y apartó el disco de un puntapié.
Un joven sacerdote lo recogió y el número treinta y siete, un gigantón, rozó el brazo de Hilford cuando cayó desmayado al suelo.
Los sacerdotes le despojaron de sus ropas, se abrieron las rejas y fue introducido en la jaula. Los sacerdotes la arrastraron lentamente al centro de la
arena y la dejaron allí. Una señal, y la jaula se alzó de un tirón.
Los que estaban en la habitación observaron con una compulsión nacida del horror. Agachándose, el número treinta y siete saltó hacia un lado de la arena
tan pronto como la jaula, al alzarse, le dejó un resquicio. El primer Pájaro se precipitó hacia él y le desgarró la espalda, derribándolo al suelo. El
hombre rodó sobre sí mismo, defendiéndose con brazos y piernas. En alguna forma se agarró a un Pájaro por un ala, lo que produjo entre los sacerdotes un
momentáneo estremecimiento de alarma.
Pero otro pájaro encontró sus ojos y otro su cuello. Entonces, terminó la lucha y empezó el festín. Bajaron la jaula y los sacerdotes, ignorados por los
Pájaros, que luchaban por los restos del número treinta y siete, la volvieron a llevar a la puerta de la prisión.
El Sumo Sacerdote agitó de nuevo la jarra.
—Número cuarenta y dos.
Los sacerdotes lo arrastraron hacia adelante, y cuatro años de buena suerte terminaron para el viejecillo marchito que pensó iba a morir de viejo.
El miedo paralizaba sus piernas y los sacerdotes tuvieron que sostenerlo mientras lo desnudaban. Rudamente, lo introdujeron en la jaula.
Cuando la jaula se alzó, cayó de rodillas, cubriéndose el rostro con las manos. Durante un terrible momento, los Pájaros no se fijaron en él. Entonces
uno de ellos giró lentamente en círculos, aterrizando en su espalda. El dolor le hizo agitarse en una furiosa lucha, pero había esperado demasiado. Nunca
volvió a ponerse en pie.
El Sumo Sacerdote levantó su jarra y el sangriento juego continuó.
La quinta víctima en ser llamada fue el joven marino bronceado.
Se adelantó audazmente, pero una vez se encontró en la arena hizo el papel de una víctima aterrorizada. Se agachó y zigzagueó, tropezó y cayó, se reincorporó
manoteando contra los Pájaros. Pero permaneció incólume, y recorrió el camino hacia un lado de la arena, atravesando súbitamente una puerta abierta.
La puerta se cerró de un golpe. Se apagaron todas las luces de los palcos reales excepto una. El Duque Dos Dedos había sido elegido Guardián del Pájaro
por otros cinco años.
—Es el fin de una misión —dijo Zorrel.
—O el principio de otra —dijo Hilford, encogiéndose de hombros.
Inmediatamente se relajó la tensión en la habitación. El Sumo Sacerdote salió afuera. Los prisioneros se borraron los números de sus frentes y los sacerdotes
organizaron el grupo en una columna doble, haciéndolos avanzar. Hilford y Zorrel remolonearon y quedaron los últimos.
—En cada habitación hay diez prisioneros —dijo Zorrel—. Las habitaciones están muy lejos de la salida… al menos de aquélla por la que me hicieron entrar.
Esos corredores se extienden por todo el lugar. No estoy seguro de que pudiese encontrar el camino hacia fuera.
—Tendremos que tener cuidado —dijo Hilford mirando a su alrededor—. Esos dardos que lanzan pueden hacernos daño.
La columna se movió a través del laberinto de corredores. Dieron un último giro y llegaron a una sucesión de puertas enrejadas. Un sacerdote contó a diez
prisioneros, cerró la puerta tras ellos y echó el cerrojo.
—Mire adelante —dijo Hilford—. El corredor se bifurca. ¿Adónde va?
—No lo sé.
Hilford se volvió para ocultar sus dedos a los sacerdotes.
—Cuando llegue nuestro turno, echaremos a correr para tratar de escapar. Si logramos llegar a doblar el recodo, estaremos a salvo de los dardos y podremos
irlos paralizando uno a uno mientras nos persiguen. Tal vez tengamos suerte.
—Estoy a su lado.
El cuarto grupo de diez fue contado, y quedaron tan sólo seis hombres. Un sacerdote abrió la siguiente puerta y se quedó bloqueando el corredor. Cuando
le llegó el turno a Hilford, saltó y golpeó al sacerdote, apartando su contraído cuerpo a un lado. Luego corrió hacia la bifurcación del pasillo. Notaba
la presencia de Zorrel justo detrás suyo. Alcanzaron la bifurcación y doblaron la esquina antes de que silbasen los primeros dardos. Los asombrados sacerdotes
habían reaccionado lentamente. Estaban en un corto pasadizo que se dividía en tres direcciones. Una lámpara de aceite en lo alto daba sombríos reflejos.
Se dieron la vuelta y se quedaron inmóviles, con las pistolas paralizadoras preparadas.
—A toda potencia —señaló Hilford.
No quería que los hombres se despertasen en unos pocos minutos para contar lo que había sucedido. Los primeros sacerdotes aparecieron corriendo en el recodo.
En cuestión de segundos una docena de cuerpos yacían en el suelo del corredor. Desnudaron a dos de ellos, arrastraron los cuerpos hasta una habitación
vacía y se vistieron con los negros hábitos y capuchas. Caminaron tranquilamente por la dirección en que habían venido. Nadie les hizo ninguna pregunta,
pero les llevó más de media hora el hallar la salida.
Bajaron por el sendero de la montaña, en el aire fresco de las primeras horas de la mañana, ignorando a los sacerdotes que se hallaban de guardia. Tan
pronto como alcanzaron la protección de los árboles, Hilford se detuvo.
—Diríjase directamente hacia el oeste hasta que encuentre el camino de carro que lleva hacia el norte a través de las montañas —dijo—. Sígalo hasta lo
alto del paso. Mi carro está escondido entre los árboles, a unos metros hacia el oeste. En el carro encontrará un botellón de perfume que huele distinto
de todo aquello que haya olido hasta ahora. Dese un baño con él, le hará oler como un hombre de Kamm.
Zorrel se sobresaltó.
—¡Así que es eso!
—Eso es. Una vez huela correctamente, diríjase hacia el campamento en el valle del sur y mire entre los carros para ver si el Duque Dos Dedos no ha usado
por casualidad el nuestro para el viaje. No creo que nadie interrogue a un sacerdote sobre lo que hace. Si encuentra el transmisor diga al Cuartel General
que lo detenga todo. Les informaremos más tarde.
—¿Qué es lo que va a hacer usted?
—Terminar nuestra misión. Y lo mejor será que intercambiemos las pistolas paralizadoras. La mía está casi agotada.
Zorrel alzó la cadena por encima de su cabeza y entregó el Pájaro Sagrado tallado a mano a Hilford.
—Si es que va a volver allí dentro, lo necesitará —dijo. Tomó la pistola de Hilford y desapareció entre los árboles.
Hilford escogió su posición cuidadosamente. Tenía que permanecer invisible y al mismo tiempo tener un buen campo de visión. Buscó a lo largo del camino
y finalmente se quedó en un grupo de matorrales situado a unos tres metros del sendero. No sabía cuanto tiempo tendría que esperar. Estaba hambriento,
sediento y agotado por la falta de descanso. Esperaba poder resistir.
Pasó una hora y dos horas. Luchó para permanecer despierto en el monótono silencio. De repente vio un destello de movimiento. Una hilera de sacerdotes
vestidos de negro apareció ante su vista. Hilford se arrodilló y apuntó su pistola paralizante hacia el sendero. La comitiva se movía rápidamente, por
lo que tan sólo dispondría de una fracción de segundo.
Pasaron más sacerdotes y, repentinamente, Hilford vio aquello por lo que estaba esperando: una jaula que se alzaba grotescamente sobre el sendero montañoso.
Tenía más de dos metros y medio de alto y estaba tapizada con ropa negra por el interior de los barrotes, con respiraderos en la parte superior e inferior.
Dos sacerdotes de negras vestiduras se encorvaban bajo su peso en los soportes de cada ángulo. Mientras Hilford observaba estos detalles, su dedo apretó
instintivamente el gatillo. A una distancia de tres metros, un haz concentrado a la máxima potencia mataría a un hombre o lo inutilizaría permanentemente.
Con toda seguridad mataría a un Pájaro.
Y mientras la jaula pasaba ante su vista se produjo un estremecimiento convulsivo, y un Pájaro Sagrado de Kamm cayó al suelo de su jaula..
A esto siguió la más absoluta consternación. Los sacerdotes dejaron la jaula en el suelo, la abrieron y sacaron cariñosamente al Pájaro. El terror y la
incertidumbre se reflejaba en sus ojos. El Duque Dos Dedos llegó a la carrera por el sendero. Otros duques se aproximaban, abriéndose camino entre la excitada
multitud de sacerdotes. Hilford se dio cuenta de que se estaba llevando a cabo una furiosa discusión, pero los agitados dedos quedaban ocultos a su vista.
El Sumo Sacerdote apareció, ansioso, y desapareció entre la multitud..
Hilford mantuvo su posición y esperó. Finalmente, la comitiva dio la vuelta, asumió algo que semejaba un orden y volvió a subir la montaña hacia el Templo
del Pájaro. Hilford la siguió a una distancia prudente y, aproximándose a uno de los centinelas situado en la entrada del Templo, le preguntó:
—¿A qué venía toda esa algarabía?
El centinela tenía una expresión de asombro.
—¡El Pájaro ha muerto! ¡El Guardián del Pájaro será depuesto!
Hilford volvió a entrar confiadamente en el Templo y se movió a través de los corredores a un paso tan rápido como le permitía la dignidad de su negro
ropaje. Encontró el corredor en el que se hallaban confinados los prisioneros y abrió la quinta puerta.
Tan sólo había cuatro hombres en la habitación, ya que Hilford y Zorrel se habían escapado. Se alzaron de un salto y se quedaron humildemente expectantes.
—¿Quién de vosotros desea escapar? —preguntó Hilford.
Se quedaron mirándole sin comprender. Escogió al más joven de todos y le echó el hábito sobre los hombros, cambiándoselo por sus vestiduras.
—Al salir echa el cerrojo —dijo—. Si caminas durante suficiente tiempo encontrarás la salida. ¡Buena suerte!
El asombrado hombre salió a escape, y lo vieron echar el cerrojo a la puerta. Uno de los otros prisioneros reconoció repentinamente a Hilford.
—¡Usted mató a los sacerdotes! —dijo con sus dedos temblando por la excitación.
Hilford se dejó caer sobre un camastro cubierto de paja.
—¿Y no me lo agradece? —preguntó.
Estaba totalmente exhausto. Se agitó buscando la posición más cómoda, y se hundió en el sueño.
Fue despertado abruptamente y llevado en rebaño al corredor con los otros prisioneros. Fueron formadas las dos columnas y los llevaron de regreso a la
estancia que se abría a la arena, a través de los zigzagueantes corredores. La escena era más o menos similar a la que se había producido antes, pero con
una diferencia significativa. El palco real del Duque Dos Dedos estaba a oscuras. La puerta que se abría bajo éste se hallaba cerrada. Había permitido
que un Pájaro Sagrado muriese y quedaba por tanto descalificado.
Los asombrados prisioneros fueron situados contra la pared para ser numerados. El Sumo Sacerdote entró irritado y asió furiosamente la jarra metálica.
En ese momento un prisionero de la habitación en que había estado Hilford se adelantó un paso y señaló hacia él.
—Él… él es el que mató a los Sagrados Sacerdotes —dijo.
El Sumo Sacerdote se giró hacia Hilford, se le acercó y le husmeó dubitivamente.
—No —señaló.
—Escapó y luego regresó vistiendo un hábito negro —gesticuló excitado el prisionero.
El Sumo Sacerdote observó fríamente a Hilford.
—Sacadle los zapatos —dijo finalmente.
Contempló incrédulamente sus pies de cinco dedos.
—Sacadlo el primero —dijo. El informador sonrió ampliamente, y un momento después se quedó helado por el terror cuando el Sumo Sacerdote lo recompensó
al añadir—: Y a éste el segundo.
Hilford fue desnudado rápidamente. Unas manos asieron la talla del Pájaro Sagrado y él lo protegió con las suyas. El Sumo Sacerdote se adelantó para ver
lo que ocurría y dijo despectivamente:
—¡Dejad que lo conserve!
Muy arriba, los Pájaros aleteaban excitadamente, y varios de ellos se lanzaron contra los sacerdotes, apartándose en el último momento. Hilford esperó
calmadamente en el centro de la arena, mientras los sacerdotes se apresuraban a alejarse. Graduó su pistola paralizante a la mínima intensidad, con el
haz más amplio que le era posible a la pequeña arma. Sería fatal matar a un Pájaro, pero también lo sería el no mantenerlos alejados. Si el ajuste inicial
de su arma no era correcto, posiblemente no tendría tiempo para rectificarlo.
La jaula fue alzada.
Se encontraba en el centro de la arena, girando lentamente sobre sus pies, con ambas manos extendidas sobre su cabeza. Una de ellas asía la pistola paralizadora.
Su postura era la de alguien que estuviese invocando a los dioses. Su auditorio estaba a punto de contemplar un milagro y lo mejor para Hilford sería que
alguien se hiciese la idea de que era un Milagro Sagrado.
El primer Pájaro planeó sobre él, incidió contra el haz del arma y se alejó revoloteando cómicamente. Otro se acercó lo suficiente para recibir una leve
sacudida, y se remontó en círculos cautelosamente. De repente se produjo una avalancha y por encima de él el aire se llenó de alas que se agitaban.
Continuó girando y una oleada repentina de náusea se apoderó de él. Su cabeza palpitaba dolorosamente. Perdió el equilibrio, casi se desplomó y comenzó
a caminar hacia un lado de la arena. Un Pájaro se le acercó por la espalda a baja altura, por debajo del haz. La turbia vista de Hilford lo captó en el
último momento. Inclinó el arma y el Pájaro cayó al suelo de la arena, se estremeció y se alejó andando patosamente con las alas colgando inútiles tras
de sí. Hilford reasumió su inseguro giro y vio como el Pájaro se alzaba de nuevo en vuelo. Estaba a unos seis metros de la pared de la arena, lo suficientemente
cerca como para poder ver el rostro de un duque que lo contemplaba esperanzado. Pero no era el duque que buscaba. Otro Pájaro se le acercó volando bajo,
pero se alejó de nuevo antes de que pudiera apuntarle con el arma. Los Pájaros se estaban volviendo cautelosos, y sus ataques se interrumpían cada vez
más lejos de él. Pero su cabeza era una agonía vibrante y desgarradora y se dio cuenta de que estaba perdiendo el conocimiento. Tambaleándose, siguió andando,
con los brazos todavía extendidos sobre su cabeza, pasando por delante del palco de un duque tras otro, buscando una cara familiar.
De repente vio una mata de pelo rojo. Apeló a sus últimas y decrecientes fuerzas y atravesó la puerta abierta, desmayándose al tiempo que un sacerdote
la cerraba tras él.
Fue alzado, vestido con hábitos negros y llevado en volandas por una escalera de piedra. El Duque Un Pulgar se adelantó para recibirlo, contempló su rostro
y se quedó estupefacto.
—He mantenido mi promesa —le dijo Hilford, y se desmayó otra vez.
El duque lo ayudó a recostarse sobre unos almohadones y se arrodilló a su lado. Sus manos temblaban excitadamente.
—¡Es un milagro!
Hilford se hundió agotadamente hacia atrás.
—Debemos ser cautelosos —dijo—. No me fío del Duque Dos Dedos.
—Ahora ya no puede hacer nada. Tengo que recompensarle a usted.. Todas mis hijas están casadas, pero tal vez…
—Más tarde —dijo Hilford—. El Duque Dos Dedos…
Repentinamente solemne, el Duque Un Pulgar se alzó.
—Iremos al Sumo Sacerdote. Tiene que entregarme mis credenciales y mi Pájaro.
Los sacerdotes formaron una respetuosa escolta. Entraron en las suntuosas habitaciones del Sumo Sacerdote, cuyas paredes estaban cubiertas de negros tapices
y cuyos muebles estaban lujosamente guarnecidos de negro. El Sumo Sacerdote estaba allí, con una docena de sacerdotes de inferior rango. El Duque Dos Dedos
se hallaba frente a él arguyendo furiosamente.
—El Pájaro estaba enfermo.
—El Pájaro era joven y con buena salud.
—En ningún caso se me puede acusar de negligencia si muere antes de llegar a 00, ¡incluso antes de salir de las montañas!
Hilford comprendió el torbellino que se estaba produciendo tras la fría e inmutable expresión del Sumo Sacerdote. Podía usar de las costumbres para su
propio beneficio, rociando a un prisionero con un perfume repelente, pero no podía actuar abiertamente sin provocar el desmoronamiento de toda la estructura
religiosa, socavando consiguientemente su propia posición. Los sacerdotes sabían que el Sumo Sacerdote era el hermano del Duque Dos Dedos, y estaban observando
atentamente. ¿Se atrevería a desentenderse de la venerable tradición que todos ellos habían jurado mantener?
—El Pájaro te fue confiado —dijo—. La ley lo dice claramente.
El Duque Dos Dedos se dio cuenta repentinamente de la presencia del Duque Un Pulgar y de su séquito y se volvió iracundo hacia ellos.
—Su elección no fue correcta. La efectuó un hombre que no es de Kamm. Y a los que no son de Kamm no les está permitido entrar en el Templo —se volvió de
nuevo hacia el Sumo Sacerdote—. La ley lo dice bien claro. Has traído extraños al Templo.
—He ofrecido sus vidas a los Pájaros según la ley. Tan sólo los Pájaros han decidido el resultado.
La mirada de Hilford recorrió el grupo de encapuchados que se encontraba tras el Duque Dos Dedos y al hacerlo se felicitó por su memoria fotográfica. Uno
de aquellos rostros los había visto en su primer día en Kamm, en el carruaje del duque. Y aquel rostro tenía orejas.
Se dirigió al Duque Un Pulgar:
—El Duque Dos Dedos ha traído extraños al Templo —dijo—. Quítenle la capucha al sacerdote situado a su derecha y lo comprobarán.
El pequeño duque se movió con decisión. Caminó hacia adelante, arrancó la capucha de la cabeza del hombre y se quedó mirándolo. ¡Orejas!
Nadie se movió. El rostro del Sumo Sacerdote registraba una helada calma.
—Todos los presentes se sacarán las capuchas —dijo.
En el mismo momento se vieron brillar armas, pero una oleada de sacerdotes dominó a los hombres. Se arrancaron las capuchas de las cabezas de la escolta
del Duque Dos Dedos: dos pares más de orejas fueron reveladas a los asombrados sacerdotes.
El Sumo Sacerdote se dio la vuelta lentamente, enfrentándose con su hermano. La larga lucha por el poder entre los dos hombres ardió con odio en las miradas
que intercambiaron. Cada uno de ellos había tratado de usar al otro y ambos habían fallado. Y Hilford supuso que cuando el Duque Dos Dedos había comenzado
a tratar con los hombres de Haarn, no había informado a su hermano.
Ahora el hermano se podía vengar. Dio un paso atrás y sus dedos pronunciaron lentamente el veredicto.
—La ley lo dice bien claro: la vida de un extranjero en el Templo pertenece a los Pájaros. Y sea duque o villano, también la de aquel que voluntariamente
introduzca a un extraño en el Templo…
El pequeño Duque Un Pulgar alzó las manos.
—Tan sólo los duques pasan juicio sobre la vida de un duque —dijo.
El Sumo Sacerdote perdió la calma. Se abalanzó sobre el Duque Un Pulgar, con los dedos gritando su rabia.
—¡En el Templo del Pájaro yo soy el que manda!
—La ley de Kamm no se detiene a la puerta del Templo —dijo el pequeño duque.
Hilford lo observó en tensión. El Sumo Sacerdote soltó un torrente de amenazas e invectivas. El Duque Un Pulgar alzó su pelirroja cabeza despectivamente
y mantuvo su tranquila mirada sobre el Sumo Sacerdote hasta que éste apartó la suya, intranquilo.
—¿Cuándo celebrarán el juicio los duques? —preguntó.
—Inmediatamente —respondió el pequeño duque.
El Sumo Sacerdote hizo un gesto en dirección al Duque Dos Dedos.
—Lleváoslo.
El duque dio un salto hacia atrás y suplicó a los sacerdotes:
—Soy el Guardián del Pájaro. Vuestro juramento os liga a mí. Os ordeno…
Los sacerdotes se amontonaron a su alrededor y se lo llevaron. El Sumo Sacerdote señaló desdeñosamente a los hombres de Haarn.
Por alguna razón, Hilford no sentía ningún deseo de ver enjuiciar al Duque Dos Dedos. No estaba seguro de ser admitido, así que siguió a los que llevaban
a los hombres de Haarn. Fueron echados a la arena sin ceremonia. Ni siquiera fueron desnudados. Durante unos minutos vagaron confusos, mirando en vano
a las puertas cerradas que rodeaban la arena. Cuando los primeros Pájaros descendieron sobre ellos, uno se sacó los hábitos y los agitó en el aire. La
acción sobresaltó a los Pájaros, que giraron en el aire cautelosamente. Recobraron rápidamente su confianza y, mientras se acercaban volando, a los hombres
de Haarn les ocurrieron cosas extrañas. Se desplomaron y se arrastraron por el suelo de roca desnuda; sus manos arañaban inútilmente la lisa superficie;
de sus orejas brotaba sangre, y sus brazos y piernas se agitaron débilmente hasta quedar inertes. Hilford se alejó cansadamente de la visión repugnante
de las garras que descuartizaban. Su misión había terminado. Había identificado el arma secreta kammiana.
 
En la base de la Federación situada en la luna más grande de Kamm, Hilford estaba terminando su informe:
—Tras la ejecución del Duque Dos Dedos, su sobrino fue proclamado dirigente de la Provincia Llana. Es un joven consciente e inteligente, que será un excelente
duque. No han sido descubiertos más agentes de Haarn, y dudamos que los haya. Los hombres con orejas encontrarán difícil el esconderse en Kamm. El nuevo
Guardián del Pájaro es un hombre valiente y honesto, con dotes de mando. Tiene el apoyo total de la Liga de Navegantes y dará buena acogida a consejeros
de la Federación. En los próximos cinco años se producirá un cambio trascendental en la historia de Kamm.
Hilford se sentó y se tomó el placer de carraspear largamente. El desacostumbrado ejercicio oral había irritado bastante su garganta. Se echó hacia atrás
y estudió los rostros que se hallaban ante él: los jefes militares, los del servicio diplomático y los de Inteligencia.
El jefe diplomático fue el primero en hablar, e Hilford buscó el comunicador, aumentó el volumen y escuchó.
—Propongo que recomendemos al agente especial Hilford por haber realizado un excelente trabajo.
Un agitado Almirante Lantz saltó en pie, su cara de profesor enrojecida por la excitación:
—¡El arma secreta! ¡No ha mencionado usted el arma secreta!
—Eso necesita un informe especial —dijo Hilford—. ¿Zorrel?
El joven agente se apresuró a salir y volvió a entrar con algunos aparatos científicos que fueron observados con sospecha por la distinguida audiencia.
—He grabado algunos de los sonidos producidos por el Pájaro Sagrado de Kamm —dijo Hilford—. ¿Les gustaría oírlos?
El murmullo de asentimiento no le llegó a través del comunicador. Repitió la pregunta y el Almirante Lantz gritó:
—¡Sí!
—Se los dejaré escuchar exactamente durante cinco segundos. Y por favor, fíjense que esto es un oscilógrafo. Nos da una imagen de las ondas de sonido.
Pueden escucharlo y verlo al mismo tiempo.
Dispuso un cronómetro en su mano y Zorrel apagó el aparato cuando le hizo una señal.
—No he oído nada —dijo el Almirante—. Y esa línea ni se movió. Ahí no hay nada sino silencio.
—¡Ah! Recuerden… Kamm es el planeta silencioso. Éstos son allí los sonidos de los pájaros.
El Almirante se alzó con el gesto de alguien que va a patalear, pero fue devuelto a su sitio por otro Almirante. Ernst Wilkes le dijo a Hilford:
—Prosiga, por favor. —El jefe de Inteligencia del Sector parecía estar divirtiéndose.
—Les aseguro, caballeros —dijo Hilford cortésmente—, que éste es el silencio más mortífero en todo el universo. Esperemos cinco minutos, y entonces les
daré la fase dos.
Mientras esperaban, Zorrel ajustó el oscilógrafo. Se dirigió a la puerta e hizo entrar a un mastín gigantesco, pedido en préstamo a un centinela.
—En la primera prueba —dijo Hilford—, el oscilógrafo estaba ajustado para registrar sonidos dentro de la escala auditiva del hombre, más o menos hacia
25.000 ciclos. Ahora variaremos el límite superior hasta tan lejos como pueda ir. Observen otra vez, por cinco segundos.
La línea en el oscilógrafo se retorció de repente convulsivamente. Al mismo tiempo, Hilford fue derribado al suelo cuando el perro se abalanzó contra él
en un frenético esfuerzo por escapar. Zorrel saltó para apagar la máquina y el perro se arrastró bajo una mesa y aulló desconsoladamente.
—Ya ven, caballeros —dijo Hilford—, cuan mortal es ese silencio. El perro puede oírlo, al menos en parte. Ustedes no pueden oír nada, pero en cualquier
forma están siendo bombardeados con un sonido oscilatorio de una peculiar longitud de onda de una intensidad mortal. Poniendo esta máquina a su volumen
normal todas las personas que se hallan en esta habitación morirían en un minuto… excepto Zorrel y yo, porque no tenemos orejas por el momento. Y no obstante
nos sentiríamos agudamente incómodos.
«El Pájaro Sagrado es un monstruo legendario de Kamm por una buena razón. El folklore dice que en un tiempo los pájaros dominaron el planeta, y tal vez
tengan razón. En algún momento, allá en las oscuras nieblas de la antigüedad, esos pájaros comenzaron a desarrollar un método peculiar para cazar sus presas
y, a medida que desarrollaban sus poderes, tuvieron un tremendo impacto en todo el desarrollo de la evolución kammiana. Sus presas tuvieron también que
evolucionar o extinguirse. Éste fue el camino que siguió la evolución en Kamm. Los pájaros se hicieron más poderosos y sus presas desarrollaron aún más
su inmunidad. Finalmente los pájaros alcanzaron un poder sin límites y sus presas se tornaron completamente inmunes. Los hombres se adaptaron a los pájaros
perdiendo su sentido del oído y finalmente sus mismas orejas. Y, cuando su oído hubo desaparecido y se convirtió en la especie dominante del planeta, el
hombre continuó temiendo a los pájaros, los capturó y los adoró.
Hubo un largo silencio, interrumpido al fin por Wilkes.
—¿Qué es lo que ocurrió con los miembros de la misión comercial?
—Tan sólo podemos suponerlo. Accidentalmente o a propósito, el Duque Dos Dedos los expuso a su Pájaro privado. Probablemente, él mismo se horrorizó ante
lo sucedido y, como temía a la Federación, hizo que abandonasen los cuerpos en la calle. Y ahora, si nadie quiere oírlo de nuevo, Zorrel borrará el sonido
de los pájaros. No desearíamos que un técnico inocente tuviera un accidente mortal por descuido. ¿Cuándo empieza mi permiso?
—Inmediatamente —dijo Wilkes—. Dos meses.
—Me prometió seis.
—No puedo prescindir de usted por seis meses. ¿Dónde quiere ir? ¿A algún tranquilo lugar de descanso?
—Quiero que me devuelvan mis orejas —dijo Hilford—. Y entonces voy a emplear los seis meses en pasarlos en el camarote de popa de un remolcador espacial,
escuchando los motores.
Un diplomático alzó su mano ansiosamente.
—¿Qué hay sobre el futuro de Kamm?
Hilford se quedó repentinamente serio.
—Los kammianos no se dan cuenta, pero los hombres normales nunca podrán invadir su planeta. Un Pájaro Sagrado suelto en un campamento enemigo por la noche
podría aniquilar a todo un ejército. Aún si un invasor tratase de matar a todos los pájaros, nunca podría estar seguro de que no quedase uno y éste sería
suficiente. Y los extranjeros vivirán en Kamm únicamente con el consentimiento de los kammianos. El futuro de Kamm depende ciertamente de los kammianos.
O, para decirlo en otra forma… —sonrió ampliamente—, ¡ese planeta es para los pájaros!
 
 
El ssilencio es mortal.
Lloyd Biggle, Jr.
 
Traducción de M. Trevänner